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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

La Romana (52 page)

Callé, sin saber qué decir. Mino añadió al cabo de un rato:

—Ahora, apaga la luz. Me desnudaré a oscuras... Creo que es hora de dormir.

Obedecí y él se desnudó en la oscuridad y se metió en la cama a mi lado. Me volví hacia él y quise abrazarlo, pero me rechazó sin decir una palabra y se acercó al borde volviéndome la espalda. Este gesto me llenó de amargura y me encogí a mi vez, con el ánimo entristecido, esperando el sueño. Volví a pensar en el mar y me acometió un gran deseo de morir ahogada. Pensé que sufriría sólo un instante y mi cuerpo inánime flotaría mucho tiempo de ola en ola, bajo el cielo. Las gaviotas me picotearían y los peces me morderían la espalda. Por último me hundiría, tirada por la cabeza hacia alguna corriente azul y fría que me llevaría al fondo del mar viajando durante meses y años por entre las rocas submarinas, los peces y las algas. Mucha agua límpida y salada pasaría sobre mi frente, mi pecho, mi vientre y mis piernas, llevándose lentísimamente mi carne, haciéndome cada vez más ingrávida y sutil. Y por último, una ola cualquiera, cualquier día, me arrojaría con ruido en una playa cualquiera, reducida ya a unos huesos blancos y frágiles. Me gustaba la idea de ser arrastrada al fondo del mar por los cabellos y me complacía la idea de quedar reducida a unos huesos sin forma humana, entre las piedras limpias de un guijarral. Y tal vez alguien, sin darse cuenta, caminaría sobre mis huesos reduciéndolos a un polvo blanco. Y con estos pensamientos tristes y voluptuosos finalmente me dormí.

Capítulo XI

El día siguiente, por más que me hiciera la ilusión de que el sueño y el descanso habrían modificado los sentimientos de Mino, me di cuenta en seguida de que nada había cambiado. Incluso creí notar un decidido empeoramiento. Como el día anterior, pasaba de silencios largos, lúgubres y obstinados, a una locuacidad sarcástica y desmedida acerca de cosas indiferentes, aunque en ella, como en ciertos papeles con filigrana, podía adivinarse en transparencia el mismo pensamiento dominante. El empeoramiento consistía, según creí observar, en una especie de voluntad de inercia, de apatía, de abandono, que en él, siempre activo y enérgico, era una cosa nueva y parecía denotar un alejamiento progresivo de cuanto había hecho hasta entonces. Le abrí las maletas y ordené en mi armario sus vestidos y las demás cosas. Pero cuando se trató de los libros de estudio y le propuse ponerlos provisionalmente sobre el mármol de la cómoda a lo largo del espejo, contestó:

—Déjalos en la maleta... Al fin y al cabo, ya no voy a necesitarlos.

—¿Por qué? —pregunté—. ¿Acaso no tienes que sacar el título?

—Ya no sacaré ningún título.

—¿No quieres estudiar más?

—No.

No insistí por miedo a que hablara del asunto que lo angustiaba y dejé los libros en la maleta. También noté que no se lavaba ni se afeitaba. Siempre había sido muy limpio y cuidadoso, pero se pasó aquel segundo día en mi cuarto, echado en la cama, fumando, o caminando de un lado para otro, con aire pensativo y las manos en los bolsillos. En la comida no habló con mi madre, como me había prometido. Al anochecer, dijo que iría a cenar fuera y salió solo, sin que yo me atreviera a proponerle salir con él. No sé adonde fue. Yo estaba a punto de acostarme cuando volvió y en seguida noté que había bebido. Me abrazó con gestos desmesurados y burlescos y quiso poseerme y yo tuve que aceptar, aunque me daba cuenta de que para él hacer el amor era como beber, una cosa desagradable hecha por fuerza con el único fin de cansarse y aturdirse. Se lo dije y añadí:

—Sería lo mismo que fueras con cualquier otra mujer.

Él se echó a reír y dijo:

—Es verdad, pero a ti te tengo más a mano.

Me sentí ofendida por estas palabras, y más que ofendida, dolorida por el poco o ningún afecto que dejaban adivinar.

Después, de repente, tuve una especie de inspiración y, volviéndome hacia él, le dije:

—Mira, ya sé que no soy más que una pobre muchacha cualquiera, pero intenta amarme... Te lo pido por tu bien... Si lograras amarme, estoy segura de que acabarías amándote a ti mismo.

Me miró y repitió con voz fuerte y burlona:

—Amor, amor.

Y apagó la luz dejándome en la oscuridad con los ojos abiertos, amargada, perpleja, sin saber qué pensar.

Los días siguientes no aportaron ningún cambio y las cosas siguieron del mismo modo. Mino parecía haber adoptado nuevas costumbres en vez de las antiguas y esto era todo. Antes estudiaba, iba a la Universidad, se reunía con los amigos en el café y leía. Ahora fumaba tendido en el lecho, paseaba por la habitación, me hacía los habituales discursos extraños y alusivos, se emborrachaba y hacía el amor. El cuarto día empecé a sentirme realmente desesperada. Me daba cuenta de que su dolor no disminuía y me parecía imposible seguir viviendo en el dolor. Mi cuarto, continuamente lleno de humo de los cigarrillos, parecía una fábrica de dolor que trabajaba noche y día sin un momento de descanso y el mismo aire que respiraba se había convertido para mí en una densa gelatina de tristes y obsesionantes pensamientos.

En aquellos momentos maldije más de una vez mi poquedad y mi ignorancia y el tener una madre que aún era más ignorante que yo. En las dificultades graves, el primer impulso es ir a una persona de más edad y más experta a pedir consejo. Pero yo no conocía a nadie que tuviera esas cualidades y pedir ayuda a mi madre hubiera sido como pedirla a uno de los niños que jugaban en el patio de casa. Por otra parte, no lograba penetrar en lo más hondo de su dolor, se me escapaban muchos detalles, pero poco a poco fui convenciéndome de que se atormentaba sobre todo por la idea de que todo lo que había dicho a Astarita había quedado escrito en los papeles de la Policía y se conservaba en los archivos, como perpetuo testimonio de su debilidad. Ciertas frases suyas me confirmaron en esta convicción. Así, pues, una de aquellas tardes le dije:

—Si te disgusta que hayan escrito cuanto dijiste a Astarita, él hace cualquier cosa por mí... Estoy segura de que, si se lo pido, hará desaparecer tu interrogatorio.

Me miró y preguntó con un tono singular:

—¿Qué te hace pensar eso?

—Tú mismo lo dijiste el otro día... Yo te dije que debías intentar olvidar y me contestaste que aunque tú olvidaras, la Policía no olvidaría.

—¿Y cómo harías para pedírselo?

—Es muy sencillo... Lo llamo por teléfono y voy al Ministerio.

Él no dijo ni sí, ni no. Yo insistí:

—¿Quieres que se lo pida?

—Por mí puedes hacerlo.

Salimos juntos y fuimos a telefonear. Pronto di con Astarita y le dije que tenía que hablar con él. Le pregunté si podía ir al Ministerio. Pero él, con un acento particular aunque balbuciente, replicó:

—O en tu casa o nada.

Comprendía que deseaba ser pagado por el favor que iba a pedirle y traté de evitarlo.

—En un café —propuse.

—O en tu casa o nada.

—Bien —dije entonces—en mi casa.

Y añadí que lo esperaba aquel mismo día, al anochecer.

—Sé lo que quiere —dije a Mino mientras volvíamos a casa—. Quiere hacer el amor conmigo, pero nadie ha podido obligar a una mujer a hacer el amor contra su deseo... Una vez me hizo pagar un rescate, cuando yo era aún una inexperta, pero ya no me lo hará más.

—Pero ¿por qué no quieres hacer el amor con él? —preguntó Mino distraídamente.

—Porque te amo a ti.

—Puede ser —dijo como al azar—, pero si no haces el amor con él, se negará a destruir los interrogatorios y entonces...

—Los destruirá, no lo dudes.

—Pero ¿y si no quisiera más que con esa condición?

Estábamos en la escalera. Me detuve y dije:

—Entonces haré lo que tú quieras.

Mino me cogió entonces por la cintura y dijo lentamente:

—Pues bien, lo que yo quiero es que hagas venir a Astarita y con el pretexto del amor lo lleves a tu cuarto... Yo lo esperaré detrás de la puerta y cuando entre lo mataré de un disparo... Después, lo meteremos debajo de la cama y el amor lo haremos nosotros durante toda la noche.

Por primera vez le brillaban los ojos, libres de la niebla opaca que se los había oscurecido durante todos aquellos días. Me asusté, porque me daba cuenta de que había una lógica en su propuesta y porque ya me esperaba desgracias cada vez mayores y más definitivas y aquel delito tenía todo el aspecto de poder ocurrir.

—Misericordia, Mino —exclamé—. No lo digas ni en broma.

—Ni en broma —repitió—. Es verdad, estaba bromeando.

Pensé que, al fin y al cabo, a lo mejor no había bromeado, pero me tranquilizó el pensamiento de que el revólver con el que hubiera podido actuar estaba descargado sin que él lo supiera.

—Cálmate —continué—. Astarita hará lo que yo quiera. Pero no vuelvas a hablar de ese modo, pues me has asustado.

—Ahora ya no vamos a poder ni bromear —dijo frívolamente mientras entrábamos en casa.

Cuando estuvimos en la sala noté que una repentina vacilación se había adueñado de él. Empezó a pasear de un lado para otro, con las manos en los bolsillos, como de costumbre. Pero con un movimiento diferente, más enérgico del habitual, y con una expresión en el semblante que parecía delatar una profunda y lúcida reflexión y no el acostumbrado disgusto o la apatía de siempre. Atribuí el cambio a la tranquilidad de saber que, sin duda muy pronto, los documentos comprometedores habrían sido destruidos y acogiendo una vez más la esperanza en el corazón, dije:

—Ya verás cómo todo sale bien.

Él se estremeció profundamente, me miró como si no me reconociera y repitió de un modo maquinal:

—Ya verás cómo todo sale bien.

Yo había enviado fuera de casa a mi madre con el pretexto de las compras para la cena. De pronto me sentí optimista. Pensé que realmente todo iría bien y quizá mucho mejor de lo que esperaba. Astarita haría lo que yo le pidiera, si no lo había hecho ya, y día a día Mino se alejaría de sus remordimientos, recobraría el gusto de vivir y empezaría a mirar de nuevo con confianza el futuro. Es un rasgo común a todos los hombres conformarse con sobrevivir en el tiempo de la desventura, pero cuando parece que el viento cambia, empiezan a tramar planes más lejanos y ambiciosos. Dos días antes me parecía que hubiera sido capaz de alejarme de Mino con tal de saber que era feliz, pero ahora que me hacía la ilusión de poder devolverle esa felicidad, no sólo no pensaba más en dejarlo, sino que estudiaba el modo de unirlo más a mí. Me impulsaba a maquinar estos planes no un cálculo de la inteligencia, sino un impulso oscuro de mi alma que siempre quiere esperar y no soporta mucho tiempo la mortificación y el dolor.

Me pareció que, tal como estaban las cosas, no había para nosotros más que dos soluciones: o nos separábamos o nos ligábamos para toda la vida, y como no quería siquiera pensar en la primera alternativa, se me ocurrió preguntarme si no habría algún medio de precipitar la segunda. No me gusta mentir y creo que puedo contar entre mis escasas cualidades con una sinceridad a veces incluso excesiva. Si entonces mentí a Mino, se debe al hecho de que en aquel momento no me pareció mentir, sino, por el contrario, decir la verdad. Una verdad más verdadera que la verdad misma, una verdad según el alma y no de acuerdo con los hechos materiales. Por lo demás, no pensé nada; fue, a lo sumo, una especie de inspiración.

Mino estaba paseando como de costumbre de un lado para otro y yo estaba sentada a la cabecera de la mesa. De pronto le dije:

—Oye... Párate... Tengo que decirte una cosa.

—¿Qué?

—Hace tiempo que no me sentía bien... Días pasados fui al médico... Estoy encinta.

Se detuvo, me miró y repitió:

—¿Encinta?

—Sí... y estoy absolutamente segura de que has sido tú.

Mino era inteligente y aunque no pudiera intuir que yo estaba mintiendo, comprendió en seguida y perfectamente el objeto de mi anuncio. Cogió una silla, se sentó a mi lado, me acarició afectuosamente la cara y dijo:

—Supongo que ésta debería ser una razón más, la razón por excelencia, para hacerme olvidar lo sucedido y seguir adelante, ¿no es así?

—¿Qué quieres decir? —pregunté fingiendo no entenderlo.

—Voy a convertirme en padre de familia —prosiguió—. Lo que no quería hacer por amor a ti, tendré que hacerlo, como decís las mujeres, por esa criatura.

—Haz lo que quieras —dije encogiéndome de hombros—. Te lo he dicho porque es verdad, y nada más.

—Un hijo, al fin y al cabo —prosiguió con su tono reflexivo, como pensando en voz alta—, puede ser una razón de vida.

Muchos, casi todos, no piden más. Un hijo es una buena justificación. Hasta se puede robar y matar por un hijo.

—Pero ¿quién te pide que robes ni que mates? —interrumpí, indignada—. Solamente te pido que estés contento... Si no lo estás, paciencia.

Me miró y volvió a acariciarme la mejilla con afecto:

—Si tú estás contenta, yo también lo estoy. ¿Estás contenta tú?

—Yo sí —repuse con firmeza y orgullo—. En primer lugar porque los niños me gustan y después porque lo tengo de ti.

Se echó a reír y dijo:

—Eres astuta tú...

—¿Por qué soy astuta? ¿Qué astucia hay en estar encinta?

—Ninguna... Pero tienes que reconocer que en este momento, en estas circunstancias, es un bonito golpe... Estoy encinta y por lo tanto...

—¿Por lo tanto...?

—Por lo tanto tienes que aceptar lo que has hecho —gritó de pronto con una voz muy fuerte poniéndose de pie y agitando los brazos—. ¡Tienes que vivir, vivir, vivir!

No es posible describir el tono de su voz. Experimenté una opresión atroz en el corazón y los ojos se me llenaron de lágrimas. Balbucí:

—Haz lo que quieras... Si quieres dejarme, déjame... Yo me iré de aquí.

Pareció arrepentirse de su brusquedad, se acercó a mí y me acarició otra vez diciendo:

—Perdóname... No hagas caso de lo que digo... Piensa en tu hijo y no te preocupes de mí.

Le cogí una mano y me la pasé por la cara bañándola con mis lágrimas y balbuciendo:

—Oh, Mino, ¿cómo puedo no preocuparme de ti?

Así permanecimos un rato en silencio. Él estaba de pie a mi lado, yo me apretaba su mano en la cara, la besaba y lloraba. Entonces oímos sonar el timbre de la puerta.

Mino se apartó de mí y me pareció que se ponía muy pálido, pero de momento no supe explicarme el motivo ni me preocupé de preguntárselo. Me levanté diciéndole:

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