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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

La Romana (42 page)

Pero la madre, más desenvuelta y seguramente más curiosa, no quiso renunciar a la conversación:

—No sabía que usted tenía novia —dijo a Mino—. ¿Y desde cuándo?

Su tono era afectado; hablaba como desde detrás de su pecho, igual que tras una trinchera que le servía de defensa.

—Hace un mes —dijo Mino.

Era la verdad: sólo nos conocíamos desde hacía un mes.

—¿La señorita es romana?

—Naturalmente. Desde hace siete generaciones.

—¿Y cuándo se casan?

—Pronto... En cuanto esté libre la casa a la que vamos a ir a vivir.

—¡Ah! ¿Ya tienen casa?

—Sí, una villa pequeña con un jardín y una torrecilla realmente graciosa.

Y con su tono sardónico describió la pequeña villa que yo le había enseñado en la calle junto a nuestra casa. Haciendo un esfuerzo dije:

—Pues si esperamos esa casa, me temo que no nos casemos nunca.

—¡Tonterías! —dijo Mino con tono alegre.

Parecía haberse repuesto ya del todo y hasta su rostro tenía mejor color:

—Sabes muy bien que la tendremos libre el día señalado.

No me gustan las comedias y por eso no dije nada. La criada cambió los platos.

—Las villas, señor Diodati —dijo la viuda Medolaghi— tienen muy buenas cualidades, pero son incómodas y exigen mucha servidumbre.

—¿Por qué? —dijo Mino—. No lo necesitaremos... Adriana puede hacer de cocinera, de doncella, de ama de casa... ¿verdad, Adriana?

La señora Medolaghi me midió con la mirada y observó:

—Realmente, una señora tiene otras cosas que hacer y no estar pensando en la cocina, en barrer alcobas y hacer camas, pero si la señorita Adriana está acostumbrada, en este caso...

No terminó y volvió los ojos al plato que la criada estaba sirviéndome:

—No contábamos con usted y sólo hemos podido añadir unos huevos.

Yo estaba furiosa contra Mino y contra aquella mujer y no me faltaban ganas de contestar que a lo que yo estaba acostumbrada era a acostarme con hombres pero Mino, que con una alegría sin límites, se servía mucho vino y me lo servía también a mí, mientras los ojos de la señora Medolaghi seguían preocupados por la botella, prosiguió:

—Pero si Adriana no es una señora ni lo será nunca... Adriana siempre ha hecho las camas y ha barrido la casa... Adriana es una chica del pueblo.

La señora Medolaghi me contempló como si me mirara por primera vez. Después confirmó con una cortesía injuriosa:

—Eso es, como yo decía, si está acostumbrada...

La hija inclinó la cabeza sobre el plato.

—Sí, claro que está acostumbrada —continuó Mino— y, desde luego, no seré yo quien la haga cambiar de costumbres tan útiles... Adriana es hija de una camisera y ella también hace camisas, ¿verdad, Adriana?

Tendió un brazo sobre el mantel, me cogió la mano y me puso la palma visible:

—Es verdad que se pinta las uñas, pero sus manos son de obrera, grandes, fuertes, simples... como sus cabellos, ondulados, sí, pero en el fondo duros y rebeldes.

Dejó mi mano y me dio un tirón de pelo, fuerte, como si yo fuera un animal.

—En fin, Adriana es en todo y por todo una digna representante de nuestro buen pueblo, sano y vigoroso.

En su voz sonaba una especie de sarcástico desafío, pero nadie lo recogió. La hija miraba mi cuerpo como si fuera transparente y ella estuviera observando un objeto tras de mí. La madre ordenó a la sirvienta que cambiara los platos y después, volviéndose a Mino, dijo de una manera totalmente inesperada:

—¿Ha ido a ver la comedia que dijimos, señor Diodati?

Estuve a punto de echarme a reír ante aquel modo tan torpe de cambiar de tema. Pero Mino no se turbó y dijo:

—No me hable de esa comedia. Es una verdadera porquería.

—Nosotros iremos mañana... Dicen que los actores son magníficos.

Mino replicó que los actores no eran, al fin y al cabo, tan estupendos como decía la Prensa; la señora se asombró de que los periódicos mintieran; Mino replicó tranquilamente que los periódicos eran una pura mentira desde la primera a la última página, y desde aquel momento, la conversación se encauzó por otros derroteros. En cuanto uno de aquellos motivos convencionales se agotaba, la señora Medolaghi se metía en otro, con mal disimulada precipitación. Mino, que parecía divertido, seguía el juego y replicaba con prontitud. Hablaron de los actores, de la vida nocturna de Roma, de los cafés, de los cines, de los teatros, de los hoteles y de otras cosas por el estilo. Parecían dos jugadores de tenis devolviéndose siempre la pelota, atentísimos a que no se les escapara. Pero mientras Mino lo hacía por aquel habitual espíritu suyo de comedia, tan desarrollado en él, el motivo de la señora Medolaghi era miedo y repugnancia de mí y de todo cuanto a mí se refiriese.

Con aquella conversación formal y convencional, parecía que quisiera dar a entender: «Esta es mi manera de decirle que es indecente casarse con una muchacha del pueblo y más indecente aún hacerla venir a casa de la viuda del funcionario del Estado Medolaghi.» La hija no abría boca. Asustada, parecía desear de un modo bastante explícito que la cena acabara de una vez y yo me fuera de su casa lo antes posible.

Durante un rato, me divertí siguiendo las fintas de aquella conversación; después me cansé y dejé que la tristeza que me asediaba el corazón lo invadiera del todo. Me daba cuenta de que Mino no me amaba y el verlo tan claro me resultaba amargo. También había observado que Mino se servía de mis confidencias para poner en pie toda aquella comedia de nuestro noviazgo y no lograba comprender si había querido burlarse de mí o de sí mismo o de las dos mujeres de la casa. Quizá de todos, pero sobre todo de sí mismo. Como si también él hubiera acariciado en su corazón las mismas aspiraciones mías a una vida normal y decente y, por motivos diversos de los míos, no esperase conseguir satisfacer sus deseos.

Comprendí, por otra parte, que aquel elogio que me había dedicado como hija del pueblo no tenía nada de lisonjero ni para mí ni para el pueblo; sólo había sido un medio de hacerse desagradable a las dos mujeres, y esto era todo. Y a través de todas estas observaciones reconocía la verdad de cuanto me había dicho poco antes: que era incapaz de amar con el corazón. Nunca como en aquel momento había comprendido que todo era amor y que todo dependía del amor. Y este amor existía o no existía. Y si existía, se amaba no sólo al propio amante sino a todas las personas y todas las cosas, como me sucedía a mí, pero si no lo había, no se amaba nada ni a nadie como era su caso. Y la falta de amor engendraba incapacidad e impotencia.

La cena había concluido y sobre el mantel lleno de migas, a la redonda luz de la lámpara, había cuatro tacitas de café, un cenicero de loza en forma de tulipán, y una gran mano blanca con manchas oscuras y varios anillos de poco valor en los dedos, que apretaban un cigarrillo humeante: la mano de la señora Medolaghi. De pronto, no pude aguantar más y salté en pie:

—Mino, lo siento —dije acentuando adrede el tono dialectal de mi hablar romano—, pero tengo que hacer... Debo irme.

Mino aplastó su cigarro en el cenicero y se levantó también. Dije: «Buenas noches», en tono sonoro, de plebeya, hice una leve inclinación a la que la señora Medolaghi respondió con sosiego y su hija no respondió en absoluto, y salí. En el recibidor, dije a Mino:

—Temo que la señora Medolaghi te pida, después de lo ocurrido, que busques otra habitación.

Mino se encogió de hombros:

—No lo creo... Pago mucho y soy puntual cada mes a la hora de pagar.

—Me voy —dije—. Esta cena me ha puesto triste.

—¿Por qué?

—Porque me he convencido de que no eres capaz de amar.

Dije estas palabras sin mirarlo, con tristeza. Después levanté los ojos y me pareció que estaba mortificado. O quizá no era más que la sombra del recibidor en su pálido rostro. Sentí de pronto un gran remordimiento.

—¿Estás ofendido? —pregunté.

—No —contestó esforzándose—. Al fin y al cabo, es la verdad...

El alma se me llenó de afecto, lo abracé impetuosamente, diciendo:

—No es verdad... Lo he dicho por despecho y yo sigo queriéndote... Mira, te había traído esta corbata.

Abrí el bolso, saqué la corbata y se la di. Él la miró y preguntó:

—¿La has robado?

Era una broma y revelaba en él, como pensé más tarde, más afecto que cualquier palabra calurosa de agradecimiento. Pero me dolió. Los ojos se me llenaron de lágrimas y balbucí:

—No, la he comprado en una tienda aquí abajo.

Notó mi mortificación y me abrazó diciendo:

—Tonta, ha sido una broma... Además, me gustaría aunque fuera robada... y hasta me gustaría más.

—Espera, que te la pongo —dije un poco consolada.

Levantó la barbilla y yo le quité la corbata vieja, volví el cuello de la camisa y le puse la nueva.

—Me llevo esta vieja —dije—. No debes volver a ponértela.

En realidad, quería un recuerdo suyo, cualquier cosa que él hubiera llevado.

—Nos veremos pronto —dijo.

—¿Cuándo?

—Mañana, después de cenar.

—Está bien.

Le cogí la mano y fui a besársela. Él la bajó, pero no pudo impedir que mis labios la rozaran. Casi corriendo, sin volverme, me fui escaleras abajo.

Capítulo VII

Desde aquel día, seguí haciendo la vida de siempre. Amaba realmente a Mino y más de una vez experimenté el deseo de abandonar mi oficio que tanto se oponía al verdadero amor. Pero mis condiciones, a pesar del amor, no habían cambiado; seguía hallándome igual que antes, sin dinero y sin posibilidad de ganarlo si no era de aquel modo. No quería recibirlo de Mino; además su dinero era muy limitado, ya que la familia apenas le mandaba lo necesario para su mantenimiento en la ciudad. Más aún, debo decir que sentía continuamente el deseo irresistible de pagar yo en todos aquellos sitios, cafés o restaurantes, a los que íbamos juntos. Él rechazaba regularmente mis ofrecimientos, y siempre quedaba yo desilusionada y amargada. Y cuando no tenía dinero me llevaba a los jardines públicos y nos sentábamos en un banco, conversando y mirando a la gente que pasaba, como los pobres. Un día le dije:

—Pero si no tienes dinero, vamos igualmente a un café. Pagaré yo... ¿Qué te importa?

—No es posible.

—¿Por qué? Yo quiero ir a un café y beber algo.

—Entonces, ve sola.

En realidad, no me importaba tanto ir a un café como pagar por él. Tenía un deseo profundo, lamentoso, tenaz, y más aún que pagar por él me hubiera gustado darle directamente el dinero que ganaba, a medida que lo recibía de mis amantes de turno. Creía que tan sólo así podría demostrarle mi amor, pero también pensaba que, manteniéndolo, lo ataría a mí con un vínculo más fuerte que el de un simple afecto. En otra ocasión le dije:

—Me gustaría mucho darte dinero, y estoy segura de que sentirías algún placer al recibirlo.

Se echó a reír y dijo:

—Nuestras relaciones, al menos por lo que se refiere a mí, no se fundan en el placer.

—¿En qué se fundan, entonces?

Vaciló y después repuso:

—En tu voluntad de amarme y en mi debilidad frente a esa voluntad... Pero eso no quiere decir que mi debilidad no vaya a tener un límite.

—¿Qué quieres decir?

—Muy sencillo —contestó tranquilamente—, y te lo he explicado muchas veces... Nosotros estamos juntos porque tú lo has querido... Yo no, y, al menos en teoría, sigo sin quererlo.

—Basta, basta —le interrumpí—. No hablemos de nuestro amor... He hecho mal en hablar de esto.

Varias veces, pensando en su carácter, he llegado a la conclusión dolorosa de que no me amaba en absoluto y que para él no era más que el objeto de no sé qué experimento. En realidad, él no se preocupaba más que de sí mismo, pero, dentro de estos límites, su carácter se manifestaba muy complicado. Era, como creo haber dicho ya, un muchacho de familia acomodada provinciana, delicado, inteligente, culto, educado, serio.

Su familia, por lo poco que supe, pues a él no le gustaba hablar de ella, era una de esas familias en las que, en mis vanos sueños de normalidad, hubiera querido nacer. Una familia tradicional, con un padre médico y terrateniente, una madre joven y muy de su casa, dedicada sólo al marido y a los hijos, tres hijas menores y un hijo mayor. Es verdad que el padre era un aprovechado y ejercía un cargo de autoridad, la madre bastante santurrona, las hermanas frívolas y el hermano mayor un libertino por el estilo de su amigo Giancarlo, pero, en fin de cuentas, eran defectos muy tolerables y a quien como yo había nacido en unas condiciones y de unas gentes tan distintas, ni siquiera parecían defectos. Además, la familia estaba muy unida y todos, lo mismo los padres que los hermanos, a Mino.

A mí me parecía que había tenido mucha suerte por haber nacido en una familia así. En cambio, él sentía por su familia una aversión, una antipatía, un disgusto que me resultaban verdaderamente incomprensibles. Y la misma aversión, la misma antipatía y el mismo disgusto parecía sentir por sí mismo y por cuanto era y hacía. Con todo, ese odio a sí mismo no parecía ser más que un reflejo de su odio a la familia. En otras palabras, era como si odiara en sí a todo aquello que seguía adherido a la familia o que, en cualquier modo, había recibido la influencia del ambiente familiar.

He dicho que era delicado, educado, culto, inteligente y serio. Pero despreciaba todo eso simplemente por la sospecha de deberlo todo al ambiente familiar en el que había nacido y crecido. «Pero bien —le dije una vez—, ¿qué quieres ser? Todas esas cosas son unas cualidades estupendas y deberías agradecer al cielo el tenerlas.»

—¡Bah! —contestó a flor de labios—. Para lo que me sirven... Por mi parte, hubiera preferido ser como Sonzogno.

Le había sorprendido mucho la historia de Sonzogno y no sé por qué.

—¡Qué horror! —exclamé—. Es un monstruo y tú querrías parecerte a un monstruo.

—Naturalmente, no es que quiera ser en todo como Sonzogno —explicó con calma—, he nombrado a Sonzogno para que veas claro mi pensamiento... pero de todas maneras, Sonzogno ha sido hecho para vivir en este mundo y yo no.

—¿Y quieres saber qué hubiera querido ser yo? —dije.

—Vamos a ver.

—Hubiera querido ser —dije lentamente saboreando las palabras, en cada una de las cuales me parecía encerrarse un sueño largo tiempo acariciado por mí— precisamente lo que eres tú y tanto te disgusta ser... Hubiera querido nacer en una familia rica como la tuya, que me hubiera dado una buena educación... Hubiera querido tener una casa bella y limpia como la tuya con buenos maestros, como tú los tuviste, y nurses extranjeras... Me hubiera gustado pasar el verano en la playa o en la montaña, y tener buenos vestidos y ser invitada y recibir a mis amistades... Y por último me hubiera gustado casarme con algún hombre que me amara, un hombre excelente que trabajara y tuviera dinero... y hubiera deseado vivir con ese nombre y tener hijos.

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