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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La Guerra de los Enanos (21 page)

BOOK: La Guerra de los Enanos
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El ejercito de Fistandantilus

A medida que el grupo de hombres puesto bajo las órdenes de Caramon avanzaba hacia el sur, en dirección al gran reino enanil de Thorbardin, fue creciendo su fama y, también, su número. El legendario «tesoro de la montaña» había protagonizado durante mucho tiempo las conversaciones de los míseros, hambrientos habitantes de Solamnia que, aquel mismo verano, habían visto cómo la mayor parte de sus cereales se socarraban y morían en los campos. Devastadoras epidemias, más temidas que las salvajes hordas de goblins y ogros que la penuria había expulsado de sus moradas, abatían la tierra.

Aunque no había finalizado el otoño, el frío heraldo del invierno se respiraba en el aire nocturno. Frente a la perspectiva de presenciar, inermes, la muerte de sus hijos bajo el azote de unas calamidades que los clérigos de los nuevos dioses no podían curar, los hombres y las mujeres de Solamnia estaban persuadidos de que nada tenían que perder. Abandonando sus hogares, reunieron a sus familias y pertenencias para engrosar las filas de la itinerante tropa.

Después de preocuparse en principio de alimentar a una treintena de soldados, Caramon se halló de pronto responsable del sustento de varios centenares de hombres, además de sus esposas e hijos. Cada día eran más los que afluían al campamento. Unos eran caballeros, adiestrados en el manejo de la espada y la lanza, nobles en su porte a pesar de los harapos con los que se cubrían; otros granjeros totalmente inexpertos, que sostenían las armas como si de azadas se tratase, si bien no podía ignorarse el valor que acuñara en sus ánimos la prolongada necesidad padecida. En efecto, tras su penoso sometimiento a la carencia de los bienes más imprescindibles, el panorama de luchar contra un enemigo concreto, que podía ser combatido y derrotado, se les antojaba una bendición.

Y así, sin apenas darse cuenta, Caramon se convirtió en el general del que habría de conocerse como el «ejército de Fistandantilus».

En los primeros tiempos, su único afán fue adquirir abastos para los ingentes tropeles de voluntarios y sus familias, sin orden ni concierto. Pero no en vano había llevado una larga vida de mercenario, y su experiencia en este terreno le dictó sabias medidas. Descubrió a los cazadores más avezados, a los que envió a los bosques en busca de presas, mientras las mujeres guisaban la carne obtenida y secaban la sobrante, almacenando todo cuanto no debía consumirse de inmediato.

Muchos de los que se unieron al grupo llevaron el grano y la fruta que habían podido cosechar, una aportación valiosa que el hombretón aprovechó. Ordenó que el cereal fuera molido a fin de obtener harina, que se prepararan confituras perdurables y, así, el maíz se convirtió en pan, duro como una piedra pero alimenticio, con el que asegurar la existencia durante meses. Incluso los niños tenían sus tareas. Unos cobraban pequeñas piezas, otros pescaban, todos transportaban agua y cortaban madera.

Una vez atendidas las cuestiones básicas, el general se dedicó a enseñar a los reclutas. Los entrenó en el uso de la lanza, del arco, de la espada y el escudo. El más arduo empeño fue el de conseguir tales pertrechos.

Mientras, sin detenerse ante las dificultades, el ejército recorría el país. En el sur corrió la noticia de su llegada.

1

El reino de los enanos

Pax Tharkas, un monumento a la paz, se transformó de la noche a la mañana en el símbolo de la guerra.

La historia de la gran fortaleza de piedra hunde sus raíces en una leyenda improbable, en el pasado de una raza enanil desaparecida que, en todos los anales, recibe el nombre de Kal-thax.

Al igual que los humanos son aficionados al metal, a templar armas invencibles o al brillo de una moneda, al igual que los elfos se consagran a la preservación de los parajes boscosos y de la vida, los enanos concentran sus esfuerzos en trabajar la roca, en moldear la osamenta del mundo.

Antes de la Era de los Sueños, Krynn estuvo inmerso en un período denominado la Era de la Penumbra, cuando la Historia se fundía en la niebla de sus propios albores. Habitaba entonces los grandes salones de Thorbardin una raza de enanos cuyas construcciones eran tan perfectas, tan extraordinarias, que el dios Reorx, forjador del mundo, se maravilló al contemplarlas. Sabedor, en su infinita penetración de la naturaleza de los mortales, de que una vez alcanzados sus más ambiciosos proyectos éstos pierden todo estímulo para superarse, Reorx retiró de la faz de la tierra a los kalthax y los llevó a vivir a su reino, cerca de su fragua celeste.

Pocos exponentes quedan de la antigua artesanía de esta raza, apenas unas piezas dispersas que se conservan en Thorbardin como objetos de valor incalculable. Después de que los kal-thax abandonaran sus dominios, todos los enanos hicieron suyo el anhelo de esculpir en la roca obras tan insuperables de modo Reorx, para premiarles, les llamara junto a él.

No obstante, con el transcurrir de los años tan encomiable aspiración se pervirtió y tergiversó hasta transformarse en una manía obsesiva.

Capaces tan sólo de pensar en la piedra, de soñar con ella, las existencias de los enanos acabaron siendo tan inflexibles como la materia prima de su arte. Se cobijaron en laberintos cavados en la montaña, de tal manera que se aislaron del exterior y ese exterior, poco a poco, les olvidó.

Siguió pasando el tiempo hasta que se desataron las cruentas guerras entre elfos y humanos, una trágica contienda que concluyó con la firma del Pergamino de Swordsheath o de la Vaina de Espada, y el exilio voluntario de Kith-Kanan, junto a sus leales subordinados, de su morada en Silvanesti. Según especificaba el tratado de paz, los elfos qualinesti —término que significa «nación liberada»— obtuvieron la zona occidental de Thorbardin para establecer en ella su nuevo hogar.

Hombres y elfos hallaron el pacto aceptable. Por desgracia, a nadie se le ocurrió consultar a los enanos, quienes, viendo en la afluencia masiva de miembros de otra raza una amenaza a su retirada existencia en el corazón de la montaña, atacaron a los intrusos. Kith-Kanan descubrió, desolado, que había zanjado un conflicto para enzarzarse en otro.

Décadas después, y tras practicar toda suerte de estrategias, el rey elfo convenció a los testarudos enanos de que su piedra no le interesaba, que sólo quería complacerse en la observación de la bullente y hermosa espesura. Aunque este amor a algo efímero, en perpetuo cambio, era del todo incomprensible para los enanos, llegaron a admitir su presencia. Vencidos los resquemores, ambas razas pudieron trabar amistad.

Pax Tharkas se erigió como testimonio de la concordia. La fortaleza, que guardaba el paso montañoso entre Qualinost y Thorbardin, se convirtió en el monumento a las diferencias, en un símbolo de unión en la diversidad.

En la época anterior al Cataclismo, elfos y enanos se alternaban la vigilancia en las almenas del imponente alcázar. Pero, ahora, únicamente estos últimos custodiaban el recinto desde sus dos altas torres, pues la hecatombe dividió de nuevo a tan dispares razas.

Se retiraron los elfos a su boscosa patria de Qualinost, necesitados de un refugio donde sanar sus heridas. A salvo en sus regiones ancestrales, su ansia de soledad les llevó a cerrar las fronteras. Quienquiera que osara traspasarlas, humano, goblin, enano u ogro, era ajusticiado al instante, sin concedérsele la oportunidad de explicar el motivo de su incursión.

En todo ello pensaba Duncan, rey de Thorbardin, mientras veía zambullirse el sol tras los riscos cual si cayera del cielo a fin de visitar las tierras de los qualinesti. Perfilóse en su mente una divertida escena en la que los elfos atacaban al astro por atreverse a invadirles, y apareció en sus labios una sonrisa socarrona.

«Tienen sus razones para comportarse de ese modo —rectificó—, para repudiar al mundo. ¿Qué trato, después de todo, han recibido de las criaturas que lo pueblan? Arrasaron sus dominios, violaron a sus mujeres, asesinaron a sus hijos, quemaron sus casas y les robaron el alimento —enumeró para sus adentros—. ¿Fueron acaso los goblins o los ogros, máximos adalides del mal? ¡No! —gruñó salvajemente—. Fueron aquellos en los que habían confiado, que acogieron como hermanos: los hombres.

»Ahora ha llegado nuestro turno —recapacitó Duncan, paseando por las almenas sin perder de vista la luz crepuscular que, con sus purpúreas matizaciones, teñía el cielo de sangre—. Como les ocurriera a los elfos, tendremos que cerrar las puertas y castigar a quien pretenda atravesarlas. ¡Si el Abismo es el común destino de los mortales, que ellos se precipiten a su manera y nos dejen seguirles a la nuestra!»

Perdido en sus cavilaciones, el monarca no se percató hasta unos minutos más tarde de que alguien se había reunido con él en la atalaya. El recién llegado, también de raza enanil, le sobrepasaba toda la cabeza y, dada su estatura, daba una zancada por cada dos que él avanzaba. No obstante, para demostrarle su inalterable respeto, había acomodado su paso al del cabecilla.

Duncan frunció el entrecejo. En cualquier otro momento habría agradecido la compañía de aquel personaje, mas ahora juzgó su presencia como un ominoso presagio. La proximidad de tan alta figura ensombreció sus meditaciones a la vez que el sol, al desaparecer en el horizonte, prolongaba las sombras de los indiferentes picos, que se cernieron como dedos estirados sobre la mole de Pax Tharkas.

—Guardarán bien nuestras fronteras del oeste —comentó el soberano con objeto de entablar un diálogo, fija su mirada en las zonas limítrofes de Qualinost.

—Sí, thane — respondió el otro.

Duncan escrutó a Kharas, y sus ojos centellearon bajo las pobladas cejas. Aunque su subordinado había asentido a sus palabras, se adivinaba en su timbre una reserva, una frialdad que sólo podían indicar desaprobación.

Emitiendo el peculiar resoplido que caracterizaba a los de su raza, el monarca giró abruptamente sobre sí mismo para caminar en sentido opuesto y advirtió, satisfecho, que había pillado desprevenido a su larguirucho siervo. Pero éste, en lugar de dar un traspié en un forzado intento de alcanzarle, se detuvo y oteó, en triste ademán, el panorama que se extendía entre las almenas de la fortaleza y las umbrías tierras elfas.

Irritado por tal reacción, Duncan tuvo el impulso de proseguir el paseo sin su fiel súbdito. Cuando, cambiando de idea, resolvió hacer un alto para dejar que acudiera a su lado, comprobó sorprendido que el otro enano rehusaba moverse. Exasperado, hubo de retroceder.

—Por la barba de Reorx, Kharas —rezongó—, ¿qué sucede?

—Creo que deberías hablar con Fireforge —apuntó el aludido mientras el cielo, que ahora examinaba con gran atención, se oscurecía del encarnado al gris. En su bóveda, el fulgor de una estrella solitaria se destacaba en la creciente penumbra.

—No tengo nada que decirle —atajó el rey.

—El thane es prudente.

Pronunció Kharas esta frase ritual con una reverencia, mas el suspiro que la acompañó, y su modo de entrechocar las manos en la espalda, desmentían su aparente sumisión.

—En tus labios, esa fórmula significa que el thane es un perfecto asno —estalló Duncan, a quien no le pasó inadvertida su actitud—. ¿He acertado? —preguntó, pellizcándole el brazo.

El enano de alta talla volvió el rostro hacia el monarca y sonrió, al mismo tiempo que se acariciaba las plateadas trenzas de su rizada barba, unas relucientes hebras iluminadas, en esta hora crepuscular, por las antorchas recién encendidas en los muros. En el instante en que se disponía a contestar, el aire se llenó de los ruidos disonantes que producían el crujir de varios pares de botas, estampidos de pisadas, voces de mando y el estrépito metálico de unas hachas contra el acero, todos ellos representativos del cambio de guardia. Los capitanes intercambiaron instrucciones, los soldados abandonaron sus puestos a fin de cederlos al relevo y Kharas, que espió en silencio el ajetreo, lo utilizó como un respaldo a su sentencia cuando, al fin, la profirió.

—Debes recibirle en audiencia, thane Duncan —declaró—. Se rumorea que hostigas a nuestros primos para que se levanten en armas.

— ¡Yo! —rugió el soberano con tono colérico—. Nunca provocaría una guerra. Son ellos quienes se han puesto en marcha y salen de sus colinas como un tropel de ratas. También fueron ellos quienes desertaron de las montañas. Nadie les obligó a huir de la morada que, por tradición, les corresponde. Su orgullo mal entendido los empujó...

Duncan se dilató en un relato pleno de perversidades, indiscutibles unas e imaginarias otras. Kharas permaneció mudo, sin interrumpirlo. Esperó paciente hasta que hubo desahogado su ira.

—Razón de más para que escuches a Fireforge —apostilló cuando el rey hubo concluido—; de ese modo acallarás a los murmuradores. Por otra parte, mi thane, de vuestra charla todos podemos salir beneficiados. No sólo nuestros primos nos vigilan.

El monarca masculló algo incomprensible y se sumió en sus cábalas. Él no era un botarate, a pesar de haber acusado a Kharas de tal pensamiento, ni su subordinado lo creía. Al contrario, después de erigirse en cabecilla de uno de los siete clanes del reino enanil, Duncan había logrado agrupar bajo su mando a las otras facciones, proporcionando a los habitantes de Thorbardin un único paladín por primera vez en varios siglos. Incluso los dewar reconocían su predominio, aunque a regañadientes.

Los dewar, o enanos oscuros, vivían en hondos subterráneos, en grutas hediondas y lóbregas en las que hasta sus hermanos de las montañas, acostumbrados a cobijarse al amparo de la tierra, rehusaban entrar. Tiempo atrás el estigma de la demencia había marcado a este clan, de manera tan fehaciente que todos les habían vuelto la espalda. En la actualidad, tras numerosas centurias de multiplicarse entre ellos a causa de su aislamiento, su locura se había acentuado, mientras que los tildados de cuerdos formaban un grupo amargo y hosco.

De todos modos, no dejaban de resultar útiles a la comunidad. De talante irritable, feroces en sus costumbres, hallaban placer en matar y este hecho les convertía en piezas valiosas del ejército del thane. Duncan les dispensaba un trato amable por este motivo y también, en el fondo, porque era un soberano benigno y justo, si bien no ignoraba la necesidad de mantenerse alerta ante el más mínimo brote de rebeldía.

Esta perspicacia que le servía para guardar su seguridad le indujo, asimismo, a recapacitar sobre las palabras de Kharas. «No sólo nuestros primos nos vigilan.» Muy cierto, hubo de admitirlo. Desviando la vista hacia el oeste, ahora circunspecto, se dijo que los elfos no deseaban complicaciones pero, si sospechaban de la inminencia de una guerra entre los enanos, su único empeño sería actuar prontamente en defensa de su territorio. Se volvió el soberano hacia el norte donde, de confirmarse las habladurías, los belicosos moradores de los llanos de Abanasinia habrían de establecer una alianza con los Enanos de las Colinas, a quienes habían permitido acampar en la zona de su jurisdicción. Quizás a estas alturas ya habían sellado el acuerdo, algo que a Duncan le interesaba saber y que, quizás, averiguaría en el curso de la entrevista solicitada por Fireforge.

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