Las corrientes del espacio (8 page)

—¿Tiene usted una trascripción de su mensaje? —dijo el Doctor Junz.

—Sí, doctor. —Pasó algunos minutos buscando y finalmente sacó un hilo de plata.

El doctor lo puso en el lector y una vez hubo funcionado, dijo, frunciendo el ceño:

—Esto es una copia, ¿verdad?

—He mandado el original al Centro de Transportes Extraplanetarios de aquí, de Sark. Me ha parecido que era mejor fuesen a buscarle al campo de aterrizaje con una ambulancia. Probablemente está muy mal.

El Doctor Junz sintió el impulso de estar de acuerdo con el agitado joven. Cuando los analistas aislados en las profundidades del espacio sucumben a su trabajo, las reacciones psicopáticas suelen ser muy violentas.

—Pero, espere... por lo que dice parece que no ha aterrizado todavía —dijo.

—Supongo que sí, pero nadie me ha llamado para decírmelo —dijo el agente, al parecer sorprendido.

—Bien, llame a Transportes y pida detalles. Psicopáticos o no, los detalles deben figurar en nuestros ficheros.

El analista del espacio fue a informarse nuevamente durante los últimos minutos antes de marcharse. Tenía otros asuntos de qué ocuparse en otros mundos y llevaba cierta prisa. Casi en el umbral dijo, volviendo la cabeza:

—¿Qué hay del inspector de campo?

—¡Ah, sí, quería decírselo! Transportes no ha oído hablar de él. Ha mandado toda la potencia de energía de su motor hiperatómico y dice que su nave no está en el espacio próximo. Debe haber cambiado de opinión sobre lo de aterrizar.

El doctor Junz decidió aplazar su marcha veinticuatro horas. Al día siguiente fue al Centro de Transportes Interplanetarios de Sark City, capital del planeta. Allí vio, por primera vez a toda la burocracia floriniana, que le miró moviendo la cabeza. Habían recibido un mensaje referente al próximo aterrizaje del analista del CAEI, pero no había aterrizado ninguna nave.

El doctor insistió en que la cosa era importante. El hombre estaba enfermo. ¿No había recibido una copia de su conversación con el agente del CAEI? Le miraron con los ojos abiertos de par en par. ¿Copia? No se encontró a nadie que recordase haberla recibido. Sentían infinito que el hombre estuviese enfermo, pero ni había aterrizado ninguna nave del CAEI ni ninguna de ellas se encontraba en el próximo espacio.

El doctor regresó a su hotel pensativo. Abandonó la idea de marcharse. Llamó a la recepción y se hizo trasladar a otra habitación más apropiada para su intensa ocupación. Después fijó una cita con Ludigan Abel, embajador de Trantor.

Pasó el día siguiente leyendo libros sobre la historia de Sark y, cuando llegó la hora de la cita con Abel, su corazón redoblaba con un latido de odio. La cosa no iba a ser fácil, lo sabía.

El anciano embajador le recibió con toda ceremonia, le estrechó efusivamente la mano, puso en funcionamiento su barman mecánico y no le permitió hablar de cosas serias antes de las dos primeras copas. Junz aprovechó la oportunidad para charlar sobre asuntos de menor importancia, se informó acerca del Servicio Civil de Florina y recibió la exposición de la genética práctica de Sark. Su odio aumentó.

Junz siempre recordaría a Abel como lo había visto ese día. Unos ojos profundamente hundidos bajo unas cejas blancas extraordinariamente pobladas, una nariz aguileña que se sumergía periódicamente en su vaso de vino, unas mejillas hundidas que acentuaban la delgadez de su rostro y de su cuerpo y un dedo levantado que parecía dirigir una música inaudible. Junz empezó a exponerle el caso con una lacónica economía de palabras. Abel le escuchaba atentamente y sin la menor interrupción. Cuando Junz hubo terminado, el embajador se limpió los labios cuidadosamente y dijo:

—¿Conocía usted a ese hombre que ha desaparecido?

—No.

—¿Ni se habían encontrado nunca?

—Nuestros inspectores de campo son hombres que difícilmente se encuentran.

—¿Había sufrido ya alguna otra alucinación?

—Es la primera, según el fichero central del CAEI... si es una alucinación.

—¿Sí...? —el embajador no parecía comprender—. ¿Y por qué ha venido usted a verme a mí? —preguntó.

—En busca de ayuda.

—Es obvio... Pero ¿en qué forma? ¿Qué puedo hacer yo?

—Déjeme que se lo explique. El Centro Sarkita de Transportes Extraplanetarios ha buscado en el espacio próximo el tipo de energía de los motores de la nave de nuestro hombre y no hay signos de él. En esto no mentirían. No diré que los sarkitas estén por encima de la mentira, pero están por encima de la mentira inútil, y saben que puedo comprobarlo en el espacio de dos o tres horas.

—En efecto. ¿Qué más?

—Hay dos casos en que el rastreo del tipo de energía falla. Una, cuando la nave no está en el próximo espacio, porque ha aterrizado en un planeta. No puedo creer que nuestro hombre haya saltado. Si sus declaraciones acerca de la importancia del peligro que amenaza Florina y la Galaxia son alucinaciones de un megalómano, nada le impediría venir a Sark a comunicarlas. No hubiera cambiado de idea marchándose. Tengo quince años de experiencia en estas cosas. Si, por casualidad, sus declaraciones eran cuerdas y reales, el asunto sería, con toda seguridad, demasiado serio para que cambiase de idea y abandonase el espacio próximo.

El viejo trantoriano levantó un dedo y lo movió pausadamente.

—Su conclusión en este caso es que está en Sark.

—Exactamente. Una vez más, no hay más que dos alternativas. Primera, si está bajo influencia de una psicosis, puede haber aterrizado en otro lugar del planeta distinto de los puertos espaciales reconocidos. Puede andar errante por cualquier sitio, amnésico, enfermo... Son cosas bastante inusitadas incluso entre los hombres del espacio, pero han ocurrido algunas veces. En estos casos, los ataques son generalmente temporales. Cuando pasan, la víctima empieza a recordar detalles de su trabajo antes del menor recuerdo personal. Después de todo, la misión del analista del espacio es su vida. Con mucha frecuencia el amnésico es detenido porque anda errante por una biblioteca pública buscando referencias al análisis del espacio.

—Comprendo. Entonces quiere usted que arregle una cita con el Gremio de Bibliotecarios para que le comunique en el acto esta situación.

—No, porque no preveo ninguna perturbación en este sentido. Quisiera pedir que se hiciese una reserva de ciertas obras sobre el análisis del espacio y que todo aquel que las pidiese, fuera de los que pueden probar que son indígenas sarkitas, fuese detenido e interrogado. Estarán de acuerdo en ello porque sabrán que este plan no dará ningún resultado.

—¿Por qué no?

—Porque —respondió Junz hablando apresuradamente, presa de un acceso de furia temblorosa— estoy seguro de que nuestro hombre aterrizó en el aeropuerto de Sark tal como lo había proyectado y, cuerdo o psicótico, fue encarcelado y probablemente muerto por las autoridades de Sark.

Abel dejó sobre la mesa un vaso casi vacío.

—¿Está usted bromeando?

—¿Tengo aspecto de bromear? ¿Qué me ha dicho usted hace apenas media hora acerca de Sark? Su vida, su prosperidad y su poderío dependen de su dominio de Florina. ¿Qué me han demostrado mis lecturas durante estas últimas veinticuatro horas? Que los campos de kyrt de Florina son la riqueza de Sark. Y aquí nos encontramos con un hombre que, cuerdo o psicótico, no tiene importancia, proclama que algo de importancia galáctica ha puesto en peligro la vida de todos los habitantes de Florina. Fíjese en la trascripción de la última conversación de este hombre.

Abel cogió el alambre de plata que Junz le había arrojado al regazo al entrar y aceptó el aparato lector que le tendía. El hilo se desarrolló lentamente mientras los ojos vagos de Abel iban animándose.

—No es muy informativo —dijo.

—Desde luego, no. Dice que hay un peligro. Dice que el peligro es urgente, pero no hubiera debido ser nunca mandado a los sarkitas. Aunque el hombre esté equivocado, ¿puede el gobierno sarkita permitir la radiación de cualquier locura, admitiendo que sea una locura lo que tenga en la cabeza y esparcirla por toda la Galaxia? Dejando aparte el pánico que podría suscitarse en Florina, la interferencia con la producción de kyrt, se da el hecho de que toda la sucia combinación de las relaciones políticas Florina—Sark quedaría expuesta a la vista de toda la Galaxia. Considere además que les bastaría suprimir un hombre para evitar todo esto; puesto que yo no puedo intentar acción alguna por la sola trascripción, y lo saben. ¿Se detendría Sark ante un asesinato en este caso? Un mundo basado en experimentos genéticos como el que usted describe no vacilaría.

—¿Y qué quiere usted que yo haga? No estoy todavía muy seguro, debo confesarlo —dijo Abel, al parecer inconmovible.

—Descubrir si lo han matado —dijo Junz severo—. Debe usted tener una organización de espionaje aquí. ¡Oh, no finjamos...! Llevo el tiempo suficiente rondando por la Galaxia para haber pasado mi adolescencia política. Llegue usted al fondo del asunto mientras yo distraigo su atención con mis negociaciones bibliotecarias. Y una vez haya usted descubierto quiénes son los asesinos, quiero que Trantor se ocupe de que nunca más un gobierno de la Galaxia se imagine que puede matar a un hombre del CAEI y quedar impune.

Y aquí había terminado su primera entrevista con Abel.

Junz tenía razón en una cosa. Los funcionarios sarkitas cooperaban e incluso simpatizaban con cuanto hacía referencia a los arreglos bibliotecarios. Pero no parecía tener razón en nada más. Pasaron los meses y los agentes de Abel no consiguieron encontrar rastro del desaparecido en Sark, ni vivo ni muerto.

Durante once meses la situación no cambió y Junz empezó a mostrarse dispuesto a abandonar la partida. Casi decidió esperar sólo hasta el doceavo mes y no más. Y entonces la ruptura se produjo, pero no por parte de Abel, sino por el casi olvidado hombre de paja que él mismo había puesto en acción. Llegó a él una comunicación de la Biblioteca Pública de Sark y Junz se encontró un día sentado delante de un funcionario civil floriniano en el Centro de Asuntos Florinianos.

El funcionario completó su composición mental del asunto. Había vuelto la última página.

—Y ahora, ¿qué puedo hacer por usted? —preguntó levantando la vista.

—Ayer a las 4,22 de la tarde —dijo Junz con precisión—, fui informado de que la Biblioteca Pública de Sark tenía a mi disposición un hombre que había intentado consultar dos textos sobre análisis espacial y que no era un indígena sarkita, No he sabido nada más de la biblioteca desde entonces.

Continuó llevando la voz, para cortar en seco algún comentario iniciado por el empleado.

—Un telenoticiario, recibido mediante un instrumento público propiedad del hotel donde me hospedo, y fechado a las 5,05 de ayer tarde, afirma que un miembro de la Patrulla de Florina había sido dejado sin sentido en la sección floriniana de la Biblioteca Pública de Sark y que tres florinianos, presuntos autores del atentado, eran perseguidos. Este boletín no se repitió en los posteriores noticiarios radiados. No me cabe la menor duda —prosiguió— de que las dos informaciones están relacionadas. No dudo que el hombre que busco está ahora en manos de los patrulleros. He pedido autorización para ir a Florina y me ha sido denegada. He mandado por subéter a Florina la petición de que el hombre en cuestión sea enviado a Sark y no he recibido contestación. Vengo al Centro de Asuntos Florinianos a pedir que se actúe en este sentido. O yo voy allá o a él lo mandan aquí.

—El gobierno de Sark —dijo el oficial con voz descolorida no puede aceptar ultimátums de los funcionarios del CAEI. He sido advertido por mis superiores de que probablemente me interrogaría usted sobre estos particulares, y he recibido instrucción sobre los hechos que debo comunicarle a usted. El hombre que fue sorprendido consultando los textos reservados, con sus dos compañeros, un Edil y una mujer floriniana, cometieron, en efecto, la agresión a que se ha referido usted, y fueron perseguidos por las patrullas. Pero no fueron, sin embargo, capturados.

Una amarga decepción se pintó en el rostro de Junz. No trató de ocultarla.

—¿Han huido?

—No exactamente. Fueron localizados en una panadería de un tal Matt Khorow.

—¿Y se les permitió seguir allí? —dijo el doctor abriendo los ojos.

—¿Ha conferenciado usted recientemente con Su Excelencia Ludigan Abel?

—¿Qué tiene esto que ver con...?

—Estamos informados de que ha sido usted visto con frecuencia en la Embajada de Trantor.

—No he visto al embajador desde hace una semana.

—Entonces le aconsejo que le vea. Hemos permitido que los criminales siguiesen en la tienda de Khorow, e inofensivos, por el respeto debido a nuestras delicadas relaciones interestelares con Trantor. Tengo instrucciones de decirle a usted, si me parece necesario, que Khorow, como seguramente no le sorprenderá saber —y aquí el blanco rostro adquirió una inusitada expresión de burla—, es muy conocido en el Departamento de Seguridad como agente de Trantor.

6
El embajador

Faltaban todavía diez horas para que Junz tuviese su entrevista con el funcionario cuando Terens salió de la panadería de Khorow.

Avanzando a buen paso por las calles de la ciudad, pasaba la mano por las ásperas superficies de las cabañas de los trabajadores al pasar. A excepción de la pálida luz que se filtraba desde la Ciudad Alta, se encontraba en una oscuridad total. La única luz que podía verse en Ciudad Baja era el resplandor opalino de las linternas de los patrulleros que circulaban en grupos de dos o tres.

Al oír unos pasos lejanos que se aproximaban, Terens se metió en una calle polvorienta, ya que incluso de noche los riegos de Florina difícilmente podían penetrar en las oscuras regiones inferiores al cementoide.

Aparecieron unas luces, pasaron y desaparecieron cien metros más abajo.

Durante toda la noche las patrullas estuvieron circulando. Les bastaba con eso, circular. El miedo que inspiraban era suficiente para mantener el orden sin el menor alarde de fuerza. Sin luces en la ciudad, la oscuridad hubiera podido servir de manto para numerosos seres humanos errantes, pero incluso sin los patrulleros como lejana amenaza, este peligro hubiera podido descartarse. Los almacenes de comida y los talleres estaban bien guardados; el lujo de Ciudad Alta era inasequible; y robarse unos a los otros, explotar la miseria del semejante, hubiera sido claramente fútil.

Other books

Dead Red Cadillac, A by Dahlke, R. P.
Sheikh's Fake Fiancee by Jessica Brooke, Ella Brooke
Saraband for Two Sisters by Philippa Carr
Discovered by Brady, E. D.
Dead Calm by Jon Schafer
Love's Courage by Mokopi Shale


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024