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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

La Romana (54 page)

Hay momentos en los que parece que vamos con un sexto sentido difundido por todo el cuerpo y las tinieblas se nos hacen familiares como la luz del sol. Pero es una visión que no va más allá de los límites del contacto físico, y todo lo que yo podía ver eran nuestros dos cuerpos proyectados en la noche, como, por una negra resaca, los cuerpos de dos ahogados arrojados a un guijarral.

De pronto me encontré tendida en el lecho, con la luz de la lámpara reflejada en mi vientre desnudo. Apretaba los muslos, no sé si por frío o por vergüenza, y con ambas manos me cubría el regazo. Mino me contemplaba y dijo:

—Ahora tu vientre se hinchará... Se hinchará más cada mes y un día el dolor te obligará a abrir estas piernas que ahora cierras tan celosamente, y la cabeza del niño, ya con cabellos, se asomará, y tú lo empujarás a la luz y lo cogerán y te lo pondrán en los brazos... Y tú estarás contenta y habrá otro hombre en el mundo... Esperemos que no tenga que decir lo de Astarita.

—¿Qué?

—«Maldito sea el día que nací.»

—Astarita es un desgraciado —repuse—, pero yo estoy segura de que mi hijo será feliz y afortunado.

Después me envolví en la colcha y creo que me adormecí. Pero el nombre de Astarita había despertado en mi ánimo el sentido de angustia que había experimentado después de su partida. De pronto oí una voz desconocida que me gritaba al oído, con fuerza: «Pam, pam», como cuando se quiere imitar el ruido de dos disparos de revólver, y de un salto me senté en la cama, con un vivísimo movimiento de susto y ansiedad. La lámpara seguía encendida. Bajé de prisa del lecho y fui a la puerta para asegurarme de que estaba bien cerrada. Pero tropecé con Mino que, completamente vestido, estaba de pie junto a la puerta, fumando. Confusa, volví al lecho y me senté al borde.

—¿Qué te parece? —pregunté—. ¿Qué hará Sonzogno?

Me miró y dijo:

—¿Cómo puedo saberlo?

—Yo lo conozco —dije logrando por fin traducir en palabras la angustia que me oprimía—. No quiere decir nada que se haya dejado empujar hasta la puerta sin decir palabra... Es capaz de matarlo... ¿Qué crees?

—Eso puede pasar.

—¿Crees que lo matará?

—No me extrañaría.

—Hay que avisarle —grité levantándome y empezando a vestirme—. Estoy segura de que lo matará... ¿Por qué no lo habré pensado antes?

Seguí vistiéndome lo más rápidamente posible sin dejar de hablar de mi miedo y mi presentimiento. Mino no decía nada, fumaba y paseaba a mi alrededor. Por último, le dije:

—Voy a casa de Astarita... A esta hora suele estar en su casa... Tú espérame aquí.

—Voy contigo.

No insistí. En el fondo me gustaba que me acompañara porque me sentía tan agitada que temía encontrarme mal. Me puse el abrigo y le dije:

—Tendremos que coger un taxi... ¡Pronto!

Mino se puso el gabán y salimos.

En la calle eché a andar aprisa, casi corriendo, y Mino me seguía, cogiéndome el brazo y alargando el paso. Al poco tiempo dimos con un taxi, subí apresuradamente y di la dirección de Astarita. Era una calle en el barrio de Prasti. Yo no había ido nunca, pero sabía que no estaba lejos del Palacio de Justicia.

El taxi empezó a correr y yo, como fuera de mí, me puse a seguir la carrera, inclinada hacia delante, mirando las calles por encima del hombro del conductor. De pronto oí a Mino hablar en voz baja como consigo mismo: «¿Qué puede ser? Una serpiente ha devorado a otra serpiente». Pero no le hice caso. Cuando estuvimos delante del Palacio de Justicia, hice parar al taxi, bajé y Mino pagó. Atravesamos corriendo los jardincillos por los paseos con gravilla, entre los bancos y árboles. La calle en la que vivía Astarita se me presentó de pronto ante los ojos, larga y recta como una espada, iluminada en toda su longitud por una hilera de grandes farolas blancas. Era una calle de edificios regulares y macizos, sin tiendas, y parecía desierta. Astarita tenía un número alto, debía de estar al final. Era tanta la tranquilidad de aquella calle que dije:

—Puede que todo haya sido una imaginación mía, pero tenía que hacerlo.

Pasamos tres o cuatro de aquellos edificios y otras tantas bocacalles y después Mino dijo con voz tranquila:

—Pero debe de haber sucedido algo... Mira.

Levanté los ojos y, a no mucha distancia, vi un grupo de gente delante de uno de aquellos portales. Una hilera de personas se alineaba al borde de la acera y miraba a lo alto, hacia el cielo oscuro. Estuve inmediatamente segura de que aquél era el portal de Astarita. Eché a correr y me pareció que Mino también corría.

—¿Qué es? ¿Qué ha pasado? —pregunté jadeante a los primeros del grupo que se estrujaba frente al portal.

—No se sabe bien —contestó el individuo al que me había dirigido, un muchachote rubio, sin sombrero ni abrigo, que sujetaba por el manillar una bicicleta—. Alguien que se ha tirado por el hueco de la escalera... o lo han tirado... Los guardias han subido al tejado y andan buscando a otro.

A fuerza de codazos me abrí paso, entré en el portal, que era espacioso y bien iluminado y estaba lleno de gente. Una escalera blanca con el pasamanos de hierro forjado subía en amplia curva por encima de todas las cabezas. Cuando avanzaba, casi impelida por mi impulso interno, pude ver por encima de todos los hombros allí agolpados un espacio libre del pavimento, debajo de la escalera. Una pilastra redonda de mármol blanco sostenía una figura de bronce dorado, alada y desnuda, con un brazo en alto que sostenía una antorcha de vidrio opaco con una bombilla dentro. Precisamente debajo de la pilastra, una sábana cubría en el suelo un cuerpo humano. Todos miraban a un mismo lado y yo también miré y vi que miraban un pie calzado de negro que asomaba por el borde de la sábana. En aquel momento varias voces empezaron a gritar imperiosamente: «¡Atrás! ¡Fuera, fuera! ¡Atrás!», y me sentí empujada con violencia, junto con los demás, hasta la calle. Los dos grandes batientes del portal se cerraron inmediatamente.

Con voz apagada dije a alguien que estaba detrás de mí:

—Mino, vamos a casa.

Al mismo tiempo me volví. Y vi una cara desconocida que me miraba con extrañeza. La gente, después de haber protestado a gritos y de haber golpeado en vano el portal cerrado, se desparramaba por la calle haciendo comentarios. Otros llegaban de todas partes corriendo; dos coches y un ciclista se habían detenido a preguntar. Me puse a dar vueltas con creciente ansiedad por entre el gentío, mirando una a una todas aquellas caras, sin atreverme a decir nada. A veces, unas nucas y unas espaldas me parecían las de Mino y cuando lograba meterme dentro de los grupos veía solamente caras desconocidas que me miraban con sorpresa. La gente se agolpaba aún delante del portal. Sabían que allí había un cadáver y todavía esperaban verlo. Permanecían apretados, con caras pacientes y serias, como cuando se hace cola a la puerta de un teatro. Yo seguía dando vueltas y de pronto me di cuenta de que ya los había visto a todos y que las caras empezaban a repetirse.

En uno de los grupos me pareció oír el nombre de Astarita y me di cuenta de que no me importaba ya nada y que mi angustia se centraba ahora en Mino. Por fin me convencí de que ya no estaba allí. Debía de haberse alejado mientras yo iba hacia el portal. No sé por qué pensé que debería haber esperado aquella huida y me sorprendió no haberlo pensado antes. Reuní todas mis fuerzas y me arrastré hasta la plaza, tomé un taxi y di la dirección de mi casa. Pensaba que Mino podía haberme perdido y que habría vuelto a casa. Pero estaba casi segura de que no era así.

No estaba en casa ni vino por la noche ni el día siguiente. Permanecí encerrada en mi cuarto, dominada por un malestar ansioso tan profundo que me temblaba todo el cuerpo. Pero no tenía fiebre; era como si viviera fuera de mí misma, en un aire anormal y excesivo en el que cada visión, cada rumor o cada contacto me hacían daño y me hacían desfallecer. Nada podía distraerme del pensamiento de Mino, ni siquiera las detalladas descripciones del nuevo delito de Sonzogno que llenaban todos los periódicos que mi madre me había traído.

El crimen llevaba la señal inconfundible de Sonzogno. Tal vez habían luchado un momento en el rellano, delante de la puerta del piso de Astarita, y después Sonzogno había lanzado a Astarita contra el pasamanos y lo había levantado arrojándolo por el hueco de la escalera. Esta crueldad era excesivamente expresiva: ningún otro que no fuera Sonzogno habría pensado en matar a un hombre de aquella manera. Pero, como he dicho, yo no tenía más que un pensamiento y ni siquiera consiguieron interesarme las noticias que contaban que más tarde, a altas horas de la noche, Sonzogno había sido muerto a balazos mientras escapaba por los tejados como un gato.

Sentía una especie de náusea por cualquier ocupación, cualquier distracción o simplemente cualquier pensamiento que no se refiriera a Mino, y al mismo tiempo, pensar en Mino me llenaba de angustia incontenible. Dos o tres veces pensé en Astarita y, recordando su amor por mí y su melancolía, experimenté un fuerte sentimiento impotente de piedad por él y me dije que si no me hubiera sentido tan ansiosa por Mino, habría rezado por su alma a la que nunca había sonreído una luz y que había sido separada del cuerpo de aquella manera tan prematura y tan inhumana.

Así pasé todo aquel primer día, toda la noche y todo el día siguiente y la noche que siguió. Estaba echada en la cama o sentada en la butaca a los pies del lecho. Apretaba fuertemente entre las manos una chaqueta de Mino que había encontrado en el perchero y de vez en cuando la besaba con pasión o la mordía para frenar mi inquietud. Y cuando mi madre me obligó a comer algo, manejaba el cubierto con una mano y con la otra seguía apretando convulsivamente la chaqueta. Mi madre quiso meterme en cama la segunda noche y yo me dejé desnudar pasivamente. Pero cuando quiso quitarme la chaqueta de las manos dejé escapar un grito agudísimo y mi madre se asustó mucho. Ella no sabía nada, pero más o menos había comprendido que mi desesperación se debía a la ausencia de Mino.

El tercer día conseguí hacerme una idea a la que me aferré tenazmente toda la mañana aunque, oscuramente, sintiera su falta de fundamento. Pensé que Mino se habría asustado al saber que yo estaba encinta, que habría querido sustraerse a las obligaciones que imponía mi estado y que seguramente habría ido a su casa, en provincias. Era una fea suposición, pero prefería imaginarlo cobarde antes de aceptar otras hipótesis que no podía menos de formularme acerca de su fuga. Eran hipótesis tristísimas que me parecían sugeridas por las circunstancias que habían acompañado su desaparición.

Aquel mismo día, a eso de las doce, mi madre entró en mi cuarto y puso una carta sobre mi cama. Reconocí la letra de Mino y no pude reprimir un movimiento de júbilo. Esperé que mi madre hubiera salido y que mi turbación hubiese pasado. Después abrí la carta y leí:

Queridísima Adriana,
Cuando recibas esta carta ya habré muerto. Cuando he abierto el revólver y he visto que estaba descargado, he comprendido que habías sido tú y he pensado en ti con gran afecto. ¡Pobre Adriana! Tú no conoces las armas y no sabías que había una bala en el cañón. Y el hecho de que no lo hayas descubierto me ha confirmado en mi propósito. Además, hay muchas maneras de matarse. Como ya te dije, no puedo aceptar lo que he hecho. Estos últimos días me he dado cuenta de que te amo, pero si fuera lógico debería odiarte; porque todo lo que odio en mí y me ha sido revelado en mi interrogatorio, lo eres tú en sumo grado. En realidad, en aquel momento cayó el personaje que debería haber sido y fui sólo el hombre que soy. No hubo ni cobardía ni traición; sólo una misteriosa interrupción de la voluntad. Quizá no tan misteriosa, pero esto me llevaría demasiado lejos. Baste decir que, al matarme, vuelvo a dejar las cosas en el orden que deben tener.
No temas, no te odio; por el contrario, te quiero tanto que sólo pensar en ti me basta para reconciliarme con la vida. Si hubiera sido posible, habría vivido, me habría casado contigo y hubiéramos sido, como tú dices a menudo, muy felices juntos. Pero no es posible.
He pensado en el hijo que va a nacer y he escrito en este sentido dos cartas, una a mi familia y otra a un abogado amigo mío. En fin de cuentas, son buena gente y aunque no podamos hacernos ilusiones acerca de sus sentimientos para contigo, estoy convencido de que cumplirán con su deber. En el caso improbable de que se negaran, no debes vacilar en acudir a la ley. Ese abogado amigo mío irá a verte y puedes fiarte de él.
Piensa alguna vez en mí. Un abrazo de tu Mino.
P.D.
El nombre de mi amigo abogado es Francesco Lauro. Su dirección: calle Cola di Rienzo, 3.

Leída la carta, me eché en cama, oculté mi cabeza entre sábanas y lloré a más no poder. No puedo decir cuánto tiempo lloré. Cada vez que me parecía acabar, una amarga y violenta herida, un desgarrón, se producía en mi pecho y estallaba en nuevos sollozos. No gritaba, aunque tenía ganas, porque temía llamar la atención de mi madre. Lloraba en silencio y sentía que era la última vez que lloraría en mi vida. Lloraba a Mino, a mí misma, a todo mi pasado y todo mi porvenir.

Por fin, sin dejar de llorar, me levanté, y aturdida, mareada, con los ojos nublados por las lágrimas, me vestí apresuradamente. Me lavé los ojos con agua fría, me maquillé lo mejor que pude la cara roja e hinchada y salí a escondidas, sin avisar a mi madre.

Corrí a la comisaría del barrio y pedí ser recibida inmediatamente por el comisario. Escuchó mi historia y dijo con aire escéptico:

—Realmente, no tenemos ninguna noticia... Verás como lo ha pensado mejor.

Yo deseaba que tuviera razón. Pero al mismo tiempo, no sé por qué razón, sentí una gran irritación contra él.

—Usted habla así porque no lo conoce —dije con aspereza—. Cree que todos son como usted.

—Pero, en resumen —dijo—, ¿lo quieres vivo o muerto? —¡Quiero que viva! —grité—. Quiero que viva, pero tengo miedo a que haya muerto...

Pensó un momento y por fin dijo:

—Cálmate... Cuando escribió esa carta tal vez quería matarse de veras, pero después puede haberse arrepentido... Es humano... A todos puede sucedernos.

—Sí, es humano —balbucí sin saber qué estaba diciendo.

—De todos modos, vuelve esta tarde —concluyó—. Esta tarde podré decirte algo más.

Desde la comisaría fui a una iglesia. Era la misma iglesia en la que me habían bautizado y donde había recibido la confirmación y la primera comunión. Una iglesia muy antigua, larga y desnuda, con dos hileras de columnas de piedra tosca y un pavimento de lajas grises lleno de polvo. Pero al otro lado de las columnas, en la oscuridad de las naves laterales, se abrían unas capillas muy ricas y doradas, semejantes a grutas profundas llenas de tesoros. Una de aquellas capillas estaba dedicada a la Virgen. Me arrodillé en aquella oscuridad, sobre el suelo, ante la barandilla de bronce que cerraba la capilla. La Virgen estaba pintada en un gran cuadro oscuro, detrás de muchos jarrones llenos de flores. Tenía al niño en brazos, y a los pies, arrodillado y con las manos juntas, un santo con hábito de fraile en adoración. Me incliné hasta el suelo y golpeé con fuerza la frente en las lajas del pavimento.

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