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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

La tierra del terror (7 page)

Sus ojillos brillaban como estrellitas mientras daba a su secretaria algunas instrucciones sobre su correspondencia.

Sabía que podía estar ausente lo mismo seis meses que sólo una hora.

Un ascensor lo bajó. El empleado y el dependiente del estanco sonrieron al verle: le admiraban.

Compró tabaco, como tenía por costumbre y salió del edificio, dirigiéndose a la estación de metro.

Un individuo delgado y cetrino, parecido a una comadreja, con una mano en un bolsillo, le siguió los pasos.

La frente de Monk era tan estrecha, que podía decirse no existía. Esta característica se supone es señal de estupidez o de escasa mentalidad, pero sucedía al contrario en Monk, pues era un hombre de extraordinaria y viva inteligencia.

Sus ojos agudos observaron cómo el individuo iba siguiendo sus pasos; distinguió al hombre reflejado en el escaparate de una tienda.

Se detuvo en seco. Su mano monstruosa partió como un relámpago hacia atrás, haciendo presa en el bulto que la mano del hombre comadreja hacía dentro del bolsillo de su abrigo.

Luego dio media vuelta retorciéndolo. La ropa se desgarró y su mano se desolló. Y Monk cogió el revólver de cañón largo que el individuo empuñaba en el bolsillo.

El pistolero cayó tambaleándose en un portal desierto, impulsado por la mano hirsuta que luego le sujetó.

Las manazas de gorila cogieron el cañón del revólver y con fuerza terrible, poco a poco, lo dobló como si fuera una horquilla para el pelo.

Luego le devolvió el arma.

—Ahora puedes disparar —le dijo—. Quizá la bala se vuelva y toque al sujeto a quien debiera tocar.

El hombre comadreja arrojó su revólver inutilizado e intentó escapar. Pero estaba impotente en la presa del gorila blanco.

—Me parece que te llevaré conmigo para que tengas una pequeña entrevista con Doc —indicó Monk, amable.

Sacó a su prisionero a la calle.

—¡Manos arriba! —ordenó de pronto una voz imperiosa.

Monk dio un respingo y miró al bordillo de la acera.

Vio un automóvil parado. Y, en el interior, a cuatro pistoleros apuntándole con pistolas automáticas y ametralladoras.

—¡Suba al coche! —ordenó la misma voz.

Monk, sólo podía hacer dos cosas: resistir y ser acribillado o subir al coche obedeciendo la orden. Obedeció y en el instante en que se sentó, lo esposaron de pies y manos con tres pares de esposas.

Sus aprehensores estaban preparados a afrontar su enorme fuerza.

Empezó a arrepentirse de no haber opuesto resistencia. El coche sorteó el tráfico pasando delante de dos policías; sin embargo, Monk permaneció silencioso.

Gritar pidiendo auxilio significaba la muerte de los policías y la suya propia, pues comprendía que había caído en manos de una banda de pistoleros resueltos a todo.

El hombre comadreja, cuyo revólver sufrió los efectos de la fuerza de Monk, sentado en un rincón, no cesaba de mascullar maldiciones contra el prisionero.

Éste, a pesar de su indignación, no pronunció una palabra ni ofreció resistencia, pero la suerte del hombre comadreja estaba echada.

Cruzando varias calles desiertas, el coche llegó a los muelles.

Se oyó el motor de un aeroplano volando sobre el río. El auto se detuvo.

Sacaron al prisionero, que vio el aeroplano, un hidroavión, pintado de verde.

El piloto echó una cuerda y el aparato fue amarrado a uno de los viejos muelles.

Tiraron al cautivo a la cabina del aparato.

El piloto llevaba una venda empapada en sangre alrededor de la frente y otra en torno al brazo izquierdo.

Era un individuo achaparrado, demasiado grueso, de ojos malignos.

Los aprehensores de Monk miraron curiosos las heridas del piloto.

—¿Quién te acribilló? —inquirió uno.

El hombre profirió un aullido de rabia. Señaló varios impactos en el compartimiento de mando.

—¡Doc Savage! —rugió—. ¡Ese demonio de bronce me tiroteó después de creer yo que lo había terminado! ¡Por poco me liquida!

Monk sonrió. Si Doc Savage perseguía a aquella banda, los granujas lo pasarían mal. Probó que las esposas eran demasiado sólidas para romperlas.

—¡Conduce al prisionero a… ya sabes donde! —ordenó uno de los hombres.

El piloto indicó un aparato de radio que llevaba en el aeroplano.

—Seguramente —dijo—. Conozco el lugar. Kar me transmite las órdenes por radio.

Abrió la válvula. El aeroplano se deslizó sobre la superficie del río y luego se remontó.

Monk estaba preparado para un vuelo largo. Pero se engañó. El aeroplano voló sobre Brooklyn y luego sobre el puerto, llegando hasta cerca de la Estatua de la Libertad.

Después prosiguió el vuelo sobre el río Hudson. Amaró cerca de Riverside Drive, deslizándose lentamente sobre la superficie.

Empinándose en la cabina, Monk escudriñó por las ventanillas.

Distinguió delante mismo un par de mulles abandonados y anclado junto a uno de estos, un velero antiguo de tres mástiles.

El casco de la extraña embarcación mostraba una serie de portas de baterías por las cuales asomaban prehistóricos cañones.

Sobre el barco se veía un gigantesco letrero anunciando:

EL ALEGRE BUCANERO

Antiguo barco pirata

(Entrada: 50 centavos)

Era la misma embarcación donde Doc Savage sostuvo cruenta lucha con Squint y sus secuaces, que tan malos resultados produjo a los bandidos.

De la chimenea salía un humo negro y espeso. El barco quedó pronto oculto, envuelto en el oscuro palio que se extendía por el río a considerable distancia del barco.

El avión se sumergió en la extraordinaria cortina de humo, donde de pronto cogieron los flotadores del aparato.

Monk percibió que varios hombres, de pie sobre algo, sujetaban el avión y alargando el cuello logró distinguir lo que era. Sus ojillos chispeaban de asombro.

Al abrigo de la cortina observó que una cisterna surgía del lecho del río, algo que daba la vaga impresión de la armazón de un submarino.

En el centro de la misma había una escotilla de acero completamente abierta, por donde introdujeron al prisionero.

El aeroplano se alejó, la escotilla se cerró automáticamente y la cisterna se hundió bajo la superficie del agua, sumergiéndose igual que un submarino.

Las operaciones se efectuaron al amparo de la humeante cortina y el más sagaz observador no hubiera descubierto la extraña embarcación submarina que descansaba en el lecho del río.

Los hombres de Kar introdujeron a Monk en una pequeña cámara de acero.

Durante unos minutos el ruido fuerte del agua penetrando en los tanques de lastre persistió, después uno de los hombres giró unas ruedas metálicas, sin duda las válvulas de mando.

El interior de la singular embarcación quedó silenciosa como una tumba, a excepción el monótono burbujeo de escape de alguna válvula.

Los hombres tomaban precauciones para que el prisionero no pudiera escapar. Tres de ellos permanecían aparte encañonándole con sus pistolas.

Un individuo cogió un teléfono corriente, que sin duda estaba conectado con un alambre que comunicaba a tierra, probablemente junto al cable de anclaje del barco pirata.

—Kar —dijo el pistolero—. Tenemos al prisionero aquí.

Reinaba tanto silencio en el interior de la cisterna, que todos oyeron con claridad la voz metálica respondiendo:

—Dejadme hablarle.

El receptor fue arrimado a la oreja cicatrizada de Monk, pero inclinado de forma que los otros pudiesen oír, colocando la bocina a unos cinco centímetros de sus labios.

—¡Habla lo que tengas que decir! —rugió Monk.

—Hable usted con cortesía —gruñó la voz.

Monk silbó burlonamente.

Le dieron un puntapié por su proceder.

—Me parece que terminará muy mal y bien pronto —advirtió Kar, con suavidad.

El cerebro de Monk funcionaba con rapidez, a pesar de la crítica situación en que se encontraba. La voz tenía un tono feo y amenazador.

Comprendía que Kar estaba hablando con un dedo en los labios, disfrazando su voz.

—¿Qué quiere? —interrogó.

—Escribirá una nota a su amigo y jefe, a Doc Savage, citándole en un lugar determinado.

Monk emitió un resoplido.

—¿Quiere que conduzca a Doc a una trampa? ¡No puede ser!

—¿Rehúsa usted?

—Me sorprende que sea tan inteligente —sucedió un breve silencio.

—¡Deme las señas de Renny, Long Tom, Johnny y Ham! —ordenó la voz de Kar—. Supe donde vivía usted, por mediación de una casa de productos químicos. Por eso mis hombres esperaban su salida. Pero no conseguí averiguar las señas de sus cuatro amigos. ¡Me dará usted esa información!

—Ya lo creo —gruñó Monk—. Aguarde sentado.

Su nariz chata se arrugó al pensar con rapidez. Luego formuló una pregunta.

—¿Cómo averiguó nuestros nombres? ¿Cómo supo que Renny, Long Tom, Johnny, Ham y yo, siempre acompañamos a Doc Savage cuando emprende alguna empresa peligrosa?

Kar soltó una carcajada desagradable.

—Fue muy fácil conseguir esa información.

—¡Lo creo! —resopló Monk—.¡Son muy pocas las personas que saben que trabajos juntos!

—Ya conocía que Doc Savage tenía su cuartel general en el piso ochenta y seis de un rascacielos —declaró Kar—. Fue sencillo mandar a uno de mis hombres que entrara en conversación con los empleados del edificio.

Mi hombre averiguó que ustedes cinco se reunían con frecuencia con Doc Savage. Sonsacó sus nombres a los empleados de los ascensores.

—¿Qué hay tras todo esto? —preguntó Monk.

Ignoraba, desde luego, el propósito siniestro de Kar. Ni siquiera conocía la existencia del extraño y terrible Humo de la Eternidad.

—¡Doc Savage se ha entrometido en mis planes! —gritó Kar—. ¡Debe morir! Ustedes cinco que son muy amigos, podrían intentar vengarlo. ¡Por lo tanto, también deben morir!

—¡No sabe usted el alcance de su propósito! —exclamó Monk.

—¡Lo sé muy bien!

—De ningún modo. Huiría usted como una liebre si supiera lo peligroso que es Doc Savage cuando persigue a una alimaña como usted.

Kar rugió:

—¡No temo a Doc Savage!

—Lo cual significa que no está usted bien de la cabeza —rió Monk.

—¡Metedlo en la cámara de la muerte! —ordenó Kar, furioso.

Arrancaron el teléfono de las manos velludas de Monk. Luego lo llevaron a popa.

Era evidente que Kar estaba convencido de que no podría conseguir que Monk hiciese caer a Doc Savage en una trampa.

Y, en consecuencia, decidió suprimirlo al instante.

Uno de los hombres oprimió un resorte que dejó al descubierto una caja que semejaba un baúl de grandes dimensiones y allí metieron a Monk.

En un extremo de la caja una escotilla de acero, cerrada fuertemente desde el exterior.

Sobresalía una llave de comprobación que uno de los hombres de Kar abrió, penetrando un delgado chorro de agua.

Luego cerraron la caja.

Monk se retorció de un lado a otro intentando romper las esposas, pero fue inútil a pesar de su fuerza prodigiosa. Intentó impedir la entrada del agua, pero fracasó en su empeño. El agua le llegaba a los tobillos ya.

Asestó unas cuantas patadas a las planchas de acero, que resistieron el colosal empuje. Sólo la dinamita podría destruirlas.

El agua siguió ascendiendo. Pasaban los minutos con velocidad terrible para Monk, que sudaba copiosamente.

Su cerebro funcionó vertiginoso, pero no pudo trazar ningún plan de huida.

El agua del río ya la boca. Tenía la cabeza tocando las planchas del techo; no podía alzarla más. El líquido mortal le llegaba al labio superior.

A guisa de un nadador que se zambulle, decidió inhalar con rapidez dos veces y luego llenarse de aire los pulmones. Resistiría todo el tiempo que pudiera. Pero al inhalar aire por primera vez, tragó agua.

Ahogándose, se hundió al fondo.

¡Se ahogaba! No podía salvase ni informar a Doc.

Sin embargo, mientras lo apresaron, durante el tiempo necesario para llevarlo a su prisión, su jefe y amigo no estuvo inactivo. El hecho de que sucedía algo anormal.

¡Y Doc no permitiría que subsistiese la anormalidad demasiado tiempo!

Capítulo VIII

La pista

—Hermanos, temo que Kar ha puesto las manos en Monk —dijo Doc Savage, lentamente.

—Otra cosa no habría impedido que ese gorila se presentase aquí —asintió Ham, haciendo un gesto de enojo con su bastón estoque.

Bajo la ventana del piso ochenta y seis de la oficina del rascacielos, se extendía el espléndido panorama de la ciudad de Nueva York. Desde aquella altura, los automóviles semejaban pequeños insectos moviéndose con lentitud.

Doc Savage levantó una mano bronceada, consiguiendo la atención al instante. Los cinco amigos conocían que aquella señal significaba que iba a empezar su campaña.

Dio a Long Tom, el mago de la electricidad, las primeras órdenes.

Le indicó las señas de la décima casa situada en una hilera de viviendas de idéntica fachada, advirtiéndole donde estaba el entrepaño de la pared del teléfono secreto.

—Quiero que averigües a donde conduce aquella línea —explicó Doc—. No la instaló la compañía telefónica. Debió ponerla el mismo Kar. Conduce, sin duda, a alguna guarida secreta de nuestro enemigo. Quiero que la sigas hasta dar con el lugar donde se oculta.

—Seguro —dijo Long Tom—. Usaré un…

—Conozco lo que usarás —atajó Doc—. El aparato está en mi laboratorio. Puedes buscarlo.

Long Tom se dirigió al gran laboratorio. Seleccionó dos cajas repletas de tubos, discos y alambres. Una caja contenía un aparato que producía una corriente eléctrica de alta frecuencia.

Cuando se colocaba esta corriente sobre un alambre telefónico, no producía ningún sonido audible para el oído humano, pero tenía un campo eléctrico en torno el alambre.

Este campo se extendía a distancia considerable. La otra caja era una «oreja» para indicar su extensión. Usándola, podía andar de un lado a otro con los casquillos en la cabeza. Los teléfonos producirían un fuerte chillido cuando la «oreja» se aproximase al alambre cargado de esa corriente peculiar.

El alambre podría estar enterrado unos cuantos metros bajo tierra, pero la «oreja» descubriría su presencia. Las paredes de ladrillos tampoco serían obstáculo para el sensitivo detector.

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