Recuerdo que cuando me encontré en la calle, entre la gente, en una jornada blanda y nubosa de aquel suave invierno, tuve la sensación amarga y segura de que la vida, tras una interrupción debida a mis aspiraciones y a mis preparativos matrimoniales, como un río que ha sido durante algún tiempo y artificialmente sacado de su antiguo cauce, volvía a fluir por la orilla acostumbrada, sin cambios ni novedades. Quizás esa sensación derivaba de que, en mi extravío, miraba a mi alrededor con una atención en la que ya no cabía la antigua gallardía. Y la gente, las tiendas y los vehículos se me presentaban por primera vez al cabo de tantos meses, a una luz despiadada de normalidad, ni feos ni bonitos, ni interesantes ni insignificantes, simplemente como eran, como deben presentarse a un borracho cuando ha pasado la embriaguez. Pero quizás y más probablemente surgía de la comprobación de que la normalidad de la vida no eran mis proyectos de felicidad, sino al contrario, todas las cosas rebeldes a planes y proyectos, las cosas casuales, que se manifiestan defectuosas e imprevisibles, que causan desilusión y dolor. Y no cabía duda, si aquello era verdad, como parecía serlo, de que yo, después de una borrachera de varios meses, volvía a vivir aquella mañana.
Éste fue el único pensamiento que me inspiró el descubrir la doblez de Gino. Pero no pensé en condenarlo, ni creo que experimenté ningún rencor contra él. No me había engañado sin alguna complicidad por mi parte, y era demasiado reciente el recuerdo del placer que había sentido entre sus brazos para no encontrar, si no una justificación, por lo menos una excusa a su mentira. Pensé que, ciego por el deseo, había sido más débil que malo y que, en el fondo, la culpa, si podía llamarse así, había sido de mi belleza, que hacía perder la cabeza a los hombres hasta hacerles olvidar todo escrúpulo y toda clase de deberes. En resumidas cuentas, Gino no era más culpable que Astarita; sólo que había recurrido al fraude, mientras que Astarita se había servido del chantaje. Además los dos me amaban y, de haber podido hacerlo, hubieran usado medios lícitos para poseerme y me habrían asegurado aquella modesta felicidad que yo colocaba por encima de todo. Pero la fatalidad había querido que con mi belleza fuera a toparme con hombres que no podían procurarme esta felicidad. Por desgracia, si no era seguro que hubiera un culpable, era cierto que había una víctima. Y esa víctima era yo.
Tal vez a alguien le parecerá flojo este modo de sentir y de razonar después de una traición como la de Gino. Pero siempre que he sido ofendida, y lo he sido a menudo por mi pobreza, mi ingenuidad y mi soledad, siempre he sentido el deseo de excusar al ofensor y olvidar lo antes posible la ofensa. Si en mí se produce algún cambio después de una ofensa, no se manifiesta en mi actitud o en mi aspecto externo, sino más profundamente en mi ánimo que se cierra en sí mismo como una carne sana y sanguínea que ha sufrido una herida y procede a restañarla lo antes posible. Pero las cicatrices quedan, y esos cambios casi inocentes del ánimo son siempre definitivos.
Y con Gino ocurrió lo mismo esa vez. No sentí rencor contra él, tal vez ni un solo momento. Pero dentro de mí sentí que muchas cosas caían hechas pedazos, para siempre: mi estima por él, mis esperanzas de crear una familia, mi voluntad de no ceder a Gisella y a mi madre, mi fe religiosa o por lo menos aquella clase de fe que había tenido hasta entonces. Me comparaba a una muñeca que había tenido siendo niña. Después de haberla golpeado y arrastrado todo un día, aun siguiendo intacta con la cara sonriente, y rosada, sentía dentro de la muñeca como un quejido, un ruidillo de mal augurio. Destornillé la cabeza y entonces cayeron del cuello pedazos de porcelana, cuerdecillas, tornillos y pequeños hierros del mecanismo que la hacía hablar y mover los ojos y hasta ciertos misteriosos pedazos de madera y tela, cuyo destino nunca conseguí descubrir.
Aturdida, pero tranquila, fui a casa y durante aquella tarde hice lo de siempre sin revelar a mi madre lo sucedido ni confiarle las consecuencias que había deducido. Pero me di cuenta de que era imposible llevar la ficción hasta ponerme a coser mi ajuar como los demás días. Cogí la ropa ya preparada y la que aún quedaba por coser y la guardé toda en un armario cerrándolo con llave, en mi habitación. A mi madre no se le escapó el detalle de que estaba triste, cosa insólita en mí, que en general soy alegre y despreocupada, pero le dije que me sentía cansada, como era verdad.
Al atardecer, mientras mi madre cosía a máquina, dejé de trabajar, me retiré a mi habitación y me eché en la cama. Me di cuenta de que miraba mis muebles, pagados ya gracias al dinero de Astarita, verdaderamente míos, con ojos muy distintos de los de otros tiempos, sin complacencia y sin esperanza. Me parecía no sentir dolor, sino sólo cansancio y un sentimiento de indiferencia como al cabo de un enorme esfuerzo totalmente vano. Por lo demás, estaba cansada incluso físicamente, como con los miembros rotos, con un profundo deseo de reposo. Casi inmediatamente, pensando confusamente en mis muebles y en la imposibilidad de usarlos como había esperado, me dormí vestida sobre el lecho. Dormí quizá cuatro horas, con avidez, con un sueño que me pareció triste y negro.
Me desperté muy tarde y llamé en voz alta a mi madre, desde la oscuridad que me envolvía. Ella acudió en seguida y dijo que no había querido despertarme al ver que dormía tan tranquila y con tantas ganas.
—La cena está lista hace una hora —añadió permaneciendo de pie a mi lado y mirándome—. ¿Qué haces? ¿No vienes a comer?
—No tengo ganas de levantarme —contesté cubriéndome los ojos deslumbrados con un brazo—. ¿Por qué no me lo traes aquí?
Salió de la habitación y volvió al poco tiempo con una bandeja en la que estaba mi cena habitual. Puso la bandeja en el borde de la cama y yo, incorporándome y apoyándome en un codo, comencé a comer desganada. Mi madre siguió de pie mirándome. Pero después de los primeros bocados dejé de comer y me eché de nuevo sobre la almohada.
—¿Qué haces? ¿No comes? —preguntó mi madre.
—No tengo hambre.
—¿No te encuentras bien?
—Estoy perfectamente.
—Entonces, me lo llevo —farfulló.
Quitó la bandeja de la cama y fue a colocarla en la mesa junto a la ventana.
—Mañana no me despiertes temprano —dije al cabo de un rato.
—¿Por qué?
—Porque he decidido no hacer más de modelo. Se trabaja mucho y se gana poco.
—¿Y qué vas a hacer? —preguntó, inquieta—. Yo no puedo mantenerte... Ya no eres una niña y cuestas mucho... Además, hay tantos gastos... el ajuar...
Empezaba a quejarse y lloriquear, y yo, sin quitarme el brazo de la cara, dije lenta y fatigosamente:
—Ahora no me molestes. Quédate tranquila, que el dinero no faltará.
Siguió un largo silencio.
—¿Quieres algo más? —preguntó por fin, mortificada y solícita, como una criada a la que se ha reprochado una excesiva familiaridad y quiere que se la perdone.
—Sí, hazme el favor... Ayúdame a desnudarme. Estoy muy cansada y tengo mucho sueño.
Obedeció y, sentándose en el lecho, empezó por quitarme los zapatos y las medias, que puso ordenadamente en la silla a la cabecera de la cama. Después me quitó el vestido, la combinación y me ayudó a quitarme la camisa. Yo permanecía con los ojos cerrados y, en cuanto me sentí bajo las sábanas, me encogí envolviéndome la cabeza con el embozo. Oí a mi madre desearme las buenas noches desde la puerta, después de haber apagado la luz, y no contesté. Volví a adormecerme pronto y dormí toda la noche, hasta bien entrado el día.
Por la mañana debiera haber ido a la acostumbrada cita con Gino, pero al despertarme comprendí que no tenía ganas de verlo hasta que el dolor me hubiera pasado y me hallara en condiciones de considerar su traición con objetividad y perspectiva, como algo que le hubiera sucedido a otra persona y no a mí. Desconfiaba entonces, y siempre he desconfiado, de las cosas que se dicen y hacen bajo los impulsos del sentimiento, sobre todo si ese sentimiento, como ocurría en este caso, no era de simpatía y de afecto. Desde luego, no amaba ya a Gino, pero tampoco quería odiarlo porque pensaba que, en este caso, al daño de la traición añadiría otro, tal vez peor, el de obstruir mi ánimo con una pasión desagradable e indigna de mí.
Por lo demás, aquella mañana experimentaba una pereza especial, casi voluptuosa, y me sentía menos triste que la noche anterior. Mi madre había salido bastante temprano y no volvería antes de mediodía. Así, pues, estuve un buen rato bajo las sábanas y éste fue el primer placer que sentí al comienzo de una nueva fase de mi vida, que en lo sucesivo quería solamente agradable. Para mí, que todos los días de mi existencia me había levantado muy temprano, permanecer en el lecho cómodamente y dejar que el tiempo corriese inútilmente era, en verdad, un lujo. Durante mucho tiempo me lo había ganado, pero ahora estaba decidida a concedérmelo siempre que me viniera en gana, y lo mismo pensaba hacer con las demás cosas a las que hasta entonces había tenido que renunciar por mi pobreza y mis sueños de vida normal y familiar. Pensé que me gustaba el amor, que me gustaba el dinero, que me gustaban las cosas que con el dinero pueden obtenerse, y me dije que desde aquel momento, cada vez que se me presentara la ocasión, no rehusaría ni el amor, ni el dinero, ni lo que el dinero podía dar. Pero no se crea que pensaba estas cosas con cólera, por resentimiento y espíritu de venganza. Las pensaba con dulzura, acariciándolas y gozándolas anticipadamente.
Toda situación, por desagradable que sea, tiene su reverso. Yo había perdido, al menos por el momento, el matrimonio y todas las modestas ventajas que me prometía, pero, en cambio, había recuperado la libertad. Era verdad que mis profundas aspiraciones seguían igual, pero la vida fácil me gustaba mucho y el resplandor de esa perspectiva me ocultaba lo que de triste y resignado hubiera en el fondo de mis nuevas decisiones. Ahora, los continuos sermones de mi madre y de Gisella empezaban a dar sus frutos. Siempre, aun llevando una vida virtuosa, había sabido que mi belleza podría procurarme cuanto deseara con sólo quererlo.
Aquella mañana, por primera vez, consideré a mi cuerpo como un medio bastante cómodo de conseguir los fines que el trabajo y la seriedad no me habían permitido alcanzar.
Estos pensamientos o, mejor aún, estos anhelos, me permitieron pasar en un instante las horas de la mañana, y casi me quedé asombrada al oír de pronto las campanas de la iglesia próxima dar las doce y al ver que un largo rayo de sol entraba por la ventana hasta la cama en que yo estaba. También las campanadas y el rayo de sol, como la pereza de aquella mañana, me parecieron cosas preciosas, insólitas, de lujo. De la misma manera, acostadas y fantaseando en sus lechos, en aquel mismo momento oirían las mismas campanas y mirarían asombradas el mismo rayo de sol, las damas ricas que habitaban en villas parecidas a la de los dueños de Gino. Con esta sensación de no ser ya la Adriana necesitada y ajetreada del día anterior, sino una Adriana completamente distinta, me levanté por fin y me quité el camisón ante el espejo del armario. Me contemplé desnuda en el espejo y entonces, por primera vez, comprendí a mi madre cuando con orgullo decía al pintor: «Mire qué pecho, qué piernas, qué caderas». Pensé en Astarita, a quien el deseo de aquel pecho, de aquellas piernas y de aquellas caderas hacía cambiar el carácter, los modales y hasta la voz y me dije que ciertamente encontraría otros hombres que para gozar de mi cuerpo me darían tanto dinero como me había dado él, y quizá más.
Indolentemente, de acuerdo con mi nuevo humor, me vestí, tomé un café y salí. Fui a un bar allí cerca y telefoneé a la villa de Gino. Él mismo me había dado el número, pero recomendándome con su característica precaución servil que no abusara de llamadas porque a los señores no les gustaba que el servicio usara el teléfono. Hablé con una mujer que debía ser la doncella y después, casi en seguida, se puso Gino al aparato. Me preguntó si no me encontraba bien; no pude por menos de sonreír al reconocer en su solicitud su antigua perfección, quizá no del todo falsa, que tanto había contribuido a llamarme a engaño.
—Estoy muy bien —dije—. Nunca me he encontrado mejor.
—¿Y cuándo nos vemos?
—Cuando quieras —contesté—. Pero me gustaría que nos viéramos como antes... quiero decir, en la villa, si tus dueños se van.
Comprendió inmediatamente mis intenciones y dijo solícitamente:
—Se van dentro de unos diez días, para las fiestas de Navidad... no antes.
—Entonces —repuse con despreocupación—, nos veremos dentro de diez días.
—¡Eh! —exclamó asombrado—. ¿Por qué no nos vemos antes?
—Tengo que hacer.
—Pero ¿qué tienes? —preguntó con tono suspicaz—. ¿Estás enfadada conmigo?
—No —respondí—. Si estuviera enfadada contigo, no te diría que nos viéramos en la villa.
Pensé que hubiera podido sentir celos y molestarme, y añadí:
—No tengas miedo. Te quiero como siempre. Sólo que debo ayudar a mi madre en un trabajo extraordinario... las fiestas de Navidad ¿sabes...? Y como sólo podré salir de casa muy tarde y a esas horas nunca estás libre, prefiero esperar a que tus amos se vayan.
—¿Y por la mañana?
—Por la mañana dormiré —dije—. Y a propósito, ¿sabes que ya no hago de modelo?
—¿Por qué?
—Me he cansado... Te alegras, ¿verdad...? Bien, nos veremos dentro de diez días... Te llamaré.
—Está bien.
Dijo: «Está bien», con poca convicción, pero yo lo conocía lo suficiente para estar segura de que, a pesar de sus sospechas, no se presentaría antes de los diez días. Precisamente porque sospechaba algo, no se dejaría ver. No era un hombre valiente y la idea de que yo hubiera descubierto su traición debía llenarlo de inquietud y de nerviosismo. Cuando colgué el auricular, me di cuenta de que había hablado a Gino con voz tranquila, bondadosa y hasta con afecto y me sentí satisfecha de mí misma. Pronto mi sentimiento para con él sería igualmente tranquilo, bondadoso y afectuoso y podría verlo sin temor de hundirme a mí misma, a él y a nuestras relaciones en el ambiente falso y enojoso del odio.
Aquel mismo día, por la tarde, fui a ver a Gisella en su habitación amueblada. Como de costumbre, a aquella hora acababa de levantarse de la cama y se vestía para ir a su cita con Ricardo. Me senté en la cama deshecha y mientras ella iba y venía por la estancia en penumbra y llena de trapos y de cosas en desorden, le conté con mucha tranquilidad mi visita a Astarita y cómo éste me había revelado que Gino tenía esposa y unos hijos. Al oír la noticia, Gisella dejó escapar una exclamación, no sé si de alegría o de sorpresa, corrió a sentarse a mi lado, en el lecho, y me cogió los hombros con las manos abriendo mucho los ojos: