Authors: Jorge Molist
—¿Y con quién estás?
—Con mi abuela.
La niña continuaba observándome muy seria.
—Y tú, ¿cómo te llamas? —me preguntó.
—Bruna.
Fue entonces cuando me asaltó el pensamiento. ¿Sería ella?
—¿Me esperarás aquí un momento? —le dije.— Tengo algo para ti. Recorrí el pasillo lo más aprisa que pude y pasando por encima de los que dormían, llegué al equipaje. Guillermo continuaba durmiendo satisfecho.
—¿Conoces esta muñeca? —le pregunté al regresar. La niña abrió más sus grandes ojos al mirarla.
—No. —dijo sacudiendo su cabeza.
Por un momento me sentí decepcionada. Hubiera querido que fuera ella, la pequeña de la casa que habité, para darle algo que la reconfortara.
—¿Te gusta?
Afirmó con la cabeza.
—Es para ti —le dije, y se la di.
—¿Cómo se llama? —preguntó mientras se abrazaba a ella.
—Llámala Bruna.
—¿Como tú?
—Sí —repuse.— Y un poquito de mi amor siempre te acompañará con ella.
La niña me abrazó sin soltar a su nueva amiga. El contacto fue largo, tierno y mi corazón se hizo grande sintiendo el calor de aquella personita frágil. Después, al apartarse, me miró sonriendo por primera vez y, al hacerlo, iluminó la noche, iluminó aquel mundo oscuro, cual su propio nombre de Esclaramonda significa.
«Antes perderá el cuerpo e dexaré el alma pues tales malcalcados me vencieron de batalla.»
[(«Antes perderé mi cuerpo y lo abandonará el alma, ya que tales desastrados me vencieron en batalla.»)]
Poema de Mío Cid
Bruna y Guillermo emprendieron el camino al poco de amanecer. Hubieran podido llegar a su destino antes de la puesta de sol del día anterior, pero no quisieron arriesgarse, dada la situación de los caminos, en caso de no ser bien recibidos en Cabaret. Así podrían ir y volver a la posada en el mismo día sin tener que pernoctar en el bosque.
Ambos llevaban su vihuela colgada a la espalda, espada al cinto y montaban caballos. Su aspecto no era el del común de los juglares trotamundos, sino más bien de un trovador noble acompañado de su propio juglar.
Bruna observó a todo el mundo antes de salir de la posada de El Gallo Cantarín ansiosa por volver a ver a Hugo y decepcionada por no encontrarle. En un instante de descuido de Guillermo, interrogó al posadero, a solas, sobre el juglar de la noche anterior y éste le dijo que se había ido. Bruna se maldijo por haber perdido, a causa de sus miedos, la última oportunidad de hablar con Hugo, pero pensó que no tuvo otra opción; estaba segura de que, de haber ella hablado, uno de los dos hubiera muerto en la posada.
Guillermo le interrogó en un par de ocasiones sobre su aspecto melancólico, pero ella no quiso decirle que aquel al que él deseaba matar era su caballero rival y el hombre que consumía sus pensamientos.
No se habrían alejado un par de millas en dirección a los montes cuando el camino les llevó a un hermoso paraje con frondosos árboles que orillaban el río Orbiel. Bruna intentaba calmar su angustia con la contemplación del sol que iluminaba ya las copas de los árboles, con los reflejos de las luces en las aguas del río, remolonas en ese lugar, y con el canto de los pájaros, cuando un grito le sobresaltó.
De repente, parecía como si los árboles se desplomaran sobre ellos y Bruna notó un golpe y hojas cayendo.
—¡Huid! —le gritó Guillermo.— ¡Es una emboscada! Les habían lanzado una red.
Instintivamente, espoleó su caballo, pero los hombres salidos de la espesura fueron más rápidos y mientras uno de ellos sujetaba las riendas para frenar el caballo, que se encabritó, otros dos tiraron de ella y la desmontaron.
Mientras, Guillermo había sido alcanzado de lleno y, aunque consiguió desenvainar su espada, se debatía atrapado en aquella maraña de cuerdas y hojas. Los asaltantes tiraron con fuerza de la malla hacia un lado, con lo que el caballero se vio arrastrado junto con su caballo, descabalgado de éste y revolcado por los suelos.
—¡Huid de aquí! —volvió a gritar sin alcanzar a ver que Bruna estaba ya maniatada y amordazada.
Unos cuantos se lanzaron sobre él desarmándole, y, al poco, se encontró tan inmovilizado como la dama.
Los asaltantes hablaban occitano y entre risas, se felicitaron por el éxito de su hazaña. Les cargaron cual fardos en sus propias monturas y les condujeron, cruzando un vado cercano, al otro lado del río, hasta un lugar oculto entre árboles y rocas.
Allí, tratándoles como simples bultos, les dejaron un rato en el suelo, aún amordazados.
Bruna y Guillermo se miraban a distancia. Él, temeroso por la dama y ella, deseando hablar, sin poder.
Al poco, oyeron que llegaba alguien montado a caballo que felicitó a los bandidos.
Parecía el jefe. No se entretuvo demasiado en conversaciones. De inmediato, se dirigió a Guillermo y le dijo:
—¿Creíais que nos engañaríais?
Bruna había quedado boca abajo y no pudo ver al personaje que hablaba, aunque al reconocer la voz, el corazón le dio un vuelco. Era Hugo de Mataplana.
—De nada os ha servido disfrazaros. Sois un cruzado franco —continuó.— Un estúpido al que recuerdo pavoneándose en Saint Gilles. Casi conseguís engañar a los de la posada a pesar de vuestras insistentes preguntas sobre Cabaret, pero no a mí. Yo os reconocí. Habéis caído en mi trampa y ahora os vamos a juzgar, condenar y ahorcar sin dilación.
Guillermo, que estaba boca arriba, pudo ver cómo colgaban dos sogas de las ramas de los árboles.
—Yo os juzgo —dijo Hugo solemne— y yo os condeno por cruzado. Y por invadir Occitania, por ladrón, por violador y por asesino de inocentes.
Vio que el franco se debatía. Quería hablar.
—¿Deseáis decir algo antes de morir? —continuó Hugo.— Bien, hacedlo —e hizo signo para que le quitaran las mordazas.
—Vos y yo tenemos algo pendiente —clamó Guillermo tan pronto pudo hablar.— Y como vuestro aspecto no es del vulgo, sino de alguien con honor, os reto a un combate a muerte con la espada.
Hugo se rió.
—Estáis en lo cierto, soy caballero. Pero no voy a aceptar vuestro reto, no tengo ganancia en ello. Ser honorable no implica ser estúpido. Quedan muchos cruzados por matar y por ellos sí que arriesgaré mi vida. Vosotros no valéis el riesgo; ya estáis muertos.
—Entonces, como caballero, os suplico que dejéis libre y sin mal a mi escudero —insistió Guillermo.— Es occitano. No ha levantado su espada contra nadie y me servía forzado.
—Él también tiene su culpa —dijo Hugo observando cómo Bruna, maniatada, se debatía por girarse y poder mirarle a los ojos.
—¿Qué culpa puede tener? —inquirió sorprendido Guillermo.— Es muy joven. No hizo ningún mal a nadie. Os suplico que le liberéis sin daño.
—Se atrevió a cantar la Canción del Ruiseñor en la posada, tal como lo hacía la dama Bruna de Béziers. Eso merece castigo.
—¿La Dama Ruiseñor? —inquirió el franco sorprendido.— ¿Conocíais a la dama?
Al fin Bruna, revolviéndose, logró situarse en una posición desde la que podía ver a Hugo, pero éste ni la miró.
—Sí —repuso melancólico,— tuve la fortuna de conocerla y de que aceptara ser mi dama antes de que vosotros la asesinarais —su voz se quebró.— Ahora vivo para vengarla.
—¡La dama está viva!
—Mentís para salvar vuestro inmundo pellejo —gruñó Hugo encolerizado.— ¡Todos en Béziers fueron exterminados! Y ahora os ahorcaré con mis propias manos.
Tiempo habrá para ver qué hacemos con el muchacho, si realmente es occitano.
Y gritó órdenes para que le ayudaran los demás en su propósito. Bruna se debatía con todas sus fuerzas para soltar sus ataduras y poder hablar. Hugo estaba tan ciego de odio hacia Guillermo que ni la miraba; las cuerdas se le clavaban en sus muñecas y los trapos en la boca no la dejaban hablar, la ahogaban. Aquel gentil trovador que conoció en Béziers se había transformado en una bestia feroz sedienta de sangre. ¡Qué tragedia!
¡Guillermo, que le había salvado la vida, iba a morir ahorcado precisamente por su asesinato! Las lágrimas le llenaban los ojos mientras se esforzaba en gritar, en hacerse notar, sin que poco más que un gemido angustiado saliera de su boca.
—¡La dama está viva! —repitió Guillermo.
—Terminemos ya con esto —cortó Hugo.— Ayudadme, muchachos. Ahorquémoslo.
Y agarrándole, empezó a tirar de él hacia el improvisado patíbulo mientras el franco se debatía. Los demás se precipitaron para sujetarle, pero al incorporarle del suelo, el de Montmorency, que se había librado de las ataduras de sus pies sin que los otros lo percibieran, logró encajar una patada en el vientre de uno de ellos. Al tiempo, de un tirón, se soltó de Hugo y precipitándose hacia delante, golpeó el pecho de otro con su cabeza y, dando tumbos entre los que pretendían sujetarle, se lanzó al lado de Bruna.
—¡La dama está viva! —volvió a gritar.— ¡Y está aquí!
Fue entonces cuando la mirada de Hugo se encontró con aquellos hermosos ojos verdes, llenos de lágrimas, que tanto amaba.
«Dios, qué buen vasallo, si oviesse buen señore!»
[(«¡Oh, Dios, qué buen vasallo, si tuviera un buen señor!»)]
Poema de Mío Cid
—¡No quiero ver más a ese desarrapado! —gritó el abad Arnaldo a su secretario.
—Ya se lo dije, pero Renard insiste en que trae noticias que os interesan, y mucho —repuso el cisterciense.
—Hemos discutido mil veces sobre el botín —se lamentó el abad irritado.— Los ribaldos tienen lo que se merecen. Demasiado les dimos y ese Rey Ribaldo es afortunado de no haber sido ahorcado después del incendio de Béziers.
Aun muriendo miles de ribaldos en la vanguardia de los asaltos a los burgos de Carcasona, la ciudad se había rendido a los nobles. Fueron éstos quienes tomaron posesión de ella y de todas sus riquezas, dejando a la chusma lo justo para sobrevivir. Sólo permitían la entrada a aquellos que, habiendo jurado lealtad como siervos a sus nuevos amos, se habían empleado con algún noble en servicio civil o de armas.
Renard y los suyos se encontraron tan miserables como salieron de sus países, viendo desvanecerse todos sus sueños de fortuna y riquezas. Era como siempre había sido.
Los ricos eran más ricos y los poderosos, más poderosos. Los ribaldos habían muerto y sufrido por la causa de Cristo a cambio del perdón de sus pecados. Los nobles sumaban al perdón todas las riquezas.
Renard quiso, una y otra vez, negociar con el abad y el nuevo vizconde una parte justa del botín para los suyos, pero en su último encuentro con Simón de Montfort éste ordenó que lo azotaran por insolente. El Rey Ribaldo supo entonces que su monarquía había terminado y que los nobles sólo darían una oportunidad a los que, abandonando a sus compañeros, se unieran a sus filas como siervos, casi como esclavos.
Ya no tenía nada que ofrecer en nombre de los suyos. Nunca habían estado muy cohesionados entre ellos; eran compañeros de viaje por necesidad, y aquella tropa se disgregaría.
Pero Renard no renunciaba a sus sueños: una casa, unas viñas, algún campo y poder formar una familia con aquella muchacha que esperaba un hijo suyo, aunque tuviera que aceptar vasallaje de un noble y pagarle parte de sus cosechas. La cruzada le había permitido huir del señor que le esclavizaba en el norte. Había luchado demasiado por su libertad, había visto a muchos morir por ella, para resignarse a perderla ahora que la sentía tan cerca.
Continuaba teniendo algún poder. Sabía moverse bien y conocía lo que otros ignoraban...
—Dice que no viene a hablar del botín —repuso el secretario,— sino de algo secreto que a vos preocupa mucho.
—¿Qué? —se extrañó el abad.
—Eso dijo.
El legado papal estuvo meditando un tiempo y al final se dijo que le convenía saber lo que precisara saber, y saber lo que no necesitaba no iba a hacerle daño.
—Decidle que pase, pero que, si me hace perder el tiempo, los azotes que recibió de los Montfort le parecerán caricias en comparación a los míos.
Renard apareció por la puerta sonriente y después de hacer todas las reverencias que consideró requeridas, quiso besar el anillo del legado. Éste se lo negó y le hizo permanecer de pie frente a su silla colocada en una tarima desde donde se encontraba más alto que el ribaldo.
—¿Qué deseáis? —inquirió el abad sin más preámbulos.
—Una bonita casa en Carcasona, unos campos cercanos y unas viñas —repuso éste igual de directo.
—Ya hemos discutido sobre el botín. Si insistís, haré que os ablanden la espalda.
—Será a cambio de algo.
—¿Algo? ¿Qué algo tenéis que me interese?
—A mí la gente me cuenta muchas cosas; lo que oyen en el mercado, en la calle o incluso tras las puertas y las lonas de las tiendas.
—¿Y bien?
—Sé algo que os interesa y preocupa.
—¿Qué es?
—Sólo si me concedéis lo que pido.
—Os lo puedo arrancar a latigazos.
—No, porque no sabéis lo que buscáis.
Arnaldo pensó unos instantes antes de replicar:
—¿Y cómo sé que lo que ofrecéis vale lo que pedís?
—Os lo diré si juráis por Dios cumplir conmigo.
—Eso es pecado.
—Pues hacedlo por la salvación de vuestra alma.
—Mucho tiene que valer lo que sabéis.
—Lo vale y, si juráis no traicionarme y cumplir con nuestro acuerdo, os lo diré en un instante.
—Bien, acabemos con esto —el abad se impacientaba.— Tenéis mi palabra, pero sólo si lo que me ofrecéis interesa.
—Prometedlo.
El abad del Císter dudó. No le gustaba aquello, pero el asunto parecía importante y no era él alguien que se rebajara a regatear con un truhán.
—Será mejor que el asunto valga la pena. Si no, lo lamentaréis.
—Os interesa y mucho.
—Lo prometo —dijo al fin.
—La Dama Ruiseñor sigue viva.
—¡No puede ser! ¡Todos murieron en Béziers!
—Está viva. Sé dónde se esconde y quién la protege.
El legado pensó. Era inútil preguntarle a aquel tipo cómo supo de su interés por Bruna de Béziers. Después, se dijo que Renard, siendo capaz de moverse con facilidad y sin escrúpulos, era válido para cualquier encargo.
—¿Cómo sé que no me engañáis?
—Pagadme por trabajo hecho. Cuando os traiga su cabeza.
Arnaldo observó de nuevo a aquel hombre en silencio. No perdía nada y, de estar el ribaldo en lo cierto, a él no le importaba darle a aquel hombre una casa y terrenos. Los vencedores tenían fincas desocupadas en abundancia y sin costo. Y quizá aquel franco mañoso pudiera ser de utilidad en el futuro.