Read La Guerra de los Enanos Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
Movido por un reflejo que no hacía sino corroborar la intuición de Crysania, el mago la estrechó contra sí y ella se ruborizó, deseosa de huir, mas, en abierto dilema, tan cautivada que habría querido refugiarse en su abrazo para toda la eternidad. De pronto, cuando cedía al embrujo, el nigromante se puso rígido y retiró bruscamente su mano. Tenía que eludir su turbador contacto. La hizo a un lado y buscó apoyo en el bastón.
Demasiado débil para renunciar a cualquier auxilio, se bamboleó y se vino abajo. La sacerdotisa corrió a sostenerlo, pero se lo impidió un robusto cuerpo que se interpuso entre ambos. Era Caramon quien, con sus colosales brazos, alzó a su hermano en volandas y lo llevó hasta una silla deteriorada, aunque aún acolchada, que había arrastrado hasta el fuego.
Durante unos segundos, Crysania quedó petrificada junto a la escribanía, incapaz de transmitir órdenes a sus piernas. Mas, en cuanto comprobó que estaba sola en la penumbra, privada de la luz del cayado y de las llamas, fue a reunirse con los gemelos ante el hogar.
—Siéntate, Hija Venerable —la invitó al hombretón, señalando una butaca cercana y desempolvándola lo mejor que pudo.
—Te lo agradezco —murmuró la dama.
Por alguna razón inexplicable, eludió la mirada del enorme humano. Se acomodó en el asiento y se dejó acunar por la tibieza, abstraída en el chisporroteo de las llamas hasta devolver la compostura a su desencajado rostro.
Cuando tuvo el suficiente ánimo para enfrentarse a la realidad inmediata, vio a Raistlin reclinado en su silla con los ojos cerrados, inhalando aire dificultosamente. Caramon calentaba agua en un abollado cazo metálico que había rescatado, al parecer, de las cenizas de la chimenea. Se erguía frente al utensilio, prendidos los ojos del burbujeante líquido. Los haces luminosos reverberaban en los áureos adornos de su vestimenta, se reflejaban en su curtida piel y los músculos de sus brazos se abultaban al flexionarlos en un intento de absorber el calor.
«Este hombre posee una constitución privilegiada», meditó la sacerdotisa, si bien recorrió su espina dorsal un intenso escalofrío al verlo de nuevo en el momento de entrar en el subterráneo del malhadado Templo de Istar, armado con una espada y dibujada la muerte en sus pupilas.
—El agua está a punto —anunció el guerrero.
Crysania, sobresaltada, volvió al presente, a la Torre.
—Yo prepararé la infusión —dijo, ansiosa por hacer algo positivo.
Raistlin entreabrió los párpados al sentirla próxima. Inclinándose sobre sus mortecinos ojos, la dama no descubrió sino una réplica de sí misma, de aquella faz demacrada, envuelta en oscuras greñas que aún destacaban más su palidez. Sin pronunciar una palabra, el mago, exhausto, le tendió una bolsita de terciopelo antes de hacer un gesto a su hermano y arrellanarse en su asiento.
Una vez recogido el saquillo, Crysania dio media vuelta y se topó con la imponente figura de Caramon, que la observaba inmóvil, entre perplejo y entristecido, una mezcla de sentimientos que aportaba a su semblante una gravedad inusitada. Sin embargo, se limitó a darle instrucciones.
—Pon un puñado de hojas en este cuenco —le indicó—, y luego llénalo de agua.
—¿Qué es esto? —preguntó ella, curiosa, mientras abría la bolsa y olfateaba los aromas amargos de las hierbas.
—Lo ignoro —respondió el guerrero, vertiendo el líquido en el receptáculo—. Raist siempre se ocupaba de seleccionar los componentes y establecer las proporciones adecuadas. No toleraba la intervención de nadie. Fue Par-Salian quien le proporcionó la receta después de la Prueba, cuando cayó enfermo. Su olor es nauseabundo y supongo que sabe todavía peor; pero actúa como un tónico. No tardará en restablecerse —le aseguró con voz áspera y cavernosa.
Crysania ofreció la humeante poción al hechicero. Éste asió el cuenco con manos trémulas y se lo llevó raudo a los labios. Tras sorber ávidamente su contenido, emitió un suspiro de alivio y volvió a acomodarse en el afelpado asiento.
Un tenso silencio impregnó el ambiente. Caramon, que por un instante había espiado a su hermano con ternura, volvió a encerrarse en su hosquedad, en la contemplación de las llamas. También Raistlin estaba absorto en sus cábalas frente al fuego, sin proferir el menor comentario, una actitud que impulsó a la sacerdotisa a regresar a su butaca a fin de imitar a los otros, de ordenar sus ideas y desmadejar la maraña de los acontecimientos hasta hallarles un sentido.
Unas horas atrás se encontraba en una ciudad sentenciada por los dioses, que, en su ira, habían resuelto destruirla. Ella misma se había sentido al borde del colapso, tanto físico como mental. Ahora podía admitirlo. Entonces rehusó hacerlo por imaginar que protegía su alma el acerado escudo de su fe. ¡Acerado! El metal, lo reconoció avergonzada, era en realidad una capa de hielo que se había disuelto bajo la lacerante luz de la verdad, dejándola vulnerable. De no haberse inmiscuido Raistlin, habría perecido en la remota Istar.
Raistlin... Al evocar su nombre, se sonrojó. El nigromante provocaba en sus entrañas una emoción que nunca creyó poseer, una sensualidad y unas pasiones a las que siempre se había resistido. Años atrás se había prometido en matrimonio a un caballero, al que profesaba cierto afecto, pero no lo quería, empecinada como estaba en rehuir la suerte de amor que describían los cuentos infantiles. Consideraba que vivir pendiente de otra persona, atrapada en sus redes, era un obstáculo y una debilidad indigna. Recordó la alusión que hiciera Tanis el Semielfo a su esposa, Laurana, durante su charla en «El Último Hogar», al referirse a su forzado distanciamiento: «Me asalta a menudo la impresión de que me falta mi brazo derecho.»
Aquella noche tildó el comentario de ñoñería sentimental, mas ahora hubo de preguntarse si no sentía ella lo mismo por Raistlin. Voló su recuerdo al último día en Istar, la tempestad, los fulminantes rayos, cómo se había abandonado en los brazos del hechicero. Su corazón se contrajo en un espasmo de deseo al rememorar su embriagador contacto, si bien se le apareció con idéntica nitidez el aguijonazo de miedo, la extraña repulsión que desvirtuara el momentáneo placer. Evocó el brillo febril de sus ojos, su complacencia en la tormenta, como si él la hubiera desatado mediante su arte.
Algo similar le ocurría con los efluvios de sus componentes mágicos. La agradable fragancia de pétalos de rosa, los aromas especiados que despedían no podían disociarse de un hedor repugnante, fruto de una prolongada podredumbre y del azufre nacido en los Abismos. Su cuerpo mendigaba el abrazo, su espíritu se retorcía de terror.
El estómago de Caramon rugió sonoramente. Sus ecos, en la letal quietud, despertaron a la dama con un respingo.
Roto su ensimismamiento, la sacerdotisa alzó los ojos y vio que el guerrero se sonrojaba hasta que sus pómulos adquirieron una tonalidad purpúrea. Recordando su propio apetito —hacía horas, ignoraba cuántas, que no había engullido un bocado—, Crysania estalló en carcajadas.
El hombretón la examinó incierto, quizá persuadido de que sufría un ataque de histerismo. Al advertir su estupor, las risas de la dama arreciaron. A decir verdad, aquel arranque de hilaridad contribuyó a serenarla. La oscuridad de la sala pareció retroceder, se disiparon las sombras que hostigaban su alma. Rió de buen grado hasta que al fin, contagiado de su alegría, Caramon se unió a ella aunque tímidamente, enrojecido su rostro.
—Así es cómo los dioses ponen de manifiesto nuestra naturaleza humana —declaró la sacerdotisa cuando pudo hablar—. Nos hallamos en un lugar de pesadilla, rodeados por criaturas que acechan la ocasión propicia para devorarnos, y lo único que acierto a pensar es que estoy muerta de hambre.
—Necesitamos comida —repuso Caramon, serio de repente—. Y ropa adecuada, si ha de prolongarse nuestra estancia. Por cierto, ¿cuánto tiempo pasaremos aquí? —le preguntó a su hermano.
—No mucho —contestó Raistlin. La pócima había hecho su efecto, su voz era más firme y un fondo de color animaba su tez blanquecina—. El suficiente para que repose, recupere las fuerzas y complete mis estudios. Esta dama —desvió la mirada hacia Crysania, que se estremeció al notar su tono impersonal— debe congraciarse con su dios y renovar su fe. Entonces podremos atravesar el Portal y tú, hermano, serás libre de dirigir tus pasos a donde te plazca.
La sacerdotisa vislumbró un interrogante en los ojos del guerrero, pero se mantuvo inexpresiva a pesar de que el acento casual con que el nigromante había mencionado el temible acceso al Abismo, a las simas donde habían de enfrentarse a la Reina de la Oscuridad, paralizó su palpito. Temerosa de que Caramon reparase en su desazón, ladeó el rostro hacia el fuego.
El recio humano suspiró y, aclarándose la garganta, preguntó a su gemelo:
—¿Me enviarás a casa?
—¿Es eso lo que deseas?
—Sí —confirmó el hombretón—. Quiero volver junto a Tika, y hablar con Tanis. Aunque de alguna manera tendré que explicar la muerte de Tas —añadió en un balbuceo—, su destrucción en Istar.
—¡En nombre de los dioses, Caramon! —lo atajó Raistlin, a la vez que hacía un gesto desaprobatorio con su delgada mano—. Creía haber atisbado un destello de madurez en ese embotado cerebro tuyo. Sin duda a tu regreso encontrarás a Tasslehoff sentado en tu cocina, relatando a Tika una abrumadora aventura mientras os roba vuestras pertenencias.
—¿Cómo? —indagó el guerrero, pálido, desorbitados sus ojos.
—Escucha, hermano —siseó el hechicero, que había extendido un dedo en su dirección—. El kender decidió su propia suerte al irrumpir en el encantamiento de ParSalian. Existe un motivo de peso para prohibir que los de su raza, así como los enanos y los gnomos, viajen en el tiempo: todos ellos fueron creados a través de una jugarreta del destino, a causa de la negligencia de Reorx, su divinidad, de tal modo que no se hallan inmersos en el fluir de las eras al igual que los humanos, los elfos y los ogros, concebidos por voluntad de los hacedores.
»Tas podría haber alterado la Historia; él mismo lo comprendió cuando yo cometí el error de exponer este hecho en voz alta. ¡No podía permitírselo! De haber impedido el Cataclismo, como el kender pretendía, nadie sabe qué calamidades se habrían desencadenado en Krynn. Acaso al catapultarnos a nuestro tiempo habríamos hallado a la Reina Oscura convertida en soberana absoluta de nuestra tierra, ya que la hecatombe sobrevino, en parte, para preparar al mundo contra su poderoso influjo, para darle fuerzas con las que afrontar su desafío.
—¡Así que lo asesinaste! —le imprecó Caramon, fuera de sí
—Le sugerí que se apoderase del ingenio, le enseñé su manejo y le mandé a nuestra época —le corrigió Raistlin, no menos irritado.
—¿No me engañas? —insistió el guerrero, receloso. Emitiendo un suspiro, el mago apoyó la cabeza en el acolchado respaldo de su silla.
—Te he dicho la verdad —ratificó—, pero no espero que me creas. ¿Por qué habías de hacerlo? —concluyó, y sus manos acariciaron la Túnica Negra que lo identificaba.
—Me parece recordar —intervino Crysania— que me tropecé con Tasslehoff poco antes de que se iniciara el gran terremoto. Ambos estábamos en la cripta secreta del Príncipe de los Sacerdotes.
Raistlin abrió los ojos en meras rendijas. Su mirada centelleante traspasó sus vísceras y la atenazó, interrumpiendo el hilo de sus pensamientos.
—Continúa —la apremió Caramon.
—Lo intentaré, aunque las imágenes surgen borrosas en mi memoria. Tenía el artilugio mágico, de eso estoy segura, pues me explicó algo sobre él. —Se llevó la mano a la frente, prueba del esfuerzo que realizaba—. ¿Qué fue? Lo he olvidado, la confusión que reinaba en el Templo ensombreció todo lo demás. Pero el ingenio estaba en su poder, eso puedo afirmarlo —se obstinó.
—Supongo que confías en la Hija Venerable, hermano —apuntó el nigromante con una leve sonrisa—. Una sacerdotisa de Paladine no incurriría en una abyecta mentira.
—¿Significan sus palabras que ahora mismo Tas está de vuelta en Solace, en casa? —El guerrero no dudaba de la autenticidad de las revelaciones de la dama, pero no lograba asimilar tan asombrosas noticias—. En ese caso, a mi retorno lo encontraré...
—Sano y salvo —apostilló su gemelo—, cargado de posesiones ajenas, sobre todo las tuyas. Si estás satisfecho, concentrémonos en cuestiones más urgentes. Tienes razón, hermano, necesitamos alimento y atuendos confortables, y obviamente no hemos de hallarlos en este edificio. El tiempo al que nos hemos desplazado es un siglo después del Cataclismo. La Torre que nos alberga —ondeó una mano— ha permanecido desierta durante todos estos años, guardada por los hijos de las tinieblas que invocara en su maldición el hechicero cuyo cuerpo está ensartado en la verja de entrada y, también, por el Robledal de Shoikan. Su amenazadora frondosidad constituye una barrera infranqueable para cualquiera que intente acercarse.
«Para cualquiera salvo yo mismo, claro. Nadie es admitido en sus dependencias, mas los custodios no prohibirán que salga uno de nosotros, por ejemplo tú, Caramon. Irás a Palanthas, donde comprarás comida y ropa. Aunque podría crearlas mediante la magia, no deseo malgastar energías entre este momento y el día en que atraviese el Portal..., es decir, atravesemos, ya que Crysania vendrá conmigo.
El hombretón lo miró estupefacto, antes de examinar la chamuscada ventana y rememorar las historias tantas veces oídas acerca del ominoso bosque al que ésta se asomaba.
—Te protegeré a través de un hechizo —lo tranquilizó Raistlin al leer el terror en sus dilatadas pupilas—. Es imprescindible la asistencia de un sortilegio, aunque no para cruzar el Robledal. El interior de la mole encierra más riesgos, a causa de los centinelas espectrales. Es verdad que me obedecen, pero son voraces y tu sangre fresca, revitalizadora. No salgas de esta habitación sin mí, bajo ningún pretexto. Tampoco tú, sacerdotisa.
—¿Dónde está ese Portal misterioso? —indagó Caramon de manera abrupta.
—En el laboratorio, en la cúspide de la Torre —explicó el nigromante—. Todos los accesos arcanos fueron construidos en el lugar más seguro que pudieron concebir los magos porque, como ya habrás adivinado, son tremendamente peligrosos.
—Sospecho que los brujos siempre se han metido en terrenos que deberían quedar inviolados —gruñó el guerrero—. En nombre de los dioses, ¿cómo se les ocurrió crear una vía de comunicación con el Abismo?
Uniendo las puntas de los dedos, Raistlin se situó frente a las llamas y comenzó a hablar con la mirada fija en ellas, como si fueran las únicas capaces de entenderle.