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Authors: Jorge Molist

La reina oculta (45 page)

—¿Y con ello se da vida a una estatua de barro?

—Con eso y más. Los golems antiguos han sido torpes y los pocos grandes maestros que los tuvieron los usaban como criados.

Eso era todo. Pero Berenguer, con la ayuda de Salomón ben Abraham, ha transgredido todo al hacerlos soldados. Sin embargo, por el momento sólo había conseguido lo mismo que maestros anteriores: seres torpes y mudos que, a pesar de manejar las armas, eran pobres guerreros. Eso hasta hoy.

—¿Hasta hoy qué?

—Hoy ha usado el verbo dentro de una gran sala de proporciones áureas; las del número de oro, el número de la creación...

—Sí, lo conozco; es el número de la cadencia que convierte el canto en encantamiento. Sé que algún trovador también lo busca.

—Ciertamente. En el subsuelo de la ciudad se esconden unas extensas catacumbas que datan de tiempos paganos. En el centro del laberinto que forman, existen tres salas conectadas entre sí. Mantienen proporciones áureas, el número 1,6238, entre la mayor y las dos menores, y en sus dimensiones de largo, ancho y altura. Pero, además, también usa el número de oro en la métrica, en cómo se declaman las palabras secretas, y de esa forma logra la resonancia que maximiza el poder del verbo, conecta con la fuerza de la creación, y pretende dirigirla...

—Eso es acercarse demasiado a Dios...

—Así es; demasiado —le cortó Sara.— Lo que hoy he visto sobrepasa todos los límites. Hasta el momento nadie podía crear un golem que se asemejara al hombre simplemente porque ningún hombre puede imitar a Adonai, el Creador. Pero hoy, Berenguer lo consiguió.

—¿Qué? —Hugo se sorprendió aún más.— ¿Gracias al verbo en proporciones áureas?

—Una combinación de cábala, sonido y alquimia, pero sobre todo de sangre. La sangre de Cristo; la más poderosa de las reliquias.

—¡La sangre de Bruna!

—Sí, la sangre de Bruna.

—¡Entonces, es verdad! ¡Ella es la verdadera Dama Grial, la descendiente directa de Cristo!

Sara quedó pensativa y movió la cabeza negativamente.

—No necesariamente —dijo al fin.— Eso equivaldría a afirmar la naturaleza divina de Cristo y que esa naturaleza divina pudiera pasar de un cuerpo físico a otro, procreando Dios con los humanos. Eso reduciría a Adonai a condición humana.

Hugo calló y trató de asimilar todo aquello. Estaba confundido.

—Entonces, ¿qué otra explicación hay?

—La fe —repuso ella.— La convicción del nigromante. Si Berenguer cree estar usando algo verdaderamente divino, su hechizo adquiere una fuerza sin parangón.

—¿Y ha conseguido seres casi humanos?

—Ha logrado un ser terrible al que ha llamado Adán, por ser el primero creado de la nueva especie. Es más alto, más fuerte que un hombre normal y casi invulnerable. Nace sabiendo luchar como un guerrero consumado; es invencible. Y esta noche el arzobispo dará vida a todo un ejército de sus iguales que tiene en espera. Muchos humanos, por convicción, temor o codicia de botines y tierras, están deseando unirse a ese ejército inexpugnable y resucitar el reino judío de Septimania. Berenguer espera que los nobles occitanos se unan a él y también que lo haga su sobrino, el rey de Aragón; juntos arrasarán a los cruzados.

—No entiendo —repuso Hugo anonadado.— ¿Cómo puede hacer eso? Dios puso un alma en el hombre y ésa es su realidad última. ¿Cómo pueden esos monstruos ser sólo de materia, no tener espíritu?

—Sí tienen alma.

—¿Qué?

—Es la parte más terrible del ritual —Sara miró intensamente a Hugo.— Su cuerpo es barro que se transforma en una especie de materia semejante a la carne y al hueso, pero en el proceso se encarcela un alma dentro de ese organismo.

—¿Y de dónde sale el alma?

—Son almas de difuntos que aún están en la Tierra, que no se han elevado. Para un católico serían algo así como entidades del purgatorio. Berenguer atrae a las de soldados que han muerto recientemente y llevan consigo el saber de armas. Ese saber se multiplica por su sortilegio.

—Pero ¿y si ellos no quieren regresar?

—No importa lo que ellos quieran, el poder del verbo, de la alquimia y de la sangre les supera. Pierden toda conciencia anterior y obedecen ciegamente a su creador. Y éste es Berenguer.

Hugo cerró los ojos; le costaba un gran esfuerzo asimilar el relato de la bruja, aquella historia de magia negra, y oscilaba entre la incredulidad y el temor. Poco miedo acostumbraba a tenerles a los vivos, pero los difuntos le causaban un pavor supersticioso.

Al poco, venciéndole su aprensión hacia aquella nigromancia que resucitaba muertos, un visible temblor sacudió su cuerpo.

—Tomad —le dijo Sara pasándole un vaso de vino.— Dejad de temblar, recuperad el ánimo. Bruna os necesita con todo vuestro coraje y yo también. Vos queréis salvarla. Yo y la mayoría de los míos queremos impedir ese insulto a Adonai y que su ira caiga de nuevo sobre el pueblo de Israel.

El de Mataplana bebió el vino de un trago y lamentó no tener con él a Guillermo.

—Así; tomad valor —le dijo la mujer,— que esta noche deberéis enfrentaros a vuestros mayores miedos.

88

«¿Cómo me has dejado ese día sola en el pozo de las desdichas?»

Yehuda Ha-Levi, 91

Cuando bajaron la cruz, me sentí desfallecer y, al desatarme, quedé desmadejada. El miedo, el frío, el dolor, la contemplación de algo tan horrible habían podido conmigo. Sara le dijo al arzobispo que yo no podía andar y con unas lanzas y cobijas construyeron unas parihuelas donde me depositaron para después cubrirme con frazadas. Berenguer ordenó a Adán quedarse de guardia. Formaron una hilera que encabezaban los soldados y el arzobispo y salimos de allí. Por el camino oí que alguien gritaba mi nombre y pensé que quizá fuera alguno de mis caballeros y quise saludar con la mano. ¿Estarían presos?

Cuando terminamos de subir escaleras, pensé que aquello debía de ser el palacio del arzobispo y me dejaron en una habitación que, aun bien amueblada, sólo tenía un tragaluz muy arriba y estaba en penumbra a pesar de que era de día. Allí ya no hacía frío y Sara me dio a beber un vino aguado con miel. Dijo que me traerían algo de comer y me ayudó a acostarme. Caí en un sopor profundo.

No sé cuánto tiempo dormí, pero al despertarme el ventanuco no daba luz. Había alimentos en la mesa y un candil. Apenas había tomado algo en la mañana pero no tenía apetito y sólo pude comer una manzana. Después, me arrodillé frente a la cama, me apoyé en ella y me puse a rezar al Todopoderoso; por mí, por mis caballeros y por las almas de mi familia. Continué pidiendo por mis vecinos de Béziers y por los desterrados de Carcasona que perecieron famélicos por los caminos.

¡Qué tiempo tan terrible me tocaba vivir! Presentía que aquella noche podía ser la última y le pedí a la Virgen su intercesión con el Señor y que no les permitiera a Satanás y a Berenguer, su acólito, robar mi alma de la misma forma que robaron mi cuerpo, que me acogiera en mis momentos finales y que estuviera a mi lado cuando el arcángel pesara mis culpas y me guiara al cielo. Creía no haber cometido ningún gran pecado en mi vida, a no ser que amar a dos caballeros a la vez lo fuera. Pero era algo que yo no podía evitar; el corazón me vencía. Recé para que se me perdonara ese exceso de amor.

Cuando sonaron los golpes en la puerta y ésta se abrió, aparecieron Sara y Elie con sus esbirros. Yo estaba serena, aun a sabiendas de que me llevaban al calvario. En los últimos días había aprendido que la muerte, aunque invisible, siempre está con nosotros.

Me erguí y les acompañé con la dignidad propia de la Dama Ruiseñor, aunque el miedo volvió, hasta el punto de que, al unirse nuestro grupo con la comitiva de Berenguer, me estremecí al verle.

Bajamos hacia las mazmorras, precedidos por los soldados, Elie y el arzobispo, mientras los hombres de barba y bonete nos seguían.

Al cruzarme con el carcelero, que se había levantado de su banco al ver la comitiva, desde las rejas en oscuridad de mi derecha, oí que alguien gritaba:

—¡Bruna!

Recordaba el mismo grito y estaba atenta por si se repetía. Vi un movimiento en la oscuridad y me lancé hacia allí. Noté los barrotes duros y fríos, y unos brazos cálidos que me esperaban.

—¡Bruna, os amo!

Entonces supe que era Guillermo. Nos abrazamos y besamos con toda la intensidad del amor roto, de una despedida. Él lloraba y yo también. En mis labios notaba el sabor salado de las lágrimas, de las suyas y de las mías.

—¡Os amo, Guillermo!

Fueron unos instantes eternos, maravillosos, trágicos, tristes, en los que mi corazón casi se rompe dentro del pecho de tanto sentir. No quise entretener mis labios en decir adiós, sólo en besar. La reacción de los sorprendidos verdugos tardó, pero después nos separaron brutalmente. El carcelero clavó su azcona en Guillermo para apartarle de mí, mientras otros tiraban de mi cuerpo. Nos resistimos con desesperación, pero al fin deshicieron nuestro abrazo.

—Decidle a Hugo que también le quiero —grité cuando me llevaban.

—¡Os amo, Bruna! —repitió él.

No me quedó más remedio que, sollozando, seguir a la comitiva.

De nuevo llegamos al entramado de túneles y pasadizos, de arcos y de pasillos que conducían a paredes ciegas. Los vigilantes silenciosos continuaban allí siniestros y yo los entreveía semiocultos en las sombras. La entrada al corazón del laberinto la hicimos esta vez por un extremo de la sala grande, por delante de la formación del ejército. Allí estaba Adán, que respondió al saludo de Berenguer, su amo y creador. Todos se colocaron en sus lugares de la mañana y a mí me volvieron a desnudar. Un fuerte temblor me sacudió cuando me quitaban la ropa; más que frío, era la impresión de ver, de nuevo, los clavos y el martillo. Pero tampoco los usaron. Me sujetaron a la cruz sólo con cuerdas. Después, la levantaron entre varios hombres.

Otra vez los cánticos, el burbujeo vaporoso de las retortas, el arzobispo luciendo sus ornamentos litúrgicos mientras oficiaba la misa sacrílega en cuyo final ejercería de Dios. Al fin llegó el momento que yo más temía. Berenguer sacó su puñal del cinto y se vino hacia mí mientras aquel hombre al que llamaban Salomón le seguía portando, al igual que el arzobispo, un cáliz. Buscó en mis pies, noté el corte y el contacto frío del copón. Entonces, Berenguer se irguió para llegar con su estilete a mi muñeca derecha. Cortó también allí para recoger mi sangre.

El tiempo se hizo eterno mientras yo sentía que la vida se iba junto a mi fluido vital y que mi cuerpo languidecía en un camino sin retorno hacia la muerte.

89

«Un día da la vida, otro, la muerte.»

Yehuda Ha-Levi, 14

Guillermo se quedó agarrado a los barrotes de su celda hasta mucho después de que desapareciera la comitiva hacia las profundidades. El carcelero había regresado a su banco con el candil. La oscuridad era otra vez dueña de su celda. Renard callaba.

El de Montmorency fue entonces consciente del dolor en el pecho, entre las costillas, cuando recordó que el celador le había clavado su chuzo para separarlo de Bruna. Se llevó la mano allí; su camisa tenía un desgarro y le pareció notar la humedad de la sangre.

—Me gustaría llegar a tener una casa en Carcasona, campos y unas viñas para poder vivir libre con la mujer que amo y el chiquillo que espera —Renard empezó a parlotear.— Yo sé del amor y sé cuánto sufrís. Quiero vivir con ella, tener más hijos, ser feliz...

Guillermo se dijo que él también lo daría todo por lo mismo con Bruna. Sus ojos aún estaban húmedos y una vez más trató de sacudir los barrotes de la celda sin éxito.

¿Qué sería de la Dama Ruiseñor? ¿Qué sería de él sin ella?

Pero al ir a buscar a tientas el banco de piedra del fondo de la celda, sus pies tropezaron en algo y se sorprendió. Había recorrido las pequeñas dimensiones de su mazmorra arriba y abajo como león enjaulado muchas veces desde su encierro sin topar con nada. Quizá fuera una piedra y pudiera usarla como arma contra el carcelero, aunque no le había dado esa impresión al tropezar con ella. Se puso a buscar hasta tocar algo con su pie y, agachándose, se encontró con un pañuelo anudado a algo que parecía un pan.

Mientras, Renard continuaba contando en voz alta que quería sentar cabeza y la bucólica vida que deseaba vivir hasta el fin de sus días. Era un pan extraño, pesaba demasiado, se dijo el caballero. Lo desenvolvió y encontró una apertura en la corteza. En su interior había algo duro con tacto frío metálico. Su corazón se aceleró. Tirando de aquello, sacó dos piezas de hierro; una era un pequeño estilete y la otra, una llave grande.

¡Tenía que ser la de las rejas de la mazmorra! La emoción le anudaba la garganta mientras intentaba evaluar hasta qué punto aquello mejoraba su estado. Tenía la posibilidad de escapar y, aunque difícil, la de rescatar a Bruna. ¿Quién era el amigo que le había lanzado el pan a la celda? Bruna no fue, no llevaba nada, y tampoco tendría acceso a una copia de la llave. Pero, sin duda, alguien echó aquello en su mazmorra aprovechando el tumulto que provocaron al abrazarse.

Se acercó a la cerradura, palpando el único ojo de ésta, que se abría hacia el pasillo.

Era del mismo tamaño que la llave, pero, aunque la luz de la pobre linterna del carcelero no llegaba hasta allí, no se atrevió a colocarla, ya que el movimiento le delataría y sería muy fácil para el celador arrebatarle la llave colocada en la parte de fuera antes de que pudiera abrir. Sólo tendría una oportunidad y sólo una. No había lugar para errores.

Se acercó a la grieta que le separaba de la celda continua e intentó llamar la atención a Renard, que continuaba soñando en voz alta.

—Cultivaría mis viñas y mi vino sería el mejor de la zona...

—Renard —musitó Guillermo.

—Quiero una casa con un buen sótano para guardar barricas...

—¡Renard!

—Invitaría a mis amigos y...

—¡Renard!

El ribaldo calló y el carcelero miró receloso hacia la oscuridad donde estaban.

—¿Qué queréis? —repuso el ribaldo dándose al fin por enterado.

—Bajad la voz y escuchad —cuchicheó Guillermo.

—Tengo la oreja pegada a la pared.

—Ved si podéis distraer a ese tipo, creo que tengo la forma de salir.

—¿Qué tramáis? —les increpó el carcelero, que les había oído susurrar.

El hombre se levantó elevando el candil para acercarlo a las celdas y ver a sus prisioneros. La guardia había cambiado antes de que Bruna pasara por segunda vez rumbo a las catacumbas y el vigilante nuevo era un tipo de carácter colérico, el mismo que había herido con su azcona a Guillermo.

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