Las corrientes del espacio (7 page)

—No, gracias. Ya saldré de ésta —dijo Terens.

El Panadero volvió a echarse a reír tranquilamente.

—Sería interesante saber cómo. No me mires de arriba a abajo porque no tenga educación. Tengo otras cosas. Mira, pasa la noche pensando en esto. Quizá decidas que necesitas ayuda.

Valona permanecía en la oscuridad con los ojos abiertos. Su cama consistía en una manta echada en el suelo, pero era casi tan buena como las camas a que estaba acostumbrada. Rik estaba profundamente dormido sobre otra manta en el rincón opuesto. Dormía siempre profundamente en días de excitación, una vez se le habían pasado las jaquecas.

Terens había rechazado una cama y el Panadero se había echado a reír (se reía de todo, al parecer), apagó la luz y le dijo que le daba la bienvenida en la oscuridad.

Valona seguía con los ojos abiertos. El sueño se había alejado de ella. ¿Volvería a dormir alguna vez? ¡Había derribado al suelo a un patrullero de un puñetazo!

Sin saber por qué, estaba pensando en su padre y su madre.

Su mente estaba muy turbia. Había hecho cuanto estuvo en su mano por olvidarlos durante los años transcurridos. Pero ahora recordaba el susurro de sus conversaciones en voz baja, por la noche, cuando la creían dormida. Recordaba la gente que venía en la oscuridad.

Una noche vinieron los patrulleros y le hicieron unas preguntas que ella no entendía pero trataba de contestar.

Después de aquello no volvió a ver a sus padres. Se habían marchado, le dijeron, y al día siguiente la pusieron a trabajar cuando los demás chiquillos de su edad tenían todavía dos años por delante para jugar. La gente la miraba cuando ella pasaba y los demás chiquillos no podían jugar con ella aunque hubiese terminado la hora del trabajo. Aprendió a vivir para sí misma. Aprendió a no hablar. La llamaban la «Gran Lona» y se reían de ella y decían que era medio imbécil.

¿Por qué la conversación de aquella noche le habría recordado a sus padres?

—Valona...

La voz estaba tan cerca que el soplo agitó su cabello y tan apagada que casi no la oyó. Sintió una tensión, en parte de miedo, en parte de embarazo. No tenía más que una sábana sobre su cuerpo desnudo.

Era el Edil.

—No digas nada —dijo—. Escucha nada más. Voy a marcharme. La puerta no está cerrada. Pero volveré. ¿Me oyes? ¿Me entiendes?

Buscó a tientas y cogió la mano de Terens y la estrechó con los dedos. Terens quedó satisfecho.

—Y vigila a Rik. No lo pierdas de vista. Y, Valona... —Hubo una larga pausa y después prosiguió—: No te fíes mucho de este Panadero. No sé nada de él. ¿Me entiendes?

Se oyó un leve ruido, un chasquido leve todavía más lejano, y estuvo fuera. Valona se incorporó apoyándose sobre un codo, pero aparte la respiración de Rik y la suya todo estaba en silencio.

Apretó sus párpados en la oscuridad, y haciendo un esfuerzo trató de pensar. ¿Por qué habría el Edil, que lo sabía todo, dicho aquello del Panadero que odiaba a los patrulleros y les había salvado? Sólo se le ocurría una cosa. Los había encontrado cuando las cosas se ponían tan negras y había obrado rápidamente, salvándolos.

Era casi como si hubiese sido una cosa arreglada o el Panadero hubiese estado allí esperando a ver qué pasaba.

Movió la cabeza. Todo aquello parecía muy extraño. Si no hubiese sido por lo que le había dicho el Edil no hubiera pensado nunca en todo aquello.

El silencio se hizo añicos por una fuerte voz y una despreocupada pregunta.

—¿Hola? ¿Estás todavía aquí?

Se estremeció al posarse sobre ella un rayo de luz. Lentamente levantó, estirándola, la sábana hasta su cuello.

La luz se apartó.

No tenía necesidad de preguntar la identidad del que había hablado. Su cuadrada figura se destacaba levemente en la penumbra que formaba el rayo de luz.

—Creía que te habías marchado con él —dijo el Panadero.

—¿Quién? —preguntó Valona débilmente.

—El Edil. Ya sabes que se ha marchado. No pierdas tiempo fingiendo.

—Volverá.

—¿Dijo que volvería? Si lo ha dicho, se equivoca. Los patrulleros le pescarán. No es muy inteligente este Edil, de lo contrario hubiera sabido cuándo se deja abierta una puerta a propósito. ¿Proyectas marcharte también?

—Esperaré al Edil —respondió Valona.

—Como quieras. Será una larga espera. Puedes marcharte cuando te plazca.

El rayo de luz de su lámpara cruzó la habitación y se fijó en el pálido y largo rostro de Rik. Sus párpados se contrajeron automáticamente al impacto de la luz, pero siguió durmiendo. La voz del Panadero parecía pensativa.

—Pero, de todos modos, deja a éste aquí. Me entiendes, supongo. La puerta está abierta para ti, pero no para él.

—No es más que un infeliz desgraciado... —dijo Valona con terror en su voz.

—¿Sí? Pues yo colecciono infelices desgraciados, y éste se queda aquí. ¡Recuérdalo!

El rayo de luz no se apartaba del rostro dormido de Rik.

5
El científico

Hacía un año que el doctor Selim Junz estaba impaciente, pero el tiempo no le acostumbra a uno a la paciencia.

Más bien al revés. Sin embargo, el año le había enseñado que con el Servicio Civil Sarkita no hay que tener prisa; tanto más cuanto los funcionarios civiles eran en su mayoría florinianos trasplantados y, por consiguiente, terriblemente puntillosos con su dignidad.

Una vez le había preguntado al viejo Abel, embajador de Trantor que había vivido en Sark lo suficiente para que las suelas de sus zapatos echasen raíces en el suelo, por qué los sarkitas permitían que sus departamentos gubernamentales fuesen regidos por el pueblo que tan profundamente despreciaban.

Abel había guiñado el ojo mirando un vaso de vino verde.

—Política, Junz, política —le había dicho—. Es una cuestión de genética práctica llevada a cabo con una lógica sarkita. Estos sarkitas, en sí mismos, forman un mundo pequeño, insignificante, y sólo son importantes en cuanto dominan esta inagotable mina de oro que es Florina. Y así, cada año, llevan la flor y nata de la juventud de sus campos y ciudades a Sark para su entrenamiento. Los mediocres se quedan para llenar sus hojas y formularios y los verdaderamente inteligentes regresan a Florina para actuar como gobernantes de las ciudades. Son los llamados Ediles u Hombres de la Ciudad.

El doctor Junz era ante todo un espacio-analista. No acababa de ver la utilidad de todo aquello y así se lo dijo.

Abel le señaló con su grueso dedo índice y el reflejo verde del vaso tocó el borde de su uña y despidió unos destellos grises y amarillentos.

—No serviría usted nunca para administrador —dijo—. No me pida recomendaciones. Mire, los elementos más inteligentes de Florina están ganados de todo corazón a la causa de Sark, ya que, mientras sirven en Sark, se les trata admirablemente, pero, si le vuelven la espalda, lo mejor que pueden esperar es volver a la existencia floriniana, lo cual no es muy bueno, amigo mío, no es muy bueno.

Bebió el vino de un trago y prosiguió:

—Es más, ni los Ediles ni los ayudantes clericales de Sark pueden procrear sin perder sus posiciones. Incluso con hembras de Florina. El cruce con sarkitas está, desde luego, fuera del caso. De esta forma, lo mejor de la generación de Florina va siendo gradualmente retirado de la circulación de manera que en breve Florina no será más que montones de leña y depósitos de agua.

—Se van a quedar cortos de funcionarios a este paso, ¿no?

—Eso es asunto del futuro.

El doctor Junz estaba sentado ahora en una de las antesalas exteriores del Departamento de Asuntos Florinianos y esperaba con impaciencia a que se le permitiese franquear las lentas barreras, mientras los subalternos florinianos seguían interminablemente sumergidos en el caos burocrático.

Un anciano floriniano, consumido en el servicio, se puso en pie delante de él.

—¿El doctor Junz?

—Yo mismo.

—Venga conmigo.

Un número, apareciendo en una pantalla, hubiera sido igualmente eficaz para llamarle y un canal fluorescente en el aire igualmente eficaz para guiarle, pero cuando la mano del hombre es barata, no hay necesidad de substituirla. El doctor Junz juzgaba la «mano del hombre» correctamente. No había visto una mujer en una oficina del gobierno de Sark. Las mujeres de Florina se quedaban en su planeta, a excepción de algunas empleadas como servicio doméstico, y a las que les estaba igualmente prohibido procrear, y las mujeres sarkitas estaban, como había dicho Abel, fuera del caso.

Un gesto le invitó a sentarse en un sillón delante de la mesa del funcionario que representaba al Subsecretario.

El doctor Junz sabía que podía ocasionalmente encontrar y conocer socialmente al Subsecretario e incluso al Secretario de Asuntos Florinianos, que tendrían que ser, naturalmente, sarkitas, pero no los vería nunca aquí, en su departamento.

Estaba sentado, todavía impaciente, por lo menos cerca de la meta.

El funcionario estaba examinando minuciosamente su expediente, volviendo cada hoja codificada con la misma atención que si contuviese todos los secretos del universo. El hombre era joven, recientemente graduado, quizá, y como todos los florinianos, muy blanco de piel y cabello.

El doctor Junz sentía una emoción atávica. Era oriundo de Libair.

Algunos de los jóvenes antropólogos radicales acariciaban la idea de que los hombres de los mundos como Libair, por ejemplo, habían salido de una evolución independiente, si bien convergente. Los viejos rechazaban amargamente toda idea de evolución que transformase diferentes especies hasta el punto en que el cruce de razas fuese posible, como con toda seguridad lo era entre todos los mundos de la Galaxia. Insistían en que en el planeta original, fuese el que fuese, la humanidad había sido ya fraccionada en subgrupos de diferentes pigmentaciones.

Esta teoría no hacía más que situar el problema en un momento de tiempo anterior y no contestaba nada, de manera que el doctor Junz no encontraba ninguna explicación satisfactoria. Y no obstante, incluso ahora, se encontraba algunas veces pensando en el problema. Por una causa desconocida las leyendas del pasado del conflicto habían permanecido en los mundos sombríos. Los mitos de Libair, por ejemplo, hablaban de tiempos de guerra entre hombres de diferente pigmentación, y el mismo descubrimiento de Libair se debió a un grupo de hombres oscuros que huían de la derrota en una batalla.

Cuando el doctor Linz salió de Libair para ingresar en el Instituto Arcturiano de Tecnología Espacial y más tarde asumió su profesión, las viejas historias de hadas habían sido olvidadas. Desde entonces, sólo una vez sintió cierta extrañeza. En el curso de sus actividades había estado en uno de aquellos antiguos mundos del Sector de Centauro; uno de aquellos mundos cuya historia puede contarse por milenios y cuyo lenguaje era tan arcaico que su dialecto podría haber sido el perdido y mítico inglés. Tenía una palabra especial para designar a los hombres de piel oscura.

¿Y por qué tenía que haber una palabra especial para designar el hombre de piel oscura? No había ninguna palabra especial para designar al hombre de ojos azules, y de orejas grandes, o de cabello rizado. No había...

La voz indiferente del funcionario le arrancó de sus sueños.

—Ha estado en esta oficina antes, de acuerdo a los registros.

—Ciertamente sí, Señor —dijo el Dr. Junz con cierta aspereza.

—Pero no recientemente.

—No, no recientemente.

—Sigue usted buscando un analista del espacio que desapareció... —el funcionario consultó varios papeles— Hace once meses y trece días.

—Exacto.

—Durante todo ese tiempo —añadió el funcionario con aquella voz seca de la cual parecía que hubiese exprimido todo el jugo —no ha habido rastro del desaparecido ni prueba de que se hallase en algún lugar del territorio Sarkita.

—Se le localizó por última vez en el espacio cerca de Sark —dijo el científico.

El empleado levantó la vista, fijó por un instante sus pálidos ojos en el Doctor Junz, y los volvió a bajar.

—Es posible que sea así, pero no hay pruebas de su presencia en Sark.

¡No había pruebas! El doctor Junz apretó los labios. Era lo que el Centro Analítico del Espacio Interestelar llevaba meses diciéndole obstinadamente.

«No hay pruebas, Doctor Junz. Nos parece que podría usted emplear mejor el tiempo, Doctor Junz. El Centro se ocupará de que continúen las investigaciones, Doctor Junz”. Lo que en realidad querían decir, era: «¡No nos haga gastar más dinero, Doctor Junz!» La cosa había empezado, como el funcionario le había precisado exactamente, hacía once meses y trece días de Tiempo Medio Interestelar (el funcionario no sería, desde luego, culpable de utilizar el tiempo local para una cosa de este género). Dos días antes de que él aterrizase en Sark en lo que tenía que ser misión rutinaria de inspección de los centros oficiales de este planeta, pero que tenía que resultar... bien, lo que tenía que resultar fue lo que resultó.

Le recibió el representante local del CAEI, un activo joven que quedó clavado en el recuerdo del doctor Junz principalmente por el hecho de que mascaba incesantemente algún elástico de la industria química de Sark.

La inspección había casi terminado y el activo joven sentía algo clavado en un espacio intermolar cuando dijo:

—Un mensaje de uno de los inspectores de campo, doctor. Probablemente sin importancia. Ya los conoce usted.

Era la expresión usual en estos casos, «Ya los conoce usted». El Doctor Junz levantó la vista con un instantáneo destello de indignación. Estaba a punto de decir que hacía quince años también él había sido «inspector de campo» cuando recordó que al cabo de tres meses había sido incapaz de soportarlo por más tiempo. Pero ese resto de cólera le hizo leer el mensaje con mayor atención.

Decía así: «Ruego mantenga línea clave Central Cuartel General CAEI para mensaje detallado por asunto de gran importancia. Toda Galaxia afectada. Aterrizo por mínima trayectoria».

El agente estaba de buen humor. Sus mandíbulas habían reanudado su rítmico movimiento y dijo:

—¡Imagínese, doctor! «Toda la Galaxia afectada”. No está mal, incluso para un inspector de campo. Lo he llamado para ver si podía sacar algo en claro de todo esto, pero chochea. Insiste en decir que todos los seres humanos de Florina están en peligro. Ya lo sabe, quinientos millones de vidas en la balanza. Me suena un poco psicopático. De manera que, francamente, no quisiera entendérmelas solo con él cuando aterrice. ¿Qué aconseja usted?

Other books

Night Hungers by Kathi S Barton
The World Series by Stephanie Peters
Flora's War by Pamela Rushby
Quilt As Desired by Arlene Sachitano
Cat Nap by Claire Donally
Over the Edge by Gloria Skurzynski


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024