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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

La tierra del terror (3 page)

Para disimular el temblor de sus rodillas, hablaron en tono arrogante, a estilo de perdonavidas.

Con un chirrido de frenos, el roadster se detuvo junto al coche de turismo.

El chirrido llamó la atención a Squint y sus ratas. Distinguieron a una figura gigantesca saltar como una exhalación del roadster.

¡Una figura de hombre que semejaba una estatua metálica animada!

Squint gimió:

—¡Maldición! ¡El fantasma de bronce…!

—¡Las ametralladoras! —lloriqueó otro.

Saltaron con la energía de la desesperación hacia el compartimiento secreto donde ocultaban sus armas. Pero el gigante de bronce se movió con increíble rapidez, interponiéndose entre los criminales y sus armas.

Estos, al verse acorralados de tal forma, lanzaron chillidos de rabia y terror, demostrando su innata cobardía.

Eran cinco contra un hombre solo y, sin embargo, sin sus armas, se consideraban desamparados y perdidos.

Dando media vuelta, huyeron despavoridos hacia la décima casa, como si pensaran que allí estaba su salvación.

Pero Doc Savage, de dos saltos formidables, cruzó la acera y les cerró el paso. Uno de los pistoleros intentó pasar. El brazo izquierdo de Doc hizo un movimiento. Su mano extendida, una mano musculosa de la cual sobresalían grandes tendones, propinó un golpe en el rostro del atrevido.

Fue como si una maza de acero pegase al individuo. Su nariz quedó rota; sus dientes se rompieron, y cayó hacia atrás, como un guiñapo.

Pero no perdió el conocimiento. Quizás el terrible dolor de aquel golpe monstruoso impidió que se desmayara.

Doc Savage avanzó, lentamente, hacia los otros: se adelantaba seguro de sí mismo y esta confianza aterraba a Squint y sus secuaces.

Los criminales tenían la impresión de que una muerte implacable avanzaba hacia ellos y que no escaparían del castigo.

En los ojos dorados no asomaba el menor destello de misericordia. Dos de aquellos hombres inmunes asesinaron a su amigo Jerome Coffern, robando a la humanidad uno de sus más grandes químicos.

Y por ese delito, serían castigados sin la menor compasión.

Los tres cómplices que no participaron directamente en el crimen, también sufrieron la furia de Doc, pues los juzgaba culpables.

El código de Savage era muy severo, pues administraba la justicia de manera inexorable, sin compasión, donde era merecida.

La justicia de Doc se regía por unas leyes personales, que producían resultados asombrosos.

Los criminales a quienes se la aplicaba, no ingresaban en la cárcel; o aprendían una lección que les convertía en hombres honrados por el resto de sus vidas, o… morían. Doc Savage no hacía las cosas a medias.

Profiriendo un grito de desesperación y espanto, un hombre saltó en dirección del coche de turismo y arrancó los tablones del suelo, bajo el cual estaban escondidas las pistolas ametralladoras.

Era el individuo que ayudó a Squint a asesinar a Jerome Coffern.

Doc Savage lo sabía; la tierra blanda adherida a los zapatos del individuo y a los de Squint, confirmó sus sospechas; la tierra blanda provenía de los terrenos de los laboratorios de la compañía Mamut.

Dando un salto rápido, se lanzó sobre el asesino. Sus manos gigantescas y bronceadas, y brazos musculosos, sacaron al sujeto del coche de turismo como si fuera un ratón.

El hombre consiguió apoderarse de una pistola. Pero el dolor terrible de aquellos dedos metálicos que le trituraban las carnes, le impidieron utilizarla.

Squint y los otros cobardes, intentaron refugiarse en la casa décima.

Levantando en peso a su víctima y blandiéndola como una porra, Doc Savage los hizo retroceder a golpes.

Semejaba un gato gigantesco entre ellos.

Squint giró sobre sus talones y huyó, frenético, seguido de los otros tres, en dirección a Riverside Drive. El hombre que Doc sujetaba logró disparar su pistola; la bala rebotó a los pies de Savage, quien entonces alargó una mano bronceada. La víctima gritó cuando los dedos de acero hicieron presa en su muñeca. Pataleó, dio un manotazo al pecho de su aprehensor, desgarrando el bolsillo donde éste guardó la cápsula metálica que contuviera la substancia que disolvió el cuerpo de Jerome Coffern.

La cápsula del extraño metal rodó por el suelo, desapareciendo entre los barrotes del ventilador de unos sótanos.

Capítulo III

Justicia marina

Doc Savage vio desaparecer la cápsula metálica. Dio un tirón a la mano de la víctima, y la pistola que éste empuñaba cayó al suelo.

Pero el individuo, desesperado viéndose en peligro inminente, recogió el arma con la otra mano y colocó el caño en el costado de Doc.

La vida de un hombre menos ágil que el joven Savage habría terminado allí, pero su mano de bronce salió disparada como una flecha, descargado sobre el rostro del pistolero, quien se retorció.

Resonó un crujido y el asesino cayó desplomado, terminando allí su carrera.

Doc Savage pudo hacerlo antes, pero se abstuvo por una razón. La substancia fantástica que disolvió el cuerpo de Jerome Coffern, la descubrió un cerebro poderoso aunque loco.

Ninguno de aquellos hombres ratas era capaz de algo más elevado que un repugnante y cobarde asesino.

Tuvo el propósito de interrogar al asesino y averiguar quién le empleaba.

¡Pero era imposible entonces! Y Squint y los otros tres ya casi llegaban a Riverside Drive.

Se dirigió de un salto hacia el ventilador de los sótanos y distinguió la cápsula de extraño metal. Sus manos poderosas asieron los barrotes de hierro.

El enrejado metálico sólo se ajustaba por la parte exterior y no presentaba grandes dificultades.

La pesada reja fue levantada en un momento, con un fuerte chirrido, pues su larga permanecía a la intemperie había enmohecido los goznes.

Penetró por la abertura y recogiendo la cápsula metálica, se la guardó en el bolsillo de la chaqueta.

Squint y su terceto cruzaron Riverside Drive, esquivando el tráfico, y luego saltaron un muro que se extendía por la orilla del río.

Corriendo con facilidad, pero con velocidad engañadora, Doc les persiguió, llegando, al fin, al parapeto de piedra. La orilla del río descendía en una pendiente tan pronunciada, que la hierba y los arbustos apenas hallaban tierra donde echar raíces.

En el fondo, a unos centenares de metros, ya al otro lado de la vía férrea, se hallaba el río Hudson.

Squint y sus tres hombres descendían dando tumbos en su frenética huida.

En uno de los muelles desvencijados de la orilla del río, había anclado un antiguo barco velero de tres mástiles, pintado de color chillón.

El casco estaba perforado por numerosas portas de baterías, por las cuales asomaban unos cuantos cañones prehistóricos.

El viejo velero tenía un aspecto truculento y siniestro. La cámara de cubierta ostentaba un rótulo descomunal que decía:

EL ALEGRE BUCANERO

Antiguo barco pirata

(Entrada: 50 centavos)

Doc Savage saltó el parapeto de piedra y, sosteniendo milagrosamente el equilibrio, descendió por la pronunciada pendiente.

Squint y sus compinches corrían en dirección al viejo barco pirata.

Doc Savage conocía la historia de la vieja embarcación que ancló en aquel lugar hacía poco tiempo, para ser explotada como una atracción sensacional.

Los instrumentos diabólicos de tortura que los antiguos piratas empleaban sobre sus cautivos, constituían una de las principales atracciones.

Se suponía que la embarcación pirata estaba llena de trampas mortales.

Entre éstas existía una trampa que obligaba que un incauto caminante cayese por cierto pasillo sobre un lecho de puntiagudas espadas.

Desde luego, la trampa no funcionaba ahora.

Squint y sus hombres llegaron al barco pirata con unos doce metros de ventaja sobre Doc. El último hombre quitó la planchada que servía de escala.

Pero ello no fue obstáculo para Doc Savage, pues dando un salto formidable, subió a la barandilla del muelle.

Permaneció allí un instante, como un monstruo de bronce.

Squint y los otros penetraban en la cámara de mando.

Doc saltó de la barandilla a cubierta.

Resonó el estampido de un tiro de revólver. ¡Squint y sus hombres habían encontrado armas en el interior!

Doc vio aparecer el cañón de una pistola y, serpenteando, esquivó el tiro.

Un cabestrante de madera y hierro, grueso como un barrilillo, le proporcionó un refugio momentáneo.

Desde allí, dando un salto rápido llegó a la boca de una escotilla abierta, descendiendo con suavidad y deslizándose después hacia popa.

La bodega era un museo espeluznante, verdadera exposición de los crueles métodos de los piratas.

Había estatuas de viejos bucaneros de rostros malvados, empuñando espadas; Figuras de víctimas tendidas o arrodilladas; varios cuerpos decapitados en medio de charcos de cera roja, representando sangre seca; otras desprovistas de orejas o brazos.

Una figura de una hermosa mujer, colgaba, encadenada, del techo.

Doc atravesó un pasillo donde había espadas, alfanjes y picas colgadas de las paredes. Asaltándole una idea, cogió una pica y un curvado alfanje.

Las armas eran de acero pesado y muy bien templadas. Volviendo sobre sus pasos, divisó a uno de los hombres escudriñando por la boca de la escotilla.

El individuo, al distinguir su figura bronceada, disparó su revólver.

Pero Doc se desplazó a tiempo y, casi simultáneamente, la pica salió disparada de su largo brazo.

La punta de afilado acera se alojó en el cerebro del pistolero, cayendo éste de cabeza en la bodega, rebotando contra una estatua de cera, que rodó por el suelo.

Durante aquella fracción de segundo, Doc se ocultó en un lugar situado debajo de la escotilla, desde donde percibió unos ruidos débiles, indicadores de que uno o más de los pistoleros se acercaban.

De repente, una mano delgada empuñó un revólver sobre el borde de la escotilla. El arma estalló repetidas veces, tiroteando diversas partes de la bodega. La poderosa figura de Doc surgió del suelo.

El alfanje de filo de navaja asestó un golpe y la mano empuñando el revólver se desprendió del brazo a que pertenecía, completamente amputada.

El mutilado lanzó un chillido espeluznante y se desplomó, ensangrentado y gimiente, sobre cubierta.

Dando otro salto, Doc asió el borde de la escotilla con la mano izquierda y luego saltó al exterior.

El mutilado se retorcía, gimiendo de dolor, por la cubierta del barco.

El tercer pistolero huía, espantado, hacia la entrada de la cámara de cubierta y volviendo la cabeza, divisó a Doc.

Fue a disparar, pero su arma no estaba aún en disposición de hacerlo, cuando el pesado alfanje, lanzado por Doc, le atravesó de parte a parte.

Murió presa de horribles contusiones en el mismo lugar donde se desplomó.

Squint disparó con precipitación desde dentro de la cámara, errando el tiro.

Y cuando la figura bronceada se lanzó en su persecución, huyó, aterrado, por el primer camarote de la cámara de mando, que tenía un mamparo sólido y una puerta gruesa, que cerró tras sí.

Doc Savage golpeó la puerta, pero sus gruesos tablones eran demasiado sólidos, hasta para su fuerza terrible.

Había una gran hacha de abordaje entre las armas depositadas en el primer camarote y podía derribar con ella la puerta, pero no lo hizo.

Regresó al lado del pistolero de la mano mutilada

El
gángster
se retorcía, gimiendo aún sobre cubierta.

El justiciero le contempló, meneando la cabeza en señal de sentimiento.

Doc Savage, por encima de todos sus otros conocimientos, era un gran médico y cirujano. Había estudiado con los grandes maestros en las clínicas más importantes del mundo.

Y luego, gracias a sus propios esfuerzos, aumentó sus conocimientos de una manera increíble.

Su padre le educó desde la niñez para el ideal que representaba una vida de abnegación dedicada al servicio de la humanidad, yendo de un extremo al otro del mundo, buscando emociones y aventuras, auxiliando a los necesitados, y castigando a los que lo merecían: tal era la noble finalidad de Doc Savage.

Toda su maravillosa educación se encaminaba a ese fin. Y su instrucción empezó con la medicina y la cirugía. En esas dos materias era, sobre todas las cosas, más experto.

En consecuencia, comprendió que el hombre agonizaba. El individuo era un cocainómano.

La impresión de la pérdida de una mano terminaba una carrera que, de todos modos, hubiese terminado de una manera vil, dentro de un año o dos, a lo sumo.

Se arrodilló junto gángster quien, al ver que no lo iban a lastimar más, se aquietó un poco.

—¿Te alquilaron para matar a Jerome Coffern?— le preguntó, con voz tranquila e imperiosa.

—¡No, no! —gimió el moribundo; pero la expresión de su pálido rostro desmentía su declaración.

Doc Savage permaneció un momento callado. Utilizó la influencia magnética de sus ojos dorados, para obligarle a confesar la verdad.

Era, en verdad, maravilloso lo que podía hacer con sus ojos. Había estudiado con los grandes maestros del hipnotismo y recorrido la India y el Extremo Oriente, para aprender de los fakires y de los cultos místicos orientales.

Cuando le interrogó por segunda vez, la influencia hipnótica obligó al moribundo a confesar la verdad.

—¿Qué es esa substancia extraña que disolvió el cuerpo de Jerome Coffern?— inquirió.

—Se llama el Humo de la Eternidad —gimió el moribundo.

—¿De qué está hecha?

—Lo ignoro. Ninguno de nosotros lo conoce. Nos dan el Humo de la Eternidad para que lo usemos. Nunca nos dan más que un cartucho a la vez. Y… reci…bimos ordenes acerca de sobre quién debe usarse.

El hombre agonizaba. Con rapidez, Doc interrogó:

—¿Quién os la da?

Los labios delgados se entreabrieron. El hombre se ahogó. Pareció intentar pronunciar un nombre empezando con la letra «K».

Pero murió antes de pronunciar el nombre.

De los cinco pistoleros que fueron a Nueva Jersey a matar a Jerome Coffern, sólo quedaba uno vivo: Squint.

Como un gigante de venganza, Doc Savage se dirigió a la popa del extraño y antiguo barco pirata. Squint debía estar allí en alguna parte.

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