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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

La Romana (5 page)

—Mi madre no quiere verte porque dice que yo debería casarme con un señor y no con un chofer.

Estábamos en el coche, en la carretera de siempre. Él me miró con una expresión dolorida y exhaló un suspiro. Yo estaba tan enamorada de él que no advertí todo lo que había de falso en su dolor.

—Esto es lo que significa ser pobre —exclamó con énfasis.

Y permaneció en silencio un buen rato.

—¿Estás enfadado? —le pregunté por fin.

—Me siento humillado —respondió moviendo la cabeza—. Otro, en mi lugar, no habría pedido ser presentado, no hubiera hablado de noviazgo... ¡Esto para que haga uno las cosas como se debe!

—¡Qué te importa! —le dije—. Al fin y al cabo, te quiero y esto basta.

—Hubiera debido presentarme —continuó— con mucho dinero, sin hablar de matrimonio, naturalmente... y entonces tu madre hubiera estado satisfecha de recibirme.

No me atreví a llevarle la contraria porque sabía que lo que estaba diciendo era la pura verdad.

—¿Sabes qué haremos? —repuse al cabo de un rato—. Uno de estos días te llevo a mi madre por sorpresa... Tendrá que conocerte por fuerza. No va a cerrar los ojos.

Y una noche, como habíamos convenido, hice entrar a Gino en casa. Mi madre había terminado en aquel momento su trabajo y estaba recogiendo las cosas en el extremo de la mesa central para disponer la cena. Adelantándome a Gino, dije:

—Mamá, éste es Gino.

Me esperaba cualquier escena y había advertido de ello a Gino. Pero, con gran sorpresa mía, mi madre se limitó a decir secamente:

—Tanto gusto.

Y lanzándole una ojeada de arriba abajo, salió.

—Verás como todo va bien —le dije a Gino.

Me acerqué a él y tendiéndole la boca, añadí:

—Dame un beso.

—No, no —dijo él en voz baja rechazándome—. Tu madre tendría razón si pensara mal de mí.

Gino sabía decir siempre lo que debía y lo decía en el momento justo. No pude por menos de reconocer que tenía razón. Volvió mi madre y dijo, procurando no mirar a Gino:

—Sólo tenemos cena para dos... No me habías dicho nada... pero ahora salgo y...

No pudo acabar. Gino dio unos pasos y la interrumpió:

—¡No faltaría más! No he venido aquí para que me ofrezcan una cena... Permítame que las invite a usted y a Adriana.

Hablaba ceremoniosamente, como hablan las personas educadas. Mi madre no estaba acostumbrada a sentirse tratar de aquel modo ni a ser invitada. Por un instante, se quedó vacilante, mirándome. Después, dijo:

—Por mí, si Adriana quiere...

—Podemos ir aquí al lado, a la taberna —propuse.

—Donde ustedes quieran —remachó Gino.

Mi madre dijo que iba a quitarse el delantal y nos quedamos solos. Yo me sentía llena de una alegría ingenua. Me parecía haber vencido quién sabe qué gran batalla, cuando, en realidad, todo aquello era una comedia y la única que no sabía su papel era yo. Me acerqué a Gino y, antes de que pudiera evitarlo, lo besé con ímpetu. En aquel beso expresaba el alivio de la ansiedad que me atormentaba desde hacía tantos días, la convicción de que el camino que llevaba al matrimonio quedaba ya libre, la gratitud a Gino por su actitud cortés con mi madre. Yo no tenía ninguna trastienda, estaba allí tal como era, con mi deseo de casarme, mi amor a Gino, mi afecto por mi madre, sincera, confiada y desarmada como se puede estar a los dieciocho años cuando la desilusión todavía no ha rozado el alma. Únicamente más tarde he comprendido que este candor conmueve y gusta a muy pocos y que a la mayoría parece ridículo e inspira sobre todo el deseo de mancharlo.

Fuimos los tres juntos a un restaurante un poco distante, al otro lado de las murallas. En la mesa, Gino, sin ocuparse de mí, se dedicó a mi madre, con el claro propósito de conquistarla. Este deseo suyo de congraciarse con mi madre me parecía justo y por esto no hice caso de lo burdo de las adulaciones que le prodigaba. La llamaba «señora», título completamente nuevo para ella, y tenía buen cuidado de repetirlo a menudo, al principio o en medio de las frases, como un inciso. O también, como quien no quiere la cosa, decía: «Es usted inteligente y comprenderá», o: «Usted ha vivido y, desde luego, no hay necesidad de decir ciertas cosas», o, con más brevedad: «Con su inteligencia...» Y hasta encontró la manera de decirle que, a mi edad, debía haber sido mucho más hermosa que yo.

—¿De dónde lo sacas? —pregunté un poco molesta.

—Vaya, se comprende... Bueno, son cosas que se comprenden —repuso en una forma vaga y lisonjera.

Mi madre, pobrecilla, abría mucho los ojos al oírse tratar de aquella manera y hacía mohines entre zalamera y azucarada, y también, como pude observar, movía los labios repitiéndose para sus adentros los empalagosos cumplidos que Gino iba sacándose de la manga. Desde luego, era la primera vez en su vida que alguien le decía aquellas cosas, y su corazón en ayunas no parecía saciarse nunca de oírlas. En cuanto a mí, como ya he dicho, todas aquellas falsedades no me parecían otra cosa que un afectuoso respeto para con mi madre y conmigo, y por esto no hacían más que añadir una pincelada más al cuadro ya tan rico de las perfecciones de Gino.

Entre tanto, alrededor de una mesa próxima a la nuestra, se había sentado un grupo de jóvenes. Uno de ellos, que parecía borracho y me miraba con insistencia, dijo en voz alta una frase obscena y al mismo tiempo lisonjera para mí. Gino oyó la frase, se puso en pie de un salto y se dirigió al joven:

—Repite lo que has dicho.

—¿A ti qué te importa? —protestó el otro, verdaderamente borracho.

—La señora y la señorita están conmigo —repuso Gino levantando la voz—. Y mientras están conmigo, todo lo que se refiera a la señora y a la señorita, me importa, ¿entendido?

—Entendido, sí... No tenga miedo —respondió el joven, amedrentado.

Los otros parecían hostiles a Gino, pero no se atrevieron a ponerse de parte del amigo. Y éste, fingiéndose aún más borracho de lo que estaba, llenó un vaso y se lo ofreció a Gino. Pero él lo rechazó con un gesto.

—¿No quieres beber? —gritó el borracho—. ¿No te gusta el vino...? Pues estás en un error... El vino es bueno... Mira cómo lo bebo yo.

Y se lo bebió de un sorbo. Gino lo contempló aún un instante con serenidad. Después, volvió con nosotras.

—Unos maleducados —dijo sentándose y estirándose nerviosamente la chaqueta.

—No debía haberse molestado —dijo mi madre, halagada—. Es gentuza.

Pero Gino estaba encantado de poder demostrar su caballerosidad y respondió:

—¿Cómo no iba a molestarme? Hubiera tenido paciencia de haberme hallado con una de esas... aunque, en realidad... pero estando con una señora y una señorita, en un local público, en un restaurante... Pero ese tipo ha comprendido que iba en serio y ya han visto ustedes cómo se ha callado.

El incidente acabó de conquistar a mi madre; Contribuyó a ello que Gino le hacía beber un vaso tras otro y el vino la embriagaba tanto como las adulaciones. Pero, como sucede a menudo a los que están bebidos, aun bajo aquella rendida simpatía por Gino, seguía nutriendo el mal humor por nuestro noviazgo. Y en la primera ocasión que se presentó, quiso darle a entender que, a pesar de todo, no había olvidado.

La ocasión fue que saliera a lucir mi profesión de modelo. No recuerdo cómo, me puse a hablar de un nuevo pintor para el que había posado aquella misma mañana. Y entonces Gino intervino:

—Seré un estúpido, seré poco moderno y seré todo lo que quiera usted... pero eso de que Adriana se desnude cada día delante de esos pintores no acaba de convencerme.

—¿Y por qué? —preguntó mi madre con una voz alterada que a mí, más experta que Gino, me hizo comprender la borrasca que estaba preparándose.

—Porque... bien, porque no es moral.

No transcribo a la letra la respuesta de mi madre porque iba toda esmaltada de palabrotas y obscenidades, como solía decirlas cuando bebía o la dominaba la cólera. Pero aun expurgado, su discurso refleja bien sus ideas y sentimientos acerca de la cuestión.

—¡Ah, conque no es moral! —empezó a chillar con toda la fuerza de su voz, de manera que todos los clientes de las demás mesas interrumpieron el yantar y se volvieron hacia nosotros—. ¡No es moral! ¿Qué es moral, entonces? Será moral estar aperreada todo el santo día, lavar platos, coser, cocinar, planchar, barrer, fregar suelos y después, por la noche, ver que llega tu marido, cansado a más no poder, que en cuanto cena se mete en cama, se vuelve de cara a la pared y se duerme... Esto es moral ¿eh? Sacrificarse, no tener nunca un minuto de alivio, hacerse viejos y feos, y reventar... Esto es moral, ¿verdad? ¿Pues sabe lo que le digo? Que sólo vivimos una vez y que una vez muertos, buenas noches. Pueden irse al diablo usted y su moral. Y Adriana hace muy bien en desnudarse delante de los que la pagan... Y haría aún mejor si...

Y aquí metió una hilera de obscenidades que me ruborizaron a más no poder porque mi madre las decía con los mismos gritos que las otras cosas.

—Yo, si hiciera todo eso, no sólo no se lo impediría sino que la ayudaría a hacerlo... Sí, la ayudaría, la ayudaría... naturalmente, si se lo pagaran —añadió, como reflexionando de pronto.

—Estoy convencido de que no sería usted capaz —dijo Gino sin descomponerse.

—¿Que no sería capaz? Eso lo dice usted... ¿Qué cree? ¿Que estoy satisfecha de que Adriana se haya hecho novia de un hombre sin porvenir como usted, de un chofer? ¿Y que no preferiría mil veces que se diera a la vida? ¿O es que va a imaginarse que me gusta que Adriana, con su belleza, por la que tantos pagarían billetes de mil, se condene a ser su criada para toda la vida? ¡Pues bien, se equivoca... se equivoca de plano!

Mi madre gritaba, todos nos miraban y yo enrojecía cada vez más de vergüenza. Pero Gino, como he dicho antes, no parecía alterarse. Aprovechó un instante en que mi madre, sin aliento, guardó silencio, para coger la botella, llenarle el vaso y decir:

—¿Otro poco de vino?

Mi madre, pobrecilla, no tuvo más remedio que decir: «Gracias» y aceptar el vaso que Gino le ofrecía. La gente, como nos veía bebiendo, a pesar de la borrasca, como si no sucediera nada, volvió a sus conversaciones. Gino dijo:

—Adriana, con su belleza, merecería hacer la vida que hace mi dueña.

—¿Y qué vida hace? —pregunté con interés, deseosa de desviar la conversación de mi propia persona.

—Por la mañana —contestó Gino con un tono fatuo y vanidoso, como si de la riqueza de sus amos le correspondiera a él algún lustre—, se levanta a las once o a mediodía... Le llevan el desayuno a la cama, en una bandeja de plata, con todas las piezas de plata maciza... Después se baña, pero antes la doncella echa en el agua unas sales que la perfuman. A mediodía, la llevo en el coche a dar una vuelta... Va a tomar el aperitivo o de compras... Vuelve a casa, come, duerme la siesta y, al cabo de dos horas largas, se viste... Tendríais que ver cuántos vestidos tiene... Armarios llenos... Va de visitas, también en coche, y después a cenar... Por las noches, al teatro o a un baile... A menudo recibe a gente en casa y juegan, beben, hacen música... Es gente rica, pero rica de verdad... Sólo en joyas creo que mi ama tiene muchos millones.

Como los niños que se distraen con cualquier cosa y basta una nonada para hacerles cambiar de humor, mi madre había olvidado ya a su hija y la injusticia de mi suerte y abría los ojos a más no poder ante la descripción de todo aquel esplendor.

—¡Millones! —repitió con avidez—. ¿Y es guapa?

Gino, que estaba fumando, escupió con desdén un poco de tabaco:

—¡Qué va a ser guapa! Es fea, flaca y parece una bruja.

Así siguieron hablando de la riqueza de la dueña de Gino, o mejor dicho, Gino siguió exaltando aquellas riquezas como si fueran suyas. Pero mi madre, al cabo de un momento de curiosidad, volvió a caer en un estado de ánimo sombrío y desconcertado, y no dijo esta boca es mía en el resto de la noche. Tal vez estaba avergonzada de haberse dejado dominar por tanta cólera; quizá sentía envidia de toda aquella riqueza y pensaba con despecho que me había hecho novia de un hombre pobre.

El día siguiente pregunté con cierta aprensión a Gino si estaba enfadado con mi madre, y él me contestó que, aunque no lo compartía, comprendía muy bien su punto de vista causado por una vida desgraciada y llena de necesidades y privaciones. Había que compadecerla y, además, se veía que hablaba de aquel modo porque me quería. Éste era también mi pensamiento y agradecí a Gino que mostrara tanta comprensión. Realmente, había temido que la escena provocada por mi madre pudiera estropear nuestras relaciones. Además de llenarme de gratitud, la moderación de Gino me confirmó la idea de su perfección. De haber sido menos ciega e inexperta, hubiera comprendido que sólo la falsedad premeditada puede conseguir aquella sensación de perfección y que es propio de la sinceridad presentar, junto con las pocas cualidades, muchos defectos y muchas faltas.

En resumidas cuentas, me encontraba con respecto a él en condiciones de constante inferioridad. Me parecía no haberle dado nada a cambio de su magnanimidad y de su comprensión. Quizá se debiera a ese estado de ánimo de persona beneficiada que siente oscuramente el deber de pagar una deuda, el que, pocos días después, no resistiera como hubiese hecho antes a sus manifestaciones de amor cada vez más atrevidas. Pero también es verdad, como dije ya a propósito de nuestro primer beso, que me sentía inclinada a entregarme a él, llevada por una fuerza al mismo tiempo poderosa y dulce, comparable a la del sueño que, para vencer nuestra voluntad contraria, a veces nos persuade a que durmamos con el sueño de estar despiertos. De manera que nos abandonamos a él, convencidos de que aún resistimos..

Recuerdo muy bien todas las fases de mi seducción, porque cada una de las conquistas de Gino fue querida y no querida por mí, y a la vez me proporcionó placer y remordimiento. Y también porque fueron realizadas con una graduación bien meditada, sin prisas ni impaciencias, como un general que invade un país más que como un amante que se deja arrastrar por el deseo, sobre mi cuerpo pasivo, descendiendo desde la boca hasta el vientre.

Todo esto no impide que Gino se enamorara más tarde de mí, y que la premeditación y el cálculo cedieran puesto, si no al amor, a un deseo violento y nunca satisfecho.

Durante todos aquellos paseos en coche, habíase limitado a besarme en la boca y en el cuello. Pero una de aquellas mañanas, mientras me besaba, sentí que sus dedos se enredaban entre los botones de mi blusa. Después tuve una sensación de frío en el pecho y, alzando los ojos por encima de su hombro hacia el espejuelo del parabrisas, vi que tenía un seno desnudo. Tuve vergüenza, pero no me atreví a cubrírmelo de nuevo. Fue él mismo quien con un gesto apresurado que parecía salir al paso de mi inquietud, volvió a tapar el seno con la blusa y a meter cada botón en su ojal. Yo le agradecí este gesto. Después, pensando en ello, una vez en casa, volví a sentirme turbada y atraída. El día siguiente, repitió el gesto y esta vez experimenté más placer y menos vergüenza. Desde entonces, me acostumbré a esta demostración de su deseo, y creo que, si no la hubiera repetido, habría temido que me amara menos.

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