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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

La tierra del terror (11 page)

El vigilante empezó a maldecir, pero desistió enseguida, al sentir la fuerza de los dedos que le oprimieron.

—Comprendo —murmuró.

—No les diga nada más, hasta que lleguen —continuó Doc—. Entonces puede explicarles todo lo sucedido. Adviértales que Doc Savage estuvo aquí. Pero recuerde una cosa: no mencione mi nombre a los periodistas. ¿Comprende?

El vigilante asintió con un gruñido. Doc Savage le había salvado la vida, pero no sentía el menor agradecimiento.

Doc se dirigió a la puerta.

El vigilante se inclinó a recoger su revólver, que yacía en el suelo, cerca del lugar donde se disgregara el cuerpo del gángster.

Posó los dedos sobre el arma, pero al levantar el cañón, el hombre de bronce había desaparecido. Esto recordó al vigilante la horrible disgregación de un cuerpo humano que presenciara.

Un sudor frío le corrió por todo el cuerpo. Las rodillas le temblaron de tal modo, que se vio obligado a sentarse en el suelo, para recobrarse de la impresión.

Doc Savage siguió al camión. Había perdido unos minutos hablando con el vigilante pero el vehículo partió con lentitud, para hacer menos ruido.

Estaba tan sólo a unas tres manzanas de distancia.

Echó a correr y pronto lo divisó. El camión se dirigía a la parte alta de la ciudad.

El hombre de bronce no le perdía de vista y después de haber cruzado varias esquinas llamó a un taxi que pasaba.

—Siga a ese camión —ordenó al chofer, exhibiendo un billete.

El conductor abrió los ojos, contestando:

—Muy bien, señor.

El camión continuó su marcha hasta llegar a Riverside Drive, seguido del taxi.

¡Los ladrones se dirigían al Alegre Bucanero!

Doc despidió al taxi y, envuelto en las sombras, se acercó al antiguo buque corsario, al abrigo de unos arbustos.

Observó cómo los ladrones consignaban los saquitos de oro a un escondite, cuya simplicidad le sorprendió.

—¡Simplemente tiraban los sacos de oro al río!

El lugar elegido para tirar los sacos de oro estaba situado cerca de la popa del Alegre Bucanero, pero entre el casco del buque y el muelle.

—¡Tíralo cerca del casco, zopenco! —gritó uno de los ladrones—. Ten cuidado de que caiga en la plancha amarrada al barco.

Esa era la explicación.

Debajo de la superficie del río, lo bastante profunda para no ser notada, había una plancha, especie de estante, amarrada al Alegre Bucanero.

Teniendo en cuenta que la policía conocía ya que Kar utilizaba el antiguo barco pirata, era en verdad, de una gran audacia ocultar el botín allí.

Aunque por ese mismo motivo quizás estuviese más seguro, pues no sospecharían de un lugar tan conocido.

El antiguo buque corsario estaba muy lejos de ser lo que parecía.

Doc Savage aguardó, paciente, alguna señal de vida de Kar.

De improviso, apareció otro hombre que llegaba corriendo con mucho ruido.

Los ladrones empuñaron nerviosos las armas. Luego, reconociendo al recién llegado, uno de ellos dijo:

—¡Por poco te achicharramos!

El individuo comenzó a hablar con rapidez, en tan débil cuchicheo, que Doc no pudo oír lo que decía.

Luego, levantando la voz, continuó:

—Marchaos todos, excepto cuatro. Son órdenes de Kar. Tengo que llevar a los cuatro a presencia del jefe.

Se oyeron algunos murmullos de protesta. Pero, al fin, los ladrones obedecieron la orden perentoria.

Sus protestas se fundaban en el temor de dejar el oro sin vigilancia.

Lanzaron al agua el último saquito de oro. Todos los ladrones, a excepción de cuatro de ellos, subieron al camión, que arrancó, descendiendo por Riverside Drive.

Los que recibieron la orden permanecieron en el muelle con el portador de la misiva. Transcurrieron varios minutos. El ruido del camión fue apagándose.

—¡Vamos! —exclamó el mensajero en voz alta—. ¡Os llevaré a donde está Kar!

El hombre se dirigió hacia el barco pirata.

—¿Kar está a bordo del Alegre Bucanero? —exclamó uno de la banda.

—Seguro. ¿Qué creías tú?

Los hombres desaparecieron a bordo del buque corsario.

Doc Savage escaló la barandilla con un salto felino.

Un rumor de pisadas le indicó que los ladrones estaban a popa. Viéndolos desaparecer por una bajada de cubierta, les siguió.

No había visitado aquella parte de la embarcación, a pesar del número de veces que estuviera a bordo. El singular barco era un laberinto de estrechos pasillos y diminutos cubículos.

La policía registró el barco de punta a punta cuando trasladaron los cadáveres de los gangsters de la banda de Kar y de encontrarse éste a bordo, sin duda alguna, lo hubieran capturado.

Doc siguió a pocos metros de los cinco hombres. Entró por el tercero de una serie de pasillos estrechísimos.

Una puerta se cerró con estrépito tras él, cerrando el pasillo.

Se lanzó rápidamente hacia el otro extremo, pero encontró el paso cerrado también por una puerta. ¡Luego el techo entero del pasillo se desplomó, con estruendo, sobre su cabeza!

La masa de vigas monstruosas abatieron a Doc Savage, que cayó de rodillas, no aplastándole por milagro.

La puerta del lado se abrió al instante y una antorcha enfocó sus rayos deslumbrantes sobre sus bronceados ojos, cegándole.

—¡Ya lo tenemos! —cacareó el mensajero de Kar—. Lo cazamos en una trampa, aunque es muy listo.

Una pistola de aire comprimido, surgió junto a la antorcha, apuntando a la cabeza de Doc Savage.

¡Bang!, Zumbó la pistola.

La antorcha se apagó cuando el hombre que la llevaba retrocedió con rapidez, temiendo que parte del terrible Humo de la Eternidad salpicara su cuerpo.

Los otros pistoleros aguardaban a varios metros de distancia.

Preguntó uno al mensajero:

—¿Cómo supo Kar que el sujeto de bronce nos seguía?

Respondió con una carcajada el interpelado:

—Muy sencillo. El vigilante del Banco telefoneó a los periódicos de la mañana, denunciando que un gigante bronceado le atacó y robó la cámara acorazada. Supongo que telefonearía a los periódicos antes de hacerlo a la policía. Probablemente quería ver su nombre en letras de molde.

—¡Ah! —exclamó uno.

—Sea lo que fuere —continuó el mensajero—, el aviso llegó a las redacciones minutos antes de ponerse en máquina y por eso aparecieron con la noticia del robo en la primera página. Kar tiene a varios hombres vigilando todas las redacciones, para comprar el periódico en cuanto sale a la calle. A veces los periódicos reciben las noticias antes que la policía. El resultado es que el jefe, al leer la noticia, adivinó que este pájaro bronceado seguía el botín, con la esperanza de que lo conduciría a nuestra guarida.

—De manera que te mandó…

—A que os dijera, en voz alta, para que él lo oyera, que os llevaré en presencia del jefe —rió el gángster—. Kar sabía que Doc Savage caería en la trampa.

—Kar es un as —declaró, admirando uno del grupo.

—Exacto. Pero lo más astuto de todo, es la manera como jamás se deja ver ni siquiera descubre su verdadero nombre.

—¡Tuvimos suerte de que el vigilante telefoneara a los periódicos!

—Ya lo creo —asintió otro.

La antorcha iluminó el pasillo. Un humo gris formaba una regular columna.

Las fantásticas chispas eléctricas jugueteaban con viveza.

¡Las vigas derrumbadas estaban disgregándose!

—Eso —se mofó uno de los hombres—, liquida a ese pájaro de bronce.

Pero hubiese o no perecido el gigante bronceado, sus compañeros permanecían aún en la oficina; mientras Doc partió solo a su destino, ellos esperaban órdenes.

Capítulo XII

El terrible destructor

Seis hombres pasaron toda la noche en vela en la oficina de Doc Savage, obedeciendo sus órdenes de aguardar, al salir presurosos con rumbo desconocido.

Se acercaba el amanecer. Los trenes elevados de la Sexta Avenida empezaban a circular estruendosamente con más frecuencia.

Pasada una hora, la ciudad despertaría.

Sobre una mesa de la oficina había un periódico de la mañana. En la primera página se destacaban, con letras enormes, los titulares de la historia que el vigilante estúpido comunicó a la prensa. Decían:

«UN MISTERIOSO GIGANTE BRONCEADO ROBA UN BANCO»

Johnny, el geólogo, murmuró, ansioso, limpiándose los lentes:

—¿Creéis que debemos permanecer inactivos entretanto?

Long Tom, con la nariz enterrada en una monografía técnica, declaró:

—¡Doc sabe lo que se hace! Callaos y dejadme leer.

Apoyó Ham:

—¡Sí, callaos, desgraciados! Deseo escuchar música extraordinaria.

Monk y Renny, con la tranquilidad innata de los grandes atletas, dormían profundamente. Monk roncaba de una manera singularmente variada, con gruñidos desiguales.

Ham, sentado cerca del fantástico roncador, escuchaba con interés la variedad de tonos del repertorio de su compañero.

—Fijaos bien —continuó—. No sólo es Monk el mico más feo del mundo, sino que emite los ronquidos más fantásticos imaginables.

De los seis hombres presentes, sólo Oliver Wording Bittman mostraba cierta nerviosidad. Se levantaba del sillón con frecuencia para pasear de un lado para otro de la habitación.

Preguntó extrañado:

—¿No les preocupa la suerte de Doc Savage? Partió cerca de medianoche. Está amaneciendo y no tenemos noticias suyas.

Long Tom repitió su anterior declaración: —Doc sabe lo que se hace. Hace mucho tiempo aprendimos a no preocuparnos por él.

Bittman hizo un movimiento para acomodarse de nuevo en su sillón. De repente levantó un brazo, señalando la puerta.

—Escuchen —susurró a media voz—. ¿Oyeron algo?

Monk despertó al instante, y el abogado sospechó que su atormentador simuló dormir para molestarle con sus ronquidos.

Percibieron un ligero sonido procedente del otro lado de la puerta; luego un rumor de pisadas huyendo por el pasillo.

Monk aplicó un puntapié al sillón donde Renny dormía con placidez.

Los cinco compañeros de Doc se lanzaron como una avalancha sobre la puerta.

Oliver Wording Bittman se apartó velozmente del camino, como si esquivara una estampida.

Un hombre penetraba en uno de los dos ascensores que esperaban. Doc describió a todos los reclutas reunidos por Squint. ¡Aquel era uno de ellos!

El pistolero cerró la puerta de la cabina antes que los compañeros llegaran y descendió velozmente. Pero junto a aquel ascensor había otro, abierto.

En la oficina, Oliver Wording Bittman, frenético, gritaba.

—¿Dónde están las armas?

No tenía el propósito de entrar en acción, desarmado.

Renny, Long Tom, Johnny y Monk se zambulleron en el ascensor abierto.

Monk oprimió el botón que cerraba las puertas.

Ham se arrojó contra las puertas que se cerraban, deteniéndolas.

—¡Un momento! —gritó—. ¡Ese pistolero hizo ruido adrede para que le oyéramos! ¡Y no hay aquí ningún empleado!

Los otros miraron perplejos, a Ham, sin comprender el significado de sus palabras.

Murmuró Monk, impaciente:

—¡Lárgate! Si tienes miedo de entrar en acción, no estorbes nuestro camino. Puedes quedarte guardando a Bittman. Él no tiene todavía ningún arma.

Replicó Ham, desabrido:

—¡Cállate, desgraciado! ¡Salid del ascensor todos!

—Pero, ¿qué…?

—¡Salid y os mostraré mis sospechas!

La conversación transcurrió con rapidez. Los cuatro hombres salieron del ascensor, tan tumultuosamente como habían entrado.

Utilizando su bastón-estoque, Ham bajó la palanca marcada «Abajo». No sucedió nada. Luego cerró las puertas. De ordinario, el ascensor se habría puesto en marcha con suavidad.

¡Pero entonces cayó como una piedra!

Oyeron el estruendo sordo de la explosión. ¡Habían colocado una bomba en el mecanismo del ascensor!

—¡Caspita! —murmuró Monk, contemplando, estupefacto, al astuto abogado.

¡Ham los había salvado de la trampa mortal de Kar!

—¡Usaremos el ascensor de Doc! —gritó Renny.

Corrieron junto a la serie de ascensores. La última puerta permanecía cerrada.

Al parecer no había allí ninguna jaula. Pero Renny oprimió un botón y al abrirse la puerta apareció a la vista un ascensor. Era el particular de Doc, para usarse sólo en momentos de suma urgencia.

Funcionaba a mayor velocidad que los demás ascensores del gigantesco edificio. Esperaba siempre en el piso ochenta y seis para uso exclusivo de Doc y sus compañeros.

Oliver Wording Bittman salió corriendo de la oficina, al parecer, decidido a entrar en acción sin un arma.

—¡Esperen! —gritó, penetrando en el ascensor—. ¡Quiero participar en esto!

La jaula descendió a una velocidad impresionante, y al parar en seco, arrojó a unos sobre otros.

—Me gusta usar este ascensor —rió Monk.

Salieron corriendo a la calle.

—¡Allí va! —avisó Long Tom.

El gángster visitante estaba parado junto a un automóvil amarillo, a unos cien metros de distancia. El individuo cogió una gorra del interior del taxi y se la puso.

De pronto divisó a los hombres de Doc y subió de un salto al coche, que, arrancando velozmente dobló la esquina.

Por fortuna Renny tenía su coche estacionado allí cerca. Era un automóvil pequeño y a él subieron los hombres de Doc.

Empezó la persecución.

Aparte de algún camión cargado de cacharros de leche, transitaban pocos vehículos por las calles.

El diminuto automóvil subió rápida y ruidosamente por el Broadway, dejando tras sí una cadena de motocicletas de la Policía.

El diminuto coche de Renny poseía un motor de gran potencia y poco a poco iba dando alcance al fugitivo que, desesperado, no hacia más que virar de una a otra calle, perdiendo terreno.

Al fin, el taxi furtivo penetró en Riverside Drive, dirigiéndose al lugar donde se detuvo el camión cargado de oro que Doc siguió. Renny continuó la persecución. Tras ellos llegó una camioneta de la policía, pero pasó de largo, sin verlos, tocando la sirena, buscando en vano a los dos automóviles que utilizaron las calles de Nueva York como pista de carreras.

El fugitivo gángster detuvo el taxi junto al muelle, frente al cual el Alegre Bucanero estaba anclado.

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