—Estoy convencida de que, a más tardar, el domingo vendrán a detenerme y llevarme a la cárcel.
—¿A la cárcel? ¿Qué diablos estás diciendo? Su rostro y su voz se alteraron y comprendí que temía por sí mismo. Tal vez pensaba que lo había denunciado o comprometido de alguna manera, revelando a alguien su actividad política. Sonreí de nuevo y seguí:
—No temas... No es nada que tenga que ver contigo, ni siquiera de lejos.
—No temo —corrigió apresuradamente—, pero no te entiendo... ¿Por qué van a llevarte a la cárcel?
—Cierra la puerta y siéntate aquí —le dije indicándole el canapé.
Fue a cerrar la puerta y se sentó a mi lado. Entonces, con mucha calma, le conté toda la historia de la polvera, incluida mi confesión. Me escuchaba con la cabeza baja, sin mirarme, mordiéndose las uñas, lo que era en él una señal de interés. Por último, concluí:
—Estoy segura de que ese sacerdote me jugará una mala partida... ¿Qué dices tú?
Movió la cabeza y repuso, sin mirarme de frente, con los ojos fijos en los cristales de color de la ventana:
—No debería... Y desde luego no creo que lo haga... No es una razón que un sacerdote sea feo, para hacer una cosa así.
—Tendrías que verlo —interrumpí con vivacidad.
—Monstruoso tendría que ser para hacer una cosa semejante... pero también es verdad que todo es posible —añadió apresuradamente, sonriendo.
—Así, pues, te parece que no debo temer nada.
—Eso es... Además, no puedes hacer nada, ya que no depende de ti.
—¡Bonita manera de hablar! Se tiene miedo porque sí, porque es más fuerte que uno.
De pronto tuvo uno de sus gestos afectuosos. Me puso una mano en el cuello, me lo sacudió un poco riendo y dijo:
—Pero tú no tienes miedo, ¿verdad?
—Sí, lo tengo.
—No tienes miedo porque eres una mujer valiente.
—Te aseguro de que he tenido un miedo terrible. He estado en casa, sin salir durante dos días.
—Sí, pero después has venido a mí y me lo has contado todo con la mayor tranquilidad. Tú no sabes qué es tener miedo.
—¿Y qué tenía que hacer? —pregunté sonriendo a pesar mío—. No voy a ponerme a gritar por el miedo.
—Tú no tienes miedo.
Siguió una pausa. Después me preguntó con un acento especial que me sorprendió:
—Y ese amigo tuyo, llamémosle así, Sonzogno, ¿qué clase de tipo es?
—Uno de tantos —dije distraídamente. En aquel momento no encontraba nada que decir sobre Sonzogno.
—¿Pero cómo es? Descríbelo.
—¿Es que piensas denunciarlo? —pregunté riendo—. Acuérdate de que yo también iría a la cárcel. Y añadí:
—Es rubio, pequeño, ancho de espaldas, con una cara pálida y ojos azules... Nada de especial... Lo único notable en él es que es muy fuerte.
—¿Muy fuerte?
—No te lo parece a primera vista, pero después, si le tocas los brazos, parecen de hierro.
Y viendo que escuchaba con interés le conté la historia del incidente con Gino. Él no la comentó, pero al final preguntó:
—¿Y tú crees que Sonzogno premeditó su delito... es decir, que lo preparó y después lo ejecutó fríamente?
—¡No creo! —respondí—. Ése nunca premedita nada. Un instante antes de derribar a Gino por tierra con aquel puñetazo, seguramente ni siquiera pensaba en tal cosa... y lo mismo pasaría con el orífice.
—Entonces, ¿por qué lo hizo?
—Pues ¡quién sabe! Porque es más fuerte que él, como un tigre que lleva dentro. Ahora es bueno y al minuto te da un zarpazo, ni él sabe por qué.
Le conté entonces toda la historia de mis relaciones con Sonzogno, y cómo me pegó en la oscuridad y me amenazó con matarme, y concluí:
—No lo piensa. De pronto, lo domina una fuerza más poderosa que su voluntad, y entonces, lo mejor es estar lejos de él... Estoy segura de que había ido al platero a venderle la polvera... después, el otro lo insultó y Sonzogno le dio muerte.
—Bien, una especie de bestia.
—Llámalo como te parezca...
Y añadí, tratando de explicarme a mí misma el sentimiento que me inspiraba la furia homicida de Sonzogno:
—Debe ser un impulso semejante al que me empuja a amarte. ¿Por qué te amo? Sólo Dios lo sabe... ¿Pues por qué a Sonzogno le viene a veces el ímpetu de matar? Tampoco lo sabe nadie, sino Dios... Creo que no hay nada que explicar en casos así.
Giacomo reflexionaba. Después, levantó la cabeza y me preguntó:
—¿Y qué impulso crees que siento hacia ti? ¿Crees que siento el impulso de amarte?
Sentí un horrible temor de oírle decir que no me amaba. Y le tapé la boca con la mano, suplicando:
—Por favor, no me digas nada de lo que sientes por mí.
—¿Y por qué?
—Porque no quiero saberlo. No sé qué sientes por mí, ni quiero saberlo... Me basta con amarte.
Movió la cabeza y dijo:
—Haces mal en amarme. Deberías amar a un hombre como Sonzogno.
Me sorprendió:
—¿Qué estás diciendo? ¿Un delincuente?
—Aunque sea un delincuente... Pero siente los impulsos que has dicho... Ese Sonzogno, lo mismo que tiene impulsos para matar, estoy seguro de que los tendrá para amar, así, sencillamente, sin tantas historias. En cambio, yo...
No le dejé concluir y protesté:
—Tú no puedes compararte con Sonzogno. Tú eres lo que eres; él es un delincuente, un monstruo, y además, no es verdad que podría tener el impulso de amar... Un hombre así no puede amar, para él no es más que una satisfacción de los sentidos. Yo, o cualquier otra, es lo mismo.
No parecía convencido, pero no dijo nada. Aproveché aquel momento de silencio y extendiendo la mano metí los dedos bajo la manga de su camisa, tratando de subir por su brazo.
—Mino —le dije, y se turbó.
—¿Por qué me llamas Mino?
—Es el diminutivo de Giacomo... ¿No puedo?
—No, no es eso... Puedes... Sólo que es el nombre con que me llaman en la familia, eso es todo.
—¿Te llama así tu madre? —le pregunté, dejándole el brazo e introduciendo la mano entre la abertura de su camisa para acariciarle el pecho desnudo.
—Sí, mi madre me llama así —confirmó con algo de impaciencia.
Y al cabo de un rato, con un tono de voz especial, entre desdeñoso y sarcástico, añadió:
—Y no es lo único que tú dices y dice también mi madre. En el fondo tenéis la misma opinión sobre casi todo.
—¿Por ejemplo...? —pregunté.
Estaba turbada y casi no le escuchaba. Le había desabrochado la camisa y con la mano intentaba llegar a su espalda delgada y graciosa de muchacho.
—Por ejemplo —respondió —, cuando te conté que me había metido en política, exclamaste con voz asustada: «Eso está prohibido. Es peligroso...» Pues bien, lo mismo y con la misma voz hubiera dicho mi madre.
Me sentía halagada por la idea de parecerme a su madre, ante todo porque era su madre y después porque sabía que era una señora.
—¡Qué tonto eres! —dije con ternura—. ¿Qué hay en eso de malo? Quieres decir que tu madre te quiere y que yo te quiero...
Es verdad que meterse en política es peligroso... A un joven lo arrestaron y ya lleva dos años dentro... ¿Y para qué? Al fin y al cabo, los otros son más fuertes y en cuanto te mueves te meten en chirona. Yo creo que sin política puede vivirse muy bien.
—¡Mi madre, mi madre! —gritó jubiloso y burlón—. Exactamente lo que dice mi madre.
—No sé lo que dice tu madre —contesté—. Pero lo que diga lo dirá por tu bien, desde luego. Deberías dejar la política... Al fin y al cabo no eres un político de profesión. Eres un estudiante y los estudiantes deben estudiar.
—Estudiar, sacar el título y conseguir una posición —murmuró, como hablando consigo mismo.
No le contesté, pero acercando mi rostro al suyo, le ofrecí los labios. Nos besamos y nos separamos y él pareció arrepentido de haberme besado y me miró con aire mortificado y hostil. Temí haberlo ofendido interrumpiendo con mi beso su discurso sobre la política y añadí apresuradamente:
—Pero puedes hacer lo que quieras. No me meto en tus cosas, y si quieres, ya que estoy aquí, puedes darme el paquete y lo ocultaré, como dijimos.
—No, no —respondió con vivacidad—. Por favor, ya no se trata de eso... Y además, con tu amistad con Astarita, si te lo encuentra...
—¿Por qué? ¿Es tan peligroso Astarita?
—Es de los peores —respondió seriamente.
Sentí no sé qué deseo malicioso de punzarle su amor propio. Pero sin malicia, afectuosamente.
—En el fondo —observé con suavidad— nunca tuviste la intención de confiarme ese paquete.
—¿Y por qué iba a hablarte de él, entonces?
—Bueno, perdóname... No te ofendas, pero creo que me hablaste de eso para presumir en mi presencia, para demostrarme que te dedicabas en serio a cosas prohibidas y peligrosas.
Se irritó y comprendí que había dado en el blanco.
—¡Qué tonterías! —exclamó—. Realmente eres una estúpida.
Pero después, calmándose de pronto, preguntó con desconfianza:
—¿Por qué? ¿Qué es lo que te hace pensar así?
—¡Qué sé yo! —respondí sonriendo—. Todo tu modo de actuar... Quizá tú mismo no te das cuenta, pero en realidad no das la impresión de obrar en serio.
Tuvo una mueca burlona, como dirigida contra sí mismo:
—Pues son cosas muy serias —dijo.
Se puso de pie y tendiendo los brazos enjutos, recitó con énfasis en tono de falsete:
—Las armas, ¡ah!, las armas... Combatiré yo solo, sucumbiré yo solo.
Agitaba los brazos y las piernas, era cómico y casi parecía una marioneta. Pregunté:
—¿Qué significa eso?
—Nada —contestó—. Es un verso.
Y de una manera extraña pareció pasar de la excitación a un abatimiento repentino, oscuro y meditabundo. Se sentó de nuevo y dijo con sinceridad:
—Ya ves, actúo tan en serio que espero ser detenido de veras, entonces demostraré a todos si actúo en serio o no.
No dije nada, pero acariciándole la cara, se la cogí entre las manos y susurré:
—¡Qué bellos ojos tienes!
Y era verdad. Sus ojos eran realmente muy bellos, dulces y grandes, de intensa e ingenua expresión. Se turbó otra vez y la barbilla empezó a temblarle. Murmuré:
—¿Por qué no vamos a tu habitación?
—¡Ni pensarlo! Está junto a la de la viuda y esa mujer está todo el día en su cuarto, con la puerta abierta para espiar lo que ocurre en el pasillo...
—Entonces, vamos a mi casa.
—Es demasiado tarde. Vives muy lejos y dentro de poco han de venir unos amigos míos.
—Entonces, aquí.
—¡Estás loca!
—Confiesa, más bien, que tienes miedo —insistí—. No tienes miedo de hacer propaganda política, por lo menos eso dices. Pero tienes miedo de que te sorprendan en este cuarto con la mujer que te ama. ¿Qué puede suceder, en fin de cuentas? Que la viuda te eche de casa y que tengas que buscarte otra habitación.
Sabía que llevándolo al terreno del orgullo se obtenía todo de él, y de pronto, pareció convencido. En realidad, debía de estar sintiendo un deseo por lo menos tan fuerte como el mío.
—¡Estás loca! —repitió—. Además, puede ser más molesto que a uno le echen de aquí que ser arrestado. ¿Y puedes decirme dónde vamos a ponernos?
—En el suelo —dije en voz baja y con intenso afecto—. Ven y verás cómo se hace.
Parecía tan trastornado que no era capaz de decir nada. Me levanté del canapé y, sin prisa, me eché en el suelo. El pavimento estaba cubierto por una alfombra y en el centro estaba la mesa con el florero. Me tendí sobre la alfombra, con la cabeza y el pecho debajo de la mesa y después atraje a Mino por un brazo obligándolo, un poco a la fuerza, a tenderse sobre mí. Eché la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos, y el viejo olor de polvo y pelusa de la alfombra me pareció bueno y embriagador, como si me hubiera tendido en un campo en primavera y aquel aroma fuese el de las flores y de las hierbas y no el de una lana sucia. Mino estaba sobre mí y su peso me hacía sentir la dureza deliciosa del suelo. Estaba contenta de que él no la sintiera y de que mi cuerpo le sirviera de lecho. Después sentí que me besaba en el cuello y en las mejillas y esto me produjo un enorme gozo, porque nunca lo hacía. Volví a abrir los ojos. Mi cara estaba inclinada hacia un hombro, con la mejilla sobre la superficie tosca de la alfombra, y podía ver un amplio espacio de mosaico brillante y, al fondo, la parte inferior de los batientes de la puerta. Suspiré profundamente y cerré los ojos.
El primero en levantarse fue Mino. Yo permanecí todavía un buen rato como me había dejado, con un brazo sobre el rostro, boca arriba, con la falda levantada y las piernas abiertas. Me sentía dichosa y como anulada de mi felicidad y estaba segura de que podría permanecer mucho tiempo así, con la grata dureza del suelo bajo la espalda, con aquel olor de polvo y de pelusa en la nariz. Es posible que hasta me durmiera un instante con un sueño levísimo y arrebatado, y me pareció soñar que me hallaba de veras en un prado florido, tendida en la hierba; y que en vez de la mesa, sobre mi cabeza estaba el cielo lleno de sol.
Mino debió pensar que me encontraba mal, porque sentí que me sacudía levemente, diciéndome en voz baja:
—¿Qué te pasa? ¿Qué haces? Levántate... A duras penas retiré mi brazo, salí de bajo la mesa y me puse de pie. Estaba contenta y sonreía. Mino, apoyado en el aparador, doblado sobre sí mismo, jadeando todavía, me miraba en silencio, con expresión hostil y extraviada.
—No quiero volver a verte —dijo por fin.
Al mismo tiempo, su cuerpo inclinado tuvo un extraño estremecimiento involuntario, como un muñeco al que se le rompe un resorte.
—¿Por qué? —sonreí—. Nos queremos... Volveremos a vernos.
Acercándome a él le hice una caricia, pero apartó de mí su rostro blanco y trémulo y repitió:
—No quiero volver a verte.
Yo sabía que esta hostilidad se debía sobre todo a la amargura de haber cedido. No se resignaba a amarme sin un gran resentimiento y sin que le remordiera el hacerlo. Como quien se decide a hacer algo que no debe pensando que no debiera hacerlo. Pero estaba segura de que su mal humor no duraría mucho y que su deseo de tenerme, por combatido y odiado que fuera, sería en definitiva más fuerte que su extraña aspiración a la castidad. Así, pues, no hice caso de sus palabras y recordando la corbata que le había comprado, fui a una mesita sobre la que había dejado al entrar mi bolso y los guantes. Mientras caminaba, le dije: