Pero en aquel momento me pareció que me convenía echarme hacia atrás y no turbarlo con mi curiosidad, y así lo hice.
No sé por qué, recuerdo muy bien incluso el tiempo que hacía aquellos días. Había acabado febrero, frío y lluvioso, y con marzo empezaban las primeras jornadas más tibias. Una tupida red de tenues nubes blancas velaba todo el cielo y deslumbraba los ojos en cuanto se salía de la sombra de la casa a la calle. El aire era suave, pero todavía como dolorido por los rigores invernales. Yo caminaba con un placer asombrado en aquella luz mortificada, delgada y somnolienta, y a veces aminoraba el paso y cerraba los ojos, o me detenía, atónita, contemplando las cosas más insignificantes: un gato blanco y negro que se lamía las patas en el umbral de un portal; una rama colgante de oleandro aplastado por el viento, que tal vez hubiera florecido lo mismo; una mata de hierba verde que había crecido entre las hojas de la acera.
El musgo que las lluvias de los últimos meses había dejado a los pies de los zócalos de las casas me infundían un gran sentimiento de tranquilidad y de confianza. Pensaba que si aquel terciopelo esmeralda podía arraigar en un borde de tierra, también mi vida, que no tenía raíces más profundas que el césped y se conformaba igualmente para vegetar con escaso alimento y no era en realidad más que una especie de moho a los pies de una casa, tenía quizá alguna probabilidad de seguir adelante y florecer.
Estaba convencida de que todos los desagradables asuntos de los últimos tiempos estaban definitivamente resueltos, que no volvería a ver jamás a Sonzogno ni oiría hablar de él y de sus delitos y que en lo sucesivo podría gozar en paz mis relaciones con Mino. Con estas ideas me pareció que por primera vez gustaba el verdadero sabor de la vida hecho de mórbido aburrimiento, de disponibilidad y de esperanza.
Incluso empecé a plantearme la posibilidad de cambiar de vida. En el fondo, mi amor a Mino me apartaba de la afición a los demás hombres, y así, en mis encuentros casuales, ni siquiera tenía ya el incentivo de la curiosidad y de la sensualidad. Pero también pensaba que una vida vale otra, que no vale la pena malgastar muchos esfuerzos por cambiar y que no cambiaría de vida hasta que, sin sacudidas ni interrupciones, por fuerza de las cosas y no por voluntad mía, me encontrara otra vez con hábitos, afectos e intereses nuevos, completamente distinta de la que había sido hasta entonces. No veía otro modo de cambiar de vida, porque por el momento no tenía ambición alguna de aumentar o mejorar materialmente ni me parecía que cambiando de vida hubiera mejorado yo misma.
Un día comuniqué a Mino estas reflexiones. Me escuchó atentamente y después dijo:
—Creo que te contradices... ¿No dices siempre que querrías ser rica, tener una bonita casa, un marido y unos hijos? Estas cosas son justas y aún es posible que las obtengas, pero no las obtendrás razonando de este modo.
Yo contesté:
—No he dicho que querría, sino que hubiera querido... O sea que, si antes de nacer, hubiese podido elegir, desde luego no hubiera escogido ser lo que soy, pero he nacido en esta casa, de esta madre, en estas condiciones y en fin de cuentas soy la que soy.
—¿Y qué?
—Pues que me parece absurdo desear ser otra... Lo desearía únicamente si, convirtiéndome en otra, pudiera seguir siendo yo misma, es decir, si realmente pudiera gozar el cambio... Pero ser otra por el mero hecho de serlo, no vale la pena.
—Siempre vale la pena —observó él en un susurro—. Si no por ti, por los otros.
—Además —proseguí sin reparar en la interrupción—, lo que importa son los hechos... ¿O es que crees que no hubiera podido encontrar, como Gisella, un amante rico...? ¿O incluso casarme...? Si no me he casado es señal de que, en el fondo, a pesar de toda mi palabrería, no lo deseaba verdaderamente.
—Yo me casaré contigo —dijo burlonamente abrazándome—. Soy rico... A la muerte de mi abuela, que no puede tardar mucho, heredaré muchas tierras y una villa en el campo y un piso en la ciudad... Pondremos una casa como es debido, invitarás en días fijos a las señoras de la vecindad, tendremos cocinera, doncella, una calesa o un automóvil... Y es posible que, con un poco de buena voluntad, hasta descubramos un día que somos nobles y nos hagamos llamar condes o marqueses...
—Contigo no se puede hablar nunca en serio —dije rechazándolo—. Siempre estás bromeando.
Una de aquellas tardes fui al cine con Mino. Al regreso, subimos a un tranvía bastante lleno. Mino tenía que venir a casa conmigo y debíamos cenar juntos en el restaurante junto a las murallas. Tomó los billetes y empezó a avanzar entre la gente que ocupaba el pasillo del tranvía. Yo quería seguirle de cerca, pero un remolino de gente me hizo perderlo de vista. Mientras lo buscaba con la mirada, apretada contra un asiento, alguien me tocó la mano. Bajé los ojos y entonces, sentado junto a mí, vi a Sonzogno.
Se me cortó la respiración, sentí que se me iba el color y cambiaba de expresión. Él me miraba con su habitual e insoportable fijeza. Entonces dijo, como entre dientes y levantándose a medias:
—¿Quieres sentarte?
—Gracias —farfullé—. Bajo dentro de poco.
—Pero, siéntate.
—Gracias —repetí sentándome.
Si no me hubiera sentado, tal vez me habría desvanecido.
Sonzogno se quedó de pie a mi lado, como vigilándome, sosteniéndose con una mano en mi respaldo y otra en el asiento de delante. No había cambiado en absoluto: llevaba el mismo impermeable ceñido a la cintura y seguía con su «tic» mecánico en la mandíbula. Cerré los ojos y por un instante procuré ordenar un poco mis pensamientos. Era verdad que él miraba siempre de aquella manera, pero esta vez creí haber observado en sus ojos una dureza mayor. Recordé mi confesión y pensé que si, como temía, el cura había hablado y Sonzogno había llegado a saberlo mi vida valía ya bien poco.
Esta idea no me atemorizó. Pero él, erguido ante mí, me daba miedo o, mejor dicho, me fascinaba y subyugaba. Me daba cuenta de que no podía negarle nada y de que, entre él y yo, había una ligazón, no de amor desde luego, pero quizá más fuerte que el lazo que me unía a Mino. También él debía de saberlo instintivamente, y en efecto, actuaba como dueño y señor. Al cabo de un rato, dijo:
—Vamos juntos a tu casa.
Y yo sin vacilar contesté dócilmente:
—Como quieras.
Mino se acercó, liberándose a duras penas de la gente que lo rodeaba y, sin decir palabra, vino a ponerse precisamente al lado de Sonzogno, cogiéndose al mismo respaldo en el que el otro apoyaba su mano y hasta rozando con sus dedos delgados y largos los toscos y cortos de Sonzogno. Una sacudida del tranvía los echó al uno contra el otro y Mino se excusó educadamente con Sonzogno por haberlo empujado. Yo empecé a sufrir al verlos uno al lado del otro, tan cercanos y tan ignorantes el uno del otro, y de pronto dije a Mino, dirigiéndome ostentosamente a él de manera que Sonzogno no creyera que le hablaba a él:
—Mira, acabo de acordarme que tenía una cita esta noche con una persona... Será mejor que nos separemos.
—Si quieres, te acompaño a casa.
—No... Esa persona me espera en la parada del tranvía.
No era una novedad. Como he dicho, seguía llevando hombres a mi casa y Mino lo sabía. Dijo tranquilamente:
—Como quieras. Entonces, nos veremos mañana.
Hice un gesto de asentimiento y él se alejó abriéndose paso entre la gente. Por un momento, mirándolo mientras se alejaba, me sentí presa de una desesperación vehemente. Pensé que era la última vez que lo veía sin saber siquiera por qué.
—Adiós —murmuré, siguiéndolo con la mirada—. Adiós, amor.
Hubiera querido gritarle que se detuviera, que volviera atrás, pero ni una sílaba salió de mis labios. El tranvía se detuvo y creí verlo apearse. El tranvía arrancó de nuevo.
Durante todo el trayecto no abrimos boca ni Sonzogno ni yo. Procuraba tranquilizarme a mí misma y me decía que era imposible que el cura hubiese hablado. Por otra parte, después de haber pensado en ello, no me disgustaba demasiado haber encontrado a Sonzogno. Así me libraría para siempre de las últimas dudas sobre los efectos de mi confesión.
Al llegar a la parada, me levanté, bajé del tranvía y caminé un rato sin volverme. Sonzogno iba a mi lado y cada vez que movía la cabeza podía verlo. Por fin, le dije:
—¿Qué pretendes de mí? ¿Por qué has vuelto?
Con un débil matiz de sorpresa replicó:
—Tú misma me dijiste que volviera.
Era verdad, pero con el miedo lo había olvidado. Se me acercó y me cogió del brazo apretándome con fuerza y casi sosteniéndome. Muy a pesar mío, empecé a temblar.
—¿Quién era aquél? —preguntó.
—Un amigo mío.
—Y a Gino, ¿has vuelto a verlo?
—No. Nunca más.
Miré a su alrededor, como a hurtadillas:
—No sé por qué, hace algún tiempo que me parece que me sigue alguien. Sólo dos personas han podido denunciarme... Tú y Gino.
—¿Gino? ¿Y por qué? —pregunté con un susurro.
Pero el corazón me latía con fuerza.
—Sabía que iba a llevar el objeto a aquel platero... Hasta le dije el nombre... No sabe en concreto que lo maté, pero muy bien puede adivinarlo.
—Gino no tiene interés en denunciarte... Se denunciaría a sí mismo.
—Esto pienso yo —dijo entre dientes.
—En cuanto a mí —proseguí con mi voz más tranquila—, puedes estar seguro de que no he dicho nada. No soy tan tonta... Acabaría también en la cárcel.
—Así lo espero, por tu bien —contestó con un tono amenazador. Y añadió:
—A Gino volví a verlo un momento, y así bromeando, me dijo que sabía muchas cosas... No me siento tranquilo porque es un desgraciado.
—Aquella noche lo trataste realmente mal y ahora te odia.
Mientras hablaba me sorprendió el deseo de que Gino lo hubiera denunciado de veras.
—Fue un buen golpe —dijo con sombría vanidad—. Después me dolió la mano dos días.
—Gino no te denunciará —concluí—. No le conviene y además te tiene demasiado miedo.
Hablábamos mientras íbamos uno junto al otro, sin mirarnos, con voces apagadas. Caía el crepúsculo, una niebla azulada envolvía las oscuras murallas, las ramas blanquecinas de los plátanos, las casas amarillentas, la lejana perspectiva de la calle. Cuando llegamos al portal tuve por primera vez la sensación concreta de estar traicionando a Mino. Hubiera querido convencerme de que Sonzogno era uno de tantos, pero sabía que no era así. Entré en el portal, entrecerrando otra vez la puerta y allí, en la oscuridad, me volví hacia Sonzogno.
—Mira —le dije —, será mejor que te vayas.
—¿Por qué?
Quise decirle toda la verdad, a pesar del miedo que tenía:
—Porque amo a otro hombre y no quiero traicionarlo.
—¿Quién? ¿El que estaba contigo en el tranvía?
Temí por Mino y contesté apresuradamente:
—No, es otro... No lo conoces... Y ahora, haz el favor de dejarme y vete.
—¿Y si no quisiera irme?
—¿No comprendes que ciertas cosas no pueden obtenerse por la fuerza? Yo...
No pude acabar. No sé cómo, sin que en la oscuridad pudiera verlo, recibí una terrible manotada en plena cara. Después dijo:
—Anda.
Apresuradamente y con la cabeza baja fui hacia la escalera. Él me había cogido otra vez por el brazo y me sostenía en cada peldaño y casi me parecía que me levantaba del suelo y me hacía volar. La mejilla me ardía, pero, sobre todo, estaba abrumada por un sentimiento de funesto presagio. Me daba cuenta de que con aquella bofetada se interrumpía el ritmo feliz de los últimos tiempos y volvían a empezar para mí las dificultades y los temores. Se adueñó de mí una intensa desesperación y allí mismo decidí escapar de la suerte que adivinaba para el futuro. Aquel mismo día me iría de casa, me refugiaría en otro sitio, en casa de Gisella o en una habitación amueblada que pudiera alquilar.
Pensaba con tanta intensidad estas cosas que casi no me daba cuenta de que estaba entrando en casa ni de que pasaba por la antesala y entraba en mi habitación. Me encontré, casi diría que me desperté, sentada al borde de la cama, mientras Sonzogno, con aquellos gestos suyos precisos y complacidos de hombre ordenado, iba quitándose la ropa y colocaba cada cosa metódicamente sobre una silla. Se le había pasado la furia y me dijo tranquilamente:
—Hubiera querido venir antes, pero no me fue posible... Sin embargo, he pensado en ti siempre.
—¿Qué has pensado? —pregunté maquinalmente.
—Que hemos sido hechos el uno para el otro.
Se detuvo, con el chaleco en la mano y añadió en tono singular:
—Es más, había venido a proponerte algo.
—¿Qué?
—Tengo dinero... Vámonos juntos a Milán, donde cuento con bastantes amigos... Quiero montar un garaje y en Milán podremos casarnos.
Sentí como si me deshiciera y me invadió un abandono tal que cerré los ojos. Era la primera vez, desde lo de Gino, que se me hacía la propuesta de casarme, y era Sonzogno quien me la hacía. Había deseado tanto una vida normal, con un marido y unos hijos, y he aquí que ahora me la ofrecían. Pero con la normalidad reducida a una especie de envoltorio dentro del cual todo era anormal y espantoso. Dije, sin fuerza:
—¿Por qué? Apenas nos conocemos... Sólo me has visto una vez...
Él, sentándose junto a mí y cogiéndome por la cintura, contestó:
—Nadie me conoce mejor que tú... Tú lo sabes todo acerca de mí, todo.
Pensé que debía estar conmovido y que quería mostrarme que me amaba y que yo debía amarlo. Pero era simple imaginación porque nada en su actitud revelaba tal sentimiento.
—No sé nada de ti —dije en voz baja—. Sólo sé que mataste a aquel hombre.
—Además —siguió hablando consigo mismo —, estoy harto de vivir solo... Cuando uno está solo, acaba haciendo alguna tontería.
Al cabo de un rato de silencio dije:
—Así, de pronto, no puedo contestarte ni sí ni no... Dame tiempo para pensarlo.
Con gran asombro por mi parte, contestó entre dientes:
—Piénsalo, piénsalo... Después de todo, no hay prisa.
Dicho esto, se apartó de mí y siguió desnudándose.
Me había sorprendido sobre todo la frase: «Hemos sido hechos el uno para el otro», y me preguntaba por qué no iba a tener razón, al fin y al cabo. ¿A qué podía aspirar yo sino a un hombre como él? Por otra parte, ¿no era verdad que me unía a él un lazo oscuro, que yo conocía y temía? Me sorprendí repitiendo en voz baja: «¡Huir, huir!» y moviendo desoladamente la cabeza, y dije con una voz clara que me llenó la boca de saliva: