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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

La tierra del terror (17 page)

En aquel mismo momento oyó un alboroto de gruñidos feroces.

Unos dientes agudos se hundieron en su cuerpo.

Capítulo XVIII

Donde el tiempo se detuvo

Entretanto, Doc y sus compañeros afrontaban la embestida del gigantesco creodonte, ignorando lo que sucedería después.

El animal acometió a Monk, sin alcanzarle, pues éste saltó con rapidez a un lado.

La pistola ametralladora de Ham descargó una lluvia de balas en el costado del monstruo feroz, que se revolvió para morderse donde las balas le tocaron, como si le hubiesen pinchado con unas espinas.

—¡Huid! —gritó Monk—. Quizás pueda yo entretenerlo lo suficiente para que alcancéis un lugar seguro.

Tras estas palabras, dispuesto a sacrificarse, avanzó un paso para interponerse en el camino del animal atacante.

—¡Espera! —Doc contuvo con una mano a su compañero.

—Pero Doc… —objetó Monk.

—¡Cállate, so mico! —rió Doc—. Dame tu tabaco. Ahora largaos.

—Buena suerte —murmuró Monk, huyendo a toda velocidad, seguido de Long Tom y de Ham.

Emitiendo un ruido fuerte y fiero, una combinación de ladrido, chillido y gruñido, el monstruoso híbrido saltó hacia delante.

En aquel mismo instante, Doc, que tenía tabaco en cada mano, metió un puñado en los ojillos del animal y el resto en las narices.

Después, saltando a un lado, huyó a toda velocidad hacia el lugar por donde sus compañeros habían marchado.

El animal prehistórico, cegado y privado de olfato por el fuerte tabaco, saltaba de un lado para otro, emitiendo unos gruñidos horripilantes.

Doc se reunió con sus amigos en lo alto de un helecho macizo.

—Siento te hayas quedado sin tabaco —dijo a Monk.

—Llevaba la buena intención de dejar de fumar —contestó Monk, que sonreía admirado.

A través de las ramas contemplaron las cabriolas del monstruo, que alternativamente se tocaba los ojos que debían escocerle y metía su hocico repulsivo en la tierra blanda y húmeda.

—Allá va —avisó Long Tom, respirando, aliviado, al ver que el repulsivo animal se alejaba con gran estruendo.

—¿Qué estará haciendo Oliver Wording Bittman? —preguntó Johnny—. No ha llegado ni un solo balido desde aquel árbol donde lo dejamos.

—Probablemente está tan espantado, que ha perdido la voz —respondió Ham.

Doc salió en defensa del taxidermista:

—Debéis conocer que hay motivo suficiente para tener miedo. Personalmente, me siento responsable de ese hombre, por muy cobarde que sea. Salvó la vida a mi padre.

—Por supuesto Bittman se mostró valeroso hasta que nos metimos en este cráter fantástico —confirmó Monk—. En realidad, me maravillaba ver con cuanta ansiedad quería acompañarnos cada vez que hacíamos algo. ¿Recordáis cómo nos acompañó cuando nos enfrentamos con Kar? Demostró valor. Quizás recobrará el ánimo cuando se acostumbre a este lugar, si es posible habituarse.

Al parecer, Monk tenía razón.

Oliver Wording Bittman se descolgó del helecho cuando se acercaron. Tenía el rostro casi blanquecino, pero su enorme mandíbula se proyectaba con aire resuelto.

—Estoy avergonzado de mi cobarde proceder durante la noche —confesó, con embarazo—. Nunca me juzgué un hombre valiente. Perdí el valor al encontrarme en este mundo espeluznante. Pero creo que, en parte, lo he recuperado.

Doc sonrió.

—No puede censurarse a nadie por sentirse algo nervioso en este lugar de pesadilla —dijo.

Johnny estudiaba las plantas y dijo:

—Cuanto más examino este lugar, más asombrado estoy. Observad que existen pocos árboles o plantas con hojas.

—La evolución se detuvo en este cráter hace muchos siglos —comentó Doc.

Johnny empezó a sentirse elocuente:

—No cabe duda de que esto formó parte de algún continente, con toda probabilidad asiático. La vida animal prehistórica penetró aquí y quedó encerrada en una trampa de alguna manera…

—¡Es una trampa? ¿Cómo? —gruñó Monk.

Transcurrió algún tiempo antes de que se contestara esa pregunta.

Los compañeros avanzaron, buscando terreno más abierto. Lo encontraron en una cima, desde donde se divisaba una gran extensión.

—¡Cielos! —murmuró Monk, al contemplar las alturas del borde del cráter—. Debemos estar a nivel del mar o más abajo. Este agujero parece tener más de diez mil pies de profundidad.

Doc Savage giró la vista por la orilla del cráter. Debido a la intensidad de la luz que penetraba en las nubes sobre el cráter, el paredón opuesto no llegaba a vislumbrarse.

Unas largas columnas de vapor, surgiendo de lo que sin duda eran corrientes de agua hirviente, contribuían a dificultar la visión.

El día era en realidad un crepúsculo gris, caliente, húmedo y fantasmal.

—He visto lunas más brillantes que esta luz solar —comentó Long Tom.

Pero podían formarse idea del paraje donde se encontraban. La densidad de la selva infundía pavor.

Mientras estaban en la cima, descargó otro súbito chaparrón. El vapor brotaba del caliente lago de barro como pelusa de algodón.

Al parecer, el violento aguacero caía varias veces todos los días.

Doc explicó:

Las lluvias tremendas son producidas por el vapor húmedo y caliente subiendo al aire frío de la cresta del cráter, donde se condensa y disuelve, cayendo en forma de lluvia. Los constantes aguaceros explican, también, que la vegetación forme una masa casi putrefacta.

Mirando en torno suyo, agregó:

—Esta vegetación es algo menos densa que la que floreció durante lo que los hombres de ciencia llaman la época carbonífera.

—¿Quieres decir que junglas semejantes como ésta, forman los depósitos de carbón? —gruñó Monk.

—Exacto. Si una avalancha de tierra cubre parte de esta jungla, o bien la cubren el agua y el barro, en el curso de unos siglos tendríamos una buena probabilidad de encontrar un depósito de carbón. La descomposición parcial sin acceso del aire, llevarían a cabo la labor.

Girando la vista por los alrededores, Doc Savage levantó un brazo y dijo:

—Allí, hermanos, está la explicación de que estos ejemplares de vida prehistórica permanezcan aquí, a través de infinitas épocas.

Johnny, el geólogo, apostilló:

—En un tiempo, existía un sendero que ofrecía acceso al cráter. Algún terremoto destruyó los medios de entrar y salir. La tierra se hundió y los océanos penetraron con violencia. Y este cráter se convirtió en la isla del Trueno, rara vez visitada, de los mares del Sur.

Monk se rascó la cabeza:

—Pero, Doc, ¿cómo explicas que esos animales no se transformen en el curso del tiempo, como lo hicieron en el mundo exterior?

—La evolución —sonrió Doc.

—Pero la evolución es un cambio…

—No necesariamente. La evolución es un cambio en los animales y en las plantas, tal como yo lo entiendo. Pero esos cambios se producen por medio de un ambiente que se transforma con lentitud. Por ejemplo, si un animal vive en un país cálido, su piel será ligera y acaso no tenga piel. Pero si el país se torna frío, el animal debe adquirir una piel gruesa o perecer. La adquisición de esa piel es la evolución.

«Las condiciones de vida en este cráter han permanecido exactamente iguales a como lo eran hace siglos. El aire es caluroso y llueve en abundancia. La vegetación exuberante ofrece suficiente alimento. Y creo probable que aquí no conocerán las estaciones del año.

«En consecuencia, los animales prehistóricos, encerrados en una trampa, no experimentaron la necesidad de transformarse para armonizar con ningún cambio de condiciones, porque éstas no se modificaron.

—Eso es razonable —reconoció Monk.

Tras esto reinó un silencio sombrío. Pensaban en Renny; lo creían muerto, después de ver su sombrero anegado en un charco de sangre.

Dijo Doc al fin:

—Será mejor que nos pongamos en marcha. En primer lugar, visitaremos la vecindad del lago de barro caliente por si encontramos algunas provisiones de las que cayeron del aeroplano. Ignoro si lo habéis observado, pero casi no tenemos municiones.

Los otros examinaron enseguida sus armas. Encontraron unos cuantos cartuchos en cada pistola. A Monk le quedaban solamente cuatro.

—Echad la palanca que convierte las pistolas en armas de un solo tiro por vez —ordenó Doc—. Debemos contar todas las balas. Aunque las armas son inútiles contra estos monstruos prehistóricos, serán eficaces contra Kar.

—¡Kar! —exclamó Ham—. ¡Había olvidado a ese demonio! ¿Has observado alguna señal de él, Doc?

—Todavía no. Pero no desistiremos de nuestra persecución. Ni siquiera estos dinosaurios gigantescos podrán apartarnos de nuestra empresa.

Visitaron el lago de barro candente. El calor de la materia semejante a lava era tan terrible, que no podían acercarse a varios metros de distancia.

Temían también una erupción súbita, como la producida por el aeroplano al caer en el lago.

Por lo visto aquellos geysers se producían con frecuencia. Unas grandes salpicaduras de barro, ya petrificado, decoraban la pronunciada cuesta en una larga extensión por debajo del lago caliente.

—Imaginaos que uno de esos surtidores nos cayera por la nuca —murmuró Monk.

—Pues imagínate lo que sucedería al suelo del cráter si esto se rompiera —Ham señaló la pared que en forma de dique limitaba el barro gelatinoso y ardiente sobre el costado del cráter.

—No me gustaría estar en el fondo en ese momento —gruñó Monk.

No encontraron ni rastro del aeroplano. El aparato había desaparecido por completo.

Para demostrar que no existía posibilidad de salvar nada. Doc arrojó un trozo de madera sobre la superficie del lago. La costra estaba tan caliente, que la madera se incendió al instante.

—¡Caspita! —exclamó Monk—. Salgamos de aquí antes de que a este lago se le ocurra alguna barbaridad.

—Daremos un rodeo —indicó Savage—. Observad que la vegetación más exuberante crece cerca de los márgenes. En el centro hay una serie de arroyuelos, deslizándose perezosamente, que apenas son más que pantanos alargados.

—¿Qué os parece si encendemos un fuego y desayunamos? —sugirió el taxidermista.

Bittman recobró algo su valor, pero se veía bien claro que se esforzaba por imitar la calma de Doc y sus hombres ante el peligro.

—Nada de fuego —replicó Doc—. Señalaría nuestro paradero a Kar, si todavía se esconde en el cráter. Y, además, no tenemos nada para cocinar.

—La idea de desayunar me parece estupenda —declaró Long Tom—. ¿Qué comeremos, Doc?

—Probaré de encontrar algo —sonrió Doc.

Se alejaron de las cercanías del lago.

—¡Menuda altura! —jadeó Ham mientras descendían por la pronunciada loma.

El abogado, cosa asombrosa, retuvo su bastón estoque durante la excitación del salto con el paracaídas y los horrores de la noche.

Rara vez iba sin aquella hoja secreta. Pero aunque era muy eficaz contra hombres, resultaba del todo inútil contra los dinosaurios gigantescos.

La hoja se rompería antes de hundirse en una de aquellas pieles gruesas y duras.

No obstante, pronto se le presentó la ocasión de utilizarla.

Ante ellos, saltó de repente un animal del tamaño de una ternera. Tenía cuatro astas de aspecto esponjoso dos en el lugar habitual, encima de la cabeza, y el otro par bajo los ojos. Era patihendida y parecía comestible.

Dando un salto rápido, Ham atravesó con su estoque al extraño animal.

—¡Comeremos! —sonrió.

—Creo que podremos hacer un fuego sin que se note el humo —observó Doc—. Lo encenderemos cerca de una de esas corrientes de agua hirviente de la que surge el vapor.

Prendieron fuego a una hoguera, aunque tuvieron alguna dificultad con la leña mojada. Además, otro chaparrón súbito casi apagó las llamas. Pero al fin empezaron a guisar el desayuno.

—¿Qué comeremos? —inquirió Monk, curioso.

—Un tipo primitivo de ciervo —explicó Johnny.

Sumergiendo una punta de su pañuelo en la corriente hirviente a cuyo lado encendieron el fuego, y luego, después de dejar enfriar la tela y probándola.

Doc comprobó que el agua era potable, aunque tenía un gusto salado. Acto seguido, procedió a hervir un buen pedazo de ciervo.

—Hice eso una vez en el Parque de Yellowstone —declaró Ham.

Doc y sus hombres vigilaban alerta por si veían alguna señal de peligro.

No fueron molestados. La carne no era muy sabrosa, pero el hambre la convirtió en un manjar delicioso.

—Los insectos son interesantes —observó Long Tom—. Al parecer existen por aquí pocas mariposas, polillas, abejas, avispas y hormigas. En cambio abundan los escarabajos, las luciérnagas y las chinches.

—Los insectos que tú ves son, en su mayor parte, del tipo menos complejo —explicó Doc—. No están lo bastante desarrollados para hacer capullos de seda o miel. Aparecieron primero en el curso de la evolución.

A causa de que la elevada temperatura no les permitiría conservar fresca la carne hasta la hora de la comida siguiente, tiraron el resto del ciervo.

Luego abandonaron el lugar.

—Continuaremos dando el rodeo al cráter —dijo Doc—. Quizá encontremos un sendero por donde sea posible salir.

Monk gruñó:

—¿Quieres decir que tal vez no salgamos de aquí, Doc?

—¿Observaste algún lugar por donde fuese posible la salida?

—No-o-o —respondió Monk, alarmado.

Después de un tiempo llegaron a un árbol, bastante alto. Monk trepó para mirar en derredor, pero apenas llegó a las ramas superiores empezó a gritar:

—¡Veo humo! ¡Veo un fuego!

Doc se acercó corriendo.

A dos o tres millas de distancia, al otro lado del cráter, se elevaba una columna de humo.

—¿Es seguro que no se trata de vapor? —inquirió Ham, escéptico.

—Es más oscuro que el vapor —replicó Doc.

—Y acabo de ver una llama —añadió Monk. De todos los labios brotaba una pregunta:

—¡Kar! ¿Crees que es el fuego de Kar?

—Lo ignoro —respondió Doc—. Pero lo averiguaremos pronto.

Avanzaron veloces sobre terreno llano. Doc se detuvo de repente, examinando algo que se destacaba en el suelo.

—¿Qué es? —inquirió Long Tom.

—Huellas.

—¡Déjeme ver! —El taxidermista avanzó presuroso.

—¿Kar? —gruño Monk, furioso.

—No —respondió Doc, brillantes de alegría los ojos.

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