Authors: Jorge Molist
Aquella ruta era difícil para cualquier intruso por potente que fuera su tropa.
Pero cuando tras un recodo del camino, bajo el sol de la tarde, vio al fin el enclave, quedó definitivamente impresionado.
Tres castillos, conectados entre sí por diferentes muros, torres y otros elementos defensivos, coronaban un grupo de montes que se elevaban escarpados por encima de la confluencia del río Orbiel y del torrente Gresilhou.
Una vegetación, dominada por cipreses y pinos, contrastaba con las piedras claras de las fortificaciones, pero, a pesar de su imponente aspecto defensivo, aquel lugar parecía lejano a la guerra, de fiesta. Pendones y gallardetes con los colores de los señores locales y de los nobles visitantes ondeaban por doquier y en especial en el mayor de los castillos, donde las ventanas lucían edredones y otras telas coloristas.
Bruna se dirigió a Hugo para exclamar:
—¡Qué hermoso!
Éste sonrió amable y a la vez complacido.
—Es la patria del Joy, de la Fin'Amor. El dominio de la Dama Loba.
«D'un sirventes m'es pres talens a qand faitz er tendra.l cami a Miraval tot dreich correns, a.N Raimon, don ai pesanssa.»
[(«Deseo un serventesio componer, y cuando esté, que el camino emprenda hacia Miraval, directo, a todo correr, para Raimon, que me apesadumbra.»)]
Hugo de Mataplana
Mucho había oído yo hablar sobre Cabaret, de su baluarte inexpugnable, de su riqueza en minas de hierro, plomo, plata y oro..., aunque eso poco importaba a los trovadores, que no se cansaban de elogiar a la Dama Loba. Pero, a pesar de las referencias generalmente exageradas de los juglares, la imponente vista de aquellos castillos me impresionó.
Dejamos los caballos en unas cuadras pasado el primer recinto amurallado e iniciamos la escalada hacia aquel nido de águilas que era el castillo de Cabaret. Poco a poco, el río Orbiel empequeñecía abajo, en el valle, mientras el horizonte de montes se extendía conforme trepábamos por el camino serpenteante bordeado de cipreses.
La subida bajo el sol de la tarde en pleno agosto nos hizo sudar y, una vez nos refrescamos, nos recibió Peyre Roger de Cabaret, que había participado en la defensa de Carcasona y sufrido la humillación de tener que salir de la ciudad casi desnudo dejando corceles y armas en ella. Aunque él era el barón dominante por razón de reparto de herencias, compartía señorío con su hermano Jourdan, el esposo de la Dama Loba.
—Bienvenido, Huget —dijo. Enseguida noté la familiaridad y cariño con el que se dirigía a Hugo.— ¿Cómo está vuestro padre?
—Muy bien en salud e ingenio —repuso éste.— Me envía con una tensó para que se la cante a Raimon de Miraval.
El de Cabaret rió complacido.
—Espero con ansia esta velada —dijo.— Adivino que vuestro padre, Hugo, habrá trovado los últimos amores desgraciados del de Miraval. Resulta que lo tenemos con nosotros e imagino que no se quedará callado.
Hugo asintió con una reverencia.
—¿Y a quién traéis con vos?
—A mi izquierda tengo a un trovero aquitano, Guillermo de Limoges, y a mi derecha a un joven trovador, Peyre de Narbona —Guillermo y yo hicimos una reverencia al ser nombrados.— Son nobles, han prometido luchar contra los cruzados y son mis amigos.
—Bienvenidos, señores —dijo Peyre Roger sonriente.— Aceptad la hospitalidad de Cabaret. Aquí la música y el ingenio nos son gratos. Y también vuestras armas. Ya encontraremos oportunidad de usar todo ello. Os invito a que hagáis sonar vuestras vihuelas después de la cena.
Los criados nos instalaron en una habitación con amplios ventanales que compartíamos con varios más. El espacio era escaso en aquel risco y habitar en el castillo era un honor y privilegio. Hugo halló allí a Raimon de Miraval componiendo, sentado en el alféizar en equilibrio sobre el vacío y celebraron el encuentro con risas y abrazos.
Las mesas de la cena, adornadas con flores y guirnaldas, se dispusieron en la amplia terraza de la fortaleza desde donde se divisaba una impresionante vista de valles y montes. La luz dorada de la tarde iluminaba los gallardetes y pendones multicolores que tremolaban al viento y una sensación de paz y belleza me invadió. ¡Qué lejos estaba el pavimento sangriento de las iglesias de Béziers, qué lejos la guerra! Allí parecía no existir.
De hecho, nadie necesitaba esforzarse para crear ese mundo cortés ideal de sonrisas, cumplidos y trovas. Surgía natural. Fluía.
Le comenté a Hugo mi impresión sobre la armonía que percibía en el lugar y me dijo:
—Así será hasta el asalto final. Éste es el reino del Joy y así se mantendrá hasta que maten al último de ellos.
Presidiendo la mesa junto a Peyre Roger y esposa, estaba la famosa Dama Loba y su marido, Jourdan.
La contemplé con curiosidad. Tenía unos ojos de un bello azul transparente, una sonrisa de blancos dientes en labios anchos y carnosos, pelo rubio y una risa fácil que la identificaba a distancia. Pero quizá lo que más destacaba en ella era su forma de mirar; segura de sí misma, pícara, descarada. Conocía lo suficiente a mis dos caballeros para saber que no eran apocados frente a las mujeres, pero, aun así, me pareció que Guillermo enrojecía perdiendo parte de su aplomo cuando la dama le clavó los ojos. Era sensual aun sin proponérselo.
Incluso yo noté su voluptuosidad cuando me dijo, al presentarme Hugo:
—Sois un bello pajecillo —acariciaba con su voz.— ¿Verdad que vos también me cantaréis algo? —a pesar de ser mujer disfrazada, noté que mis mejillas se encendían.
La dama era el centro de atención de todos. Sonreía cuando no reía, pero yo quise imaginar su mirada si dejara de sonreír. Y me impresionó; había algo escrutador, algo oculto en ella.
Cenamos aún con luz de tarde. Los señores del castillo tenían invitados nobles, alguno de ellos trovador como nosotros. El propio Miraval era un señor, aunque sin excesivos recursos, ya que había heredado un castillo pequeño a compartir con sus otros tres hermanos. Después, estaban los trovadores plebeyos, aunque, si su poesía era buena, se les trataba a modo de señores, como ocurrió con Peyre Vidal. Y, al fin, quedaban los juglares y saltimbanquis que sólo interpretaban y entretenían con sus juegos y acrobacias.
Los de ese tipo se exponían, si alababan demasiado a una rival, a que la dama ofendida ordenara a sus criados que les zurraran. Y fueron éstos quienes amenizaron la cena con malabarismos, cantos bélicos y loas a las damas, en especial, cómo no, a la Loba.
Pero flotaba en el ambiente un aire de anticipación, de fiesta especial. Y al fin fue la propia Dama Loba quien, sin disimular su impaciencia, más bien mostrándola graciosa, le dijo a Hugo:
—Mi buen señor de Mataplana, ¿hasta cuándo nos haréis esperar para oír esos serventesios que vuestro padre Hugo, al que tanto añoramos, ha compuesto celebrando los pecados amorosos de nuestro buen amigo Raimon de Miraval? —y soltó una risita picara que arrancó carcajadas de varios de los invitados.
Hugo se levantó ceremonioso y pidió licencia a Peyre Roger y Jourdan de Cabaret. Una vez concedida, hizo una reverencia a las damas, se tomó, parsimonioso, un tiempo en templar su guitarra, a sabiendas de que todos estaban pendientes de él, y al fin, mirándole a los ojos, se enfrentó a Miraval y entonando:
Deseo un serventesio componer,
y cuando esté,
que el camino emprenda hacia Miraval,
directo, a todo correr, para Raimon
que me apesadumbra.
Todos contenían el aliento; conocida era la historia por la cual Raimon expulsó de casa a su esposa Gaudairenca, también trovador, alegando que con uno que compusiera en la casa sobraba y bastaba. Ésta hizo venir a su amante, Guillermo Bremon. Miraval se la entregó y ellos partieron juntos. Se oían risas aisladas entre los concurrentes.
Había una versión de lo sucedido que decía que el trovador se había deshecho de su joven esposa por requerimiento de una dama que no le aceptaba sin esa condición. Y cuando lo hubo hecho, ésta prefirió a otro. Contaban que ése era el propio Pedro II, rey de Aragón.
Cuando Hugo cantó aconsejando a Miraval que le suplicara a su esposa que regresara y le concediera a ella un amante, la propia Dama Loba estalló en risas y aplausos coreados por los asistentes. Raimon de Miraval contemplaba impávido a Hugo, mientras se sonreía y tensaba las cuerdas de su vihuela a modo de amenaza.
Hubo aplausos y vítores cuando Hugo terminó no tanto por su mérito, sino para espolear a Miraval, del que esperaban ansiosos la respuesta.
En su encuentro de la tarde, Hugo, siguiendo reglas de amistad y juglaría, había alertado a su oponente para que pudiera responder y Raimon de Miraval tañó su vihuela un rato, mientras parecía pensar. El silencio era absoluto.
—Vuestro padre pretende enseñar al maestro, ¿eh? —murmuró entre dientes.
Y empezó a cantar:
Debo enviar mi defensa a Mataplana, puesto que Huget se ha cruzado en mi camino pronunciando palabras que me hieren y porque, sin desafiarme, me acusa cantando.
Y así trovó Miraval, defendiéndose de sus supuestos pecados de amor mientras descalificaba de forma cariñosa al señor de Mataplana, al que consideraba incapacitado para entender su forma recta de amar a causa del gran amor y fidelidad que profesaba por su esposa Sancha.
Cuando terminó, todos celebraron el ingenio de ambos y, en especial, la diplomacia, tacto y buen humor de Miraval, que argumentaba sin ofender, esforzándose en conservar su honra, basada en los principios corteses de la Fin'Amor, a pesar del fiasco que representaba el abandono de su esposa en un infructuoso intento por poseer a su dama.
Las sombras habían caído ya sobre Cabaret y las antorchas iluminaban el castillo mientras los cantos y las risas bajaban hasta el valle rompiendo la paz de la noche de la misma forma que los trinos de los pájaros lo hacían en el día.
«La Loba ditz que seus so et a.n ben drech e razo, que, per ma fe, rnielhs sui sieus que no sui d'autrui ni mieus.»
[(«La Loba dice que suyo soy y lo hace con derecho y con razón, pues, a fe mía, más soy suyo que de otro o que mío.»)]
Peyre Vidal
El caballero faidit Isarn, su escudero Pelet y Renard, como criado, llegaron a Cabaret a la mañana siguiente. Isarn había coincidido alguna vez con Peyre Roger, pero su feudo estaba lejano y era un caballero menor. Los tres fueron interceptados unas millas antes de las fortificaciones y, aunque se les permitió continuar, no por ello se les franqueó la entrada. El faidit tuvo que responder a un largo interrogatorio antes de que le permitieran el acceso y sólo lo logró cuando dos de los caballeros que estaban en la fortaleza y que sabían de él dieron fe de su origen.
Isarn fue recibido por el señor de Cabaret, que le ofreció su hospitalidad a la espera de que participara en la lucha contra los cruzados. Sin embargo, alegando que la parte alta del castillo estaba demasiado llena, ubicó a los recién llegados en las defensas más cercanas al fondo del valle y próximas a las caballerizas. No era un lugar demasiado honorable, pero Isarn era un caballero desposeído y tuvo que aceptar. Para Peyre Roger la ubicación no era sólo un asunto de rango, sino de seguridad. Los tiempos eran difíciles y había que cuidarse de la traición.
—Ahora hay que encontrar a la dama Bruna —dijo Renard.— Viaja con Guillermo de Montmorency y ambos se ocultan bajo algún disfraz. El cruzado es un atrevido viniendo aquí, seguramente espía para su tío Montfort. Tenemos que afanarnos; nos jugamos mucho en este envite.
Decidieron que cada uno investigaría según su rango. Isarn entre los caballeros, Renard con los criados y Pellet con los escuderos.
Ignorantes del peligro que les acechaba, Guillermo y Bruna sentían fascinación por aquel lugar único, deslumbrante. Así, cuando aquella mañana Hugo les comunicó que la Dama Loba, reina indiscutible de la corte de Cabaret, les vería en su aposento, el caballero franco se emocionó.
La alcoba de Orbia de Pennautier estaba situada en la torre principal del castillo y aquél era, sin duda, el proverbial gineceo de la Fin'Amor, el nido del amor galante. La encontraron tocando en su vihuela con arco un aire melancólico, sentada en unos almohadones sobre una gran cama. Vestía aún su camisa de dormir y aparentaba haberse despertado sólo momentos antes, pero Bruna percibió en el color de sus mejillas y el rojo de sus labios que no era así, que la Loba sabía usar los afeites y que cuidaba su apariencia con esmero.
La dama continuó tocando como si no se hubiera percatado de la presencia de sus invitados y, al terminar, agradeció los aplausos del grupo con una risita cascabelera.
—Buenos días, mis jóvenes amigos —les saludó.
—Buenos días —repusieron haciendo una reverencia.
—Permitidme que me vista para recibiros como merecéis.
Y al levantarse, su fina camisa bordada insinuó con sus transparencias un hermoso cuerpo y, sin perder un segundo su sonrisa, complacida por la expectación que causaba en sus visitantes, se dirigió a un lado de la sala donde colgaba un pequeño tapiz con un espléndido unicornio. Allí y ayudada por una de sus damas, con la visión de la mayor parte de su cuerpo impedida por el mítico corcel, la Loba se despojó con parsimonia de su camisa. Bruna observó con cierto resentimiento a sus caballeros, que contemplaban embobados el espectáculo que descubría la cabeza de la dama, con la cabellera suelta, también parte de sus piernas y pies, mostrando de cuando en cuando de forma medida y estudiada los brazos y un pequeño vislumbre de cadera desnuda. Presenciar el vestir y desvestir era uno de los múltiples premios posibles, de distinta significación y naturaleza, que una dama podía ofrecer a su trovador o caballero. Sin duda, era en honor a Hugo, pero también honraba a sus amigos, ya que Guillermo y Bruna jamás hubieran merecido tal premio al ser unos recién llegados que aún no habían probado su saber trovadoresco, paratje y devoción.
Al fin, se mostró ante ellos con un hermoso vestido de seda rojo bordado y les hizo un gesto para que se acomodaran sobre unos cojines mientras ella lo hizo en un escabel desde donde se mantenía más alta.
—La música, el canto, el amor... ¿Qué puede haber más sublime? —les interrogó.— ¿Qué nos puede acercar más a Dios?
—El rezo —repuso Bruna, que no podía evitar, aun en su disfraz de muchacho, sentirse rival de la Loba y resentir su despliegue de seducciones.