Y entonces, la puerta que yo había cerrado con llave y que en mi precipitación me había olvidado de volver a abrir le reveló mi subterfugio.
—Tenías miedo de que me escapara —murmuró mientras yo, confusa, buscaba la llave en el bolso.
Cogió la llave de mi mano y abrió la puerta, moviendo la cabeza y mirándome con un severo afecto muy suyo. El corazón se me llenó de alegría y corrí tras él escaleras abajo, cogiéndolo por el brazo y preguntándole:
—No lo has tomado a mal, ¿verdad?
Él no contestó.
Una vez en la calle, paseamos bajo el sol, cogidos del brazo, a lo largo de los portales y de las tiendas. Me sentía tan feliz a su lado que olvidé todos mis juramentos y cuando pasamos ante la villa de la torre, fue como si alguien me hubiera cogido la mano y me la hubiera llevado a estrechar la suya. Al mismo tiempo me di cuenta de que me adelantaba para verle mejor la cara y decía:
—¿Sabes que estoy muy contenta de verte?
Él hizo su habitual mueca embarazada y respondió:
—También yo estoy contento.
Pero lo hizo con un tono que no me pareció desde luego el de la satisfacción.
Me mordí los labios hasta hacérmelos sangrar y liberé mis dedos de los suyos. Él no pareció darse cuenta. Miraba a un lado y a otro, como distraído. Pero en la puerta de la muralla se detuvo y dijo con voz reticente:
—Oye, tengo que decirte una cosa.
—Dime.
—Realmente ha sido casual que haya ido a tu casa, y por la misma casualidad resulta que estoy sin un céntimo encima, así que será mejor que nos separemos.
Y diciendo esto me tendió la mano.
Tuve un susto enorme. Pensé que me dejaba y, en mi confusión, no vi otro remedio que cogerme a su cuello llorando y suplicándole. Pero al mismo tiempo, el pretexto que aducía para marcharse, me hizo entrever una fácil solución y mi sentimiento cambió en el acto. Pensé que podría pagarle la comida y hasta me gustó la idea de pagar por él de la misma manera que tantos pagaban por mí.
He hablado ya del placer sensual que sentía cada vez que recibía dinero. Ahora descubría que el placer de darlo podía ser igual. Y que la mezcla de amor y dinero, sea recibido o dado, no es sólo una simple cuestión de «toma y daca». Exclamé impetuosamente:
—No pienses siquiera en eso... Pagaré yo... Mira, tengo dinero.
Y abrí el bolso, mostrándole algunos billetes que había metido la tarde anterior.
Él repuso con un leve matiz de desilusión:
—Pero no puede ser...
—¿Qué importa eso? Has vuelto y es justo que celebremos tu regreso.
—No, no... es mejor que no.
Hizo otra vez el gesto de estrecharme la mano y marcharse. Esta vez lo cogí por un brazo, diciéndole:
—Vamos, no hablemos más del asunto.
Y me dirigí al restaurante.
Nos sentamos a la misma mesa de la primera vez y todo estaba como entonces salvo un rayo de sol invernal que entraba por los cristales de la puerta y daba en las mesitas del fondo y en la pared. El dueño nos trajo la carta y yo pedí lo que deseaba con un tono seguro y protector, como hacían mis amantes conmigo. Giacomo guardaba silencio mientras yo daba las órdenes mirando el suelo. Me había olvidado del vino porque yo no bebo, pero recordé que Giacomo había bebido la otra vez y volví a llamar al dueño para pedirle un litro.
Apenas el dueño se hubo alejado, abrí el bolso, saqué un billete de cien liras, lo doblé en cuatro y se lo tendí por debajo de la mesa.
Él me miró interrogadoramente.
—El dinero —le dije en voz baja—. Así después podrás pagar.
—Ah, el dinero —repuso lentamente.
Cogió el billete, lo desdobló sobre la mesa, lo miró, volvió a doblarlo y lo metió de nuevo en mi bolso, todo ello con una serenidad un poco irónica.
—¿Quieres que pague yo? —pregunté desconcertada.
—No, pagaré yo —contestó, tranquilamente.
—Pero entonces, ¿por qué me has dicho que estabas sin dinero?
Vaciló y después dijo con amarga sinceridad:
—No he ido a verte por casualidad. La verdad es que hace ya casi un mes que pienso ir, pero siempre, al llegar ante tu casa, me venían ganas de irme... Ahora, me ha ocurrido lo mismo y por eso te he dicho que estaba sin dinero esperando que tú me mandarías al diablo.
Sonrió y se pasó una mano por la barbilla:
—Por lo visto, me había equivocado.
Así, pues, había hecho conmigo una especie de experimento. Y no quería saber de mí, o mejor dicho, en su ánimo la atracción hacia mí luchaba con una aversión por lo menos igual de fuerte. Más adelante, yo tenía que reconocer en esta facultad de fingir papeles insinceros con objeto de experimento uno de sus caracteres principales. Pero en aquel momento me sentí turbada, sin saber si debía alegrarme o dolerme de su engaño y de su derrota, y le pregunté maquinalmente:
—Pero ¿por qué querías irte?
—Porque me había dado cuenta de que no sentía nada por ti, o mejor dicho, únicamente un deseo como el que pudiera sentir aquel amigo mío por tu compañera.
—¿Sabes que viven juntos? —dije.
—Sí —contestó con desprecio—. Verdaderamente están hechos el uno para el otro.
—No sentías nada por mí —repuse— y no querías venir, pero has venido.
En la desilusión ya prevista de mi amor, me producía cierto placer hacerle observar su inconsecuencia.
—Sí —contestó—, porque soy lo que suele llamarse un carácter débil.
—Bien, has venido y esto me basta —dije con crueldad.
Tendí la mano por debajo de la mesa y la puse sobre su rodilla. Entre tanto, lo miraba y al sentir aquel contacto vi que se turbaba y le temblaba la barbilla. Sentí placer al verlo turbado y comprendí que aunque me deseaba bastante, como acababa de confesar al decirme que durante un mes había pensado venir a verme, había toda una parte de su ser que me era hostil, y contra aquella parte debía disponer mis esfuerzos a fin de humillarla y destruirla. Recordé aquella mirada suya sobre mi espalda desnuda la primera vez que estuvimos juntos y me dije que aquel día había hecho mal en dejarme helar por aquella mirada y que, si hubiera persistido en mis intentos de seducción, también aquella mirada se hubiese apagado de la misma manera que ahora caía y se apagaba claramente la convulsa dignidad de su rostro.
Inclinada contra la mesa, como si fuera a hablarle en voz muy baja, lo acariciaba y al mismo tiempo espiaba con una mirada, que sentía alegre y complacida, el efecto en su cara de mi caricia. Giacomo me miraba con aire ofendido e interrogador, con aquellos ojos suyos enormes y negros, brillantes, de largas pestañas femeninas. Por último, dijo:
—Si te basta con gustarme de este modo, puedes seguir todo lo que quieras...
Me erguí de golpe. Y casi en aquel mismo momento el dueño del restaurante puso sobre la mesa los platos servidos. Nos pusimos a comer en silencio, los dos sin apetito. Después él siguió:
—En tu lugar intentaría hacerme beber.
—¿Por qué?
—Porque cuando estoy borracho hago con más facilidad lo que quieren los demás.
Su frase «Si te basta con gustarme de este modo...» me había ofendido ya, y aquellas palabras sobre el vino me convencieron de la inutilidad de mis esfuerzos. Desesperada, dije:
—Quiero que hagas únicamente lo que desees hacer... Si quieres irte, vete... Ahí tienes la puerta.
—Para irme —dijo con tono burlón— tendría que estar seguro de desearlo.
—¿Quieres que me vaya yo?
Nos miramos. En mi dolor, estaba decidida, y esta decisión pareció turbarlo tanto como las caricias de un momento antes. Con un esfuerzo dijo:
—No, quédate.
Seguimos comiendo en silencio. Después le vi servirse un gran vaso de vino y vaciarlo de un trago.
—Ya lo ves —dijo—. Estoy bebiendo.
—Ya lo veo.
—Dentro de poco estaré borracho y entonces tal vez te haré una declaración de amor.
Sus palabras me traspasaban el corazón. Creí que no podría seguir sufriendo de aquel modo y le dije con humildad:
—Deja de atormentarme, por favor.
—¿Acaso te atormento?
—Sí, te burlas de mí... Ahora no te pido más que me dejes, que no te ocupes de mí. Me he encaprichado de ti, pero ya se me pasará... Entre tanto déjame en paz.
No dijo nada y bebió un segundo vaso de vino. Temí haberle ofendido y le pregunté:
—¿Qué tienes? ¿No me dirás que estás enfadado conmigo?
—¿Yo? ¡Al contrario!
—Si te divierte tomarme el pelo, sigue... He hablado por hablar.
—Pero yo no te tomo el pelo.
—Y si te gusta decirme cosas desagradables —insistí invadida por no sé qué deseo de mostrarme sumisa, sin más cálculos ni maniobras, hasta la abyección— puedes decirlas... Te querré lo mismo y aún más... Si me pegaras, besaría la mano con que me hubieras pegado.
Él me miraba con atención. Parecía enormemente confuso. Evidentemente mi pasión lo desconcertaba. Por fin, dijo:
—¿Nos vamos?
—¿A dónde?
—A tu casa.
Yo estaba tan desesperada que casi había olvidado el motivo de mi desesperación, y esta invitación suya tan inesperada, cuando apenas acabábamos de comer el primer plato y la mitad del vino estaba aún en la jarra, me asombró más que causarme placer. Pensé, con razón, que no era el amor sino el embarazo que le inspiraban mis palabras lo que le impulsaba a interrumpir la comida y dije:
—No ves la hora de acabar para siempre conmigo, ¿no es así?
—¿Cómo lo has hecho para comprenderlo tan pronto? —preguntó.
Pero esta respuesta, demasiado cruel para ser verdad, me tranquilizó inexplicablemente. Repliqué bajando los ojos:
—Verás, ciertas cosas se comprenden en seguida. Acabemos de comer y después iremos.
—Como quieras, pero me emborracharé.
—Emborráchate, si quieres... Por mí...
—Pero me emborracharé hasta ponerme malo, y entonces, en vez de un amante, te encontrarás con un enfermo.
Caí en la ingenuidad de mostrar mi temor y tendí la mano a la jarra diciendo:
—Entonces no bebas.
Él estalló en una carcajada:
—¡Caíste!
—¿Caí por qué?
—No tengas miedo... No me pongo enfermo tan fácilmente.
—Lo he hecho por ti —dije humillada.
—Por mí... ¡Oh, oh!
Seguía hiriéndome. Pero aun en aquellas burlas subsistía la gentileza que le caracterizaba, y por esto sus palabras no me disgustaban del todo.
—¿Y tú por qué no bebes también? —me preguntó.
—No me gusta... Y después, a mí me basta un vaso para embriagarme.
—¿Y qué importa? Seremos dos los borrachos.
—Pero una mujer borracha es horrible... No quiero que me veas así.
—¿Por qué? ¿Qué tiene de horrible?
—No sé... es feo ver a una mujer tambaleándose, diciendo tonterías y haciendo gestos indecentes. Es una cosa triste... Yo soy una desgraciada, lo sé, y sé que tú piensas de mí que soy una desgraciada... pero si bebiera y me vieses borracha, no volverías a mirarme a la cara.
—¿Y si yo te ordenara beber?
—Realmente quieres verme envilecida —dije reflexivamente—. Lo único bueno que tengo es que no me falta gracia... ¿Quieres que pierda esa cualidad?
—Sí, lo quiero —contestó él enfáticamente.
—No sé qué gusto puedes encontrar en eso, pero si te gusta dame vino.
Y le tendí el vaso.
Miró el vaso, me miró a mí y volvió a reírse.
—He bromeado —dijo.
—Tú siempre bromeas.
—De manera que no te falta gracia, ¿eh? —dijo al cabo de un rato mirándome con atención.
—Por lo menos eso dicen.
—¿Y crees que también yo lo pienso?
—¿Qué sé yo lo que piensas?
—Veamos... ¿Qué crees que pienso y siento por ti?
—No lo sé —repuse lentamente y llena de miedo—. Desde luego, no me quieres como te quiero yo... Tal vez te gusto, así, como puede gustar una mujer a un hombre cuando no es fea.
—Ah, entonces piensas que no eres fea...
—Eso sí —dije con orgullo— incluso creo que soy hermosa, aunque, ¿para qué me sirve mi belleza?
—La belleza no debe servir para nada.
Entre tanto habíamos acabado de comer y vaciamos casi dos jarras.
—Como ves —dijo—, he bebido y no estoy borracho. Pero sus ojos brillantes y la agitación de sus manos me pareció que contradecían sus palabras. Lo miré, tal vez con esperanza. Giacomo añadió:
—Quieres ir a casa, ¿eh? Venus toda entera y la presa ya en el cepo.
—¿Qué dices?
—Nada, es un verso que he traducido para la ocasión... ¡Eh, mozo!
Giacomo se mostraba siempre un poco enfático, pero de un modo burlesco. Y burlescamente interpeló al dueño del restaurante para saber cuánto tenía que pagar y le dejó el dinero debajo de las narices añadiendo una propina excesiva y diciendo:
—Esto es para usted.
Después bebió el vino que quedaba y se reunió conmigo en la puerta.
En la calle sentí una gran prisa de estar en casa. Sabía que había vuelto de mala gana a mi lado y sabía que despreciaba y odiaba el sentimiento que, a pesar suyo, le había hecho volver. Pero tenía una gran confianza en mi belleza y en mi amor por él y me sentía impaciente por enfrentarme con estas armas mías a su hostilidad. Me sentía nuevamente animada por una voluntad agresiva y alegre y pensé que mi amor sería más fuerte que él y su aversión y que, al fin, su duro y desagradable metal se disolvería en el ardor de mi fuego y él acabaría amándome.
Caminando a su lado por la ancha calle desierta a aquella primera hora de la tarde, le dije:
—Pero tienes que prometerme que una vez estemos en casa no intentarás marcharte.
—Te lo prometo.
—Y tienes que prometerme otra cosa.
—¿Qué?
Vacilé un poco y después dije:
—La otra vez, todo hubiera ido bien si tú, en un determinado momento, no me hubieras mirado de cierta manera que me dio vergüenza... Debes prometerme que no volverás a mirarme de aquel modo.
—¿De qué modo?
—No sé, mal.
—En las miradas no se manda —dijo al cabo de un rato—, pero, si quieres, no te miraré, cerraré los ojos... ¿Va bien así?
—No, no va bien —insistí, obstinada.
—¿Pues cómo quieres que te mire?
—Como te miro yo —respondí.
Le cogí la cara por la barbilla, sin dejar de andar, y le mostré cómo debía mirarme:
—Así, con dulzura.
—Ah, con dulzura.