Al llegar al descansillo, abrí la puerta. Giacinti estaba detrás de mí, lo cogí por la mano y sin encender luces, lo llevé a través del recibidor hasta la puerta de mi habitación, que era la primera a la izquierda. Le hice entrar delante, encendí la lámpara que había junto al lecho y desde el umbral dirigí a mis muebles una mirada que parecía un adiós. Contento de haber encontrado una habitación nueva y limpia cuando quizá temía verse entre miseria y suciedad, Giacinti exhaló un suspiro de satisfacción y se quitó el abrigo echándolo sobre una silla. Le dije que me esperara y salí del cuarto.
Fui directamente a la sala y encontré a mi madre cosiendo, sentada ante la mesa. Al verme, dejó el trabajo y se dispuso a levantarse pensando quizá que debía prepararme la cena como las demás noches. Pero le dije:
—No te muevas, porque ya he cenado... y... tengo a alguien ahí... No vengas por nada del mundo.
—¿Alguien? —preguntó con extrañeza.
—Sí, alguien —contesté rápidamente—. Pero no es Gino... Es un señor.
Y sin esperar otras preguntas, salí de la sala.
Volví a mi cuarto y cerré la puerta con llave. Giacinti, impaciente y con el rostro encarnado, vino a mi encuentro al centro de la habitación y me cogió entre sus brazos. Era bastante más bajo que yo y para llegar a mi cara con los labios me inclinó hacia atrás contra la madera de la cama. Yo procuraba no dejarme besar en la boca y ya volviendo el rostro como por pudor, ya echándolo hacia atrás como por voluptuosidad, conseguí lo que deseaba.
Giacinti amaba como comía, con avidez, sin discriminación ni delicadeza, yendo de una parte a otra del cuerpo, como temiendo dejarse algo, cegado por la comida. Después de haberme abrazado, pareció querer desnudarme, de pie como estaba. Primero un brazo y un hombro y como si aquella desnudez le confundiera las ideas, comenzó de nuevo a besarme. Temí que con sus gestos bruscos fuera a desgarrarme el vestido y por fin dije, aunque sin rechazarlo:
—Desnúdate.
Me dejó inmediatamente, se sentó en la cama y empezó a desnudarse. Yo, en el otro lado, hice lo mismo.
—¿Y lo sabe tu madre? —preguntó.
—Sí.
—¿Y qué dice?
—Nada.
—¿Le disgusta?
Era evidente que aquellas informaciones no eran para él más que un condimento más para la picante aventura. Éste es un rasgo común a casi todos los hombres. Son pocos los que resisten a la tentación de mezclar con el placer un interés de diverso género o incluso de compasión.
—Ni le gusta ni le disgusta —respondí secamente poniéndome de pie y quitándome la combinación—. Soy libre para hacer lo que quiera.
Cuando estuve desnuda ordené mi ropa sobre una silla y me eché en la cama, boca arriba, con un brazo doblado bajo la nuca y el otro estirado hasta cubrir el regazo con la mano. No sé por qué, recordé que tenía la misma postura de la diosa pagana que se me parecía en el grabado en color que el pintor grueso había enseñado a mi madre y experimenté de pronto un dolor despechado al pensar en el enorme cambio sufrido en mi vida en aquel tiempo. Giacinti debió de quedar asombrado de la belleza plena y sólida de mi cuerpo que, como ya he dicho, no se notaba bajo los vestidos, porque interrumpió su operación de desnudarse y me miró con un rostro atónito, la boca abierta y los ojos más abiertos todavía.
—Date prisa —le dije—. Tengo frío.
Acabó de desnudarse y se echó sobre mí. Ya he hablado de su modo de amar: incluso porque ese modo se parecía a él y de él creo que he dicho lo bastante. Básteme añadir que era uno de esos hombres a quienes el dinero que han pagado o se disponen a pagar inspira una exigencia meticulosa como si, al renunciar a cualquier cosa a la que creen tener derecho, temieran ser defraudados. Era muy ávido, como he dicho, pero no tanto como para no tener siempre presente en el pensamiento su dinero y procurar sacar de él el máximo rendimiento posible. Su propósito, según observé en seguida, era prolongar cuanto pudiera nuestro encuentro y obtener de mí todo el goce que creía debérsele.
Con este fin, se afanaba en torno a mi cuerpo como un instrumento que exigiera una larga preparación antes de ser usado y me incitaba continuamente a hacer lo mismo con el suyo. Pero, aun obedeciéndole, empecé en seguida a aburrirme y a observarlo con frialdad, como si sus cálculos transparentes me lo hicieran de pronto distante y viera desde muy lejos, a través de un vidrio de desamor y de disgusto, no sólo a él sino también a mí misma. Era precisamente lo contrario del sentimiento de simpatía que instintivamente había tratado de experimentar por él al principio de la noche. De pronto, tuve no sé qué vergonzosa sensación de remordimiento y cerré los ojos.
Por fin se cansó y yacimos juntos, el uno junto al otro, sobre la cama. Dijo con voz satisfecha:
—Debes reconocer que, aunque ya no soy joven, soy un amante excepcional.
—Sí, es verdad —repuse con indiferencia.
—Todas las mujeres me lo dicen —prosiguió—. ¿Y sabes qué pienso? Que en los toneles pequeños está el mejor vino... Hay hombrones que me llevan el doble de tamaño y no valen para nada.
Empecé a sentir frío y, sentándome, tiré lo mejor que pude un pedazo del cobertor sobre nuestros cuerpos. Él interpretó ese gesto como una señal de afecto y dijo:
—¡Estupendo! Ahora dormiré un poco.
Y se acurrucó contra mí, durmiéndose de veras.
Quedé quieta, boca arriba, con su cabeza de cabello blanco junto a mi pecho. El cobertor nos envolvía a los dos hasta la cintura, y mirando su torso velludo y con arrugas que delataban su edad madura tuve una vez más la impresión de estar con un extraño. Pero Giacinti dormía y, por lo tanto, ya no hablaba, no miraba, no hacía gestos. Dado su carácter poco grato, durante el sueño quedaba, por decirlo así, lo mejor de él, que en fin de cuentas consistía en ser un hombre como los demás, ya sin profesión ni nombre, sin cualidades ni defectos, sino sólo un cuerpo humano con una respiración que elevaba su pecho.
Parecerá extraño, pero al mirarlo y observar su sueño confiado casi sentí afecto, y lo comprendí por el cuidado que ponía en evitar algún movimiento que fuera a despertarlo. Era el sentimiento de simpatía que en vano había buscado hasta entonces, y que, por fin, la visión de su cabeza canosa, pesadamente reclinada sobre mi pecho joven, despertaba en mi alma. Este sentimiento me consoló y casi me pareció tener menos frío. Por un momento experimenté una especie de exaltación amorosa que me humedeció los ojos. En realidad, tenía entonces en el corazón el mismo exceso de afecto que tengo ahora. Ese afecto que, a falta de objetos legítimos en los que centrarse, no vacilaba en cubrir a personas y cosas incluso indignas con tal de no quedar suspendido e inoperante.
Pasados unos veinte minutos, se despertó y preguntó:
—¿He dormido mucho?
—No.
—Me encuentro bien —dijo levantándose y frotándose las manos—. ¡Ah, qué bien me siento! Lo menos veinte años más joven.
Comenzó a vestirse sin dejar de proferir exclamaciones de gozo y alivio. También yo me vestí, en silencio. Cuando estuvo listo, preguntó:
—Quiero volver a verte, muñeca... ¿Cómo he de hacerlo?
—Telefonea a Gisella —contesté—. La veo todos los días.
—¿Y siempre estás libre?
—Siempre.
—¡Viva la libertad!
Y sacando el billetero, añadió:
—¿Cuánto quieres?
—Lo que te parezca —dije.
Y añadí con sinceridad:
—Si me das mucho, harás una buena acción, porque lo necesito.
Pero él, de rechazo, replicó:
—Si te doy mucho, no será para hacer una buena acción. Yo no hago nunca buenas acciones... Será porque eres una guapa chica y porque me has hecho pasar unas horas deliciosas.
—Como quieras —repuse encogiéndome de hombros.
—Todo tiene un valor y cada cosa debe pagarse según su valor —prosiguió sacando el dinero del billetero—. Las buenas acciones no existen... Tú me has proporcionado ciertas cosas de una calidad superior a las que me hubiera dado, por ejemplo, Gisella, y es justo que recibas más que Gisella. Las buenas acciones nada tienen que ver... Y otro consejo: no digas nunca: «Como quieras...» Eso déjalo a los vendedores ambulantes. A quien me dice : «Como quieras», estoy tentado de darle menos de lo que se merece.
Hizo una mueca significativa y me tendió el dinero.
Como me había dicho Gisella, era generoso. En efecto, el dinero que me dio superaba todas mis previsiones. Al cogerlo volví a experimentar aquella sensación tan fuerte de complicidad y sensualidad que me había inspirado el dinero de Astarita al regreso de Viterbo. Pensé que esto denotaba en mí una vocación y que yo debía estar hecha precisamente para aquel oficio, aunque con el corazón aspiraba a algo muy diferente.
—Gracias —dije.
Y antes de que pudiera darse cuenta, le besé impetuosamente la cara, llena de gratitud.
—Gracias a ti —respondió mientras se iba.
Le cogí una mano y lo guié en la oscuridad hacia el recibidor y hacia la puerta. Durante un momento, cerrada la puerta de mi habitación y sin abrir aún la de la escalera, anduvimos en la oscuridad más absoluta. Y entonces no sé qué intuición casi física me reveló que mi madre debía de estar en algún rincón del recibidor, en las mismas tinieblas en las que yo vagaba con Giacinti. Debía de haberse acurrucado detrás de la puerta, o en el otro rincón entre el aparador y la pared, y ahora esperaba que Giacinti se hubiera ido. Recordé la otra vez que había hecho lo mismo, la noche que volví tarde después de haber estado con Gino en la villa de sus amos, y me invadió un gran nerviosismo al pensar que como entonces al irse Giacinti mi madre pudiera echárseme encima, cogerme por el pelo, arrastrarme al canapé de la sala y allí darme de bofetadas.
La notaba en la sombra, casi creía verla y sentía un estremecimiento en los hombros como si su mano estuviera sobre mi cabeza, dispuesta a agarrarme por el cabello. Con una mano retenía la de Giacinti y en la otra apretaba el dinero. Pensé que cuando mi madre se me echara encima, le enseñaría el dinero. Era una manera callada de decirle que ella me había empujado siempre a ganarlo de aquel modo, y un intento de cerrarle la boca cogiéndola por la pasión de la avaricia que yo sabía predominaba en su alma. Entre tanto, yo había abierto la puerta.
—Entonces, hasta la vista —dijo Giacinti—. Llamaré a Gisella.
Lo vi bajar la escalera, ancho de hombros, con sus cabellos blancos erguidos sobre la cabeza, agitando sin volverse una mano en señal de saludo, y cerré la puerta. Inmediatamente, en la sombra, como había previsto, mi madre se me vino encima. Pero no me cogió por los cabellos como temí, sino que, de una manera tan torpe que al principio no lo comprendí, pareció abrazarme. Fiel a mi plan, busqué su mano con la mía y le dejé el dinero. Pero ella lo rechazó y el dinero cayó al suelo. Lo encontré, la mañana siguiente, cuando salí de mi cuarto. Todo esto ocurrió un poco precipitadamente, pero sin que ninguna de nosotras abriera la boca.
Entramos en la sala y me senté junto a la mesa. Mi madre se sentó también y me miró. Parecía ansiosa y yo me sentí inquieta. Ella dijo de pronto:
—¿Sabes que mientras estabas ahí he tenido miedo?
—¿Miedo de qué? —pregunté.
—No lo sé —dijo—. Ante todo, me sentí sola y tuve mucho frío... Y después ya no me parecía ser yo misma. Todo me daba vueltas, ¿sabes?, como cuando una ha bebido... Todo me parecía extraño. Pensaba: «Eso es la mesa, aquello es la silla, y aquello la máquina de coser», pero no me convencía de que eran realmente la mesa, la silla o la máquina de coser... Y hasta me parecía que yo misma no era yo. Me he dicho: «Soy una vieja que trabaja en coser, tengo una hija que se llama Adriana», pero no me convencía... Para tranquilizarme me he puesto a pensar en lo que fui cuando era pequeña, cuando tenía tu edad, cuando me casé y naciste tú... Y he tenido miedo porque todo ha pasado como en un día y de pronto me he hecho vieja sin darme cuenta... Y cuando me haya muerto será como si nunca hubiera existido.
—¿Por qué piensas en eso? —dije lentamente—. Todavía eres joven... ¿Qué tiene que ver la muerte?
No pareció oírme y siguió con aquel énfasis que me daba pena y me parecía falso:
—Te digo que he tenido miedo, y he pensado que si una no quiere seguir viviendo no tiene que continuar en la vida a la fuerza... No digo que una tenga que matarse porque para matarse se necesita valor, pero solamente no querer vivir más, como no se quiere comer o caminar más... Pues bien, te juro por el alma de tu padre que quisiera no vivir más.
Tenía los ojos llenos de lágrimas y los labios le temblaban. También sentí ganas de llorar, aunque no sabía por qué. Me levanté, la besé y fui a sentarme con ella en el canapé. Allí estuvimos un rato, abrazadas, llorando las dos. Yo me sentía desorientada, en parte porque estaba muy cansada, y las palabras de mi madre, con su incoherencia y su oscura lógica, aumentaban mi desorientación. Pero fui la primera en reaccionar porque, al fin y al cabo, lloraba por simpatía. Hacía tiempo que había acabado de llorar por mí misma.
—Vaya, vaya... —empecé a decirle dándole golpecitos en el hombro.
—Te aseguro, Adriana, que no quisiera vivir más —repitió llorando.
Yo seguía dándole palmadas en el hombro y, sin hablar, la dejé sollozar a gusto. Pensaba que sus palabras eran una clara expresión de remordimiento. Había predicado siempre que debía seguir el ejemplo de Gisella y venderme al mejor postor, esto era cierto. Pero del dicho al hecho hay un gran trecho, y verme llevar un hombre a casa y sentir el dinero en la mano debió ser para ella un golpe muy fuerte. Entonces tenía ante los ojos el resultado de sus sermones y no podía por menos de horrorizarse. Pero al mismo tiempo debía de haber en ella no sé qué incapacidad de reconocer que se había equivocado y, quizá, como una amarga complacencia en la ineficacia ya irreparable de aquel reconocimiento. Y así, en vez de decirme abiertamente: «Has hecho mal... No lo hagas más», preferiría hablarme de cosas que nada tenían que ver conmigo, de su vida y de su deseo de no vivir más.
He observado a menudo que muchos, en el mismo momento en que se abandonan a una acción que saben reprobable, tratan de rehacerse y rescatarse hablando de cosas más altas que los muestren, a sí mismos y a los demás, con un aspecto de desinterés y de nobleza, a mil millas de distancia de lo que hacen o, como en el caso de mi madre, de lo que dejan hacer. Sólo que la mayoría procede así con perfecto conocimiento de lo que hace, y en cambio mi madre, pobrecilla, lo hacía sin darse cuenta, tal como su ánimo y las circunstancias se lo dictaban.