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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La Guerra de los Enanos (17 page)

BOOK: La Guerra de los Enanos
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—Aquí tienes —lo atajó Caramon quien, mientras el otro hablaba, había extraído una moneda de oro de su bolsa—. ¿Te parece un pago justo?

—Sí, señor, desde luego —corroboró el grotesco individuo, animados sus ojos por un brillo equiparable al del dorado disco.

Se desembarazó raudo de los objetos que le ocupaban las manos y asió su recompensa con evidente voracidad. Durante la operación no dejó de espiar al mago como para impedir que éste, mediante su arte, volatilizara su precioso premio que descansaba en la mano del cliente más robusto.

Tras embutir la moneda en su bolsillo, el tosco humano rebuscó en el mostrador y volvió al rato con tres cuencos, tres cucharas de cuerno de venado y otros tantos vasos. Distribuyó todos estos elementos entre los comensales, colocó la marmita en el centro y retrocedió. Crysania revisó los platos y, sin poder reprimir su repugnancia, los lavó en el agua sobrante de la pócima.

—¿Precisáis algo más, señores? —inquirió el posadero, con un acento tan servicial que Caramon esbozó una mueca burlona.

—¿Tienes pan y queso?

—Sí, maestro.

—En ese caso, pon unas raciones en un cesto.

—¿Vais a seguir viaje de inmediato?

Tras dejar de nuevo los cuencos en la mesa, la sacerdotisa alzó la vista. Se había obrado un sutil cambio en la voz del hombre y la dama consultó en silencio al guerrero para comprobar si lo había percibido, pero éste se hallaba demasiado ocupado en remover el estofado de carne y patatas, en olisquearlo ansioso. Raistlin, al margen de cuanto le rodeaba, contemplaba absorto las llamas y tanteaba, sin prestarle atención, el vaso aún vacío.

—No pernoctaremos aquí si eso es lo que quieres saber —repuso el hombretón, afanado en servir el alimento.

—No hallaréis mejor alojamiento en... ¿Adonde habéis dicho que os dirigíais? —insistió el hospedero.

—No te lo hemos dicho, ni es asunto que te concierna —lo atajó Crysania con su habitual frialdad.

La sacerdotisa aferró un pocillo rebosante de caldo, que dio a probar al hechicero. Pero él rehusó comerlo, una vez inspeccionada la película de grasa que cubría el extraño potaje, y su actitud influyó en la mujer que, pese al hambre que sentía, únicamente pudo engullir dos o tres cucharadas. Apartando el cuenco, casi intocada la nauseabunda sustancia, se arropó en su capa todavía húmeda y se acurrucó en la silla, antes de cerrar los ojos y esforzarse en olvidar que una hora más tarde estaría de nuevo sobre la grupa de su equino en una extenuante cabalgada a través de una región desértica, asolada por la tormenta y el huracán.

Raistlin, al igual que la dama, no tardó en entornar los párpados y caer dormido. Los únicos ruidos que resonaban en la estancia eran los que hacía Caramon al devorar aquella bazofia con un apetito digno de un soldado de campaña y el crujir de los ropajes del posadero, quien regresó a la cocina a fin de preparar el cesto según le habían ordenado.

Transcurrido el lapso de reposo, el guerrero recogió los caballos en la cuadra. Formaban un grupo de tres animales de monta y otro de carga, éste abrumado bajo el enorme peso y cubierto por una manta que afianzaban resistentes cuerdas. Tras ayudar a su hermano y a la sacerdotisa a montar, y viéndolos acomodados en sus sillas, el hombretón se encaramó al lomo de su gigantesco corcel. El hospedero se hallaba a la intemperie, desnuda la cabeza y con los víveres en la mano. Entregó a Caramon el capazo de mimbre, tembloroso a causa de la lluvia que se filtraba entre sus ropas.

Después de darle unas lacónicas gracias y de arrojarle otra moneda, que aterrizó sobre el fango a los pies del horrendo individuo, el corpulento luchador asió las riendas del cuarto equino, el que nadie guiaba, e inició la marcha. Raistlin y Crysania lo siguieron, embozados en sus capas a fin de protegerse del aguacero.

El hospedero, indiferente a la lluvia, recogió su retribución y los contempló mientras se alejaban. Dos figuras surgieron de las sombras de las cuadras, corriendo a su encuentro.

—Informadle de que han tomado la ruta de Solanthus —murmuró el dueño de la venta, a la vez que lanzaba la moneda al aire.

Los tres jinetes cayeron en la emboscada sin opción a defenderse.

Cabalgaban bajo la tenue luz del ocaso, entre frondosos árboles de cuyas ramas se desprendían, monótonas, las gotas de la tormenta y sobre un lecho de hojarasca que amortiguaba los ecos de sus pisadas. Abstraídos como estaban cada uno en sus cavilaciones, no oyeron el estampido de varios pares de cascos al galope ni el tintineo del acero hasta que fue demasiado tarde.

Antes de que tuvieran tiempo de preguntarse qué sucedía, unas formas sombrías saltaron de los árboles cual enormes, espantosas aves que los asfixiaran con sus negras alas. Los hechos se desarrollaron en silencio, fruto de la pericia de los atacantes.

Uno se descolgó sobre la espalda de Raistlin y le dejó inconsciente sin darle oportunidad de volverse. Otro cayó de una rama junto a Crysania, apresurándose a amordarzarle la boca y a aplicar la daga a su garganta. En el caso de Caramon, fueron necesarios cuatro agresores para deslizarle de su caballo y aplastarlo contra el suelo. Cuando concluyeron los forcejeos, uno de los salteadores no se puso de pie ni, dada su situación, podría hacerlo nunca. Quedó postrado en el suelo, torcida la cabeza en un forzado gesto.

—Se ha roto el cuello —anunció uno de los ladrones a la figura que apareció en escena una vez finalizada la escaramuza, con la intención de inspeccionar los resultados.

—Habéis hecho un buen trabajo —comentó, inmutable, el recién llegado mientras inspeccionaba a aquel fortachón que, sujetado por varios hombres y atado con cuerdas de arco, todavía se debatía.

Un hondo corte en la frente del guerrero sangraba profusamente, de tal manera que, al diluir la lluvia su savia vital, teñía por completo su rostro. Pero, ajeno al sufrimiento, el hombretón se empecinaba en luchar para arrancarse las ligaduras y trataba de despejar su confusa mente.

Al reparar en los abultados músculos del prisionero, que ejercían una peligrosa presión sobre las cuerdas, el cabecilla no pudo por menos que admirarlo, si bien sus secuaces, temerosos de su fuerza, lo observaban llenos de resquemor.

Después de vencer su aturdimiento inicial, y de desentelar sus ojos mediante violentas sacudidas de cabeza, Caramon examinó su entorno. Los rodeaban una treintena de hombres armados hasta los dientes, a las órdenes de una criatura que arrancó un reniego de los labios del guerrero. Era, sin lugar a dudas, el ser más descomunal con el que se había enfrentado en su vida.

Por una lógica asociación de ideas, recordó la arena donde se celebraban los Juegos en Istar. «Debe de tener algo de ogro» se dijo, evocando a Raag, al mismo tiempo que escupía un diente que se le había roto durante la reyerta. Al dibujarse en su memoria la imagen del enorme individuo que ayudaba a Arack a adiestrar a los gladiadores, el rehén comprobó que, aunque pertenecía a la raza humana, el jefe de los ladrones exhibía unos tonos amarillentos en su tez, además de una nariz en extremo achatada, que lo emparentaban con aquel otro pueblo. Al igual que los ogros, su estatura sobrepasaba en toda una cabeza a la del hombretón y poseía unos brazos similares a troncos. Sin embargo, caminaba de un modo extraño, arrítmico, aunque Caramon no descubría el motivo a causa del largo manto de piel que arrastraba por el suelo, ocultando sus pies.

En el circo de Istar le enseñaron a estudiar al enemigo hasta descubrir sus flaquezas, y el guerrero supo aprovechar su aprendizaje. Vigiló atento todos los movimientos de su aprehensor, un empeño que se vio coronado por el éxito cuando, bajo el influjo del viento, ondeó su manto y reveló el secreto al observador: era cojo. Una pata no de palo, sino de acero, sustituía la pierna que le faltaba.

Al detectar la atónita mirada de Caramon, el cabecilla semiogro sonrió y se acercó a él con su manaza extendida para darle unas palmadas en la mejilla.

—Admiro a los hombres capaces de luchar con arrojo —lo felicitó.

Antes de que su oponente reaccionara de tan imprevisto halago, el colosal salteador cerró los dedos en un puño y le propinó tal golpe en la mandíbula que le hizo dar un traspié, arrastrando casi en su caída a los centinelas que lo custodiaban.

—Te respeto, pero tendrás que pagar por la muerte de mi subordinado —sentenció.

Tras recoger los holgados pliegues de su manto, el mestizo se encaminó hacia Crysania, inmovilizada entre los brazos del miembro de la cuadrilla que la había atacado. Todavía le tapaba la boca mas, pese a la palidez de su rostro, brillaba en los ojos de la sacerdotisa la llama de la ira.

—Estoy encantado —susurró el abyecto semiogro—. Me brindan un presente y ni siquiera se avecinan las Fiestas de Invierno.

Estalló en carcajadas que retumbaron en los huecos troncos arbóreos, y estiró la mano a fin de despojarla de la capa que llevaba anudada al cuello. Sus pupilas se fijaron, concupiscentes, en la curvilínea figura de la dama, que no hizo sino acentuarse al empapar la lluvia sus blancas vestiduras. Se ensanchó su sonrisa, todo su semblante se iluminó en un siniestro deseo. Cuando se disponía a tocarla, la sacerdotisa intentó zafarse de su garra, pero el gigante no halló dificultad en sujetarla.

—¿Qué colgante es ese que luces? —inquirió, al detenerse su mirada en el Medallón de Paladine que se ceñía al escote de Crysania—. Lo encuentro inadecuado, no te favorece. ¡Caramba, es de puro platino! —exclamó con un silbido—. Permite que te lo guarde, querida detestaría que se perdiera en nuestros apasionados raptos.

Caramon se había recuperado lo suficiente para ver cómo el truhán tanteaba la alhaja y también para percibir el destello que encendía los ojos de la sacerdotisa, no ya de cólera, sino de burla. El contacto del hombre la hacía temblar, pero una fuerza interior la sostenía. Un resplandor blanco, prístino, rasgó la cortina de agua. Procedía del talismán. El semiogro apartó su mano con un grito de dolor.

Corrieron unos murmullos entre los hombres que sujetaban a la dama. Uno de ellos aflojó su garra y Crysania, acabando de liberarse de una enérgica sacudida, procedió a cubrir de nuevo su cuerpo.

El cabecilla alzó la palma que fulminara el Medallón, distorsionado el semblante. El guerrero temió que golpease a su osada cautiva, pero en aquel momento uno de los secuaces vociferó:

— ¡El mago vuelve en sí!

El coloso no cesó de contemplar a su oponente, si bien bajó la mano amenazadora e incluso le dedicó una sonrisa.

—Al parecer, bruja, has ganado el primer asalto —admitió—. Me entusiasman las lizas —dijo, dirigiéndose a Caramon—, tanto en el campo de batalla como en el del amor. Esta noche promete ser divertida.

Mediante un significativo gesto, indicó al individuo que vigilaba a Crysania que la agarrara de nuevo, aunque el hombretón advirtió que éste obedecía con reticencia. Una vez se hubo asegurado de que todo estaba en orden, el jefe de los salteadores avanzó hacia el lugar donde Raistlin, estirado en el suelo, se abandonaba a quedos gemidos.

—El hechicero es el más peligroso de los tres. Atadle las manos a la espalda y amordazadle —ordenó con voz áspera—. Si emite el más leve sonido cortadle la lengua; así pondremos fin a sus fórmulas maléficas para toda la eternidad.

—¿Por qué no le matamos sin más preámbulos? —propuso uno de sus hombres.

—Adelante, Brack —lo invitó el cabecilla, que se había girado para identificar al forjador de tan «inteligente» idea—. Desenvaina tu daga y degüéllalo.

—No serán mis manos las que lo eliminen —rehusó el llamado Brack, al mismo tiempo que retrocedía.

—¿No? ¿Prefieres que caiga sobre mí la maldición por haber segado la vida de un Túnica Negra? —continuó el semiogro, más jocoso que disgustado—. Te causaría un gran placer que mi mano ejecutora se marchitase y desprendiera, ¿no es verdad?

—De ninguna manera, Pata de Acero. No he pensado lo que decía —balbuceó el otro.

—Pues empieza a hacerlo —lo atajó el gigante—. Ahora no puede lastimarnos; fijaos en su lamentable estado.

Mientras hablaba, señaló a Raistlin, que yacía boca arriba con las manos ligadas sobre el pecho. Habían forzado su mandíbula para ajustarle la mordaza, mas sus ojos destilaban, desde las sombras de su capucha, una furia desmedida, y se estrujaba los dedos con tan impotente rabia que más de uno de los forzudos que lo circundaban se preguntó si tales medidas eran acertadas.

Quizá imbuido de tales pensamientos, Pata de Acero renqueó hasta el nigromante y se detuvo a escasa distancia. Impidió que sus subordinados efectuaran el cambio de ataduras y, con una siniestra mueca afeando aún más su amarillento rostro, incrustó el extremo de su pierna falsa en el cráneo del yaciente. El mago se desmayó bajo el brutal impacto, y Crysania lanzó un aullido de alarma entre los férreos brazos de su centinela. En cuanto a Caramon, sintió que un agudo dolor contraía sus vísceras al contemplar la figura de su hermano inerte en el barro. Tal solidaridad no dejó de asombrarle.

—Así lo tendremos un rato tranquilo. Cuando lleguemos al campamento, le vendaremos los ojos y lo llevaremos a pasear por el precipicio. Si resbala y se desploma aceptaremos los designios del destino. No seremos nosotros los responsables de que se vierta su sangre. ¿De acuerdo? —declaró el jefe a su cuadrilla.

Se oyeron risas dispersas, si bien Caramon observó que algunos de los presentes intercambiaban sombrías miradas y meneaban la cabeza.

Pata de Acero abandonó a Raistlin a su obligado letargo y examinó, centelleantes sus pupilas, el caballo de carga.

—Hemos obtenido un espléndido botín —comentó, satisfecho.

Oteó el panorama y, sin poder evitarlo, clavó los ojos en la forcejeante Crysania, que se debatía entre las zarpas de su nervioso aprehensor.

—Un espléndido botín —repitió en un susurro.

Caminó de nuevo hacia la cautiva para, con su manaza, atenazar la delicada barbilla femenina. Adelantó entonces los labios, que estampó sobre los de la dama en un salvaje beso. Atrapada como estaba, ella nada pudo hacer. No batalló, acaso porque un sexto sentido la avisaba de que era aquello lo que deseaba el infame salteador. Permaneció enhiesta, rígido su cuerpo, pero Caramon vio que cerraba los puños y, cuando se apartó el coloso, desvió la faz de tal manera que su negro cabello cubrió sus rasgos.

—Todos conocéis mis normas —arengó el jefe a sus hombres, tirando bruscamente de las greñas de la sacerdotisa—. Compartid todos los tesoros, después de que yo haya saboreado mi porción, por supuesto.

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