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Authors: Jorge Molist

La reina oculta (36 page)

Hugo y Guillermo hablaban lo imprescindible entre ellos durante el trayecto pero, una vez los tres solos, y no temiendo por la seguridad de Bruna, competían en tratarla como a una señora rivalizando en galanterías. Muchas cosas inquietaban a la dama en aquel viaje y la mayor era la descoordinación y agresividad entre sus protectores. En Cabaret, cada uno estableció su postura y deseos, pero nada se habló de cómo conseguirlos. Así que, cuando acamparon para la noche y encendieron un pequeño fuego, decidió sin más demoras abordar el asunto.

—¿Cómo conseguiremos que el arzobispo nos ceda la carga de la séptima mula? — preguntó.— ¿Qué planes tenéis?

Los jóvenes se miraron como esperando que el otro hablara, pero ninguno se atrevía a hacerlo.

—No tenéis planes —concluyó ella decepcionada.

Silencio.

—Malgastáis el tiempo vigilándoos el uno al otro y compitiendo a ver quién luce mejor —estalló al fin.— ¡Y claro, después os faltan sesos para pensar un plan!

Ellos se encogieron mirando al fuego como niños pillados en falta; ésas no eran formas corteses de trato de una dama a su caballero, pero ella tenía razón.

—Esperaba a llegar a Narbona para ver la situación sobre el terreno —se excusó Hugo.

—Habéis estado en Narbona decenas de veces y, además, seguro que trovando a otras damas —le increpó ella.— Sabéis lo suficiente del terreno como para haber pensado algo.

Hugo se rascó la cabeza a la vez incómodo y pensativo, mientras Guillermo le observaba sin poder contener una sonrisa al ver que la carga del reproche recaía en su rival.

—Bien, de acuerdo —aceptó Hugo al fin,— os contaré todo lo que sé sobre el arzobispo. Pensemos juntos.

Se acomodaron para escuchar.

—El arzobispo es hijo natural del último conde de Barcelona independiente, Ramón Berenguer IV, que se casó con Petronila de Aragón cuando ésta tenía sólo un año. El padre de Petronila, Ramiro, llamado el Monje, salió del monasterio donde se dedicaba a la vida contemplativa a la muerte de su hermano para cumplir con el reino. Lo hizo casándose con una princesa franca para procrear un heredero. Regresó al convento después de dar a Petronila en matrimonio a Ramón Berenguer, al que cedió la regencia, aunque reservándose él el título de Rey hasta su muerte. Ramón Berenguer, como príncipe de Aragón y conde de Barcelona, tuvo que negociar con las tres órdenes militares, sepulcristas, hospitalarios y templarios, a las que el hermano de Ramiro había cedido el reino en herencia. Al fin recuperó la independencia del reino de Aragón y lo cedió a Alfonso II, su primer hijo de su matrimonio con Petronila. Sumándole las posesiones del gran condado de Barcelona y vasallajes, Alfonso, el padre de mi señor, el rey Pedro II, pasó a ser señor de Aragón, de toda Cataluña y grandes feudos en Occitania. Pero antes, mientras Petronila crecía, Ramón Berenguer vivió un amor apasionado con una dama provenzal, con la que se hubiera casado de no existir el pacto con Aragón, y tuvo con ella a Berenguer, cuyo destino era ser su heredero, pero que terminó siendo sólo un bastardo oficialmente reconocido. En otras palabras; si la alianza matrimonial de Aragón-Cataluña no se hubiera consumado, ahora Berenguer sería conde de Barcelona y, de haber continuado extendiéndose el poderío de su casa, quizá rey de Cataluña, Provenza y de otras posesiones occitanas. Berenguer fue destinado a la carrera eclesiástica sin que él considerara ése un destino justo. Antes fue abad de Montearagón, obispo de Tarazona, obispo de Lérida y, finalmente, arzobispo en Narbona, y aunque en algunos aspectos es un hombre de religión, en otros actúa como un monarca.

Tiene numerosas tropas a su servicio y su poder militar supera en mucho al del vizconde de Lara, con el que comparte la señoría de Narbona. Narbona era antes feudo del conde de Tolosa y ahora, al someterse a la cruzada, lo sería de Simón de Monfort.

—No exactamente —intervino Guillermo,— el conde Raimon VI perdió Narbona bajo el punto de vista del papado cuando fue excomulgado. Y recuperó sus derechos cuando se le perdonó en Saint Gilles, pero ese perdón no fue más que una estrategia para ganar tiempo por parte del abad del Císter, Arnaldo. Así, la cruzada sólo ha tenido que luchar, en esta fase, contra el vizconde Trencavel y no contra una alianza occitana. Estoy seguro de que en cuestión de meses le volverán a excomulgar y Narbona pasará a depender de mi tío.

—¿Y por qué creéis que el arzobispo quiere la carga de la séptima mula? —cortó Bruna, que consideraba aburrida la política de las complejas relaciones de vasallaje feudal.

—No lo sé —repuso Hugo,— pero lo más extraño es el método que ha usado; falsificar un documento del Rey es muy serio.

—¿Qué necesidad tiene de enfrentarse a su sobrino? —insistió ella.

—Es un hombre extraño —continuó el de Mataplana.— Debe de poseer una gran fortuna; sus mercenarios exprimen a comerciantes y campesinos con grandes impuestos.

De hecho, su propio sobrino, el rey de Aragón, le debe una fortuna. El Papa le tiene en muy poca estima; le ha llamado «perro que no sabe morder» porque se le resiste y no quiere tomar medidas contra los judíos y contra herejes de todo tipo. Pero no sólo ésos son sus protegidos, se habla también de brujos. Tiene fama de nigromante.

—Pero ¿por qué corre esos riesgos?

—No se arriesga porque es demasiado poderoso y por lo tanto inmune. Pero quiere más poder.

—¿Para qué querrá esos documentos, «la herencia del diablo», como la llama el abad del Císter? —se preguntó Guillermo.

—Muy importantes deben de ser esos escritos si son la causa de la cruzada —dijo Bruna.— Y si el arzobispo ha jugado tan fuerte para conseguirlos, dudo que nos los dé sin más.

—No nos los dará —afirmó Hugo,— habrá que quitárselos.

—¿Para qué quitárselos? —inquirió ella.— ¿No nos basta con saber el porqué de la cruzada?

—Contienen un secreto de poder —repuso el de Mataplana— y yo sí tengo obligación de recuperarlos.

—Pues pedid ayuda a vuestros colegas de Sión —propuso Guillermo en tono malicioso.

—Los caballeros de Sión son pocos y alguno lo ha sido por herencia y no por mérito. Éste es el caso de Raimundo VI conde de Tolosa, que traicionó a la Orden al verse en peligro. Aymeric de Canet murió bajo vuestra espada y el vizconde Trencavel está atado con grilletes y vivirá poco. Por otra parte, Peyre Roger de Cabaret está suficientemente ocupado sosteniendo la lucha occitana contra los cruzados. Sólo cuento aquí con mis fuerzas.

—Aún quedarán caballeros de Sión ocultos —insistió Guillermo.

—Deben continuar ocultos y los que yo conozco no pueden ayudarnos.

Los tres quedaron en un silencio pensativo.

—Le exigiré esos escritos en nombre del abad del Císter —dijo Guillermo al rato.

—Negará que los tiene.

—Le diré que Arnaldo sabe que él los tiene y que le debe obediencia por ser legado papal —insistió el de Montmorency.— Seguro que ni mostrándole mis credenciales querrá devolver los documentos. Pero al menos veremos su reacción y, con suerte, averiguaremos dónde los guarda.

—De acuerdo —coincidió Hugo.— A falta de algo mejor, al menos es una buena forma de obtener información. Cuando sepamos más, podremos establecer un plan definitivo. ¿Qué opináis, señora?

Bruna aceptó.

73

«Per q'ieu sec mas volontatz, e jogui ab los tres datz e prend ab los conz paria et ab bon vin on q'ieu sia.»

[(«Por eso hago lo que me viene en gana, y juego con tres dados, y me acompaño de conos y de buen vino donde quiera que vaya.»)]

Respuesta de Reculaire a Hugo de Mataplana

Establecer un plan de acción conjunto, aunque pobre y deshilvanado, pareció suavizar las relaciones entre mis caballeros. Continuaban compitiendo por mi atención y se mostraban celosos cuando, usando algo de lo aprendido en Cabaret, mantenía una mirada o sonrisa demasiado prolongada en el otro, le acariciaba el pelo al primero y le daba a besar mi mano, o le dirigía un elogio al segundo. Entendía a la Loba, la Dama Grial, y me daba cuenta de cuan satisfactorios podían ser esos juegos amorosos y lo poderosa que hacían a la dama que los sabía jugar.

Creía tenerles bajo control cuando el tercer día de viaje llegamos a un molino en la orilla norte del Aude. Me dijeron que tenían que hacer, que aquél no era lugar para señoras y que me quedara vigilando caballos y bagajes. Pero en los últimos días, al viajar solos, había podido mostrarme como dama; ése era mi papel natural, me encontraba muy bien en él y no entraba en mis planes, del momento, retomar el personaje de escudero. Juzgué poco cortés su propuesta, pero acepté, quizá sorprendida al ver que ambos se mostraban de acuerdo, ya que mantenía el temor de que un día saltara esa chispa y se mataran. Eso me aliviaba, pero a la vez me pasmaba. ¿Habrían hablado por el camino sin yo saberlo?

Así que me dejaron con los caballos y me puse a rumiar. Yo era joven e inocente, pero no tanto como para no sospechar lo que ocurría en algunos molinos o tabernas. Y me mataba la curiosidad. Así que al rato de esperar, me acerqué a las cabañas de madera adosadas al molino y pude oír las risas, murmullos y chillidos, ninguno recatado. Parecía que en aquellos frágiles cuchitriles, que estaban pegados el uno al otro, tumbados con sendas mujeres, Hugo y Guillermo continuaban compitiendo, esta vez en demostrar su hombría y disfrute. Mientras ellas, seguramente esperando de su generosidad, se unían al barullo gritando en el más soez de los lenguajes.

Yo había visto en mi casa caballos montando a yeguas, perros unidos a perras y oído el cortejo escandaloso de los gatos en enero. También recordaba cuando mi padre deseaba satisfacerse con mi madre y entraba en su alcoba, separada sólo por una cortina de donde las damas dormíamos. Y también que ella le recibía con risas y, pienso, disfrutaba de aquellos encuentros, a pesar de amar a su trovador.

No sé qué me aconteció, pero aquello me sentó mal. Más que mal, fatal. Aquéllos eran mis caballeros, me habían prometido ambos su amor y yo les correspondía confusa en mis sentimientos, pero vehementemente. Claro que el amor que me prometieron era espiritual, todo lo contrario de lo que yo, por la barahúnda que aquellos cuatro montaban, imaginaba estaba ocurriendo.

Y me sentí ofendida, muy ofendida. Y la indignación iba creciendo en mí.

¿Me dejaban sola, cuidando los caballos y su carga para ellos hacer eso? Quizá no tenía derecho a considerarme agraviada, pero un rencor desconocido, una bilis amarga me subía del estómago y se me anudaba en la garganta como si me quisiera estrangular. Ellos eran mis caballeros, me habían prometido fidelidad y yo desde niña me había propuesto que a mí no me ocurriría lo que le pasó a mi madre. El hombre que tuviera mi corazón tendría mi cuerpo y que nadie tendría mi cuerpo sin antes haber conquistado mi corazón.

No viviría la infelicidad de mi madre.

Sabía que obtener de cualquier caballero lo recíproco era muy difícil, si no imposible, pero yo estaba dispuesta, cuando llegara el momento, a intentarlo. El momento no había llegado, ninguno de los dos me había pedido matrimonio y lo único que nos unía era una promesa de amor cortés.

Y lo que yo estaba oyendo era todo lo opuesto a ese tipo de amor; nada me habían prometido que les impidiera hacer lo que hacían, pero eso no importaba. Yo me sentía igualmente ofendida y nerviosa, muy nerviosa, con una excitación que me cuesta explicar.

No podía soportar aquello; quería que terminaran ya, que dejaran a aquellas mujeres. Y entonces se me ocurrió:

—¡Nos roban los caballos! —grité.— ¡Ayuda, que se los llevan!

Estaba separada de los ventanucos de los chamizos por una amplia porqueriza, aunque sin duda me oyeron porque, para mi satisfacción, se hizo el silencio.

—¡Socorro! —volví a gritar.— ¡Ayuda, se llevan los caballos!

—¡Voy! —oí, al fin, vocear a Hugo.

—Yo también —clamó Guillermo.

Y me sentí feliz, al tiempo que algo inquieta, porque anticipaba que no les gustaría la broma y, cuando los ventanucos se abrieron, eché a correr hacia los caballos, que continuaban atados sin novedad. Me giré a ver cómo saltaban por las ventanas. Cayeron dentro de la porqueriza, espada en mano y desnudos, fuera de un paño de cama con que Guillermo cubría sus vergüenzas, mientras que Hugo usaba una camisa con el mismo fin.

Tuve que dejar de correr para verles; aquello era demasiado gracioso. Ocurrió que un cerdo enorme, quizá asustado por los gritos, cruzó a toda velocidad por delante de ellos justo cuando pasaban. Hugo tuvo la fortuna de poderlo evitar, pero no así Guillermo, al que hizo volar por los aires con su embestida. Asombrada, contemplé como aun dándose un buen batacazo, al caer desnudo en medio de aquel estercolero, no soltó para nada su espada. No pude evitar reírme y al verme la cara Hugo, que estaba a punto de saltar la valla de la porqueriza para salir del fangal, adivinó mi treta y sonrió divertido. Al girarse y ver el mísero aspecto del caído, le dio la risa y le espetó entre carcajadas:

—Caballero Guillermo, ¡con esa ridícula arma que tenéis entre las piernas no asustaréis a ningún ladrón! ¡Vaya menudencia!

Humillado, desnudo y sucio, Guillermo se incorporaba lentamente haciendo gestos de dolor mientras el otro continuaba riendo. Yo me preocupé pensando si se habría roto algo y sólo me di cuenta de que se encontraba bien cuando, de repente, saltó como un gato sobre Hugo, le tumbó de un tremendo cabezazo en el estómago y, colocándosele encima, empezó a golpearle con saña. Yo temía que le asesinara, ya fuera a golpes o ahogándolo en aquel barro inmundo, pero éste logró zafarse, se colocó de pie y pasó a contraatacar a puñetazos. Yo gritaba que pararan, mientras rezaba a la Virgen para que no se mataran, al tiempo que le daba gracias porque no se les hubiera ocurrido usar las espadas. Me recordaban a lo que se cuenta de los jabalís peleando por su hembra, sólo que éstos estaban pelados, ya que Hugo también había perdido la camisa en la trifulca; pero rugían de rabia y no parecía que fueran a detenerse. Todo valía para golpear: cabeza, pies, rodillas, codos... Rodaban por el cieno, se incorporaban y volvían a caer...

De nuevo me asusté al pensar que terminarían matándose y cuando quise imaginar al superviviente, no pude desear la vida de uno por encima de la del otro. ¡Qué confusos estaban mis sentimientos! Volví a gritar que se detuvieran y me di cuenta de que algo se rompía para siempre; aquella camaradería que habíamos vivido los tres los últimos días no se repetiría.

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