Read La Guerra de los Enanos Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
Enmudeció y ojeó la tienda vecina a la del general, la tienda que una enseña suspendida de su parte frontal delataba como la residencia de un hechicero. Era una sombra solitaria en el campamento, que todos procuraban rehuir.
—Sin embargo, y pese a lo mucho que anhelo reivindicar nuestra Orden, me refrena la perspectiva de lograrlo a las órdenes de un ser que atiende al sobrenombre de Ente Oscuro. Los caballeros de antaño habrían rechazado tal alianza, Paladine no la aprobaría —se lamentó Michael en un mar de confusiones.
—Paladine nos ha olvidado —replicó su primo—, la responsabilidad de nuestras acciones es sólo nuestra. Nada sé de personajes arcanos, y éste en particular no me preocupa lo más mínimo. Si formo parte de la tropa es por Caramon, porque me ha obligado a enmendar mi error, y nadie me impedirá seguirle hacia la victoria y la riqueza o, si fracasamos, hacia un final del que pueda enorgullecerme. Gracias al general, he devuelto la paz a mi espíritu, con eso me basta. ¡Ojalá encuentre él su senda! —susurró.
Se levantó del peñasco, regresando al presente inmediato, y anunció a Michael, que se había apresurado a imitarle:
—Debo regresar junto a mi fogata y dormir unas horas. Mañana tendremos que madrugar. Al parecer, reanudaremos la marcha dentro de esta misma semana. ¿Nos acompañarás, primo?
El aludido le miró. Luego desvió el rostro hacia la tienda de Caramon, coronada por un estandarte de vivos colores donde destacaba la estrella de nueve puntas. También espió la morada de campaña del hechicero, arropada en un cerco de impenetrable misterio.
Guardó unos instantes de silencio, acariciado su rostro por la fría brisa de la noche, y al fin asintió. Garic le sonrió sin disimular su alegría y, tras estrecharse en un nuevo abrazo, ambos se dirigieron al campamento codo con codo. Nadie, de observar la manera en que se entrelazaban, habría puesto en tela de juicio la amistad que los unía.
—Hay algo que me inquieta —confesó Michael mientras caminaban—. Dime, ¿es cierto que Caramon está amancebado con una bruja?
Una declaración de amor
—¿Adonde vas? —preguntó Caramon, seco, tajante.
Al entrar en su tienda tuvo que pestañear varias veces para acostumbrarse a la penumbra, tras someter sus pupilas al reflejo del sol otoñal.
—He decidido mudarme, ni más ni menos —contestó Crysania.
Mientras hablaba, dobló con meticulosidad algunos de sus hábitos clericales y los depositó en un baúl, que había arrastrado desde su camastro hasta un lugar más cómodo.
—Ya hemos discutido ese asunto —gruñó el hombretón sin levantar la voz; y, espiando a los centinelas apostados a ambos flancos del acceso, cerró la cortinilla.
La tienda era el orgullo del general, su mayor causa de regocijo. Perteneciente a un acaudalado caballero de Solamnia, se la habían obsequiado dos hombres jóvenes, de severo talante, quienes, pese a afirmar que la habían encontrado en sus correrías, la montaron con tanta destreza, con tanto celo, que nadie creyó que se tratara de un hallazgo más casual que sus propias piernas.
Confeccionada con un material imposible de identificar en esa época, su urdimbre era tan perfecta que ni siquiera las ráfagas de viento penetraban a través de sus costuras. La lluvia se deslizaba sobre su superficie y Raistlin, al examinarla, aseveró que le habían untado una grasa protectora de composición desconocida. Era lo bastante grande para albergar el lecho de Caramon, varios cofres repletos de mapas, el dinero y las joyas recogidos en la Torre de la Alta Hechicería, su ropa y su aparejo guerrero, además de la cama de la sacerdotisa, así como su atavío, y pese a tan exhaustivo equipo, cuando se recibían visitantes no parecía atestada.
El mago dormía y estudiaba en un refugio de idéntica textura, aunque de inferiores dimensiones, plantado junto al de su gemelo. Caramon se ofreció a compartir su espacioso habitáculo, mas él insistió en estar solo y el hombretón, conocedor de su necesidad de aislamiento y poco deseoso de toparse con su hermano a todas horas, prefirió no porfiar. Crysania, por el contrario, se rebeló abiertamente al ordenársele que permaneciera en la morada del general.
Fueron vanas las exhaustivas explicaciones del guerrero y sus protestas en aras de la seguridad de la dama. Las viejas leyendas de brujería, el extraño medallón con el emblema de un dios denostado que lucía, el hecho de que hubiera sanado las heridas del humano habían dado pábulo a toda suerte de disquisiciones, tanto en el campamento como fuera de él. Los recién llegados recibían advertencias contra sus poderes maléficos, y la sacerdotisa nunca abandonaba su vivienda sin que la persiguieran miradas recelosas o, peor aún, amenazadoras. Las madres ocultaban a sus hijos en el regazo al verla pasar, y los niños mayores se daban a la fuga en su presencia. Sin embargo, en las huidas de estos últimos el juego se entremezclaba con el temor.
—No me expongas tus argumentos, los he oído una infinidad de veces y sigo sin estar de acuerdo —dijo Crysania, indiferente, afanada en ordenar sus albos atuendos—. Me has repetido hasta la saciedad tus relatos sobre brujas quemadas en la hoguera por la plebe y, aunque no dudo que se cometieran tales actos de barbarie en una era remota, ahora pertenecen a la Historia.
—¿Dónde vas a cobijarte, en la tienda de Raistlin? —le increpó Caramon.
La dama cesó en su tarea, irguió la espalda y escrutó al guerrero en actitud de desafío. Suspendida una prenda de su brazo, se encerró en un breve mutismo en el que apenas se demudó su faz, siendo, acaso, una lividez mayor de la habitual el único indicio de su cólera. Cuando respondió, su voz resonó más gélida y diáfana que un soleado día de invierno.
—Hay una tercera, desocupada según me han informado, cerca de aquí. Me instalaré en ella, custodiada por un guardián, si consideras oportuna tal medida.
—Discúlpame, Hija Venerable —le rogó el hombretón, al mismo tiempo que avanzaba hacia su esbelta figura.
Al sentir su proximidad, la sacerdotisa ladeó, esquiva, el cuerpo, y Caramon tuvo que asirla por los antebrazos, con suma delicadeza, para obligarla a hacerle frente.
—No quería ofenderte —persistió—; te suplico que perdones mi torpeza. Y, en cuanto a lo de asignarte un centinela, me parece imprescindible. El problema es que no confío sino en mí mismo y, aún así...
Se aceleró su pulso, apretó las manos contra la carne de la dama sin apenas percatarse. Las palabras se agolpaban en su garganta, pero no osaba proferirlas, sumido como estaba en una turbación que denunciaban sus ardientes pómulos.
—Te amo, Crysania —declaró al fin—. Eres distinta de cuantas mujeres he conocido. Nunca deseé que se adueñara de mi persona tal sentimiento, ignoro cómo ocurrió y, si he de ser sincero, te confesaré que en nuestro primer encuentro me formé una opinión desfavorable de tu carácter. Te hallé gélida, altiva, me molestaba el pétreo escudo de tu religión. Mas cuando te vi en las garras del semiogro y percibí tu valentía, cuando comprendí que aquel repulsivo individuo se disponía a mancillar tu pureza, algo se transformó en mis entrañas.
Crysania se estremeció de manera involuntaria. Todavía revivía la noche de su captura en sus frecuentes pesadillas. Intentó hablar. Pero el guerrero, aprovechando su reacción, concluyó a trompicones, sin darle oportunidad de intervenir:
—He observado tu conducta con mi hermano, y he descubierto un reflejo de la mía en la época de nuestra unión. Le prodigas cuidados, ternura, como yo solía hacer, imperturbable a sus intemperancias.
La dama nada hizo para apartarle. Se quedó inmóvil, clavados en el masculino semblante sus ojos grises, cristalinos, y con la túnica que sostenía apretada contra el pecho.
—Ése es otro motivo para que desee alejarme de ti —dijo, pesarosa, la sacerdotisa—. No me ha pasado inadvertido tu creciente afecto —confirmó, ruborizándose—. Y, aunque te conozco bien y estoy convencida de que nunca osarías imponerme atenciones que yo juzgase impropias, me resulta incómodo dormir a solas contigo.
—¡Crysania! —comenzó a protestar Caramon, angustiado, trémulas las manos en contacto con la piel femenina.
—Lo que sientes por mí no es amor —le corrigió la sacerdotisa—. Proyectas en mi persona la nostalgia que te produce la separación de tu esposa. Es a Tika a quien quieres. He visto la ternura que asoma a tus ojos cuando hablas de ella.
La faz del guerrero se ensombreció al oírla mencionar el nombre de su mujer.
—¿Qué puedes saber tú de una emoción tan auténtica? —imprecó a su interlocutora de manera abrupta, a la vez que la soltaba y eludía su escrutinio—. ¡Por supuesto que quiero a Tika! Antes que ella, hubo otras muchas féminas que despertaron mis pasiones, y también mi esposa mantuvo relaciones con numerosos hombres.—Exhaló un suspiro, más de remordimiento que de cólera. Su historia era del todo falsa, si bien aliviaba la culpabilidad que le había corroído en los últimos días—. Tika es un ser humano, de carne y hueso —continuó—; no un témpano de hielo.
—¿Preguntas qué sé del amor? —replicó Crysania, perdida la calma y con los ojos centelleantes de furia—. Te lo contaré.
—¡No! —se revolvió el hombretón e, incapaz de dominarse, la agarró de nuevo por los brazos—. ¡No me expliques que quieres a Raistlin, no lo soporto! Mi hermano no te merece, se limita a utilizarte como hizo conmigo. En el momento en que deje de necesitarte, se desembarazará de ti.
—¡Suéltame! —vociferó la sacerdotisa. Sus pómulos eran ahora un incendio, sus pupilas los nubarrones que amenazan tormenta.
—Estás ciega —la acusó el guerrero, zarandeándola casi en su frustración.
—Disculpadme si os interrumpo —intervino alguien—; pero acaban de comunicarme una noticia importante.
El acento del recién llegado, un quedo siseo, hizo que se demudara el semblante de la dama. Todos los colores del espectro, del blanco al escarlata, surcaron su tez, y su efecto fue asimismo notorio en la actitud de Caramon quien, sobresaltado, aflojó su zarpa. Crysania retrocedió tan precipitadamente que tropezó contra el baúl y cayó de rodillas. Ocultas sus facciones bajo la negra, vaporosa cortina de sus cabellos, permaneció acuclillada y ungió ordenar sus pertenencias.
El hombretón se giró hacia su gemelo, ruboroso y sin acertar a contener un gruñido, mientras este lo estudiaba con su proverbial frialdad a través de los espejos que tenía por ojos. No se adivinaba ninguna expresión en ellos, como tampoco su tono había delatado el más ínfimo sentimiento al irrumpir en la escena.
Pese a la perfecta impasibilidad de Raistlin, Caramon creyó detectar un atisbo de su conflicto interior. Sus iris se quebraron un instante, y los celos que rezumaron por la grieta abrumaron al robusto humano más que la descarga de un golpe físico. Fue tan breve, sin embargo, la enajenación del nigromante, que su gemelo temió haberla imaginado. Sólo el nudo que se había formado en su estómago, un amargo sabor de boca, daban testimonio de que había sido real.
—¿Qué noticia es ésa? —inquirió, tras aclararse la garganta.
—Han arribado emisarios del sur —anunció el mago.
—¿Y bien? —le urgió el general, impaciente ante su parsimonia.
Retirada la capucha bajo la que se camuflaba, Raistlin avanzó un paso. Sus ojos se encontraron con los del general y se estableció entre ellos una corriente, un desafío de tal naturaleza que, en lugar de enfrentarlos, los hermanó, realzó su semejanza. El hechicero se había desprendido de su máscara sin darse cuenta.
—Los Enanos de Thorbardin se preparan para el combate.
Fue tal la vehemencia que el mago puso en sus palabras, tan contundente su modo de cerrar el puño, que Caramon pestañeó asombrado y Crysania alzó la vista, sin molestarse en ocultar su preocupación.
Incómodo, desconcertado, el hombretón se zafó del influjo hipnotizador de su gemelo para buscar sosiego en el estudio de unos mapas que había extendido sobre la mesa.
—¿Qué otra cosa cabía esperar? —aleccionó a Raistlin, encogiéndose de hombros—. Fue idea tuya proclamar a los cuatro vientos que nos dirigíamos a ese reino con el único objetivo de cobrar un tesoro. El lema de nuestra expedición, el reclamo para atraer reclutas, ha sido desde el principio: «¡Únete a Fistandantilus y asalta la Montaña!»
No lo animaba ninguna finalidad al pronunciar estas frases, no las reflexionó previamente, pero la reacción fue inmediata. El hechicero se puso lívido e intentó responder, si bien no brotó de sus labios ningún sonido inteligible, tan sólo un esputo sanguinolento. Sus hundidos ojos se inflamaron, su puño se apretó todavía más, mientras daba un nuevo paso hacia su hermano.
Crysania se incorporó y Caramon retrocedió alarmado, con la mano apoyada en la empuñadura de su acero. Pero, realizando un ostensible esfuerzo, Raistlin recobró la compostura. Ahogada su furia en un bramido de inusitada agresividad, se volvió sobre sus talones y abandonó la tienda, aunque tan furibundo que los guardianes se estremecieron cuando cruzó el umbral.
El guerrero quedó paralizado, presa del extravío que provocaban en su mente el miedo y su incapacidad para comprender el comportamiento del hechicero. También Crysania espió la retirada de Raistlin sin acertar a moverse, hasta que un tumulto de voces en el exterior rompió las cavilaciones de ambos. Meneando la cabeza, el general imitó a su hermano, si bien, antes de salir, manifestó su resolución respecto a la sacerdotisa.
—Si es cierto que hemos de ponernos en pie de guerra, no tendré tiempo para ocuparme de ti —apuntó, tajante, aunque sin mirarla—. Como antes he indicado, no estarías segura en una tienda individual y, por consiguiente, seguirás en ésta. No te importunaré. Empeño en ello mi honor.
Concluidas sus palabras, fue a conferenciar con sus soldados.
Teñidas sus mejillas de un intenso sonrojo, fruto de la vergüenza y de una exasperación que le impedía articular las palabras, la dama se concedió unos segundos para serenarse antes de asomarse, a su vez, al campamento. Una fugaz mirada a los centinelas le reveló que, pese a cuidar tanto ella como Caramon de no gritar, su discusión había llegado a sus oídos.
Ignorando la actitud socarrona, la malsana curiosidad de los guardianes, oteó el panorama y descubrió el lejano revoloteo de una túnica negra en la espesura que los circundaba. Entró rauda en la tienda, recogió su capa y, tras echársela sobre los hombros, se alejó en aquella dirección.
Caramon la vio adentrarse en el bosque y, aunque nada sabía de la huida de Raistlin, intuyó el motivo de aquel repentino impulso. Quiso llamarla, evitar que desapareciera entre los pinos. En principio ningún peligro la acechaba en la arboleda que crecía prístina en la falda de los montes Carnet, mas, en un tiempo tan incierto, era mejor no aventurarse.