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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

La tierra del terror (12 page)

Saltó a tierra, huyendo y, al divisar al coche de Renny que se acercaba, desesperado, disparó, errando el tiro.

Renny levantó al instante una de las pequeñas ametralladoras inventadas por Doc.

—Sería mejor interrogar a esa rata —sugirió Monk—. Quizás podamos obligarle a revelarnos el escondite de Kar.

Juzgando acertada la indicación, no disparó. Paró el coche en seco.

Los acompañantes saltaron a tierra, lanzándose a la persecución del fugitivo pistolero.

El rata saltó a bordo, sin tener tiempo de retirar la plancha.

Presa de desesperación, corrió hacia el primer refugio a mano, dirigiéndose hacia la escotilla de proa, saltando luego al interior de la bodega.

El individuo cayó en mala postura. Monk saltó también al interior de la bodega y logró agarrar la chaqueta del individuo.

Pero el secuaz de Kar se retorció y huyó hacia la popa, dejándole la prenda en las manos.

Renny lo abatió de un certero disparo, destrozándole la pierna.

Los cinco compañeros de Doc, y Oliver Wording Bittman, rodearon al prisionero, disponiéndose a interrogarle.

Pero no llegó a formularse la primera pregunta.

Varias antorchas surgieron encendidas de repente, cegándoles con sus destellos.

Las luces surgían de la escotilla superior y de una puerta de un mamparo de popa. Y al resplandor de las antorchas aparecieron los siniestros cañones de unas pistolas ametralladoras.

Los hombres de Doc permanecieron inmóviles, impotentes. Se habían guardado las armas mientras examinaban al prisionero.

—¡Achicharrémosles! —rugió una voz desde la boca de la escotilla.

Otro bandido sugirió:

—Quizás Kar los quiera…

—Seguro… ¡muertos! Nos hemos apoderado del pájaro bronceado. Abrasaremos a estos y terminaremos la faena de una vez. ¡Vamos a acribillarlos! Oliver Wording Bittman profirió un agudo grito, saltando a un lado, buscando, frenético, eludir el resplandor de las luces de las antorchas de los pistoleros de Kar.

Una pistola ametralladora, empuñada por un secuaz de Kar, descargó una lluvia de balas por la abertura de la escotilla.

Mientras Doc hallábase, al parecer, en las garras de la muerte, sus amigos también habían caído en una trampa tendida por el diabólico Kar.

Capítulo XIII

El escondite

Cuando Doc cayó de rodillas, abatido por los golpes de las vigas que se derrumbaron presintió la suerte que le esperaba.

Vio la pistola de aire apuntándole y el dedo del pistolero de Kar oprimir el gatillo.

El peso de las vigas le impedía saltar; tampoco podía acercarse, ni lo intentó, al cañón de la pistola de la pistola de aire comprimido.

Tenía otro plan. Bajo su chaqueta llevaba un chaleco metálico que cubría casi todo su pecho.

El metal estaba compuesto del mismo material que los proyectiles de la cápsula que encerraba el Humo de la Eternidad.

Cuando se encerró en su laboratorio experimental con el fin de analizar la cápsula, descubrió que el metal consistía en una aleación rara, cuya naturaleza le reveló un análisis detenido.

Como medida de precaución, en caso de ser atacado con el Humo de la Eternidad se fabricó una armadura de la rara aleación aprovechando el surtido de primeras materias que contenía el laboratorio.

En consecuencia, en el instante en que vio disparar la pistola de aire, logró, tras un esfuerzo hercúleo, colocar la armadura delante del cañón.

La cápsula conteniendo el terrible compuesto disolvente, se estrelló contra la armadura.

¡Se había salvado!

Luego se arrancó el chaleco protector y la parte delantera de su chaqueta.

El Humo de la Eternidad era muy potente y podría correrse en torno a la armadura.

Parte de la fantástica substancia se derramó sobre las vigas que empezaron a disgregarse.

Haciendo un esfuerzo, retrocedió unos pasos, cuidando de que las vigas no le aplastaran. Luego escuchó la conversación de sus atacantes.

—Eso —dijo uno— liquida al pájaro bronceado.

—¡Eh! —exclamó otro, un instante después—. ¿Qué ruido es ese?

Oyó que los hombres corrían por la cubierta.

—¡Veamos lo que sucede!

Los asaltantes se alejaron. Y, una vez que lo hicieron, Doc logró, tras grandes fatigas, salir de entre los restos del derrumbamiento del techo y luego subió a cubierta.

Un hombre rugía:

—¡Achicharrémoslos!

El individuo no oyó acercarse al Némesis broncíneo.

Doc Savage vio a sus compañeros y a Oliver Wording Bittman en la bodega, iluminados por los destellos de las antorchas.

Los pistoleros que se imaginaron haber matado a Doc, empuñaban las pistolas ametralladoras; al lado de ellos, hallábanse también los miembros de la banda que robaron al Banco. ¡Todos los ladrones habían regresado!

Los ojos de Doc buscaron a Kar, pero no vio señal del jefe de la banda por ninguna parte.

Los pistoleros se preparaban a disparar. El que capitaneaba al grupo, silbó entre dientes:

—¡Ahora!

Pero el dedo del sujeto no llegó a oprimir el gatillo. El arma fue arrancada de sus manos con tal fuerza, que no pudo resistirla.

De pronto escupió una serie de disparos y una espeluznante lluvia de plomo se descargó sobre los gangsters de Kar.

Los hombres agonizantes cayeron por la escotilla al interior de la bodega.

—¡Doc! ¡Es Doc! —gritó Monk.

El respiro proporcionado por su jefe, dio a los sitiados tiempo para esgrimir sus pistolas ametralladoras.

Los secuaces de Kar, que se refugiaban tras la puerta del mamparo, intentaron disparar. Pero ya era demasiado tarde.

Una abrasadora lluvia de balas sesgó sus vidas.

El prisionero quiso escapar, pero Johnny le asestó un puñetazo, privándole de conocimiento. Renny y Monk se agarraron al borde de la escotilla.

—¡Vamos a ayudarte, Doc! —gritó Renny.

Pero Savage necesitaba poca ayuda. Cuando Renny y Monk saltaron a cubierta, un pistolero de Kar arrojo su arma, gimiendo:

—¡No me mate!

—¡Soltad las armas! —tronó la poderosa voz de Doc.

Los gangsters obedecieron. Y, alzando los brazos, empezaron a gemir, suplicando piedad.

—¡Qué banda más valiente! —rió Ham—. En cuanto se les desarma, son unos cobardes.

—Atadlos —ordenó Doc—. Hablaré con el que parece substituyó a Squint como jefe de paja de esta banda.

Cogió al hombre que le condujo a la trampa mortal del pasillo, al sujeto que había disparado el compuesto disolvente contra Doc unos minutos antes.

De los labios del criminal brotó un gemido de terror. Miró los ojos bronceados de Doc, chispeantes al resplandor de las antorchas, y el gemido se trocó en terrorífico chillido.

—¡Déjeme marchar! —suplicó, temiendo ser muerto en el acto.

—¡No es mezquino pidiendo! —rió Monk.

—¿Dónde está Kar? —interrogó Doc.

—No conozco a nadie por ese nombre…

La mentira se convirtió en un espeluznante gemido, cuando le apretó el cuello.

—¿Quieres morir? —le preguntó, severo.

Era evidente que el hombre no tenía tales deseos.

—Ignoro donde está Kar —gimoteó—. ¡Se lo juro, no lo sé! Tiene otra guarida secreta, cuyo emplazamiento nadie conoce, excepto él. Me llama cuando tiene que darme alguna orden. Ni siquiera sé quién es, pues no lo he visto nunca. ¡Le juro que le estoy diciendo la purísima verdad!

—¿Has oído alguna vez hablar de un tal Gabe Yuder? —inquirió Doc.

—No —gimió el cautivo.

—Di la verdad —ordenó Doc.

—Una vez leí ese nombre en una caja de embalaje. Creo que el Humo de la Eternidad fue transportado con ese nombre.

—¿Es él Kar?

—¿Eh? —El prisionero reflexionó—. Es probable.

—¿Dónde guarda Kar las provisiones del Humo de la Eternidad?

En el rostro del prisionero se dibujó una expresión mezquina y astuta. Miró, presuroso, a su alrededor; luego preguntó:

—¿Qué saco con decírselo?

—Bastante. Tu vida.

—Prométame también dejarme en libertad —gimoteó el hombre—. Será de gran valor para usted. Le diré el motivo. Kar posee solo una cierta cantidad de Humo de la Eternidad, guardándolo todo en un escondite. Kar no puede fabricar más de ese Humo, a menos que vaya a cierta isla y recoja los ingredientes. Si destruye usted esa provisión, no será difícil capturarle.

—No —respondió Doc—. Quedarás prisionero. No te pondré en libertad.

—Entonces no le diré donde se esconde el Humo de la Eternidad.

—No hace falta.

—¿Eh?

Los ojos del hombre miraron de soslayo, hacia el mismo lugar adonde dirigió los ojos al mencionar por primera vez el escondite del Humo de la Eternidad.

Esa mirada involuntaria indicó a Doc donde se almacenaba el horrible compuesto disolvente.

—Sé dónde está —exclamó, con acento triunfal.

—¿Dónde? —interrogó Monk, con vivacidad—. Si destruimos ese depósito y Kar queda impotente, lo cazaremos muy pronto.

—Hasta que vaya a la isla del Trueno y obtenga el elemento o la substancia desconocida que forma la base de ese diabólico Humo —señaló Doc—. Os mostraré dentro de un rato donde guarda ese depósito. Pero, antes, atenderemos lo más urgente. Lo primero, es atar a estos hombres.

Amarraron a los prisioneros en escasos minutos.

—La segunda —continuó Doc— es trasladar el oro a tierra.

Esto ocupó bastante más tiempo, pues fue preciso sacarlo del agua.

—Descargadlo en tierra —ordenó Doc, ante el asombro de sus compañeros.

Una vez terminado el traslado de los saquitos de oro, hizo llevar a los prisioneros a tierra, ordenando los dejaran a varios centenares de metros de distancia del muelle.

Luego se lanzó al agua. Como sospechaba, encontró cerca de la popa otra plancha debajo de la línea de flotación.

Allí tenía escondido el Humo de la Eternidad. Consistía en un bidón de metal raro, impermeable a sus efectos, de unos veinte litros de capacidad.

Lo colocó a la vista de todos, sobre la cámara de cubierta.

Luego, saltando a tierra, disparó un tiro contra el bidón, perforándolo.

El resultado fue la cosa más espeluznante imaginable. Los fenómenos relatados con anterioridad eran juego de niños comparados con lo que entonces sucedió.

En escasos segundos, el Alegre Bucanero, el muelle y un trozo de tierra quedaron destruidos.

Fue imposible calcular hasta qué profundidad de las entrañas de la tierra se extendió la destrucción. Pero debió ser muy profunda, a juzgar por la terrible avalancha de agua que acudió a llenar el boquete.

Tan grande fue la fuerza de la corriente del agua, que los barcos anclados a distancia del lugar rompieron sus amarras. Un barquito transbordador fue arrastrado por la corriente, ante el pánico de sus pasajeros.

Un humo grisáceo y repugnante se elevó en cantidad tan prodigiosa, que tendió una especie de palio sobre toda la parte baja de la ciudad. El juego de las extrañas chispas eléctricas provocaron un sonido semejante a un huracán atravesando una selva monstruosa.

Pero, aparte del susto general, no hubo que lamentar pérdidas ni daños a personas o haciendas.

Capítulo XIV

La carrera

Transcurrió una semana desde los incidentes del Alegre Bucanero. Los dos millones de dólares en oro fueron devueltos al banco.

La devolución de la fortuna en oro provocó un incidente notable.

Los banqueros supieron que Doc Savage era un bienhechor de la humanidad, que dedicaba su vida a auxiliar a los desvalidos, y le ofrecieron una generosa recompensa de cien mil dólares, confiando que rehusaría y el Banco recibiría una cantidad de propaganda gratis.

Pero Doc Savage les burló, aceptando la oferta. Y, el día siguiente, diez restaurantes de Nueva York empezaron a repartir comida gratis a una multitud de obreros sin trabajo.

La policía no consiguió detener a ninguno de los gángsters de Kar y por lo tanto no se les pudo procesar y sentenciar a presidio. En lugar de eso, Doc envió a sus prisioneros a cierta institución para los enfermos mentales, un gran hospital situado en una montaña del Estado de Nueva York, donde serían tratados por un famoso neurólogo.

Tardarían años en curarse, de ser curables, pero cuando los libertasen, serían hombres capaces y sanos, física y moralmente útiles a la sociedad.

—Eso es molestarse demasiado por ellos —comentó Doc.

No había señales de Kar. Doc sospechó que el individuo se habría escondido, probablemente lejos de Nueva York.

A pesar de la ausencia de todo movimiento hostil del jefe de la banda, Oliver Wording Bittman permaneció al lado de Doc y sus amigos.

—No corre usted peligro —le dijo Doc—. No es muy probable que Kar se ocupe de nosotros ahora que ha perdido las provisiones del Humo de la Eternidad. Lo tendremos en jaque… hasta que pueda reaprovisionarse de esa substancia infernal.

—¿Cree usted que intentará hacer eso? —inquirió Bittman.

—Así lo espero —fue la respuesta.

El taxidermista se quedó perplejo.

—He ordenado a Ham que examine los pasaportes librados por todo el país —explicó Doc—. En cuanto Kar salga de los Estados Unidos, lo sabremos.

—¿Cree que Kar debe ir a la isla del Trueno a buscar el elemento o substancia desconocida que es el ingrediente principal del Humo de la Eternidad?

—Estoy convencido de ello. El hecho de que Kar robase las muestras de rocas de la isla del Trueno es prueba de ello. Substrayendo los ejemplares de mi caja de caudales, me confirmó lo que yo esperaba averiguar analizando las rocas.

Doc Savage esperaba que Ham se presentase por la mañana temprano, con un informe sobre los pasaportes emitidos.

El abogado dispuso que le enviaran por telefoto las fotografías de todos los pasaportes desde la costa occidental.

Mientras esperaba se dedicó a sus habituales ejercicios gimnásticos para mantenerse en forma.

Ham apareció de repente, remolineando su bastón de estoque. Llegaba con aire de traer noticias importantes.

—Tenía razón, Doc —declaró—. Mira esta serie de fotografías remitidas por telefoto desde San Francisco.

Exhibió cuatro reproducciones, mojadas aún.

Doc las examinó y exclamó:

—¡Cuatro de los secuaces de Kar! Pertenecen al grupo de Squint.

—Partieron en el Estrella Marina, rumbo a Nueva Zelanda —explicó Ham.

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