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Authors: Jorge Molist

La reina oculta (47 page)

91

«Tú, apodado "boca que profiere grandes cosas", tú, que has luchado contra los santos del cielo.»

Yehuda Ha-Levi, 86

Bruna desfalleció en la cruz mientras Berenguer y Salomón levantaban, rezando a coro, los cálices con la sangre de la muchacha; primero hacia la dama, y después, en dirección a la sala. Sara intentó cerrar las heridas sangrantes con unos vendajes impregnados con una pasta cicatrizante de su preparación. Si no se detenían las hemorragias, la Dama Grial moriría.

Mientras, los oficiantes continuaban su rito. Tomaron en recipientes de plata y oro los destilados finales de las retortas y los derramaron dentro de un gran cuenco dorado, mientras recitaban conjuros ininteligibles. Los hombres barbudos dejaron de cantar.

Cuando Berenguer estuvo satisfecho con el preparado, vertió en su interior la sangre de la dama, cuidando de enjuagar las copas para aprovecharla al máximo, y lo mezcló todo con su hisopo, sin detener su murmullo nigromante.

Berenguer se giró de espaldas al altar, miró a la mayor de las salas, donde formaba el ejército, puso sus brazos en cruz y se mostró imponente dentro de su casulla bordada en oro y pedrerías.

—Ésta es la noche primigenia de la nueva era —declamó.— La noche en que al fin la semilla, crecida hasta dar fruto, se prepara para salir a la luz. Éste es el momento del parto. Hoy un ejército invencible volverá a la vida, en pocos días crearemos otro ejército y así hasta que yo lo crea necesario. Mañana se nos unirán miles de hombres. Narbona y su región serán nuestras y renacerá el reino judío de Septimania. Pronto marcharemos sobre Carcasona, y después sobre Roma, París y el mundo.

Hizo una pausa majestuosa y sin moverse de su postura, continuó.

—Los que tenéis conciencia y vivís este momento, recordaréis la noche en la que el Mesías Berenguer dio vida a los cuerpos de barro, como hizo Dios con Adán, y resucitó a los muertos, tal como su antecesor, Cristo, hizo con Lázaro.

Se santiguó y girándose al altar, llenó con un cacillo dorado los cálices, con sumo cuidado para no derramar la mezcla, tomando él uno y otro Salomón. Entonces, ambos declamaron su conjuro a coro, levantándolos hacia Bruna y después hacia la sala.

Ambos bajaron a la vez los escalones y empezaron a escribir «verdad», en las frentes de las figuras, al tiempo que introducían en las bocas un pequeño trozo de pergamino con el nombre secreto de Adonai. Después hisoparon la mezcla del cáliz en la cabeza, cuello, corazón, estómago, vísceras y sexo de cada uno de aquellos seres inmóviles, hilera tras hilera.

Había muchos de aquellos muñecos de barro y tenían que regresar a rellenar el copón. En esa operación estaban cuando Bruna recuperó la conciencia en su cruz. Se notaba débil, con la mente turbia, sedienta, pero al ver a Salomón y al arzobispo en su quehacer, sintió pavor al imaginar a cientos de guerreros como Adán.

De regreso al altar, los oficiantes levantaron sus cálices hacia ella pronunciando frases incomprensibles y al girarse hacia la sala, empezaron su recitación de rítmica cadencia a coro. Acto seguido, los hombres barbados se les unieron y aquella vibración de la mañana volvió a sacudir el aire, el suelo y las paredes. Extrañada, la dama se preguntaba cómo el verbo podía tener tal poder y con alarma observó que el ejército, impregnándose de aquella fuerza, empezaba a estremecerse mientras caían con estrépito al suelo algunas de las armas. Bruna supo lo que iba a ocurrir y que nadie podría impedirlo. Se dijo que en aquellos días aciagos había presenciado atrocidades que jamás pensó se pudieran dar, pero sabía que lo que le quedaba por ver iba a superar el horror. Cerró los ojos para dedicar sus menguadas fuerzas al rezo.

92

«Per Deu vos pri, bien seiez purpensez de colps ferir, de receivre a de duner!»

[(«En nombre de Dios os exhorto a bien herir. ¡Golpe dado por golpe recibido!»)]

La Chanson de Roland, XCII

Avanzaron cautelosos siguiendo el plano del pañuelo de Guillermo, que había tomado la delantera e iluminaba el camino con el candil a la vez que decidía la ruta trazada en aquel extraño mapa. La referencia a «los hombres oscuros» les inquietaba, pero el de Montmorency no tenía dudas: encontraría a Bruna aunque fuera lo último que hiciera. Pronto se dieron cuenta de que aquello era una maraña de pasadizos, algunos anchos, otros estrechos con plazoletas subterráneas, cruces y bifurcaciones, construidos a veces en adobes viejos o en piedra. También había estatuas y Guillermo no tuvo que recurrir a sus estudios de teología para saber que eran paganas. La luz titubeante de su lámpara les mostró al final de un pasadizo recto dos de aquellas estatuas. Eran guerreros y tenían un aspecto gris ceniciento, oscuro.

—¡Fijaos! —gritó Renard.— ¡Se han movido!

—¡Son los hombres oscuros! —dijo Guillermo.

Se quedaron inmóviles, pero de nada les valió, ya que aquellos seres empezaron a acercarse amenazantes mientras desenfundaban espadas.

—¡Salgamos de aquí! —chilló Pelet.

—Idos sólo si queréis y veremos cómo os apañáis cuando los volváis a encontrar en vuestro camino —repuso Guillermo.— Nos enfrentaremos a ellos juntos y venceremos.

El franco ya tenía encima a uno de aquellos seres, que le embistió espada en ristre.

No le fue difícil protegerse del golpe, que devolvió para tantear al rival. Mientras, Renard se defendía de la acometida del segundo con la lanza corta del carcelero y Pelet los observaba a la retaguardia sosteniendo el candil que el franco le había pasado. Le era difícil al ribaldo mantener a raya a su enemigo, mejor armado que él, por lo que perdía un terreno que aquel ser le robaba sin que le quedara más opción que recular. Decidió que debía arriesgarse y, haciendo una finta con su lanza, consiguió que el guerrero descubriera su guardia y le hundió la azcona en el pecho. Pero aquel cuerpo, en lugar de derrumbarse malherido, sorprendió a Renard con un mandoble que apenas pudo esquivar, mientras trataba de recuperar su lanza desclavándola de lo que, por su consistencia, casi parecía un pedazo de madera.

—¡No sienten las heridas! —vociferó el ribaldo.

—Hay que golpearles en los huesos del cuello o borrarles la primera letra de la izquierda en la palabra escrita en sus frentes —le contestó Guillermo.

—¿Quién se atreve a tocarle la frente a uno de esos monstruos? —se lamentó el ribaldo.

Pelet se dijo que poco podía hacer con sólo una daga frente a aquellas cosas torpes, pero de tal constitución que las heridas parecían no afectarles. Pero también que, si él no entraba en acción, tenían las de perder. Entonces, jugándoselo todo a un envite, dejó la lámpara en el suelo y tomó carrerilla para lanzarse, por el espacio que dejaban sus compañeros, a los pies del rival de Guillermo, de forma que al perder éste el equilibrio cayera hacia delante, encima del propio Pelet. Tuvo éxito en su propósito y la nuca del ser quedó a la vista del de Montmorency, que le descargó un tajo con todas sus fuerzas. Para su sorpresa, el enemigo se desmoronó como un saco de tierra.

No se entretuvieron en averiguaciones, puesto que el ribaldo estaba en una situación crítica, tratando de contener con su azcona a un enemigo inmune a ella. Aquel ente extraño no reaccionó para defender su espalda al oír el grito de triunfo de Guillermo, persistiendo en su intento de acabar con su rival. Al no llevar casco, con un solo golpe en el cogote, el franco se libró de él.

Se miraron entre ellos dudando de que aquello fuera real, pero Guillermo, inquieto por Bruna, les dijo perentorio:

—Tomad sus armas y prosigamos. No hay tiempo para charlas.

El francés apresuró el paso del grupo. Deseaba llegar donde su dama estuviera y, cuando aparecieron dos más de aquellos seres al fondo de un corredor, cedió el candil a Pelet, que le seguía, y se enfrentó a los seres, hombro con hombro con Renard. Esta vez iban bien armados.

—Vamos a por ellos. Pelet debe ganarles la espalda mientras nosotros les resistimos de frente.

Pero al entrar en contacto con sus mudos enemigos, Pelet, que se encontraba atrás,

gritó:

—¡Hay otros aquí!

En efecto, atrás habían dejado una bifurcación de tenebrosas galerías y por allí aparecieron un par de aquellos engendros que con su pertinaz determinación atacaron a Pelet. Éste, con el candil en la mano, retrocedió apresurado, intentando cubrirse. Apenas había logrado desenfundar su espada cuando el candil de barro cocido y su vacilante llama se fueron al suelo rompiéndose en pedazos. Y se hizo la oscuridad más profunda.

Guillermo no había previsto aquella eventualidad y pensó que estaban perdidos. Ni las tinieblas detenían a aquellos seres que continuaron golpeando, aunque pronto percibió que lo hacían a ciegas. Sus espadas chocaban tanto contra los escudos como contra las paredes, haciendo saltar chorros de chispas cuando el hierro acertaba en una piedra pedernal. Intentó sólo cubrirse. De nada le servía luchar, si sólo un golpe preciso podía acabar con aquellos engendros incansables. Sin luz era imposible acertar. ¿Cuánto tiempo resistirían antes de sucumbir? Se dijo que jamás saldrían de aquel laberinto tenebroso.

93

«Nuestros enemigos combaten como bestias feroces.»

Yehuda Ha-Levi, 102

Después de su encuentro con los golems, el grupo de Hugo reanudó su marcha, presuroso, en una larga hilera de luces de candil que les asemejaba a una luciérnaga gigante deslizándose por los túneles. Por momentos, aquella vibración subterránea parecía aumentar y eso inquietaba al rabino David, que les decía:

—Deprisa, si llegamos tarde, será una catástrofe.

Pero lo que temían, ocurrió. En una encrucijada se encontraron con varios de aquellos seres de frente, mientras otros les atacaban por los flancos y retaguardia. La lucha se generalizó y las espadas entrechocaban entre gritos de los asaltados, algunos de dolor, otros dándose ánimos e instrucciones, mientras que aquellos entes se movían determinados, como perros de presa pero silenciosos.

En la vanguardia, el de Mataplana envió a cuatro de sus hombres a enfrentarse a otros tantos enemigos y con otros tres hizo una cuña que, infiltrándose entre los combatientes, les ganó la espalda. Aquellos golems, casi invencibles de frente, eran incapaces de protegerse frente a dos enemigos y, uno a uno, fueron cayendo.

Pero el ataque estaba causando estragos en otros lugares y Hugo corrió con sus compañeros a socorrer a los que se encontraban en apuros. Habituados a la torpeza de aquellos seres y conociendo su vulnerabilidad, no era difícil eliminarlos. Cuando el último cayó, no hubo tiempo de recuperar el aliento. Había ayes de heridos, lágrimas y lamentos por los muertos. Uno de los ataques laterales había tomado a los rabinos por sorpresa y tres cayeron bajo los tajos enemigos antes de que pudieran reaccionar ni recibir socorro.

Dos muchachos habían muerto combatiendo y había cuatro heridos, de los cuales dos no podrían seguir al grupo. Hugo contó los restos de diez golems y quiso que los rabinos tomaran las armas de aquellos seres para protegerse.

—No podemos permitir que esto nos ocurra de nuevo —les dijo.— En el peor de los casos, debéis estar listos para protegeros de los primeros golpes hasta que os llegue ayuda.

—No nos entretengamos —insistió el rabino David.— Habrá que dejar aquí, junto a los cadáveres, a quien no pueda seguir.

—He perdido mi plano —dijo Benjamín angustiado. Sangraba levemente de un brazo.— Ni siquiera sé en qué dirección íbamos.

El ataque había desconcertado a la pequeña tropa y Hugo ordenó que se buscara el documento. La lucha se había extendido por alguno de los corredores laterales de la plazoleta subterránea donde fueron asaltados y la mayoría estaban aún bajo la impresión, desorientados.

—Siento la vibración, la energía del rito —dijo David Quimhi. Y señaló:— íbamos en esa dirección.

Efectivamente, un rumor profundo iba llenando los túneles y parecía aumentar paulatinamente.

—Tenemos que apresurarnos —insistió el rabino.— No podemos llegar tarde.

—¡Aquí está! —gritó uno de los hombres de edad mostrando un pergamino.

Y sin esperar más, emprendieron la marcha a paso rápido. Al poco sintieron crecer la energía, que parecía llegar a ellos en el aire a modo de olas vibrantes, mientras oían a murmullos las voces a coro declamando las frases secretas.

—Estamos llegando —musitó Benjamín.

—Preparaos para combatir a esos seres —advirtió Hugo.

Pero no toparon con ninguno de aquellos entes tenebrosos. Pronto vieron claridad y en el siguiente recodo irrumpieron en una sala que daba a otra mayor, iluminada por teas, y en ella, a sus pies, todo un ejército formado de espaldas.

—Hemos llegado al corazón del laberinto —dijo el rabino.— Ahora es cuando debemos demostrar nuestro valor. ¡Que Adonai nos ayude!

Aquellas figuras en formación estaban poseídas de un extraño temblor y en el otro extremo, en una sala parecida, también elevada sobre la mayor y a la misma altura que la suya, vieron un altar y una cruz con una mujer desnuda en ella. Un grupo de hombres recitaban a coro, a cuatro tiempos, con una fuerza y un poder extraordinarios, una salmodia en hebreo antiguo. Frente al altar, estaba el arzobispo con su casulla de pedrerías y los brazos en cruz.

—¡Quiera el Señor que no sea demasiado tarde! —exclamó el rabino.

Los más ancianos se agruparon y David Quimhi, después de escuchar con atención a los del otro lado, se puso a recitar rítmicamente otras invocaciones incomprensibles para Hugo. Enseguida se le unieron, a coro, los demás. Sus voces empezaron a subir en volumen y hacían contrapunto a los cuatro tiempos de los contrarios. Pronto, aquel ámbito subterráneo se llenó de resonancias cruzadas y la vibración se hizo insoportable. Los soldados de barro se sacudían más aún, de forma espasmódica, como si un terrible sufrimiento les aquejara.

—¡Dios mío! —exclamó Hugo, que, preocupado en colocar a su pequeña tropa para la defensa, no se había fijado al llegar en lo que ocurría en la sala más lejana.— ¡Están crucificando a Bruna!

—¡No vayáis! —dijo Benjamín sujetándolo del codo.— ¡Tenéis que quedaros aquí!

—¡Venid, ayudadme a rescatar a mi dama! —repuso Hugo sacudiéndose de encima su mano.

—¿Pero no veis lo que ocurre? —le advirtió el joven Benjamín.— Es el verbo contra el verbo. Es el poder de la creación en lucha. Estamos impidiendo el conjuro, estamos frenando a las almas a punto de poseer los cuerpos. ¡Debemos proteger a los ancianos, que no se les interrumpa! Si fracasamos, la peor de las catástrofes caerá sobre el mundo.

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