la zona del parque por la que ahora caminaban era cada vez más salvaje; las rocas surgían de la tierra rompiendo las suaves extensiones de césped, y el suelo reseco se abría en profundas grietas por las que corrían las aguas del monzón, abismos encantados abiertos entre los médanos por los que podría avanzar una columna de un ejército sin ser vista ni oída… enormes árboles tutelares cubrían las laderas de los valles: pinos, abetos, piceas, cedros del Líbano, arces, plátanos y seudoplátanos; habían desaparecido las estatuas, las fuentes, las avenidas llenas de paseantes, y era posible oír el canto de los pájaros y las carreras de los conejos aterrorizados entre los arbustos… encontraron otra vez restos de picnic en un claro entre los árboles, pero esta vez no se atrevieron a acercarse: había una gran tela de Cachemira extendida en el suelo, y encima frutas mordidas, platos de porcelana, jarros de cristal llenos de naranjada, fuentes de arroz con rojizos trozos de pollo, tomates asados, boles de cristal con agua y pétalos de rosa… no había nadie (aunque la gran fuente de arroz del centro apenas había empezado a servirse, dorada y redondeada como una
stupa
budista) o al menos nadie visible… buscando por los alrededores, Block encontró en el suelo un anillo de Moëbius de papel, y se lo mostró a Jaime y a Estrella: mirad, ¿qué será esto?… es un anillo de Moëbius, dijo Jaime nervioso, mirando a todas partes, ¿dónde lo has encontrado? Block apartó los helechos sin decir nada, y luego los helechos volvieron a cerrarse sin ruido y se abanicaron unos a otros mientras ellos buscaban inútilmente más objetos imposibles, como algunos de los que en otras visitas habían logrado encontrar Jaime y Estrella y que ahora estremecían la realidad en oscuros rincones de su casa, al fondo de armarios jamás abiertos, pero de nuevo la búsqueda fue inútil… caminando pendiente abajo, llegaron por fin a una de las grietas de las riadas del monzón, que serpenteaba valle abajo flanqueada de margaritas: era demasiado ancha como para poder saltarla, demasiado profunda y escarpada como para cruzarla, y por eso decidieron ir bordeándola hasta encontrar algún puente de madera… toda aquella zona del parque estaba llena de esos rústicos puentes de madera labrada, con torpes rosas, búhos y laureles tallados en los retorcidos y nudosos travesaños de roble; salvaban los barrancos y desniveles, flotaban sobre las corrientes de agua y las arenas movedizas, rodeaban artísticamente la irisada explosión de las cascadas, se recostaban como apagados palanquines polvorientos en los hombros siempre nuevos y florecidos de las colinas, y parecían seguir sendas invisibles en medio de la hierba, caravanas invisibles y caminantes y soldados y grandes bueyes dorados arrastrando carromatos invisibles cruzando las laderas en dirección al mar… el camino por el borde de la grieta no era fácil, y a menudo tenían que agarrarse para no caer rodando, a los arbustos que crecían por allí, cuyas ramas, cargadas de esféricas esporas llenas de semillas, sonaban como los crótalos de un chamán… ¿cómo habían podido caer en un lugar tan inhóspito y salvaje? pensó Block… era un rincón húmedo y silencioso, con el olor y el misterio de la muerte entre las flores, abiertas para recibir el mediodía; Jaime aseguraba que si se dirigían hacia el norte, en seguida encontrarían el camino que habían perdido tan inexplicablemente, y que podrían entonces atravesar el valle sin la menor dificultad —ahora, hundidos en lo más escarpado y peligroso del valle, devorados por el valle Recóndito, perdidos en medio del laberinto… no aparecía ningún puente, y llegó un momento en que se detuvieron y Block pensó que iban a cambiar de dirección o a desistir definitivamente de atravesar aquel abismo que abría las arenas del parque; ya iba a hablar para manifestar su desagrado por unos matorrales tan pegajosos y un abismo tan terrible y oscuro, cuando le detuvo un gesto sigiloso de Jaime, cuyos ojos estaban fijos en la lejanía, valle arriba… también Estrella parecía estar observando algo, con los ojos semicerrados, y entonces, temiendo que Block hablara o hiciera algo inconveniente, le tocó en el brazo y le señaló cautelosamente en dirección a la ladera, trescientos o cuatrocientos metros más allá, cubierta de helechos y de rocas, entre los cuales surgían los troncos de los árboles, inclinados en todas direcciones… y por allí, entre los helechos (a Block le costó distinguirlos, e incluso cuando los vio, tardó todavía unos instantes en darse cuenta de que no se trataba de animales) cruzaban corriendo cinco o seis hombres azules… ¿qué era lo que les hacía parecer azules, la luz sombría del bosque, el tinte oscuro de su piel, algún extraño pigmento —algas machacadas, sangre de lagartos seca, escamas azules de serpiente, murmuró Jaime por lo bajo, como una bruja de Macbeth…? estaban medio desnudos, y corrían con la suave elegancia de los ciervos, dando zancadas de siete leguas por encima de los helechos y las centáureas gigantes, flotaban por encima de las flores y las hojas de los helechos, por encima de las raíces aerófagas de los baobabs y los manglares… Block se volvió con una sonrisa en los labios, sorprendido por aquellos misteriosos ciervos humanos que tan suavemente corrían por la irreal oscuridad del bosque, y encontró una especie de paroxismo en los ojos de Jaime y Estrella, una expresión de miedo que le sorprendió como una posibilidad no imaginada, una nueva ramificación de la realidad… Jaime les cogió a ambos del brazo, y los tres se abatieron en tierra, entre los arbustos azules, como hundiéndose entre el oleaje —igual que en los juegos de niños, pensó Block, esos sensuales juegos del atardecer en los que el peligro de una secta asesina o de unos venusianos invasores les obligaban, a él y a sus rubias o pelirrojas amigas, a caer abrazados y rodando entre las amapolas, envueltos en un repentino y delicado silencio… ¿de quién nos estamos escondiendo? preguntó Block un tanto frívolamente, arrancando una flor amarilla y haciéndola girar entre los dedos, mientras Jaime y Estrella contemplaban el musculoso vuelo de los ciervos por entre las rocas azules, atravesando como si no fueran humanos iluminados ortigales en flor, levantando sus grandes lanzas adornadas con plumas azules y ondulantes como juncos, desapareciendo uno tras otro sin un grito, apareciendo entre los arbustos, hundiéndose en la sombra y surgiendo de las sombras, cada vez más lejos…
es muy extraño ver caníbales en esta parte del parque, dijo Jaime casi murmurando; pero Estrella también está segura, ¿no, Estrella?… sí, dijo ella, y estaban pintados de azul, lo que significa que iban de caza… no llevaban abalorios ruidosos en los pies ni en el cuello, eso es mala señal… ¿caníbales? ¿cómo caníbales? preguntó Block bastante sorprendido… hay muchas tribus en el parque, dijo Jaime, pero viven más al interior, en grandes reservas en las que prácticamente nunca entra nadie… son regiones casi inaccesibles, los caminos están interrumpidos por grandes rocas, los estanques se convierten en otoño en pantanos de lodo… a veces, dos o tres
jeeps
cargados de fotógrafos se aventuran por los caminos de tierra, atraviesan las colinas anaranjadas de Kwampoly, naufragan mil veces en las marismas, pobladas de animales venenosos, y vuelven enfermos de malaria y con curiosos o furiosos reportajes, hablan de grandes reptiles que dormitan en el fango, de flores carnívoras, de extrañas drogas que estimulan la serpiente dormida y provocan un esplendoroso despertar pineal, de niños y de hombres raptados por los manatíes, de guirnaldas de fuego en el aire, de extrañas aves que se aparean con mujeres humanas —aunque las fotografías nunca muestran tanto, y casi todas estas leyendas se refieren a las regiones centrales, a las que nunca ha llegado ningún hombre blanco —o al menos nunca vivo… los helicópteros de reconocimiento descubren a veces formidables batallas de hombres adornados con plumas verdes contra hombres adornados con plumas azules; ejércitos silenciosos avanzan entre los árboles, pueblos enteros emigran en busca de tierras fértiles; otras veces distinguen lejanas columnas de humo o caravanas de esclavos que ascienden encadenados por laderas doradas; templos de piedra abandonados emergen entre la vegetación de las islas de esa vasta región lacustre, habitan allí cebús reumáticos y mariposas gigantes, hay un palacio en forma de pirámide infestado de serpientes en el que es inevitable morir, hay pájaros que gritan palabras humanas, abismos sin fondo, colinas cuyas arenas están llenas de esmeraldas… el centro del parque es casi un imposible, una «región» en el sentido que esta palabra tiene para el ocultismo veneciano de Gamiani —un imaginable, con jarrones de cristal de roca y discretas sombras y tules rosados: «hay allí» se convierte en el principio de una locura, en las palabras que construyen un sueño, nombrar las cosas igual que un imbécil se asombra de los gestos de un pájaro o una mujer de la precisión de un trueno o un relámpago que cae en su copa de lluvia como un brillante chorro de vermut, «hay allí» reduce las posibilidades del mundo real y nos llena de extrañas inquietudes, «hay allí»: cualquier pájaro, cualquier roca, tienen un significado para los necios que habitan esas regiones, sobre las que no es posible suponer nada… quiero decir, jadeó Jaime, ni siquiera el clima, ni siquiera el perfil de las costas, ni siquiera la localización de las ciudades o los cultivos: y ¿qué significa entonces que algunos puedan huir de allí? esto no es un país, aquello no es una selva; para la naturaleza todos los sitios son «aquí», todos los hombres son «este hombre», todas las piedras son «esta piedra», la naturaleza es cabezal —lo cual no deja de ser una prueba de inteligencia, si leemos atentamente a Pascal… sí, ¿cómo podían huir? los pavos reales preferían huir a las regiones centrales del parque Servadac, y vivían tranquilamente en extensas praderas apenas salpicadas por blancos quioscos de bebidas y bañistas domingueros, ¿habría que preocuparse por que desaparezcan tantos pavos reales? ¿es suficiente una dieta a base de migas de sándwiches y peladuras de limón llenas de insecticida? «región» es un término aplicado al caos, potencia subliminal del mundo, fuerza intestinal del mundo, generatriz y destructora, laguna infecta, baño perfumado, limpieza y evacuación del mundo, calor y alimento, gramo delirante perdido entre las categorías, en medio de los Gráficos que, no hay otro remedio, representan a Dios… —es decir, si nos permitieran preguntarlo: «buenas, ¿podría usted informarme? mire, desearía que me explicara usted TODAS las cosas» —vivimos en el caos como salamandras en el fuego (i.e., como leyenda, como signo —y en toda esa elocuente realidad), en cierto sentido el caos ha sucedido para nosotros a la naturaleza, en cierto sentido la naturaleza ya no es tan interesante, tan perversa, como nuestro caos…
humano capiti
… nuestra tarea cotidiana consiste precisamente en enlazar monstruos; los hombres azules que corrían a lo lejos no eran la menor, el parque gástrico empeñado por todos los medios en devorarlos, el parque hambriento… no deberíamos preocuparnos (extracto traído-por-los-pelos de una intervención de Jaime ante la Academia de los Dormidos) no deberíamos preocuparnos, dice, de terminar nuestras frases; somos esclavos de la cultura clásica, adoradores inútiles; todos ellos están muertos, no nos miran, nadie nos mira: la tradición no existe, nadie nos mira… no terminemos las frases, dejémoslas así, ardiendo, para que algo suceda… entonces veréis el mágico proceso mediante el cual una simple frase se transforma en un caracol o en algo eléctrico y útil, o en algo de hermosura tan extraña que no hay otro remedio que encerrarlo en la vitrina de un museo…
vamos a hacer una cosa, dijo Jaime… vamos a bajar a la rambla y continuaremos por allí hasta llegar a la colina —porque no se desprendía de ese furioso error, porque los hombres sobrenaturales corrían todavía por en medio del «suceder» de la naturaleza: allí, por dentro de la grieta de la rambla, como si anduviéramos bajo tierra, allí será imposible que nos descubran… eso es muy peligroso, dudó Estrella —si nos encuentran allí, estamos atrapados; y sin embargo ¿qué otra cosa podían hacer? se arrastraron por entre los arbustos grises, provocando una marea vegetal visible seguramente a kilómetros de distancia —ya que ellos no tenían la pericia de los animales y no sabían divagar entre las plantas, no sabían cómo moverse en aquel reino en el que nada era ilusorio, independiente (y podríamos añadir salvajemente, libremente) de toda voluntad artística hasta un extremo que ellos ni siquiera podían imaginar, y luego se dejaron caer al interior de la tierra, resbalando uno tras otro por las cálidas paredes arenosas… de pronto desaparecía el mundo, y ellos sentían como algo dulce esa desaparición, ese parinirvana; cuando llegaron al fondo, en una travesía tan cómoda como si la hubieran hecho en alfombra voladora, echaron a correr… todo allí sucedía en silencio… el fondo de la grieta era un lugar encantado: un tortuoso sendero de arena blanca serpenteaba por el vértice de la V, y les conducía, lleno de sinuosos recodos, por debajo de las oscuras raíces de las encinas y los sauces, cuyas lánguidas garras negras se entrelazaban a veces en lo alto creando artísticos puentes suspendidos, jardines colgantes llenos de lilas y violetas y en los que vivía algunas veces un fulvo gato salvaje, mundos flotantes o castillos de hadas… huían hacia el norte, en dirección a la colina, hundidos en la tierra; no era fácil correr por allí, por aquel suelo de arena crujiente como la corteza de azúcar de un pastel, por aquel suelo irregular y serpenteante, y sin embargo Block tenía la impresión de que
avanzaban a toda velocidad
… se sentían protegidos por la discreción del barranco y por la insólita proliferación vegetal que, a cada uno de los lados, elevaba tallos y tallos de espesa floresta, estaban en cierto modo liberados del mundo del espacio, rodando por una de las galerías en penumbra que rodean al palacio, fuera del parque Servadac, en cierto modo fuera del mundo…
Jaime iba en primer lugar, corriendo con sus grandes zancadas de Bugs Bunny, después Estrella, y en último término Block; Estrella no parecía arreglárselas muy bien con su falda, que se arremolinaba alrededor de sus piernas, con sus ligeros y divertidos zapatos veraniegos, con los que apenas podía avanzar sobre la arena, pero sus movimientos eran ágiles como los de un pequeño gamo asustado y joven… las paredes de la grieta no eran ya tan altas, y entonces supieron que se acercaban al comienzo de la rambla, a la falda de la colina, y Jaime y Block decidieron trepar por una de las paredes de arena para ver si había realmente peligro: ese grupo que hemos visto antes, dijo Jaime, debe de estar ya muy lejos… subieron por la pared casi vertical, agarrándose a las hierbas plateadas, amarillentas, grises, que crecían por allí, hasta que alcanzaron la parte superior, y a través de los tallos y las plantas balanceantes que crecían por allí, y las grandes flores silvestres, a través de las raíces amenazantes, otearon el valle… no les costó mucho trabajo descubrir a un grupo de unos veinte salvajes que se deslizaban entre las cañas, unos doscientos metros más abajo; las cañas se entreabrieron mostrando su sigilo y su terrible, y los pies rosados y desnudos hollaban silenciosas flores y dulces cardos, piedras de azúcar, ya que a los salvajes ya les habían alertado sus voces y la desigual ondulación de los arbustos desde que entraron en el valle, y les estaban siguiendo desde hacía rato (Jaime no tenía ninguna duda —Block todavía no podía acabar de creer) esperando a que salieran a la superficie para darles caza, rodeándoles, desde una distancia y creando a su alrededor una tela de araña (o quizá sólo su sombra, su terrible) como ellos no podían acabar de sospechar…