Desde luego, esperaba muchas premuras y caricias, pero temía que se callara en cuanto a lo del matrimonio, o, por lo menos, que hablara de ello en una forma bastante vaga. En cambio, cuando el coche se detuvo en el sitio de siempre, Gino me dijo que había fijado ya la fecha de nuestra boda para cinco meses después, ni un día más. Mi alegría fue tan grande que, atribuyéndome las ideas de mi madre, no pude por menos de exclamar:
—¿Sabes qué había pensado, tonta de mí? Pues que después de lo ocurrido ayer me abandonarías.
—¿Es que me habías tomado por un puerco? —dijo con cara ofendida.
—No, pero sé que muchos hombres lo hacen.
—¿Sabes que podría ofenderme por tu suposición? —añadió, sin dar importancia a mis palabras—. ¿Qué idea tienes de mí? ¿Eso es todo lo que me quieres?
—Te quiero —repuse ingenuamente—, pero temía que tú no me quisieras tanto.
—¿Acaso te he dado motivos para pensar que no te quiero?
—No, pero nunca se sabe.
—Mira —dijo de pronto—, me has puesto de tan mal humor que ahora mismo te acompaño al estudio.
E hizo el gesto de poner en marcha el automóvil.
Asustada, le eché los brazos al cuello, suplicándole;
—No, por favor. ¿Qué te pasa? Lo he dicho sin pensar... No lo tomes en serio.
—Ciertas cosas cuando se dicen es que se piensan... y si se piensan quiere decir que no se ama.
—Pero yo te amo.
—Pues yo no —dijo con sarcasmo—. Yo, como tú dices, no he pensado más que en divertirme contigo y después dejarte plantada. Lo extraño es que hayas tardado tanto en darte cuenta.
—Pero, Gino, ¿por qué me hablas de ese modo? —grité, estallando en lágrimas—. ¿Qué te he hecho?
—Nada —contestó poniendo en marcha el coche—, pero ahora te acompaño al estudio.
El coche empezó a correr con Gino serio y duro al volante, y yo me entregué a un gran llanto, viendo los árboles y los hitos de la carretera desfilar ante la ventanilla y el perfil de las primeras casas de la ciudad aparecer en el horizonte, más allá de los campos. Pensé que mi madre se alegraría al enterarse de nuestra pelea y saber que Gino me abandonaba, como ella me había predicho, y en un impulso de desesperación abrí la portezuela y grité:
—O paras o me tiro.
Gino me miró, aminoró la marcha y dio la vuelta por un sendero lateral deteniéndose al pie de un talud coronado por una gran roca. Paró el motor, echó el freno y, mirándome fijamente, dijo con impaciencia:
—Bueno, habla. ¡Ánimo!
Pensé que quería dejarme de veras y empecé a hablar con un ímpetu y una pasión que hoy, al pensar de nuevo en aquello, me parecen al mismo tiempo ridículos y conmovedores. Le explicaba cuánto lo quería y llegué a decirle que no me importaba nada la boda, que me conformaría con seguir siendo su amante. Él me escuchaba, con el ceño adusto, moviendo la cabeza y repitiendo de vez en cuando: «No, no, por hoy basta. Tal vez mañana estaré más tranquilo». Pero cuando le dije que me conformaría con ser su amante, rebatió con firmeza: «No, o casados o nada».
Así discutimos un buen rato, y varias veces, con su perversa lógica, me empujó a la desesperación y me arrancó nuevas lágrimas. Después, gradualmente, su actitud inflexible pareció cambiar, y por último, tras haberle besado y acariciado inútilmente tantas veces, creí haber conseguido una gran victoria al convencerle para que pasara conmigo a los asientos de atrás y me tomara en un incómodo abrazo que mi ansiedad por agradarle me hizo parecer demasiado breve y afanoso. Debería darme cuenta de que al portarme así no conseguía ninguna victoria, sino que, por el contrario, me ponía aún más en sus manos, porque me mostraba más dispuesta a entregarme a él, no por puro impulso de amor, sino para amansarlo y convencerlo cuando ya no bastaban las palabras, y ésta es precisamente la conducta de todas las mujeres que aman y no tienen seguridad de ser amadas, pero estaba demasiado cegada por aquella perfección de actitud que su falsedad le consentía. Hacía y decía siempre las cosas que convenía hacer y decir y en mi inexperiencia no me daba cuenta de que aquella perfección era más propia de la imagen convencional de amante que yo misma me había creado que del hombre real que tenía delante.
Pero habíamos fijado la fecha de la boda y yo empecé inmediatamente los preparativos. Decidí con Gino que, por lo menos en los primeros tiempos, viviríamos con mi madre. Además de la habitación grande, de la cocina y de la alcoba, había en el piso una cuarta habitación que por falta de dinero nunca habíamos amueblado. Teníamos allí las cosas inservibles y los trastos viejos. Podéis imaginar en qué consistían éstos en una casa como la nuestra en la que todo parecía viejo e inservible. Al cabo de muchas discusiones, optamos por un programa mínimo: amueblaríamos aquella habitación y yo me haría un poco de ajuar. Mi madre y yo éramos muy pobres, pero sabía que mi madre había ahorrado algo y que había reunido aquellos ahorros para mí, para poder afrontar cualquier eventualidad, como ella decía. Lo que no estaba claro era de qué eventualidades se trataba, pero desde luego no figuraba la de un matrimonio mío con un hombre pobre y de porvenir inseguro. Fui a mi madre y le dije:
—Ese dinero lo has ahorrado para mí, ¿verdad?
—Sí.
—Pues bien, si quieres verme feliz, dámelo ahora para preparar la habitación en que vamos a vivir Gino y yo... Si es verdad que lo ahorraste para mí, éste es el momento de emplearlo.
Esperaba reproches, discusiones y, al fin, una negativa. Pero mi madre acogió con mucha tranquilidad mi petición, mostrando otra vez aquella sardónica serenidad que tanto me desconcertó la noche después de mi visita a la villa de Gino.
—¿Y él no va a dar nada? —se limitó a preguntar.
—Claro que dará —mentí—. Ya me lo ha dicho... pero también yo debo contribuir.
Mi madre estaba cosiendo junto a la ventana y para hablar conmigo había interrumpido el trabajo.
—Ve a mi habitación —dijo—. Abre el primer cajón del armario y verás una caja de cartón... Allí encontrarás la libreta de ahorro y unas joyas. Coge la libreta y también las joyas... te las regalo.
Las joyas eran bien poca cosa: un anillo, dos pendientes y una cadenilla de oro. Pero siendo yo niña, aquel mísero tesoro escondido entre trapos y apenas entrevisto en circunstancias extraordinarias había encendido mi fantasía. Abracé impetuosamente a mi madre. Ella me rechazó, sin enfado, pero con frialdad diciendo:
—Cuidado, que tengo la aguja... Puedes pincharte...
Pero yo no estaba satisfecha. No me bastaba haber obtenido todo lo que quería y aún más. Quería también que mi madre fuese feliz como yo.
—Pero mamá —exclamé—, si tienes que hacerlo sólo para darme gusto, no quiero nada.
—Desde luego, no lo hago para darle gusto a él —repuso volviendo a su costura.
—¿Aún no crees que me casaré con Gino? —le pregunté cariñosamente.
—Nunca lo he creído y hoy menos que nunca.
—Y entonces, ¿por qué me das dinero para amueblar la habitación?
—Al fin y al cabo, no es un gasto inútil. En todo caso, te quedarán los muebles y las sábanas. Ajuar o dinero, da lo mismo.
—¿Y no vas a venir conmigo de compras?
—¡Por favor! —gritó—. No me interesa nada. Hacedlo vosotros. Id los dos de compras. Yo no quiero saber nada.
Era verdaderamente intratable cuando se hablaba de mi boda, y yo comprendía que aquel modo de comportarse no se debía tanto a la conducta, al carácter o a las condiciones de Gino, como a su modo de ver la vida. No había despecho en la actitud de mi madre, sino solamente una especie de trastorno completo de las ideas comunes. Las otras mujeres esperan con tenacidad que sus hijas se casen, pero mi madre, desde hacía mucho tiempo y con la misma tenacidad, esperaba que yo no me casara.
Así había como una tácita apuesta entre mi madre y yo. Ella quería que mi boda no se realizara y que yo me convenciera de la bondad de sus ideas y yo quería que la boda se llevara a cabo y que mi madre se convenciera de que mi modo de pensar era justo. Así, me afirmé aún más en la idea de casarme como si estuviera jugando mi vida a una sola baza, desesperadamente. Y sintiendo todo este tiempo, con mucha amargura, que mi madre espiaba hostilmente todos mis esfuerzos y se prometía su fracaso.
Debo recordar aquí una vez más que la maldita perfección de Gino no se desmintió ni siquiera con motivo de los preparativos para la boda. Yo había dicho a mi madre que Gino contribuiría a los gastos, pero era mentira, porque hasta aquel día Gino ni siquiera había aludido al asunto. Así que me sorprendió y me dejó sumamente contenta que Gino, sin que yo le pidiera nada, me ofreciera una pequeña suma diciéndome que no podía darme más por el momento porque tenía que mandar dinero a menudo a sus familiares. Hoy, cuando pienso en aquel ofrecimiento, no encuentro otra explicación que la extremada fidelidad, no exenta de complacencia, al papel que había decidido representar. Fidelidad originada, tal vez, en el remordimiento por el engaño de que me hacía víctima y por la tristeza de no poder casarse conmigo, como ya deseaba realmente. Triunfante, me apresuré a informar a mi madre de la oferta de Gino. Ella se limitó a observar que era muy reducida, pero suficiente para deslumbrarme.
Aquél fue un período de mi vida muy feliz. Me encontraba con Gino todos los días y hacíamos el amor donde podíamos: en los asientos traseros del coche, de pie en un rincón oscuro de una calleja, o en el campo tendidos en un prado o en la villa, en la habitación de Gino. Una noche me acompañó hasta casa e hicimos el amor en el descansillo delante de la puerta, a oscuras, echados en el suelo. Otra vez, en un cine, acurrucados en la última fila, justo debajo de la cabina de proyección. Me gustaba mezclarme con él en la muchedumbre en los tranvías y lugares públicos, porque la gente me empujaba contra él y aprovechaba la ocasión para apretar mi cuerpo al suyo. Experimentaba una continua necesidad de estrechar su mano o de pasarle los dedos por el pelo o hacerle alguna caricia, en cualquier sitio, aun en presencia de otras personas, haciéndome la ilusión de pasar desapercibida, como suele suceder siempre que se cede a una pasión irresistible. El amor me gustaba enormemente y quizás amaba al amor más que al mismo Gino sintiéndome llevada a hacerlo no sólo por el cariño hacia él, sino por el placer que me proporcionaba el acto mismo. Desde luego no pensaba que el mismo placer lo recibiría también de otro hombre que no fuera Gino. Pero me daba cuenta, de una manera oscura, de que el celo, la destreza y la pasión que ponía en aquellas caricias no se explicaban sólo con nuestro amor. Tenían un carácter autónomo, como de una vocación que, aun sin la ocasión que suponía Gino, no tardaría en manifestarse.
Con todo, la idea del matrimonio se imponía a todo lo demás. Para ganar dinero ayudaba más de lo posible a mi madre y a menudo me quedaba trabajando con ella hasta bien entrada la noche. De día, cuando no posaba en algún estudio, iba de paseo con Gino; íbamos de tiendas para elegir muebles y ropa para el ajuar. Tenía poco dinero y por esto precisamente mi elección era más cuidadosa y detallada. Pedía que me enseñaran incluso las cosas que sabía que no podía adquirir; las examinaba un buen rato, discutiendo su valor y pidiendo rebajas, y después, mostrándome insatisfecha o prometiendo volver, me iba sin comprar nada. No me daba cuenta del todo, pero aquellas agradables visitas a las tiendas, aquella búsqueda afanosa de cosas que me estaban vedadas, me llevaban a pesar mío a reconocer la verdad de la afirmación de mi madre de que sin dinero no hay felicidad.
Después de la visita a la villa era la segunda vez que echaba una mirada sobre el paraíso de la riqueza y, sintiéndome excluida de él sin culpa mía, no podía menos de experimentar cierta amargura y turbación. Pero intentaba olvidar la injusticia con el amor, tal como había hecho ya en la villa. Aquel amor que era mi único lujo que me permitía sentirme igual a tantas otras mujeres más ricas y afortunadas que yo.
Por último, después de muchas discusiones y búsquedas, decidí hacer mis compras, realmente bastante modestas, y compré a plazos, porque el dinero no me llegaba, una alcoba completa, de estilo moderno: cama de matrimonio, cómoda con espejo, mesitas, sillas y armario. Todo bastante ordinario, barato y de factura bastante tosca, pero es increíble la pasión que inmediatamente sentí por mis pobres muebles. Había hecho encalar las paredes de la habitación, barnizar puertas y ventanas y cepillar el pavimento, de manera que nuestra habitación era una especie de isla de limpieza en el sucio mar de la casa.
El día en que llegaron los muebles fue uno de los más felices de mi vida. Sentía una especie de incredulidad a la idea de poseer una alcoba como aquélla, limpia, ordenada, clara, que olía a cal y barniz, y a aquella incredulidad se mezclaba una complacencia que parecía interminable. A veces, cuando estaba segura de que mi madre no me veía, iba a la habitación, me sentaba en el desnudo somier y permanecía allí horas enteras, mirándolo todo. Quieta como una estatua, contemplaba mis muebles, como no creyendo en su existencia o temiendo que de un momento a otro desaparecieran dejando la estancia vacía. O me levantaba y con un paño limpiaba amorosamente el polvo y reanimaba la brillantez de la madera. Creo que, de haberme dejado llevar por mis sentimientos, hasta los hubiera besado.
La ventana, sin visillos, se abría sobre un patio sucio al que daban otras casas bajas y largas como la nuestra. Parecía el patio de un hospital o de una cárcel, pero yo, extasiada, ya no lo veía así, y me sentía feliz como si la ventana diera a un hermoso jardín lleno de árboles. Me imaginaba nuestra vida —yo y Gino— allí dentro, cómo íbamos a dormir, cómo nos amaríamos. Me complacía ya en los demás objetos que iría comprando cuando pudiera hacerlo: aquí un florero, allí una lámpara; un poco más lejos un cenicero o cualquier otra cosa. Mi único disgusto era no poder hacerme un cuarto de baño, si no semejante al que había visto en la villa, blanco y resplandeciente de mayólicas y grifos, por lo menos uno nuevo y limpio. Pero estaba decidida a tener mi habitación ordenadísima y limpia a más no poder. De mi visita a la villa había sacado la convicción de que el lujo empieza, precisamente, por el orden y la limpieza.
Por aquel entonces seguía posando en los estudios de pintores y trabé amistad con una modelo llamada Gisella. Era una muchacha alta y de buen tipo, de piel muy blanca, el cabello negro y crespo, los ojos azules, pequeños y hundidos y una gran boca roja. Su carácter era muy diferente del mío, resentido, hiriente, altivo y al mismo tiempo práctico e interesado; tal vez era esta diversidad precisamente lo que nos unía. Para mí, su único oficio era el de modelo, pero vestía mucho mejor que yo y no ocultaba que recibía regalos y dinero de un hombre al que presentaba como su novio. Recuerdo que aquel invierno llevaba a menudo un chaquetón negro con cuello y mangas de astracán, que yo le envidiaba bastante. El novio de Gisella se llamaba Ricardo y era un joven corpulento y grueso, bien nutrido, plácido, con una cara lisa como un huevo, que entonces hasta me parecía un hombre guapo. Siempre iba brillante, engominado, y vestido con ropa nueva. Su padre tenía una tienda de corbatas y ropa interior de caballero. Era simple hasta la estupidez, bonachón, alegre y quizás hasta bueno. Él y Gisella eran amantes y no creo que hubiera entre ellos, como entre Gino y yo, una promesa de matrimonio. De todos modos, la intención de Gisella era casarse, aunque sin muchas esperanzas. En cuanto a Ricardo, estoy convencida de que la idea de casarse con Gisella ni siquiera se le había ocurrido. Gisella, que era muy estúpida pero mucho más experta que yo, estaba empeñada en protegerme y enseñarme. En una palabra, sobre la vida y la felicidad profesaba las mismas ideas que mi madre. Sólo que en mi madre estas ideas alcanzaban una expresión amarga y polémica, ya que eran fruto de decepciones y privaciones, y en cambio en Gisella las mismas ideas derivaban de una mente obtusa e iban acompañadas de una tozuda suficiencia.