Read La Guerra de los Enanos Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
De momento, los colosos se contentaban con espiarse mutuamente.
Si alguna de las divinidades se hubiera molestado en bajar la mirada, quizá le habría divertido asistir a lo que a él se le antojarían los torpes balbuceos de la humanidad en su intento de imitar su gloria celeste. En las llanuras de Solamnia, en los aledaños de la ciudad amurallada de Carnet, que era un auténtico alcázar construido sobre la ladera montañosa, numerosas fogatas de campaña salpicaban la suave hierba, iluminando la penumbra como los astros nocturnos alumbraban las esferas superiores.
Era el ejército de Fistandantilus el artífice de tal despliegue.
Las tibias llamas se reflejaban en escudos y pectorales, danzaban en el espejo de las espadas y arrancaban chispas de las puntas de lanza. Los fuegos reverberaban en los rostros, animados por la esperanza y un renovado orgullo, ardían en los ojos pardos de los soldados y, de sus pupilas, saltaban para presidir los juegos de los niños.
En torno a las fogatas había corrillos de hombres que, sentados o de pie, hablaban, bromeaban y bebían mientras lustraban sus pertrechos. Inundaban el cortante aire relatos inverosímiles, chanzas y procaces reniegos que se entremezclaban con los gemidos de algunos de los voluntarios, poco acostumbrados al ejercicio y, por lo tanto, doloridos tras la larga marcha. Sus manos, encallecidas en el manejo de la azada, se habían descarnado bajo el recio contacto de las armas en sus repetidos adiestramientos. Pero aceptaban sus heridas, que eran incluso causa de júbilo. Ahora veían corretear a sus hijos entre las tiendas y sabían que habían cenado, si no bien al menos lo suficiente, y habían recuperado la dignidad frente a sus esposas. Por primera vez durante años, aquellos hombres tenían un objetivo, hallaban un sentido a la vida.
Algunos intuían que su empeño les acarrearía la muerte, mas quienes así lo reconocieron no desistieron, al contrario, decidieron seguir y exponerse al riesgo.
«Después de todo —reflexionó Garic cuando llegó el relevo de la guardia—, morir es nuestro común destino. Es preferible enfrentarse a él bajo la luz del sol, con sus rayos refulgiendo en el acero, que sucumbir a su emboscada en un sueño insatisfecho o aferrarse a la existencia enfermo, hambriento, desahuciado.»
Concluido su turno de vigilancia, el joven se dirigió al lugar donde ardía la fogata de su grupo y recogió la capa de su hatillo. Tras abrigarse, engulló apresuradamente unas cucharadas de estofado de conejo y atravesó el campamento en busca de las sombras.
Caminaba con paso resuelto, y declinó las múltiples invitaciones de sus amigos a integrarse en sus tertulias. Se limitó a rechazarlas mediante un expeditivo gesto, sin detenerse. A nadie le extrañó su actitud. Eran muchos los que se zafaban de la luz a fin de disfrutar, en las tinieblas, de los placeres de una compañía íntima. Durante las acampadas, el ambiente se cargaba de apagados suspiros, de dulces murmullos.
Era cierto que Garic acudía a una cita secreta, pero no con una amante, pese a que, entre las mozas, gozaba de un gran prestigio y más de una se habría sentido feliz de pasar la noche con tan apuesto noble. Al llegar a un peñasco, lejos de la algarabía general, el joven se arropó en su capa, se sentó y aguardó.
Su espera se prolongó apenas unos minutos.
—¿Garic? —lo llamó una voz vacilante.
—¡Michael! —exclamó el aludido con acento cordial, poniéndose de pie.
Los dos humanos se estrecharon calurosamente la mano y, emocionados, se fundieron en un abrazo.
—No podía dar crédito a mis ojos al verte aparecer esta tarde, primo —declaró Garic sin soltar el apretón del otro, temeroso de que se le escapara, de que se desvaneciera en la negrura.
—Lo mismo me ha ocurrido a mí —repuso el llamado Michael.
También él asía con fuerza la mano de su pariente, mientras trataba de desembarazarse de la ronquera que atenazaba su garganta y que, al parecer, se había adherido a sus paredes. Tosió, se instaló en la roca y su primo se acomodó a su lado. Ambos guardaron silencio, Michael se aclaró la molesta carraspera y ambos se esforzaron en adoptar la postura enhiesta que como soldados les correspondía.
—Creí que eras un fantasma —confesó Michael con un fracasado esbozo de sonrisa—. Te dábamos por muerto —agregó, pero hubo de interrumpirse al sofocar su voz un nuevo acceso de tos—. Maldita humedad, se filtra por los poros y obstruye las vías respiratorias.
—Me salvé de la matanza —explicó su compañero—. Mis padres y mi hermana no fueron tan afortunados.
—¿Anne? —inquirió el recién llegado.
—Su final fue rápido, sin sufrimiento, al igual que el de mi madre —relató Garic—. Mi padre se ocupó de que así fuera antes de que la plebe se ensañara con él. Su acto les enloqueció, hicieron una carnicería. Mutilaron su cuerpo...
El joven calló al evocar tan dolorosos recuerdos; su pariente le dio unas cariñosas palmadas en el hombro.
—Tu padre fue una noble criatura. Pereció como un auténtico caballero, defendiendo a su familia. Otros sucumben a un sino peor —apostilló, pesaroso, tanto que Garic olvidó su pena para clavar en él una penetrante mirada—. Pero cuéntame tu historia. ¿Cómo huiste de la muchedumbre? ¿Dónde has estado todos estos meses? —siguió Michael, deseoso de cambiar de tema.
—No huí —le reveló el otro, amargo ahora su tono—. Arribé a mi hogar después de que aniquilaran a todos sus moradores. No importa dónde me encontrara —se lamentó—, nunca me perdonaré no haber muerto a su lado.
—No es eso lo que tu padre habría querido —lo consoló su primo—, de habérselo preguntado, él habría elegido que vivieras, que perpetuases su nombre.
—Quizás, aunque eso será difícil pues no he yacido con ninguna mujer desde entonces —confesó Garic y frunció el entrecejo, con un sombrío centelleo en las pupilas—. Sea como fuere, hice por ellos lo único que estaba en mi mano. Prendí fuego al castillo para que no se adueñasen de él las desenfrenadas hordas. Las cenizas de mi familia quedaron entre las ennegrecidas piedras de la mole que construyera mi tatarabuelo. Luego me lancé a cabalgar sin rumbo —prosiguió, ajeno al asombro de su interlocutor—, indiferente a los peligros que me acechaban, hasta que topé con un grupo de hombres, en su mayoría víctimas asimismo de horripilantes ataques a su honor, expulsados de sus casas por razones similares.
»Nadie cuestionó mi presencia ni mis motivos. Lo único que les interesaba era que blandiera diestramente la espada. Me uní a ellos y a los bandidos que, a su vez, les habían acogido, y nos dedicamos a la rapiña.
—¿Bandidos?, ¿rapiña? —lo interrumpió Michael, tratando de disimular su sobresalto.
Fracasó, sin embargo, a juzgar por la turbia mirada que prendió el narrador en él.
—Sí, bandidos —insistió con frialdad—. ¿Te sorprende que un caballero de Solamnia renuncie a la severa regla de la Orden para mezclarse con forajidos? ¿Dónde estaban nuestras normas, nuestros códigos, cuando asesinaron a mi padre, tu tío? ¿Qué ha sido de ellos en esta tierra desolada?
—No pretendo juzgarte —se disculpó su pariente—. Sólo te diré que, pese a tu lógico rencor, deberías mantener arraigados en tu corazón los axiomas por los que nos regíamos. Yo así lo hago, y no me arrepiento.
Garic rompió en llanto, en unos violentos sollozos que convulsionaron todo su cuerpo. Su primo lo rodeó con los brazos y, arropado en su reconfortante pecho, el joven noble se calmó.
—No había llorado en todo este tiempo —susurró, a la vez que se enjugaba las lágrimas con el dorso de la mano—. Y tu consejo no podría ser más atinado. Al aceptar la compañía de los ladrones me hundí en un pozo del que no habría salido nunca de no ser por el general.
—¿Te refieres a Caramon?
—Sí —respondió Garic, recobrada la compostura—. Les tendimos una emboscada una noche a él y a sus amigos. Este hecho me abrió los ojos a las atrocidades que estaba cometiendo. Antes de conocerle, no había reparado en el daño que causaba en mis pillajes, incluso disfrutaba despojando de sus pertenencias a seres que, en mi ofuscada mente, me representaba como rufianes emparentados con los asesinos de mi padre. Viajaban en el grupo una mujer y el nigromante. El mago estaba enfermo, le golpeé y se desmoronó como un indefenso títere. Y, en cuanto a la hembra, sabía qué iban a hacerle mis abyectos aliados y esta idea envenenó mi sangre. No pensaba sino en impedirlo, pero frenaba mi impulso el miedo que me inspiraba el cabecilla, un tal Pata de Acero.
»Era un semiogro feroz, gigantesco, dos rasgos que no amedrentaron al general. Lo desafió sin titubeos, y descubrí la auténtica nobleza en el gesto de aquel prisionero que arriesgaba su vida para proteger a los más débiles. Venció en la lid —anunció, pleno de admiración hacia el guerrero—. Su arrojo, su triunfo, me hicieron comprender mi mediocridad. Así que, cuando Caramon solicitó nuestro respaldo, no dudé en brindárselo. No fui el único, otros miembros de la banda accedieron a engrosar sus filas. Pero, aunque no lo hubieran hecho, yo lo habría seguido hasta el fin del mundo.
—Y ahora formas parte de su guardia personal —apuntó Michael sonriente.
—En efecto —asintió el joven soldado con un intenso rubor en sus mejillas—. Le advertí que no era mejor que mis compinches, que había perpetrado numerosos crímenes, y él no se inmutó. Me examinó como si pudiera leer en mi alma, y sereno, cordial, aseveró que todo hombre debía recorrer un largo camino de tinieblas antes de, al despuntar el día, regresar a la senda del Bien fortalecido por la experiencia.
—Extrañas palabras —musitó Michael—. Me pregunto qué significan.
—Yo las comprendo, o así lo creo —replicó Garic. Desvió su atención hacia el extremo del campamento donde se erguía la tienda de Caramon, envuelto su estandarte en las volutas de humo que, impulsadas por la fogata, acariciaban su sedoso y ondeante paño—. En ocasiones me asalta la sospecha de que también el general se halla inmerso en su «camino de tinieblas». Su rostro asume a menudo una expresión que... El hechicero es su hermano gemelo —concluyó como si éste fuera un dato esclarecedor, si bien ignoraba hasta qué punto acertaba.
Su primo lo miró boquiabierto; el redimido caballero confirmó su último aserto mediante una inclinación de cabeza.
—El suyo es un singular parentesco —explicó—; no he detectado amor entre ellos.
—Dado que el mago pertenece a los Túnicas Negras, no podría ser de otro modo —corroboró Michael—. Todavía no imagino por qué viaja con nosotros esa criatura. Si los rumores no mienten, los nigromantes pueden cabalgar sobre el viento y convocar a las fuerzas de ultratumba para que los espíritus libren sus batallas.
—Estoy convencido de que a éste no le faltan tales dotes —aventuró Garic, espiando receloso una pequeña tienda que se alzaba junto a la del general—. Sólo he presenciado una breve demostración de su arte, en la guarida de los malhechores, mas he hallado evidencia de su poder en un sinfín de detalles. Siempre que se cruzan nuestros ojos siento que se me revuelve el estómago, que mi sangre se transforma en agua. Su mera proximidad me atemoriza. Sin embargo, como antes te comentaba, ha estado muy enfermo. Una noche tras otra, cuando aún dormía al lado de su gemelo, le oí toser hasta perder el resuello, tan asfixiado que creí que moriría instantáneamente. Todavía hoy no adivino cómo puede vivirse en un suplicio semejante.
—Esta tarde, al presentármelo, no he observado en él síntomas de ninguna dolencia —recordó Michael.
—Su salud ha mejorado en las últimas semanas, y no desarrolla ninguna actividad susceptible de menoscabarla. Se limita a refugiarse bajo su techo de recia urdimbre, donde estudia unos volúmenes de hechicería que transporta en grandes baúles. Claro que, por otra parte, es innegable que atraviesa un período crítico. El suyo, a diferencia del de su hermano, se manifiesta en forma de un halo de negrura, una aureola que crece en su derredor a medida que nos acercamos a nuestro objetivo. Sufre horribles pesadillas. A menudo me despiertan de mis sueños los gritos desgarradores que brotan de su garganta y que levantarían a un muerto de su tumba.
Su pariente se estremeció y, tembloroso, procedió a exponerle sus resquemores, sus desdichas.
—No me agradaba la idea de enrolarme en un ejército conducido, según las persistentes murmuraciones, por un mago de Túnica Negra. De todos los nigromantes que habitaron nuestro mundo, Fistandantilus tiene fama de ser el más poderoso. Hace unas horas, cuando llegué al campamento, aún no había tomado una decisión. Necesitaba hacer ciertas averiguaciones antes de unirme a la causa, asegurarme de que en realidad viajáis hacia el sur a fin de apoyar a los oprimidos pueblos de Abanasinia en su lucha contra los Enanos de las Montañas.
Suspiró y levantó la mano como si deseara atusarse el mostacho, pero se detuvo. Se lo había rasurado, había eliminado el ancestral símbolo de los caballeros, porque, en la actualidad, exhibirlo equivalía a morir en las garras de cualquier desaprensivo.
—Aunque mi padre vive todavía, Garic —continuó—, sería para él un alivio cambiarse por el tuyo, perecer dignamente. Nos plantearon una elección en el alcázar de Vingaard: o bien permanecíamos en la plaza fuerte y moríamos o bien nos retirábamos y conservábamos el don de la existencia. Mi progenitor, y también yo, nos habríamos acogido a la primera alternativa de depender ésta de nosotros mismos. Pero no podíamos permitirnos el lujo de escuchar la voz del honor. Había que pensar en la familia, en la pervivencia de la estirpe. Fue un día triste aquel en que cargamos cuantos enseres pudimos en una humilde carreta y dejamos nuestra morada. Antes de emprender el periplo que me ha traído aquí me encargué de instalarlos en Throytl, donde arrendamos una destartalada granja. Allí estarán a salvo, al menos durante el invierno. Mi madre es fuerte, realiza sin ninguna dificultad los quehaceres de un hombre y mis hermanos son excelentes cazadores. Saldrán adelante.
—¿Y tu padre? —indagó su joven congénere en tono quedo, vacilante por miedo a herirle.
—Su corazón se hizo trizas en aquella triste jornada. Pasa las horas sentado frente a la ventana con la espada sobre el regazo. No ha pronunciado palabra desde que renunció al hogar de sus antepasados.
—»¿Por qué he de mentirte, primo? —se rebeló de pronto, apretado el puño—. La verdad es que nada me importan los pobladores de Abanasinia. Lo único que me interesa es el tesoro de la montaña... y la gloria, una gloria que restituya la luz a sus ojos. Si triunfamos, los caballeros podrán caminar de nuevo con la cabeza erguida.