Authors: Jorge Molist
Así que pasé el resto de la mañana en la taberna, acompañada de Guillermo, sin atreverme tampoco a salir a la calle a causa de la advertencia de Sara. Antes de la comida apareció Hugo y disimuladamente nos susurró al oído:
—Hablemos en vuestra habitación después del almuerzo.
—Recuerdo a Sara —dijo Hugo, una vez hube relatado mi sorprendente encuentro de la mañana.— Era esa mujer que vendía hierbas y condimentos en el mercado, ¿verdad?
—Sí.
—Extraño lugar para encontrarse con una judía —me dijo Guillermo.— Nada menos que el palacio del arzobispo.
—Nos contasteis que los hebreos habitan la zona de la ciudad que orilla el río — dije.— El palacio está en ese lado.
—Sí, pero eso no explica la presencia de una mujer judía allí —insistió Hugo.— Si fuera un rabino o uno de sus líderes, entendería que estuviera tratando negocios con el arzobispo, que, además, es señor de la villa.
—¿Y decís que os ha advertido que vuestra vida peligra estando en Narbona? — inquirió Guillermo.
Afirmé con la cabeza.
—Después de su acierto en Béziers, debiéramos tomarla en serio —dijo Hugo.
—Si todo sale como espero, mañana el arzobispo nos dará los legajos y podremos salir de inmediato —afirmó el francés.— Mientras, no me moveré del lado de Bruna.
Yo temía la noche, más aún por el ardor de Guillermo y mi excitación que por las amenazas de Sara. Anticipaba otra batalla contra él y contra mi deseo, no quería encerrarme en la habitación y miraba implorante a Hugo. ¿No se daba cuenta de que me dejaba en brazos de su rival? ¿Tan alto era su sentido de lo caballeresco que no se enteraba de que un hombre enamorado es capaz de romper toda promesa? Entendía que lo acordado, que yo estuviera con Guillermo, era lo más sensato; ya que si se quedaban ambos conmigo, vigilándose mutuamente, no avanzaríamos en nuestro propósito.
Sí, todo era lógico, todo según acordamos, pero mi corazón me decía que Hugo debía despreciar la lógica y le hubiera preferido a él reclamándome en sus brazos. Me di cuenta de que culpaba a Hugo del deseo que sentía por el franco. Aquel estúpido honesto me estaba perdiendo en cada caricia de su rival. ¡Y se creyó que Guillermo se ceñiría a su palabra de caballero! Pero ¿qué otra cosa podía hacer Hugo en esa situación? Y por mi parte, yo no podía denunciar la actitud de su contrincante porque brillaría el acero de las espadas, habría sangre y muerte. Tenía que callarme.
—¿Realmente creéis que el arzobispo Berenguer va a doblegarse tan fácilmente a la carta del legado Arnaldo y al arrogante león rojo de los Montfort? —inquirió Hugo con sonrisa cínica, sin sospechar en qué se ocupaban mis pensamientos.
—Posiblemente no —repuso Guillermo.— En cualquier caso, pase lo que pase, sacaremos a Bruna mañana de Narbona.
—De acuerdo —convino Hugo.
—¿Y qué habéis averiguado trovando? —le pregunté con un toquecillo burlón.
—Mucho —repuso el de Mataplana.— Narbona está al borde de un enfrentamiento interno, o quizá de una sublevación.
—¿Contra el arzobispo o contra el vizconde? —preguntó Guillermo.
—Una sublevación judía.
—¿Los judíos? —me asombré.
—Son muy numerosos en la ciudad y su presencia aquí es anterior a la de los propios cristianos, de cuando esta tierra era pagana —repuso Hugo.— Son anteriores a los visigodos, a los merovingios y a los carolingios. Mientras los visigodos fueron arrianos, les trataron bien, pero al convertirse al catolicismo, empezaron a perseguirles. Fue una sublevación de los judíos, hartos de esa opresión, la que llevó a los musulmanes a conquistar la ciudad. Los mahometanos aceptaron que tanto arrianos como católicos y judíos, al ser de las religiones llamadas «del libro», pudieran practicar libremente su fe a cambio de pagar impuestos más altos. Al retroceder el Islam, los carolingios intentaron, una y otra vez, la reconquista de Narbona, que, teniendo puerto de mar y apoyada por la flota musulmana, señora del Mediterráneo en la época, estaba bien abastecida. Siempre fueron derrotados. Al fin, los judíos y godos de Narbona decidieron cambiar de bando y se sublevaron, tomaron el poder y expulsaron a los musulmanes. A través de un pacto con los carolingios, pasaron a ser un estado independiente en la frontera entre el Islam y la cristiandad. El que se llamó reino judío de Septimania. Y aunque los descendientes del rey judío, que reclamaba ser de la estirpe de David, por presiones políticas se convirtieron formalmente al catolicismo y pasaron a ser nobles vasallos del imperio, hay dudas de que lo hicieran realmente. Se sospecha que fue un ardid para proteger a los suyos. Y Narbona se convirtió en la base para la reconquista de la llamada por Carlomagno Marca Hispana, que hoy es gran parte de la Cataluña vieja, Aragón y Navarra. En las venas de la nobleza occitana y catalana corre sangre judía y por eso los nobles, conscientes de ello, han protegido siempre a los hebreos en mayor o menor grado, a pesar de las soflamas lanzadas por la Iglesia de Roma.
—No es de extrañar que los judíos, musulmanes y arrianos se entiendan mejor entre ellos que con los católicos —intervino Guillermo.— Todos niegan la Santísima Trinidad y consideran a Jesucristo de naturaleza distinta al Padre, hombre en muchos casos, aunque a veces con características divinas.
—¿Y qué me decís de los adopcionistas? —dijo Hugo.— Los mozárabes en las Españas ocupadas por los árabes, y en especial en Toledo, se desviaron en su mayoría del catolicismo. Creían que Jesús nació humano y que después fue adoptado por Dios. Y Roma no podía hacer nada contra ellos, ya que el Al Ándalus estaba bajo control musulmán y los cristianos eran independientes. Aún hoy, siglos después de que los católicos reconquistaran Castilla, la misa en Toledo se hace en rito mozárabe a pesar de la oposición del Papa. Dos veces se llevó la cuestión al juicio de Dios. En una de ellas, el paladín mozárabe venció en combate al católico y en la segunda, que fue una ordalía de fuego, el misal católico se quemó y el mozárabe fue respetado por las llamas. En vista de ello, el Rey se vio obligado a aceptar el rito mozárabe aun aplicando el dogma católico.
—Y los adopcionistas también se debieron de entender bien con los judíos —dijo Guillermo.— En realidad, el gran punto de disputa entre las religiones es la divinidad de Jesucristo.
—Pero éste no es el caso de los cátaros —repuso Hugo.
—En efecto —coincidió el de Montmorency.— Precisamente la humanidad de Jesucristo es lo que niegan los cátaros. Para ellos es un espíritu puro, parte del Dios bueno, que jamás pudo ser contaminado por un cuerpo humano regido por el dios malo. Su cuerpo no era real, era sólo una apariencia.
Se hizo un silencio en el que ambos caballeros quedaron pensativos, pero con expresión satisfecha en sus semblantes. Yo no me podía creer que en semejantes circunstancias aquel par estuviera en tertulia para demostrarse mutuamente sus conocimientos teológicos. Hasta en eso competían, aunque sosegadamente, con placer.
Irritada, estuve a punto de decirles que si tanto se gustaban, para qué querían a una dama.
Se habían olvidado de mí y de la amenaza que pesaba sobre mi cabeza. Quizá ellos no le dieran mucho crédito a Sara, pero yo sí tenía motivos para creerla.
—¿Y qué tiene que ver toda esa disertación religiosa con lo que tratábamos? — estallé al fin.
Otra vez vi en sus semblantes esa mirada de asombro; como si en ese momento se percataran de que yo estaba allí.
—¿Qué es lo que habéis averiguado que nos ayude a conseguir la carga de la séptima mula, lo que el abad del Císter llama «el testamento del diablo»? —insistí.
—Decía que todo apunta a que los judíos piensan sublevarse —explicó Hugo.— Están haciendo acopio de armas. Saben que tarde o temprano serán víctimas de los cruzados. Los hebreos de Béziers escaparon de la muerte al huir de la cruzada. Parecía que supieran lo que iba a ocurrir, pero ahora son despojados de todos sus bienes como pago al arzobispo y al vizconde de Narbona de los víveres que éstos suministraron al negotium pacis et fidei.
—¡Están locos! —exclamó Guillermo.— No saben de armas, no tienen gentes con experiencia de combate. Son buenos artesanos, banqueros y comerciantes, pero jamás he sabido de un judío manejando la espada.
—Ellos opinan distinto —repuso Hugo.— Recordad que la Biblia habla de grandes reyes guerreros.
—Sí, pero de eso hace miles de años y...
—¡Ya basta de coloquios! —corté impaciente al ver que iban a entrar en una discusión teórica sobre el asunto.— ¿Qué tiene que ver el asunto hebreo con lo nuestro?
Otra vez me miraron con sorpresa y ahora con cierto resentimiento. Me di cuenta de que no me había comportado como ellos esperaban hiciera una dama.
—Señores, no tenemos mucho tiempo —dije intentando arreglarlo con una sonrisa.
—Se dice que Raimon VI, que además de conde de Tolosa, es el duque de Narbona, será excomulgado de nuevo —continuó Hugo.— Cuando eso ocurra, será desposeído y Simón de Montfort pasará a ser también el señor de Tolosa, Saint Gilles y Narbona. Si la cruzada entrara en esta ciudad, se produciría el exterminio, o exilio en el mejor de los casos, de los judíos. Pero como se descubrió en Béziers, ellos parecen tener visión de lo que va a suceder. Son muchos en Narbona y esta vez han decidido no huir.
—No lo veo factible —dijo Guillermo.— No podrán hacer nada.
—Tienen aliados poderosos.
—¿Quiénes?
Hugo bajó la voz como si temiera que alguien nos escuchara.
—El propio arzobispo.
Guillermo y yo nos miramos sorprendidos.
—¿Que el arzobispo se aliaría con los judíos contra la cruzada? —exclamó Guillermo.— Eso no tiene sentido.
—El arzobispo y el Papa se llevan muy mal —aclaró Hugo.— Es más, se odian.
Berenguer sabe que el Papa lo destituirá tan pronto como pueda y que, cuando la cruzada ponga sus ojos en Narbona, su futuro será poco mejor que el de los judíos. No asistió a la penitencia del conde Raimundo en Saint Gilles y la única razón por la que se sometió a la cruzada fue porque no estaba preparado y prefería que ésta, entonces envalentonada por la victoria de Béziers y en su plenitud de fuerzas, se dirigiera a Carcasona.
—¿Qué tiene que ver todo eso con los legajos? —inquirí.
—Mucho —Hugo me miraba con esos ojos que yo amaba.— Parece que serían la base legal para el nuevo reino judío de Septimania.
No supe reaccionar frente a esa revelación. Era increíble y contemplé sus rasgos, en los que se dibujaba la sonrisa que me enamoró. Me había dejado boquiabierta.
—No puede ser —dijo Guillermo anticipando mi pensamiento.
—Sí lo es —afirmó Hugo.— Y esta noche, alguien, por mi amistad y algunas monedas, me dará los detalles.
«El hombre es fuego, y la mujer estopa. Llega el diablo y sopla.»
Dicho popular
Cuando Guillermo y Bruna, erguidos en sus caballos y luciendo el rojo león rampante en sus pechos, salieron del palacio del arzobispo, Renard el ribaldo, junto a su compadre el faidit Isarn y el escudero de éste, Pelet, les observaban.
Gracias a las mañas de Renard, consiguieron al fin informarse en Cabaret de hacia dónde se había dirigido el grupo. El ribaldo pensó que sería muy difícil encontrar y sorprender a su presa en el camino, pues sospechaba que viajarían por rutas secundarias evitando el encuentro con los cruzados. Además, aquella presa tenía muy buenos dientes, era peligrosa, y sólo sorprendiéndoles podrían hacer de sus sueños realidad. Narbona era un mejor escenario para una emboscada y Renard sabía cómo encontrar en cualquier ciudad a quienes están dispuestos a todo a cambio de unas monedas. Él mismo se había contratado a veces para cualquier tipo de trabajo.
Prometió una propina a unos muchachos si divisaban las insignias de los Montfort, de los Mataplana o del Ruiseñor. No fue difícil. Tan pronto Guillermo y Bruna se encaminaban hacia el palacio del arzobispo, un par de mozalbetes corría a reclamar el pago.
Renard y su grupo les esperaron a la salida del palacio, evitando éste que Bruna le viera.
—Son ellos, la fortuna nos sonríe —le dijo a Isarn.— Fíjate en esa linda carita, las suaves curvas de esa cabecita. Sólo tenemos que separarla del cuerpo y entregársela a Arnaldo, el abad del Císter. Vos recuperaréis vuestras posesiones y yo tendré mi feudo en Carcasona.
—Un asunto desagradable —repuso el otro,— pero rentable.
Siguieron a los jinetes, a cierta distancia, por la calle principal que llevaba al mercado y a la puerta Real hasta llegar a la posada de San Sebastián. Allí dejaron que Pelet se encargara de informarse con los criados de dónde y cómo se alojaban los de Montfort mientras ellos fueron a contratar un par de matones para el asalto.
A pesar de que ya era noche cerrada, la taberna de la posada continuaba abierta, pero Renard y los suyos prefirieron entrar a través de las caballerizas que un criado sobornado les abrió y de allí subieron a las habitaciones del primer piso. Todo estaba calculado; la resistencia de la puerta, el tronco que usarían como ariete, qué hacer con Guillermo y qué con Bruna. En pocos instantes terminarían su trabajo y al día siguiente, tan pronto abrieran las puertas de la ciudad, cabalgarían hacia Carcasona en busca de su recompensa.
Mientras, con Hugo indagando en la judería de la ciudad, Guillermo se sentía seguro en la habitación de la posada, con una sólida puerta bien atrancada y su espada al alcance de la mano. Ignorante de las cinco sombras que se deslizaban en la oscuridad, su único pensamiento estaba en Bruna y en su amor.
Arrodillado, le besaba la mano mientras ella, sentada en la cama, gozaba del contacto cálido de su enamorado, de sus caricias, que no por rechazadas dejaban de llenarla de placer. Ansiaba que terminara ya la noche, salir de aquella posada y huir de la tentación.
—Tendámonos en la cama desnudos, con mi espada entre ambos —le decía Guillermo— y así veréis que, como los mejores trovadores de la Fin'Amor, seré capaz de no tocaros y ésa será la mayor prueba de mi puro amor.
—Prefiero no probarlo.
—Pues tendámonos vestidos y mi espada será la frontera que jamás cruzaré.
—Tampoco.
—¡Pero si sólo quiero demostraros mi amor! —insistió él en tono de reproche.— Esperaba que me correspondierais, como toca a una dama, aceptando mi juego galante.