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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La Guerra de los Enanos (12 page)

Astinus no pudo refrenar su sobresalto ante tan inesperada visión, que al parecer era ilusoria pues, con un gesto, el nigromante hizo que la bola emprendiera el vuelo al mismo tiempo que, usando la otra mano, cubría de nuevo su enteco torso bajo la urdimbre de sus vestiduras.

Al acercársele el fluctuante globo, el cronista estiró sus brazos hacia él y acarició su superficie con extrema delicadeza. El contacto hizo que el objeto se llenase de haces lunares argénteos y rojizos. Incluso se esbozó el aura del satélite negro y, debajo de los tres, se arremolinaron innumerables imágenes que se sucedían a un ritmo vertiginoso.

—El tiempo discurre frente a nosotros —comentó Raistlin, ribeteada su voz de un mal disimulado orgullo—. A partir de hoy, amigo mío, no tendrás que depender de los mensajeros de los planos astrales para saber qué acontece en el mundo. Tus ojos serán tus únicos heraldos.

—¡Sí! —se entusiasmó el historiador. Las lágrimas empañaban su vista, sus manos temblaban de gozo.

—Ha llegado el momento de recibir mi recompensa —declaró el hechicero—.¿Dónde está el Portal?

—¿No lo adivinas, criatura clarividente? —preguntó a su vez Astinus—. Has leído en mis volúmenes el devenir de Krynn, los sucesos acaecidos en las distintas eras.

Raistlin observó a su oponente sin hablar, mientras su faz adquiría la gélida rigidez de una máscara.

—Tienes razón; he estudiado todos y cada uno de los episodios que figuran en las Crónicas — admitió—. ¿Fue ése el motivo de que Fistandantilus viajara a Zhaman?

Su interlocutor asintió con un ligero ademán.

—Zhaman —prosiguió el archimago—, una fortaleza arcana enclavada en las llanuras de Dergoth, cerca de Thorbardin, la patria de los Enanos de las Montañas. Se trata de un bastión erigido en una tierra controlada por esos seres —continuó, inexpresivo cual si hojeara las páginas de un libro de texto—. Allí se dirigen ahora sus parientes, los Enanos de las Colinas, bajo el acoso de la perversidad que ha consumido al continente desde el Cataclismo, al objeto de pedir refugio en su antiguo hogar de las cumbres.

—En efecto —intervino el cronista—. Con todos esos datos, tú mismo puedes esclarecer el enigma.

—Eso me temo. El Portal se oculta en las mazmorras de Zhaman —concluyó el nigromante—. Fistandantilus participó desde ese reducto en la última de las guerras enaniles.

—Participará —rectificó Astinus.

—Cierto. Sea como fuere, el gran maestro tomará parte en la pugna que ha de decidir su destino, su muerte si las leyendas no mienten.

Raistlin se sumió en el silencio. Luego, de manera súbita, se levantó y caminó hacia la escribanía, donde asiendo el tomo en el que trabajaba Astinus, le dio la vuelta. El conservador de la Biblioteca espió sus movimientos con un interés desapasionado.

—Aciertas en tu apreciación, procedo del futuro —murmuró sin dejar de escudriñar la escritura todavía húmeda del pergamino—. He leído las Crónicas salidas de tu pluma, incluso recuerdo lo que apuntarás aquí —agregó, y señaló un espacio en blanco—.
En el día de hoy, pasada la Hora de la Vigilia cayendo hacia el 30, Fistandantilus me trajo el globo donde se refleja el paso del tiempo presente
, recitó de memoria.

Astinus nada dijo pero el archimago insistió, henchido su acento de cólera.

—¿Redactarás aquí ese párrafo?

El aludido calló, aunque manifestó su asentimiento mediante una inclinación de cabeza.

—Así pues, todas mis acciones estaban previstas —se lamentó el hechicero.

Cerró el puño violentamente y, cuando volvió a tomar la palabra, su voz delató el esfuerzo que hacía para controlarse.

—Unos días atrás vino a visitarte la sacerdotisa Crysania. Me explicó que estabas escribiendo al entrar ella y, después de reconocerla, borraste algo. Déjame ver qué fue.

El historiador exhibió una mueca de disgusto, remiso a obedecer.

—¡Muéstramelo! —El apremio del mago surgió en un alarido casi inarticulado.

Depositando el globo en un ángulo de la mesa, donde la esfera se mantuvo suspendida, Astinus levantó las manos de su perímetro. La luz parpadeó, el objeto se oscureció y se vació de imágenes. Sin prestarle atención, a pesar suyo, el singular personaje rebuscó en el mueble hasta encontrar un volumen encuadernado en piel, que abrió sin titubeos por la página requerida. Colocó entonces el tomo frente a Raistlin y lo invitó a examinarlo.

El nigromante centró de inmediato la vista en una línea donde, sobre un nombre emborronado pero legible, aparecía otro. Cuando enderezó la espalda, provocando un roce en su túnica al enlazar las manos bajo las bocamangas, su faz había asumido una lividez mortífera aunque no exenta de serenidad.

—Esto altera el tiempo —aseveró.

—Esto no altera nada —replicó Astinus—. La sacerdotisa ocupó un lugar que en principio no le correspondía, pero tal cambio carece de importancia. La Historia sigue su curso, inviolada.

—¿Y me arrastra en su fluir?

—Sí. Nunca la modificarás, a menos que tengas el poder de desviar el cauce de un río arrojándole un guijarro —sentenció el cronista.

Raistlin le lanzó una penetrante mirada y esbozó una sonrisa antes de señalar, retador, el globo.

—Contémplalo, Astinus —lo conminó—, y pon tus sentidos alerta. El guijarro no tardará en dibujarse en el interior de la esfera. Y ahora, criatura eterna, debo despedirme.

Se desvaneció al instante y el historiador quedó solo en la cámara, absorto en sus reflexiones. Transcurridos unos minutos, volteó el pesado ejemplar a fin de leer una vez más el evento que registraba cuando irrumpió en la sala la Hija Venerable.

 
En el día de hoy, Hora Postvigilia subiendo hacia el 15 llegó a esta Biblioteca, enviado por el archimago Fistandantilus y con el propósito de descubrir el paradero del Portal, el clérigo de Paladine llamado Denubis. En pago a mi ayuda, Fistandantilus confeccionará lo que me prometió años atrás: el globo que refleja los acontecimientos del presente.

Aparecía tachado el término
Denubis
, que había sustituido por
Crysania
.

7

Tas y Takhisis frente a frente

—Estoy muerto —dijo Tasslehoff Burrfoot.

Permaneció expectante, como si aguardara una respuesta.

—Estoy muerto —insistió al no recibirla—. Debo de hallarme en el más allá.

Transcurrido un segundo intervalo de sepulcral silencio, el kender añadió:

—No cabe duda de que aquí reina una oscuridad impenetrable.

Nada ocurrió, y el interés del hombrecillo por su nuevo estado comenzó a decaer. Un breve examen de su entorno le reveló que yacía de espaldas sobre una superficie muy fría e incómoda, dura como la roca.

«Quizá me han posado sobre una losa de mármol, similar a la de Huma —pensó para estimularse—. En la cripta de un héroe, como aquella donde enterramos a Sturm.»

Estas cavilaciones lo entretuvieron durante un rato, más la realidad inmediata vino a reclamar sus derechos. Emitió un grito de dolor, a la vez que se frotaba el costado a fin de apaciguar sus crujientes costillas y que, sorprendido, tomaba conciencia de una molesta migraña. También advirtió que estaba tiritando, que una aguja rocosa se incrustaba en sus riñones y que tenía el cuello rígido.

—¡No era esto lo que imaginaba! —vociferó, irritado—. Se supone que los muertos son insensibles al sufrimiento corporal. ¡Es absurdo sentir nada después de perder la vida! —persistió, con un énfasis exagerado por si alguien lo escuchaba.

«¡Caramba! —exclamó al ver que no cesaba el dolor—. A lo mejor me hallo en una fase transitoria, un estadio en el que he muerto pero mi cuerpo aún no ha sido privado de todas sus prerrogativas. El inevitable rigor no ha endurecido mis músculos, eso puedo asegurarlo.»

Resolvió esperar acontecimientos. Tras retirar la aserrada piedra que torturaba su espalda, se estiró con las manos cruzadas sobre el pecho y contempló, en la postura de un cadáver, la penumbra circundante. Poco duró, sin embargo, su inmovilidad.

«Si la muerte es lo que ahora experimento, nada tiene que ver con lo que se comenta —protestó para sí—. Lo más triste no es haber dejado de existir, sino aburrirse inútilmente. De todos modos —agregó después de espiar la oscuridad unos segundos más—, puedo luchar contra el tedio. Ha habido una confusión, un malentendido, debo discutir este asunto con alguien capaz de enmendarlo.»

Se sentó y, cuando tanteó el terreno con las piernas dobladas por si debía saltar, descubrió que se hallaba en el pétreo suelo, no en una plataforma elevada como había intuido.

«¡Qué desaprensivos! —se encolerizó—. ¡También podrían haberme arrojado a una húmeda bodega, sin miramientos ni exequias!»

Se incorporó, y antes de dar un paso, tropezó contra algo sólido, duro. «Una roca—decidió tras palpar su contorno—. Resulta lamentable. A Flint le otorgaron un árbol como compañero de ultratumba y yo he de conformarme con una piedra. Alguien ha cometido un error imperdonable.»

—¡Hola! —saludó a los hipotéticos habitantes de las sombras—. ¿Hay alguien aquí capaz de informarme? ¡Todavía tengo mis saquillos! —se asombró, cambiando de tema—. Permitieron que conservara mis pertenencias, incluso el ingenio mágico, un gesto muy considerado por parte de quien dictaminara mi destino. Pero hay que remediar mi dolor de cabeza —murmuró con los labios apretados—. Es insoportable.

Investigó su entorno con ambas manos, ya que sus ojos de poco le servían en la intensa negrura. Estudió la roca, lleno de curiosidad, al detectar en ella unas imágenes, acaso runas, que se le antojaron familiares. Dedujo acto seguido su forma, y comprendió que se había equivocado al identificarla.

—Es una mesa —concluyó, desconcertado—. Recapitulemos: he topado con un mueble pétreo donde hay esculpidas figuras o símbolos, y creo haberlo visto antes. ¡Ya lo tengo! —dijo, recuperada la memoria—. Se trata de la escribanía que se erguía en el laboratorio donde se reunieron Raistlin, Caramon y Crysania antes de emprender su viaje en el tiempo y abandonarme a mi suerte. Acababa de entrar en la estancia, ya vacía, cuando se desplomó la montaña ígnea sobre mi cabeza. No atiné a huir. La muerte me sobrevino en este mismo lugar.

Se llevó la mano al cuello para confirmar sus sospechas, es decir, que todavía lo circundaba la argolla de hierro delatora de su condición de esclavo. Continuó su torpe avance por la penumbra, pero se detuvo al pisar un nuevo objeto. Quiso recogerlo y, al estirar los dedos, se abrió un corte en su carne.

—¡La espada de Caramon! —Reconoció, pletórico de júbilo, a la causante de su herida, más aún al tantear la empuñadura—. La encontré en el suelo poco antes de la hecatombe. Eso significa —gruñó, trocado en furia su entusiasmo— que ni siquiera me sepultaron. Mis compañeros ya habían partido, y nadie se molestó en rendirme honores fúnebres. Por consiguiente, estoy en los subterráneos del Templo destruido.

Se detuvo a meditar, a la vez que succionaba la sangre de su mano, hasta que vino a perturbarle una repentina idea. «Al parecer, pretenden que deambule por el vacío en busca de la morada que me ha sido asignada. ¡Es el colmo, ni siquiera me proporcionan un medio de transporte!»

—Prestad atención a mis palabras —imprecó a la nada, agitando un puño en actitud amenazadora—. Exijo que me llevéis a presencia del responsable del orden en este paraje fantasmal.

No se produjo más sonido que el sus propios ecos.

—Al menos podrían encender una luz —rezongó desalentado, al interponerse en su marcha un nuevo escollo—. Estoy aprisionado en las entrañas de un Templo en ruinas, probablemente en el fondo del Mar Sangriento de Istar. Quizás encuentre a los elfos marinos, como le sucedió a Tanis en su naufragio y, en tal caso, no me será difícil volver a mi mundo. —Sus esperanzas renacieron para, al instante, volver a desvanecerse—. No, claro, olvidaba que he muerto. En tales circunstancias no se conoce a nadie, salvo, según se rumorea, si se convierte uno en criatura espectral. El caballero Soth, por ejemplo, se relacionaba con los mortales. ¿Cómo se consigue entrar en sus filas? Debo averiguarlo. Ha de ser emocionante ostentar la dignidad de muerto viviente. —Reconfortado una vez más por tan prometedoras perspectivas, se trazó una línea de acción—. En primer lugar, me enteraré de adonde se supone que he de encaminarme y por qué no estoy allí.

Levantado su ánimo, Tas se abrió paso hasta la parte anterior de la estancia mientras elucubraba sobre su paradero y se extrañaba de que, estando en el Mar Sangriento, no hubiera agua ni vestigios de humedad a su alrededor. De pronto, halló el motivo.

—¡Por supuesto! —farfulló—. El Templo no se hundió en el océano, sino que se desplazó a Neraka. Yo mismo estaba en su interior cuando derroté a la Reina de la Oscuridad.

Llegó a una puerta —lo comprobó al palpar el umbral desprovisto de hoja— y se asomó a una negrura más densa de lo imaginable.

—Neraka —repitió en un susurro, indeciso sobre si era mejor o peor que estar sumergido en las profundidades acuáticas.

Cauteloso, alzó un pie y lo posó encima de una estructura cilíndrica, resbaladiza. Al estirar la palma, sus dedos se cerraron en torno al mango de una antorcha. Debía de ser la misma que reposaba en su pedestal junto a la arcada de acceso al laboratorio. Revolvió en sus bolsas, pues solía portar yesca para cualquier eventualidad, y al fin dio con ella.

—Es extraño —se dijo al examinar el corredor a la luz de la tea—, el aspecto de este pasillo es idéntico al que presentaba tras desencadenarse el terremoto. Recuerdo que quedó atestado de escombros, casi impracticable. No me explico que la Soberana de las Tinieblas no se haya ocupado de limpiarlo; lo cierto es que durante mi visita a Neraka no percibí un caos semejante. Pero será mejor que busque la salida.

Retrocedió en busca de la escalera que había descendido persiguiendo a Crysania, quien a su vez acudía a la llamada de Raistlin. Las imágenes de los muros temblorosos, quebrados, de las columnas cercenadas se agolparon en su mente al verse obligado a salvar sus ahora amontonados restos. «Temo que no lograré alcanzar mi objetivo y, además, mi cabeza está a punto de estallar. Sin embargo, no distinguí ninguna otra vía de escape —reflexionó con un momentáneo desánimo. Por fortuna, se impuso a la desazón su jovial temperamento de kender—. Si los accesos están obstruidos, es posible que alguna hendidura me permita pasar al otro lado.»

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