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Authors: Jorge Molist

La reina oculta (26 page)

[(«El predicador de la fe, el hombre de toda santidad.»)]

Fierre des Vaux-de-Cernai refiriéndose a Domingo

Prouille

Pasamos dos días descansando en aquel prado, curando nuestras heridas. Las del corazón eran mucho más profundas que las físicas, aunque a veces la tristeza dejaba paso a alguna sonrisa. Al amanecer del tercer día, preparamos nuestros bártulos y nos pusimos en camino hacia Prouille, que según mis noticias debía de estar muy cerca de Fanjeuax. Yo sentía que no todo estaba hablado, que nos quedaba mucho por decir, por sentir.

Acordamos que, para mi seguridad, yo continuaría aparentando ser un paje y que ayudaría a Guillermo en la búsqueda de los fardos de la séptima mula. Sentía una gran curiosidad por esos documentos, que aparentaban ser motivo secreto para la cruzada, y me preguntaba si tendrían algo que ver conmigo. No había razón para que Guillermo manifestara abiertamente su rebeldía con respecto al abad del Císter, de manera que fingiría continuar, de momento, bajo la obediencia de éste y al servicio de los Montfort y la cruzada.

Nuestras miradas se encontraban con frecuencia durante el camino. Él sonreía y yo devolvía la sonrisa, y muchas veces sentía el rubor en mis mejillas al recordar aquel beso. Ambos sabíamos que era el único que nos daríamos, pero ninguna regla de la Fin'Amor rompíamos recordándolo con placer.

No mencionamos en ningún momento los documentos que los templarios nos dieron junto a la comida. Estaban en un bulto que Guillermo ató en el interior de su escudo, que colgaba de la silla de montar. Era un acuerdo tácito. Había que serenarse antes de abordar de nuevo la búsqueda del «testamento del diablo».

A media mañana llegamos al campamento en Carcasona. No había habido ninguna acción guerrera desde la toma del burgo de San Miguel. Los cruzados se limitaban a esperar confiados en la sed de los sitiados y se decía que el vizconde pronto se vería obligado a negociar.

Nos aprovisionamos para varios días de camino despojándonos de las enseñas de los Montfort y de las de cruzados; nos adentraríamos en territorio hereje y los lugareños no miraban con simpatía a los invasores. Prouille era un pequeño caserío en un cruce de caminos desde donde se divisaba a poca distancia, encaramado en una colina, Fanjeaux, pueblo amurallado cuya nobleza era mayoritariamente cátara.

Llegamos a Prouille al atardecer del mismo día en que salimos de Carcasona. Era un grupo de casas rodeadas por unos muros precarios que más parecían tapias. Una pequeña iglesia y una torre que en sus tiempos debió de servir de defensa, pero que ahora eran los restos de un molino de viento, quizá de los que el vizconde Trencavel ordenó destruir, dominaban el conjunto.

El lugar, en ruinas cuando fue donado a los castellanos Diego, obispo de Osma, y a su diácono Domingo hacía pocos años, había sido parcialmente reconstruido y acogía a un grupo de muchachas católicas, antiguas cátaras algunas. La superiora nos recibió con una gran sonrisa y amabilidad, más aún al identificarnos como católicos que veníamos buscando a fray Domingo.

—Ese hombre o es loco o es santo —nos confió sin que su sonrisa menguara.— Nos tiene muy inquietas. No podemos convencerle para que deje los caminos y su predicación, aunque sólo sea temporalmente. Antes, cuando llevaba la palabra del Señor a lugares de herejes, y a pesar de que él siempre fue muy respetado, había quien le insultaba. Ahora las gentes están asustadas, pero también llenas de odio desde que llegaron las noticias de lo que los cruzados hicieron en Béziers y es frecuente que le arrojen barro seco y piedras. Se arriesga a que le maten en cualquier recodo del camino. Pero eso a él no le importa —nos guiñó un ojo.— Y no está loco; es santo.

Nos dijo que había ido a predicar a Mirepoix, donde casi todos eran cátaros, y que igual podía aparecer de regreso el día siguiente como dentro de tres o cuatro. Nos acogieron por la noche y al amanecer del día siguiente partimos en su búsqueda hacia Mirepoix.

El paisaje era accidentado, con colinas ondulantes que hacían que el camino tuviera numerosos recodos. Por eso le oímos antes de verlo. Venía cantando algún tipo de salmodia en latín junto a su socium, el fraile que le acompañaba.

Era de estatura media, delgado, cercano a los cuarenta y de ojos oscuros. El poco cabello que tenía, después de una gran tonsura que le dejaba casi todo el cráneo al descubierto, le asemejaba a un santo de pintura al que se le hubiera caído encima la corona, sólo que la suya estaba hecha de pelos castaño rubio. Su tez era muy morena, ya que pasaba mucho tiempo a la intemperie y, por amor a Dios, no se cubría ni cuando el sol le asaba los sesos ni con lluvia ni granizo. Andaba descalzo y su túnica era de lana cruda, llena de retazos y remiendos. Tan pobre indumentaria se completaba con una capa negra y un cinto de cuerda con tantos nudos como votos había prometido, en el que llevaba un fardillo de tela que protegía el Evangelio de San Mateo y las cartas de San Pablo, únicos valores que portaba junto con una navajilla para cuando comía. No tenía donde llevar ni dinero ni provisiones; de hecho, no le preocupaban en absoluto, ya que comía de lo que le daban, si se lo daban, siguiendo las palabras de Jesús a los apóstoles cuando les dijo que no se inquietaran por su sustento, ya que no lo hacían los pájaros del cielo y que el Señor les proveería. Un báculo rústico en el que llevaba atado en la parte superior un travesaño a modo de cruz completaba su escaso equipaje.

Guillermo me comentó con posterioridad su sorpresa al verle de aquella guisa, sabiendo que el personaje provenía de una familia noble castellana emparentada con la realeza y que su educación filosófica, eclesiástica y lingüística superaba a la suya. Más impresionado quedó aún al ver la sonrisa con la que nos dio la bienvenida tan pronto nos vio. Una aureola de paz y felicidad parecía envolverle contagiando a quienes estábamos cerca.

Le dijimos que veníamos en busca de su consejo y confesión, sorprendiéndose de que hubiéramos hecho tanto camino por su persona. Era él quien acostumbraba a hacer camino al encuentro de las almas.

Era casi mediodía. Les ofrecimos compartir nuestra comida y aceptaron, Domingo serenamente y su socium, un muchacho joven de aspecto y modos que pretendían imitar a su maestro, con ansia. Luego supimos que andaban en ayunas desde la noche anterior, en que sólo un mendrugo seco tuvieron de cena.

—Así que vos vinisteis con la cruzada —preguntó Domingo comiendo pausado, sin la prisa de su compañero.

—Sí, padre —respondió el caballero.

—Decidme, ¿es cierto lo que se cuenta sobre la matanza de Béziers? —inquirió dejando de sonreír.

Guillermo se quedó mirándole, dudando cómo abordar el tema, pero yo no me pude contener.

—Fue horrible, padre —dije con lágrimas en los ojos.— Asesinaron hasta a los sacerdotes católicos vestidos con sus ropajes de misa mayor en las iglesias. Intentaron proteger a los fieles, pero les mataron primero a ellos y después a todos los demás. No quedó nadie vivo en la ciudad.

Domingo dejó de comer, se santiguó y, cerrando los ojos, se mantuvo en silencio.

Cuando los abrió estaban húmedos y se lamentó:

—Dios me perdone por no haber podido evitarlo.

—¿Evitarlo? —se extrañó Guillermo.— ¿Cómo habríais podido evitarlo?

—Esforzándome más, siendo más elocuente, dando mejores ejemplos, convirtiendo a más herejes.

—¿Y cómo habría ayudado eso?

—Quizá el Papa no se hubiera sentido tan amenazado, quizá hubiera decidido que continuaran las predicaciones en lugar de ordenar que se tomaran las armas.

—¿Qué opináis de la cruzada?

—Yo soy católico y obedezco al Papa.

Una tos profunda, de lo más hondo del pecho de Domingo, interrumpió la conversación.

—¿Pero qué dice vuestro corazón? —preguntó el caballero cuando el fraile se hubo recuperado.

—Jesucristo, cuando lo llevaron preso, le dijo a Pedro que bajara su espada. Él no portaba armas. Yo sigo su ejemplo en todo lo que puedo —repuso Domingo pausado.— Dios es todopoderoso. Si hubiera querido terminar con romanos, judíos, musulmanes o herejes, lo hubiera hecho con cualquier plaga. No necesita a los cruzados.

—¿Estáis contra la cruzada?

Domingo le miró con ojos tristes.

—Pertenezco a la Iglesia católica y no puedo oponerme a las decisiones del Papa — dijo en voz baja,— pero estoy en contra del asesinato de inocentes, del dolor causado a nuestros semejantes, de la falta de caridad... Y estoy a favor de la humildad, de propagar la palabra del testamento imitando a nuestro Señor. Para defender la religión, no acepto otras armas que los buenos ejemplos, la predicación y la doctrina.

Guillermo observó que, mientras todos comían conversando, Domingo había dejado de hacerlo.

—¿No coméis?

—Haré penitencia por mi culpa en la cruzada.

—¿Más penitencia? —saltó el fraile joven.— Si apenas habéis comido nada en los últimos días. ¿Y esa tos?

—Todos estamos en las manos de Dios, hermano —repuso rápido Domingo con una sonrisa forzada.— Sólo él decide nuestro destino.

Se hizo el silencio mientras el socium aceptaba con una inclinación de cabeza.

—Padre, concededme la merced de vuestro consejo y confesión —pidió Guillermo visiblemente impresionado.

—Ruego al señor que me ilumine —repuso Domingo.— Y espero poderos ayudar.

El fraile y aquel curioso eclesiástico, que era a la vez mi caballero y mi amo, se apartaron para poder hablar en confidencia y yo continué comiendo junto al joven. El socium parecía tener un apetito insaciable. Me dije que el pobre no sabía cuándo comería de nuevo y que aprovechaba la ausencia de su maestro para resarcirse de la miseria.

—¡Qué admirable es fray Domingo! —comenté para darle conversación, preocupada porque no se atragantara con lo aprisa que comía.

Eso hizo que se detuviera a mirarme y, como si se le disparara un resorte, empezó a hablar entusiasmado.

—Nunca he conocido a nadie como él; es un santo. Siempre feliz, contento y predicando durante el día, cuando está con la gente, y rezando y mortificándose por Dios por la noche. No sé cuándo duerme, no le importa su cuerpo, sólo el alma. Siempre está dispuesto a debatir de igual a igual con los herejes. Ha tenido cientos de coloquios y polémicas con ellos.

—Es un ser especial...

—No sé cómo resiste —continuó el fraile.— Dios le ha tocado con su gracia. A veces, me hace pensar en esos cátaros que por ser más puros se dejan morir de hambre haciendo la endura.

—Los extremos se tocan. Quizá esté más cerca de ellos que de Roma —repuse irónica.— ¿No creéis?

El socium me miró como si no entendiera.

54

«Ego te absolvo a peccatis tuis, in nomine Patris et Filli et Spiritus Sancti.»

[(«Yo te absuelvo tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.»)]

Oración de perdón

Guillermo y Domingo anduvieron unos metros para refugiarse bajo la sombra de un frondoso roble, en un altozano donde se divisaba una sucesión de pequeños valles con viñedos en las laderas y campos de trigo en las zonas llanas. La siega había terminado tiempo atrás y la cosecha estaba a buen recaudo.

—¿Es verdad que rechazasteis un obispado? —inquirió Guillermo tan pronto se sentaron.

—¿Habéis visto algún obispo con unos pies así? —dijo el fraile levantándolos y moviendo los dedos mientras reía divertido.— ¿Así de descalzos, sucios y mugrientos? Yo soy un predicador, me gustan los caminos.

—Pero la cruzada se acerca y algún resentido os puede matar.

—Y entonces sería un mártir por Jesús, como los primeros cristianos.

—No sois como ninguno de los eclesiásticos que he conocido.

—Yo obedezco a la Santa Madre Iglesia, heredera de san Pedro, y a mi corazón. Éste me habla de hermandad, de predicación pacífica, de humildad y amor, tal como hizo el Salvador.

—Vos no podéis pertenecer a la misma Iglesia que el legado Arnaldo; no sois como ellos.

El fraile le miró con sonrisa de niño pillado en falta.

—La Iglesia es muy grande, hay espacio para casi todos y desde dentro yo intento empujar hacia el ejemplo de Jesús.

Guillermo contempló a aquel desarrapado que podría vivir en un palacio y lo hacía a la intemperie, y su aspecto descuidado de cuerpo y vestimenta, pero feliz. No pudo más que rendirse de una vez al encanto de aquel hombre sonriente que le miraba con caridad.

Le pidió que le protegiera con el secreto de la confesión y una vez concedido éste, se relajó y le abrió su alma. Le contó su peripecia desde la propuesta del legado papal a la muerte del templario y el descubrimiento de Bruna.

—Es hermoso que el lobo que ha de devorar a la oveja se convierta en cordero para amarla —dijo Domingo mirándole radiante.

—La vi como un ángel, padre. Me he enamorado de ella y no puedo dañarla por mucho que me lo pida el legado del Papa. ¿Qué debo hacer? Además, maté al templario Aymeric, un verdadero hombre de Dios. ¿Cómo puedo borrar ese pecado?

—Hijo, cerrad vuestros ojos físicos y leed dentro de vuestra alma —repuso Domingo.— Hacedlo, hacedlo —insistió al ver que el caballero le miraba sorprendido.— Quedaos así un rato. ¿Qué os dice?

Guillermo se mantuvo un tiempo con los ojos cerrados, sentado en silencio con su espalda apoyada en el tronco del roble. Sólo oía el piar de los pájaros y el murmullo del aire agitando las hojas. Al principio, nada le venía a la mente, sólo notaba su corazón, al que la angustia apretaba como un puño.

Pero al cabo de un tiempo, serenándose, empezó a hablar:

—Me dice que debo cumplir el encargo del abad del Císter en cuanto a recuperar la carga de la séptima mula.

—Seguid, seguid —le animó Domingo.

—Que es un crimen, un pecado matar inocentes tal como hace la cruzada y que de esas culpas no puede absolver ni siquiera el Papa, porque son contra Dios.

El silencio de Domingo le animó a continuar:

—Y también que Bruna tiene alma de ángel. El Señor quiso salvarla en Béziers y fui yo su mano, e hizo que, a su vez, ella intercediera en Douzens por mí, que me rescatara de las llamas eternas cuando se juzgaba mi alma. Pero por encima de todo me dice que la amo con locura. Mi espada la protegerá, mi corazón la amará y yo le obedeceré.

Cuando se hizo el silencio, Domingo no habló. Tenía los ojos cerrados. Callado, Guillermo sintió la paz dormida del mediodía de agosto y descansando bajo la sombra del roble contempló sereno las colinas pardas, las laderas verdes de vides madurando su uva y los campos de mies con rastrojos dorados. Al fin, el fraile, que parecía dormido, suspiró y dijo:

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