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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (84 page)

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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No habló más que una sola vez, cuando uno de los administradores del «Hotel Dieu» vino en persona, con un pañuelo perfumado bajo la nariz, a hacerle reproches.

—Me dicen, hija mía, que os oponéis a que otra enferma comparta el lecho que la caridad pública ha querido concederos. Al parecer, habéis arrojado de él a dos demasiado débiles para defenderse. ¿No os arrepentís de tal actitud? El «Hotel Dieu» tiene el deber de acoger a todos los enfermos que se presentan, y las camas no son lo bastante numerosas.

—Entonces, mejor haríais en coser, desde luego, en el sudario a esos enfermos que os envían —respondió bruscamente Angélica—. En los hospicios que fundó el señor Vicente cada enfermo tiene su cama. ¡Pero no quisisteis que vinieran a reformar vuestros indignos métodos, porque hubierais tenido que dar cuentas! ¿Adonde van a parar las donaciones de la caridad pública de que me habláis y los dineros del Estado? ¡Preciso es creer que los corazones son bien poco generosos y el Estado bien pobre si no se pueden comprar bastantes gavillas de paja para cambiarles todos los días la cama a los enfermos que la ensucian y que dejáis podrir en su propio estiércol! ¡Oh, estoy segura de que, cuando la sombra del señor Vicente viene a rondar por el «Hotel Dieu», llora de pena!

Detrás de su pañuelo el administrador abría estupefactas pupilas. Cierto, durante los quince años que llevaba rigiendo ciertos servicios del «Hotel Dieu» había tenido que habérselas a veces con caracteres malvados, con pescaderas mal habladas, con mujeres perdidas nada finas. Pero nunca, en aquellas capas miserables, se había levantado una respuesta tan clara y en lenguaje tan pulido.

—Buena mujer —dijo irguiéndose con toda su dignidad—, por vuestras palabras comprendo que tenéis vigor bastante para tomar el camino de vuestra casa. Salid, pues, de este asilo, cuyos beneficios no habéis querido reconocer.

—Lo haré con mucho gusto —respondió Angélica en tono mordaz—. Pero antes exijo que laven delante de mí con agua pura las ropas que me quitaron cuando llegué aquí, y que han amontonado junto con los andrajos de los enfermos de viruela y de los apestados; de lo contrario saldré del hospital en camisa e iré a decir a gritos en el atrio de Nuestra Señora que las limosnas de los grandes y los dineros del Estado van a parar a los bolsillos de los administradores del «Hotel Dieu». Apelaré al señor Vicente, conciencia del reino. Clamaré tan alto que el mismo rey mandará revisar las cuentas de este establecimiento.

—Si hacéis tal cosa —dijo el hombre inclinándose con expresión cruel—, os haré encerrar con los locos.

Angélica tembló, pero no volvió la cara. Acudióle el recuerdo de lo que la gitana había dicho de ella…

—Y yo os digo que si cometéis esta nueva infamia, toda vuestra familia morirá el año que viene. «No arriesgo nada amenazándole con eso —pensó al volver a tenderse sobre su jergón sórdido—. ¡Los hombres son tan tontos…!»

El aire de las calles de París, que en otro tiempo le había parecido tan hediondo, le pareció puro y delicioso cuando volvió a encontrarse libre, viva, vestida con ropa limpia, fuera del repugnante edificio.

Caminaba casi alegremente, con su niño en brazos. Sólo una cosa la inquietaba: tenía muy poca leche, y Cantor, que hasta entonces se había portado de modo ejemplar, empezaba a quejarse. Se había pasado la noche llorando, chupando ávidamente su seno vacío. «En el Temple hay rebaños de cabras —pensó—. Criaré a mi hijo con leche de esos animales. Tanto peor si saca el genio de un cabritillo.»

¿Qué habría sido de Florimond? Seguramente la madre Cordeau no lo habría abandonado. Era una buena mujer. Pero a Angélica le pareció que llevaba años separada de su primogénito.

Pasaban junto a ella gente que llevaba cirios en la mano. Salía de las casas olor a buñuelos calientes, y pensó que era sin duda el 2 de febrero. La gente celebraba la presentación del Niño Jesús en el Templo y la Purificación de la Virgen regalándose unos a otros cirios, según una costumbre que había hecho dar a la fiesta el nombre de la Candelaria.

«¡Pobre niño Jesús!», pensó mientras besaba la frente de Cantor al pasar la puerta del Temple.

Al acercarse a la casa de la madre Cordeau oyó llorar a un niño. Le dio un salto el corazón, porque comprendió que era Florimond. Apareciósele una silueta menuda que andaba tropezando mientras otros chiquillos le tiraban bolas de nieve y le gritaban:

—¡Brujo, eh, brujito, enséñanos los cuernos!

Angélica se precipitó dando un grito, agarró al niño de un brazo y, apretándole contra sí, entró en la cocina, donde la vieja estaba sentada junto a la lumbre pelando cebollas.

—¿Cómo dejáis que esos granujillas lo martiricen?

La madre Cordeau se limpió los ojos con el dorso de la mano, porque las cebollas la hacían llorar.

—¡Vaya, vaya! Hija mía, no tantos gritos. Bien me he ocupado de vuestro crío durante vuestra ausencia, y eso que no estaba segura de volveros a ver en la vida. Pero no lo puedo tener encima todo el santo día. Lo saqué fuera para que tomara aire. ¿Qué le voy a hacer si los chicos lo llaman brujo? ¿No es verdad que a su padre lo han quemado en la plaza de Gréve? Tendrá que acostumbrarse. Mi hijo no era mayor que él cuando empezaron a tirarle piedras y a llamarle «Cuerda al Cuello». ¡Ay, qué niño tan lindo! —exclamó la vieja, soltando el cuchillo y acercándose con aire extasiado para admirar a Cantor.

En su pobre cuartucho, que volvió a encontrar con sensación de bienestar, Angélica puso en la cama a sus dos hijos y se apresuró a encender lumbre.

—Yo estoy contento —repetía Florimond mirándola con sus brillantes ojos negros. Se prendía a ella preguntando—: Mamá, ¿no te volverás a marchar?

—No, tesoro mío. Mira que bebé tan bonito te he traído.

—Yo no lo quiero —declaró inmediatamente Florimond apretándose contra su madre con aire celoso.

Angélica desvistió a Cantor y lo acercó a la lumbre. El niño se estiró y bostezó. Señor, ¿por qué milagro había podido ella echar al mundo un hijo tan llenito, entre tantos tormentos?

Vivió uno cuantos días con bastante tranquilidad en el recinto. Tenía un poco de dinero y esperaba la vuelta de Raimundo. Pero una tarde el baile del Temple, que estaba encargado de la policía particular de aquel lugar privilegiado, la mandó llamar.

—Hija mía —declaró sin ambages—, tengo que comunicaros de parte del señor gran prior que debéis salir del recinto. Sabéis que no acoge bajo su protección sino a aquellos cuya reputación no puede perjudicar en nada el buen nombre de su pequeño principado. Es, pues, preciso que os marchéis.

Angélica abrió la boca para preguntar qué le echaban en cara. Después pensó en ir a arrojarse a los pies del duque de Vendóme, gran prior, pero recordó las palabras del rey: «¡No quiero volver a oír hablar de vos…!» ¡Sabían, pues, quién era! Tal vez la temían aún… Comprendió que era inútil pedir a los jesuítas que la sostuviesen. La habían ayudado lealmente cuando había algo que defender. Ahora el juego había terminado. Tendrían en entredicho a los que, como Raimundo, se habían comprometido en aquel asunto penoso.

—Está bien —dijo apretando los dientes—. Saldré del recinto antes de la noche.

—Sé que habéis pagado el alquiler —dijo el baile, que recordaba la propina que le había dado cuando el negocio de Kuassi-Ba—. No se os pedirá el denario de salida.

De vuelta a casa, guardó cuanto le quedaba en un cofrecillo de cuero, abrigó bien a los dos niños y cargó todo en la carretilla que le había servido ya en su primer cambio de domicilio. La madre Cordeau estaba en el mercado.

Angélica le dejó una bolsita sobre la mesa. «Cuando sea un poco más rica, volveré y me mostraré un poco más generosa», se prometió.

—¿Vamos a pasear, mamá? —preguntaba Florimond.

—Volvemos a casa de tía Hortensia.

—¿Vamos a ver a Baba? —era el nombre que solía dar a Bárbara.

—Sí.

El niño empezó a palmotear. Miraba en derredor, encantado. Empujando la carretilla por las calles donde el fango ahora ya se mezclaba con la nieve derretida, Angélica contemplaba el rostro de sus hijitos uno junto al otro debajo de la manta. El destino de aquellas frágiles criaturitas pesaba sobre ella como plomo.

Por encima de los tejados el cielo estaba claro, libre de nubes. Sin embargo, aquella noche no helaría, porque desde hacía algunos días el tiempo se había templado y los pobres volvían a esperar junto a los fogones sin lumbre.

Calle de Saint-Landry. Bárbara dio un grito al reconocer a Florimond. El niño le alargó los brazos riendo y la besó con ardor.

—¡Dios mío, mi angelote! —balbució la sirvienta. Le temblaron los labios y se le llenaron de lágrimas los ojos saltones.

Miraba fijamente a Angélica, como hubiese mirado a un espectro salido del sepulcro. ¿Comparaba a la mujer de rostro duro y enflaquecido, vestida aún más pobremente que ella, con la que había llamado a aquella puerta unos meses atrás? Angélica se preguntó con curiosidad si, desde su guardilla, Bárbara había visto la hoguera en la plaza de Gréve…

Una exclamación ahogada que procedía de la escalera la hizo volverse.

Hortensia, con una luz en la mano, parecía cuajada de horror. Detrás de ella, en el descansillo, apareció el abogado Fallot de Sancé. Estaba sin peluca, vestido con una bata y tocado con un gorro bordado. Porque aquel día había tomado una purga. Sus labios temblaron de espanto al ver a su cuñada. Por fin, después de un silencio interminable, Hortensia logró levantar un brazo rígido y tembloroso.

—¡Vete! —dijo casi sin voz—. Mi techo ha abrigado ya demasiado tiempo a una familia maldita.

—¡Cállate, necia! —replicó Angélica, encogiéndose de hombros.

Se acercó a la escalera y levantó los ojos hacia su hermana.

—Me voy —dijo—, pero te pido que acojas a estos pequeños inocentes, que no pueden perjudicarte en nada.

—¡Vete! —repitió Hortensia.

Angélica se volvió hacia Bárbara, que estrechaba entre sus brazos a Florimond y a Cantor.

—Bárbara, hija, te los confío. Toma, es todo el dinero que me queda, para que les compres leche. Cantor no necesita nodriza. Le gusta la leche de cabra.

—¡Vete, vete, vete! —gritaba Hortensia en crescendo agudo, y empezó a patalear.

Angélica dio unos pasos hacia la puerta. La última mirada que dirigió hacia atrás no fue para sus hijos, sino para su hermana. La candela que Hortensia sostenía daba saltos y proyectaba sombras espantables sobre su rostro contraído.

«Sin embargo —se dijo Angélica—, ¿no hemos visto juntas a la dama de Monteloup, aquel fantasma que, alargando las manos, pasaba por nuestro cuarto? ¿Y no nos apretábamos una contra otra, llenas de espanto, en nuestra gran cama…?» Salió y cerró la puerta. Se detuvo un instante a mirar a uno de los pasantes que, subido en un escabel, encendía el gran farol ante el estudio del letrado Fallot de Sancé.

Después, dando media vuelta, se hundió en París.

Los autores y su obra

Serge Golonbikoff nació en 1903, en Bukhara, ciudad situada en el Cáucaso perso-turco. Su padre era diplomático zarista en Teherán. Sus estudios los realiza en el Liceo Alemán de San Petersburgo, pero pronto estalla la Revolución rusa y tiene que huir. Después de muchas dificultades llega a Crimea, donde halla refugio junto a un tío suyo, almirante zarista. Desde allí intenta alcanzar el frente varias veces, pero la policía le devuelve a Sebastopol a causa de sus pocos años. Decide huir y consigue llegar a Constantinopla, pero le retienen en la Embajada rusa. Por fin, al cabo de pocos años, logra llegar a Marsella. Por todo equipaje lleva una gran pistola y 250 cartuchos. Poco después entra en la Escuela Superior de Química de Nancy y en muy poco tiempo consigue tres diplomas, de geología, mineralogía y química, y un doctorado en Ciencias. Pero la vida tranquila de la Universidad no le interesa y, siguiendo su deseo de aventura, en los años siguientes viaja como prospector de minas por China, Birmania, India, Siam, Annam, Kiwu y Congo. Participa en el descubrimiento del estaño en Katanga y acelera la producción de oro y diamantes en el África Ecuatorial.

Su mujer, Simone Changeuse, nace en Toulon en 1928. Es hija de un oficial de Marina. Parece ser que a los tres años ya sabía leer y escribir, pero que a los siete tuvo que dejar de ir a la escuela por razones de salud. A los 25 años publica una novela para jóvenes en una colección de «Boy scouts», titulada La Patrouille des saints inocents. Este libro gana el «Premio Larigaudi» destinado a la mejor obra escrita para la juventud. Animada por este éxito, decide dejar de escribir libros para jóvenes y abarcar los grandes problemas del mundo moderno. Con el dinero ganado con el premio, se va a Brazzaville con el fin de escribir reportajes sobre África. Una vez allí, le hablan de un tipo extraordinario, Serge Golonbikoff, de origen ruso, que ha recorrido todas las selvas, junglas y bosques del continente negro, un hombre que ha descubierto diamantes, petróleo, metales preciosos, y que desde la última guerra ha rehabilitado las arcas vacías de las Fuerzas Francesas Libres. En estos momentos Golonbikoff está explotando una fábrica de cemento entre Brazzaville y Pointe Noire. Al poco tiempo de entrevistarse, Simone (Anne) y Serge se casan.

Unos meses después cambia la situación en África y Anne y Serge se ven forzados a abandonarlo todo y a huir a Francia. Sin dinero y sin empleo, se van a vivir a Versalles a casa de los padres de Anne. Los años que siguen son muy duros para ellos. Anne vuelve a escribir para poder vivir. Publica una segunda novela para jóvenes, pero no tiene ningún éxito. Para dar a conocer el libro, visita diversos periódicos y revistas. Una de ellas es «Mickey». La visita a este periódico cambia la vida de los Golon, y pone fin a su miseria. En la redacción de «Mickey» conoce a Gauthier, editor de «Opera Mundi». Gauthier se apasiona por la vida de aventuras de Serge y encarga a la pareja unos artículos sobre África. Es entonces cuando Serge, Anne y su nuevo amigo Gauthier conciben la idea de escribir una novela histórica. Deciden situar la acción en el siglo XVII y aprovechar así los archivos de Versalles. Anne y Serge se reparten la tarea. Valiéndose de su metodología de ingeniero y de su paciencia de prospector, Serge recoge memorias del tiempo y cantidades de notas y apuntes. Anne, controlada por su marido, se encarga de la invención imaginativa y romántica y de escribir la novela. Dedican todo el tiempo que tienen a escribir y a cuidar de sus cuatro hijos: Cyril, Nadina, Marina y Pierre. En mayo de 1959 se publicó Angélica y su éxito fue rotundo e inmediato. Se tradujo inmediatamente a casi todos los idiomas y se leyó en todas las regiones del mundo. Después del éxito del libro, los Golon decidieron seguir escribiendo sobre Angélica. Actualmente llevan 6 novelas publicadas y tienen en proyecto otra u otras dos. Para no agotar el tema, las últimas novelas las protagoniza Honorine, la hija de Angélica; pero el atractivo de estos libros sigue siendo el mismo. En uno de los últimos, la acción se desarrolla en Estados Unidos. Antes de escribirlo, los Golon se trasladaron a Maine con el fin de estudiar el ambiente.

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