Las corrientes del espacio (5 page)

Un dos plazas pasó silbando ante ellos. Era un nuevo modelo con controles de aire. En aquel momento avanzaba a dos pulgadas sobre la superficie con su plano fondo reluciente formando ángulo para cortar la resistencia del aire, lo cual bastaba para producir el silbido que significaba «patrulleros».

Eran corpulentos, como todos los patrulleros; de ancho rostro, cabello negro y lacio, de tez ligeramente oscura.

Para los indígenas todos los patrulleros eran iguales. El tétrico negro de sus uniformes, realzado por la plata de las hebillas estratégicamente colocadas y los botones de adorno, anulaban la importancia del rostro y aumentaban todavía la semejanza entre ellos.

Un patrullero llevaba los controles. El otro saltó ligeramente a tierra.

—¡Carnet! —dijo. Lo miró mecánicamente un momento y se la devolvió a Terens—. ¿Qué hace usted aquí?

—Pensaba consultar al librero. Es mi privilegio.

—¿Y éste? —dijo el patrullero volviéndose hacia Rik.

—Yo... —empezó Rik.

—Es mi ayudante —dijo Terens—. No tiene privilegios de Edil. —Respondo por él.

—Allá usted —dijo el patrullero encogiéndose de hombros—. Los Ediles tienen privilegios, pero no son nobles. Recuérdelo.

—Bien, gracias. A propósito, ¿podría usted indicarme la biblioteca?

El patrullero se la indicó, utilizando para ello el cañón de una pistola del calibre de una aguja. Desde aquel ángulo la biblioteca era una mancha de bermellón brillante que se oscurecía hasta el escarlata oscuro en los pisos más altos. A medida que se acercaba, el escarlata fue bajando.

—¡Qué feo es eso! —dijo Rik con súbita violencia.

Terens le dirigió una rápida mirada de sorpresa. Estaba acostumbrado a ver todo aquello en Sark, pero también él encontraba la ornamentación de Ciudad Alta un poco vulgar. Ciudad Alta era más Sark que el propio Sark. En Sark no todos los hombres eran aristócratas. Había incluso sarkitas pobres, algunos apenas en mejor situación que los florinianos corrientes. Aquí sólo existía la punta de la pirámide, y la biblioteca lo demostraba.

Era mayor que todo Sark, mucho mayor que lo que ciudad Alta requería, lo cual demostraba la ventaja del trabajo barato. Terens se detuvo en la rampa que llevaba a la entrada principal. El color de la rampa daba la impresión de escalones, lo cual desconcertó ligeramente a Rik, pero dando a la biblioteca el debido aire de arcaísmo que tradicionalmente acompañaba a las estructuras académicas.

La sala principal era vasta, fría y todo menos vacía. El bibliotecario, que se encontraba detrás del único pupitre, parecía un guisante arrugado en una vaina hinchada. Levantó la vista y se incorporó a medias.

—Soy un Edil —se apresuró a decirle—. Privilegios especiales. Respondo de este indígena. —Tenía los papeles en regla y se los puso delante de la vista.

El bibliotecario se sentó y los miró fijamente. Cogió una ficha de metal de una ranura y se la tendió a Terens. El Edil apoyó con fuerza su pulgar sobre ella y se la devolvió. El bibliotecario la metió en otra ranura donde relució brevemente ante una tenue luz violeta.

—Sala 242 —dijo.

—Gracias.

Las estancias del segundo piso tenían aquella helada falta de personalidad que tienen los eslabones de una interminable cadena. Algunas estaban llenas, las puertas de glasita, esmeriladas y opacas. La mayoría, no.

—Dos cuatro dos —dijo Rik con voz áspera y vibrante.

—¿Qué te pasa, Rik?

—No sé. Estoy muy excitado.

—¿Habías estado ya en alguna biblioteca?

—No lo sé.

Terens puso su pulgar en el disco redondo de aluminio que cinco minutos antes había sido sensibilizado con su impresión digital. La puerta de cristal transparente se abrió y volvió a cerrarse silenciosamente una vez hubieron entrado y, como si hubiesen bajado sobre ella una cortina, se volvió opaca.

La habitación tenía casi cuatro metros cuadrados, sin ventanas ni adornos. Estaba iluminada por una luz difusa que caía del techo y ventilada por aire inyectado a presión. Lo único que contenía era un pupitre que se iba de pared a pared y un banquillo sin respaldo entre él y la puerta. Sobre el pupitre había tres «lectores». Su cara delantera de cristal esmerilado se inclinaba en un ángulo de treinta grados. Delante de cada uno de ellos había varias esferas de control.

—¿Sabes qué es esto? —dijo Terens tendiendo su mano hacia uno de los lectores.

Rik se sentó también.

—¿Libros? —preguntó con ansia.

—Bien —dijo Terens, al parecer incierto—. Esto es una biblioteca, de manera que tu suposición no quiere decir gran cosa. ¿Sabes cómo manejar un lector?

—No, no lo creo, Edil.

—¿Seguro? Piensa un poco...

Rik trató valientemente de hacerlo.

—Lo siento, Edil.

—Entonces, te enseñaré. ¡Mira! Primero, ¿ves?, aquí hay un botón, hasta la «E», y apretaremos a fondo.

Lo hizo así y en el acto ocurrieron varias cosas. El cristal estaba esmerilado, adquirió vida y apareció sobre él algo impreso. Era negro sobre amarillo y la luz del techo fue disminuyendo.

La larga lista del material catalogado por orden alfabético fue apareciendo por títulos, autores, materias, números de catálogos y se detuvo en el número que indicaba la enciclopedia. Súbitamente, Rik exclamó:

—Aprietas los números y las letras de los libros que quieres en estos botones y aparecen en la pantalla.

Terens se volvió hacia él.

—¿Cómo lo sabes? ¿Lo recuerdas?

—Quizá sí. No lo sé. Me parece lo natural.

—Bien; llámalo una suposición inteligente.

Apretó una combinación letra-número. La luz del cristal se apagó y volvió a brillar. Decía: «Enciclopedia de Sark, Volumen 54, Sol-Spec».

—Mira, Rik —dijo Terens—, no quiero meter ideas en tu cerebro; de manera que no te diré lo que pienso. Quiero solamente que recorras este volumen y te detengas delante de algo que te parezca conocido. ¿Comprendes?

—Sí.

—Bien. Ahora toma tu tiempo.

Los minutos pasaron. Súbitamente Rik hizo una aspiración e hizo retroceder las agujas de la esfera. Cuando se detuvo leyó lo marcado y pareció satisfecho.

—¿Recuerdas ahora? ¿No es una suposición? ¿Recuerdas?

Rik movió vigorosamente la cabeza.

—Me ha venido así, Edil, súbitamente.

Era el artículo sobre el análisis del Espacio.

—Sé lo que dice —dijo Rik—. Ya verás, ya verás.

Le costaba respirar normalmente y Terens por su parte, estaba igualmente excitado.

—Mira —dijo Rik—, siempre tienen esta parte.

Leyó en voz alta vacilante, pero con mucha mayor eficiencia de la que podía esperarse por las varías lecciones de lectura que Valona le había dado. El artículo decía:

«No es sorprendente que el analista del Espacio sea por temperamento un individuo introvertido y, con mucha frecuencia, mal ajustado. Consagrar la mayor parte de la vida de un adulto al solitario registro del terrible vacío que existe entre las estrellas es más de lo que se le puede pedir a un hombre enteramente normal. Quizá dándose en cierto modo cuenta de ello, el Instituto de Análisis Especial ha adoptado como un slogan oficial la hasta cierto punto extravagante declaración: "Analizamos la Nada"».

Rik terminó casi con un estremecimiento.

—¿Entiendes lo que leemos? —preguntó Terens.

Él le miró con ojos relucientes.

—Dice: «Analizamos la Nada». Esto es lo que recuerdo. Yo era uno de ellos.

—¿Eres un analista del Espacio?

—¡Sí! —exclamó. Después, bajando la voz, añadió—: Me duele la cabeza.

—¿Porque recuerdas?

—Supongo que sí. —Levantó la vista frunciendo la frente—. Tengo que recordar más. Hay peligro. ¡Un tremendo peligro! No sé qué hacer...

—La biblioteca está a tu disposición, Rik —dijo Terens, observándole atentamente y pesando sus palabras—. Usa tú mismo el catálogo y busca algunos textos sobre el análisis del Espacio. A ver dónde te lleva.

Rik se arrojó sobre el «lector». Se estremecía visiblemente. Terens se apartó para dejarle espacio.

—¿Qué hay del Tratado de Instrumentación Analítica Espacial, de Wrijt? ¿Aparece indicado?

—Eso es cosa tuya, Rik.

Rik apretó el número del catálogo y la pantalla se puso en funcionamiento. Dijo: «Consultar Bibliotecaria para Libro en Cuestión».

Terens tendió rápidamente la mano y neutralizó la pantalla.

—Es mejor buscar otro libro, Rik —dijo.

—Pero... —Rik vacilaba pero obedeció la orden. Otro estudio del catálogo y eligió la Composición del Espacio, de Enning.

La pantalla indicó nuevamente la conveniencia de consultar a la bibliotecaria.

—¡Maldita sea! —dijo Terens, apagando nuevamente la pantalla.

—¿Qué pasa? —preguntó Rik.

—Nada, nada... —dijo Terens—. No tengas miedo, Rik; sólo que no veo...

Detrás de la reja al lado del mecanismo lector había un pequeño altavoz. La tenue y dúctil voz de la bibliotecaria salió de él y les heló a los dos.

—¡Sala 242! ¿Hay alguien en la sala 242?

—¿Qué quiere? —respondió Terens secamente.

—¿Qué libro es el que quiere? —preguntó la voz.

—Ninguno, gracias. Probamos solamente el lector.

Hubo una pausa como si se procediese a alguna invisible consulta. Después, en un tono más seco y ácido todavía, la voz dijo:

—El registro señala una solicitud de lectura del Tratado de Instrumentación Analítica Espacial, de Wrijt, y Composición del Espacio, de Enning. ¿Es correcto?

—Apretábamos números al azar.

—¿Puedo preguntarles la razón de desear estos libros? —preguntó inexorablemente la voz.

—Le digo a usted que no los queremos... y ahora, basta. —Estas últimas palabras las dijo con violencia Rik, que había empezado a gemir.

De nuevo hubo una pausa, y la voz insistió:

—Si quieren ustedes bajar aquí, podrán tener acceso a los libros. Están en un depósito reservado y tendrán ustedes que llenar una hoja.

—Vamos —dijo Terens, tendiéndole una mano a Rik.

—Quizá hemos infringido una regla —se lamentó Rik.

—Qué tontería, Rik. Vámonos.

—¿No llenaremos el formulario?

—No, ya lo veremos en otro momento.

Terens se apresuraba, obligando a Rik a seguirle. Salió al vestíbulo principal. La bibliotecaria levantó la vista.

—¡Oiga! ¡Oiga! ¡Un momento!... —dijo levantándose y saliendo de su pupitre.

No se detendrían.

Es decir, hasta que se interpuso un patrullero.

—Llevan una prisa de miedo, muchachos...

La bibliotecaria, jadeante, se puso delante de ellos.

—Son ustedes del 242, ¿verdad?

—Oiga —dijo Terens con firmeza—. ¿Y por qué nos detiene?

—¿Han preguntado por ciertos libros? Quisiéramos proporcionárselos.

—Es demasiado tarde. Otra vez. ¿Es que no entiende que no quiero los libros? Mañana volveré.

—La biblioteca —dijo la muchacha cortésmente— trata siempre de dar satisfacción a los lectores. Los libros estarán a su disposición en un momento —añadió con dos manchitas rojas que aparecieron en sus pómulos. Dio media vuelta, saliendo precipitadamente por una puertecilla que se abrió al acercársele.

—Si no le importa... —dijo Terens dirigiéndose al patrullero.

Pero el patrullero levantó un látigo neurónico de una longitud moderada, que podía usarse como una excelente cachiporra o como arma de larga distancia cuyo poder era paralizante.

—Oiga, muchacho —dijo—, ¿por qué no se sienta usted aquí tranquilamente y espera a que esta dama regrese? Me parece lo más cortés, además.

El patrullero no era joven ni delgado. Parecía estar cerca de la edad del retiro y terminaba probablemente su tiempo de servicio vegetando como guarda de la biblioteca, pero iba armado, y la jovialidad que se pintaba en su arrugado rostro tenía un escaso sello de sinceridad.

La frente de Terens estaba húmeda y sentía el sudor correr por su espina dorsal. Había por lo visto subestimado la situación. Estaba seguro de su propio análisis del asunto, de todo. Y no obstante, así estaba la cosa. No hubiera debido ser tan imprudente. Era su maldito deseo de invadir Ciudad Alta, de recorrer los pasillos de la biblioteca como si fuese un sarkita.

Durante un desesperado momento estuvo tentado de atacar el patrullero, pero después, inesperadamente, no tuvo necesidad.

Al principio fue como un destello. El patrullero empezó a volverse un poco demasiado tarde. Las lentas reacciones de la edad le traicionaron. El látigo neurónico le fue arrancado de las manos y antes de que pudiese hacer más que iniciar un ronco grito, fue alcanzado en la sien. Cayó al suelo.

Rik gritaba con deleite y Terens exclamó:

—¡Valona! ¡Por todos los demonios de Sark, Valona!

4
El rebelde

Terens reaccionó casi en el acto.

—¡Fuera! ¡Pronto! —dijo, echando a andar.

Por un momento sintió el impulso de arrastrar el cuerpo del inconsciente patrullero a la sombra de los pilares que bordeaban el vestíbulo principal, pero era obvio que no tenía tiempo.

Salieron a la rampa cuando el sol de la tarde caldeaba y daba brillantez al mundo que les rodeaba. Los colores de Ciudad Alta tenían un matiz anaranjado.

—¡Venga! —dijo Valona con ansia.

Pero Terens la cogió por el brazo. Sonreía, pero su voz era dura y baja.

—No corras. Anda con naturalidad y sígueme. Sujeta a Rik. No le dejes correr.

Dieron algunos pasos con la sensación de estar caminando sobre algo pegajoso. ¿Había ruido detrás de ellos en la biblioteca? ¿O era su imaginación? Terens no se atrevía a volverse.

—Entremos aquí —dijo.

El letrero indicador de la acera relucía bajo la luz de la tarde. No podía competir con el sol de Florina. Decía:

«Entrada a la Ambulancia».

Entraron por una puerta lateral y siguieron entre unas paredes increíblemente blancas. Sobre el material aséptico de las paredes se veían algunas bombillas de una materia desconocida. Una mujer de uniforme los contemplaba desde lejos y no vaciló, frunció el ceño al verles acercarse. Terens no la esperó. Dio media vuelta, siguió otro corredor y después otro. Pasaron junto a otras mujeres de uniforme y Terens podía darse cuenta de la perplejidad que suscitaba. Era un hecho sin precedentes ver indígenas rondando sin compañía por los pisos altos del hospital. ¿Qué había que hacer?

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