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Authors: Marcos Aguinis

La gesta del marrano (29 page)

BOOK: La gesta del marrano
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—¡Fray Antonio Luque!

El superior de los mercedarios de Ibatín y temido familiar de la Inquisición lo miró con ojos glaciales.

—Me reconoció... —dijo Francisco al cabo de unos segundos, con forzada sonrisa, tras balbucear otros sonidos que no se combinaron en palabras.

—Eres igual a tu padre.

—Sin tanta barba —se la tocó haciendo un mohín. El encuentro le produjo una emoción ambivalente.

—¿Qué haces aquí? —espetó a quemarropa.

—Vengo a confesarme.

—Ya me di cuenta. Pregunto qué haces en Potosí.

—Estoy de paso.

—Viajas a Lima, ¿no?

—Sí.

—¿Buscas a tu padre?

—Sí.

El duro sacerdote escondió sus manos en las anchas mangas del hábito. Su cara no era gentil. Recorrió varias veces el cuerpo de Francisco desde su cobriza cabellera hasta sus gastadas botas. Con estos brochazos oculares conseguía inhibir a sus interlocutores, especialmente si eran más altos que él. No le habló ni facilitó que dijese otra frase. Al rato, con voz tan asordinada que el joven debió inclinarse para escuchar, le volcó su hiel.

—Estoy enterado de tu viaje. En Lima encontrarás a tu padre y al tribunal de la Inquisición.

Hizo otra pausa. A pesar del frío que reinaba en Potosí, el sudor corría por la nuca de Francisco.

—Hubieras debido permanecer en el convento de Córdoba.

—Quiero estudiar medicina —explicó en falsete.

Fray Antonio Luque contrajo las cejas.

—Como tu padre.

—No es el único médico —se aclaró la garganta.

—Médico como tu padre —frunció las cejas—. Y posiblemente serás otras cosas más como él... ¿Judaízas, ya?

La intempestiva acusación le golpeó en la boca del estómago. Movió la cabeza. No sabía qué contestar a un religioso cuando se permitía arremeter tan injustamente.

—He... venido a confesarme. Soy buen cristiano. ¿Por qué me ofende?

—No puedes confesarte.

—¿Cómo dice?

—No puedes confesarte. Estás impuro.

Francisco supuso que el amargo fraile lo vio entrar en el lenocinio.

—He venido a purificarme. Por eso quiero la absolución del sacramento —imploró.

—Estás impuro: ¡tu sangre es impura!

El joven sintió otro golpe en la boca del estómago.

—¿Entiendes lo que te digo? —prosiguió impertérrito—. Eres hijo de cristiano nuevo. Estás sucio de judaísmo.

—¡Mi madre era cristiana vieja! —protestó.

—Era... Está muerta —continuó en tono bajo, monocorde, humillante—. No te quedaste cerca de su tumba: viajas hacia tu padre, el reo de la Inquisición.

—Soy cristiano. Estoy bautizado. Recibí la confirmación. Creo en nuestro Señor Jesucristo y su Santísima Madre y todos los Santos de la Iglesia. ¡Quiero salvar mi alma! No me cierre el camino de la salvación. Soy cristiano y quiero seguir cristiano —dijo atropelladamente.

—Los que tienen la sangre impura como tú, tu padre y tu hermano, deben hacer más penitencia y actos de virtud que los de sangre pura. Además, al alejarte del convento has revelado tu escasa disposición al sacrificio por la fe. Tengo motivos, entonces, para desconfiar. Y para exigirte que antes de beneficiarte con el sacramento de la confesión, me digas toda la verdad sobre tus propósitos. Yo quiero tu bien.

Francisco retorció sus dedos contra la espalda. Antonio Luque se excedía en las atribuciones de su investidura. No tenía derecho a vedarle la divina absolución, pero tenía poder. Tenía el poder de alterar sus planes, retenerlo en Potosí, calumniarlo. Y mandarlo de regreso a Ibatín o Córdoba. No había más alternativa que inclinar la cerviz.

56

Francisco pudo finalmente arrodillarse ante el confesionario de esa iglesia en Potosí y descargar su pecado de fornicación. Fue absuelto en el nombre del Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. La penitencia de oraciones que le impuso el cura no fue para él gravosa, sino gratificante. Resonaba en sus oídos la frase: «Anda, y no vuelvas a pecar.»

Pero quedó en su alma fray Antonio Luque. En sus ojos de acero había relampagueado un desdén inconmovible por su padre, su hermano y seguramente su descendencia. Francisco se preguntaba qué podría hacer para que Dios y sus ministros lo quisieran. Con qué sacrificios lograría que no le volvieran a recordar su abyecto origen. ¿Lo perseguiría Antonio Luque por toda la tierra recordándole su condición abominable? Así como había venido a encontrarlo en esta iglesia de Potosí, ¿podría aparecer en Lima? ¿Volvería a mirarlo con desprecio y exigirle más degradación que a cualquier otro mortal?

Le contó a José Ignacio Sevilla, quien le explicó tranquilamente que no se sentía agobiado por el desprecio de Antonio Luque y muchos que procedían igual: eran fanáticos que vivían y actuaban como las bestias: pura agresión e irracionalidad. Su esposa María Elena —bello nombre como ella misma lo era— sabía de estas convicciones. Francisco se enteraría de que esta hermosa mujer judaizaba cuando se despidieron en el Cuzco. También era cristiana nueva y aceptó casarse con este hombre mayor para conservar su fe secreta. Las dos hijas aún no tenían edad suficiente para enterarse de la riesgosa dualidad.

Al alejarse de Potosí, Lorenzo Valdés cabalgó entre las mulas de don José Ignacio y su amigo Francisco: parecía un hidalgo custodiado por sendos escuderos. No le afectaban problemas de identidad o de pureza. Todo era simple para él. Además de su caballo y su dinero traídos de Córdoba, ya se había enriquecido con tres mulas. Este viaje armaba su espíritu para las grandes aventuras que vendrían. En Potosí visitó tres burdeles y esperaba divertirse a lo grande en los baños termales de Chuquisaca.

Los indios lules caminaban descalzos junto a las mulas y corrían a buen ritmo cuando éstas podían trotar; observaban el paisaje extraño e invocaban en silencio a sus dioses cuando el Dios cristiano les retaceaba el aire. Mantenían abiertas las orejas para escuchar órdenes: la obediencia les garantizaba su precario bienestar. Marchaba entre ellos José Yaru, que no les hablaba porque casi nunca afluían palabras a su boca; y porque le indignaba que fueran tan sometidos. Bajo su miserable túnica transportaba la huaca que entregará en el Cuzco al curaca Mateo Poma. La piedra cristalina envuelta en lana, firmemente adherida a su piel, le transmitía una fuerza sobrenatural. José Yaru podía comprobar cuán cierta era la resurrección de las antiguas y queridas deidades: dormía mejor, se cansaba menos, tenía apetito, le sobraba vigor para cargar bultos, empujar mulas y correr kilómetros sin una pausa entre los cerros almenados como castillos que algún día le volverían a pertenecer.

57

Tras veinticinco leguas de marcha llegaron a la pequeña ciudad de Chuquisaca. A instancias de Lorenzo se alojaron en su famosa casa de baños termales. Allí había corrales, paja y cuartos provistos de catres y buena lumbre.

Las aguas del infierno tenían paradójicas virtudes. Aliviaban el reumatismo, la gota, el asma, la obesidad, la colitis y el acné. Continuamente afluían hombres y mujeres necesitados del generoso tratamiento. Potosí proveía una clientela permanente. También venían de la ciudad de La Plata, de Oruro y La Paz. Las caravanas de mercaderes, soldados y holgazanes que recorrían el Altiplano entre Cuzco y Lima hacían aquí posta obligada.

Los baños eran amplios cuartos de piedra iluminados por antorchas languidecentes. Vestidos con ropa basta y descartable, los huéspedes descendían a los piletones por una ancha escala. El agua sulfurosa provocaba una entusiasta sensación. El vapor enmascaraba los rostros. Los enfermos y los sanos que se sumergían lanzaban gemidos de placer. Los minerales salutíferos entraban en la respiración y en los poros. Los cuerpos gozaban estremecidos.

Los varones y las mujeres mantenían una prudente distancia con sus túnicas mojadas y adheridas al cuerpo, pero casi todas las vergas se ponían duras. Estaba permitido el ingreso simultáneo de indias, mulatas y mestizas. Entre los copos de vapor y pizarra se producían acercamientos lascivos. Los cuerpos lubricados se soliviantaban por un hambre repentino. Las exclamaciones, los llamados y las obscenidades rebotaban en las paredes cómplices. La promiscuidad era un atractivo inconfesable e irresistible. Hasta clérigos solían enfermarse para justificar una temporada de cura en esta sentina. Lorenzo celebró cuatro coitos en una tarde. Pero todos se cuidaban de ocultar el pecado para que el furor inquisitorial no cerrara los baños, aunque ya habían caído en la mira de algún familiar.

En las mesas del enorme comedero los visitantes escribían su nombre con la punta del cuchillo. Algunos no lo hacían por frívolos, sino para dejar noticias de su paso a un pariente extraviado con el que no se podían encontrar.

Sevilla y Francisco prefirieron continuar el viaje a la madrugada siguiente. Les esperaba una jornada difícil: atravesar el río Pilcomayo.

58

Bajaron el caudaloso torrente por una cuesta. A los lados se extendía una apolillada alfombra de rancheríos con sementeras de cebada. Un baquiano tuerto, contra el óbolo de rutina, los guió hacia el vado. Anunció que, de todas formas, era peligroso atravesar y aconsejó proveerse de más ayuda. Unos mestizos permanecían acuclillados en las márgenes a la espera de la demanda que formulasen los viajeros. Sevilla se acercó a la oreja de Francisco.

—Ellos mismos se ocupan de hacer pozos en el vado para que se hundan las mulas. Así tienen ganancia asegurada. Ya los conozco.

—¿Hará lo que propone el baquiano?

—¿Pedir más ayuda? Por supuesto. Dependemos de ellos. Una mula arrastrada por el río costará más que arrojarles un puñado de monedas a cinco o seis de esos gandules.

Francisco palpó su equipaje, reconoció las piezas del instrumental y tiró del freno para que la mula entrase en el río.

59

La hermosa ciudad de La Plata
[24]
hizo honor a nombre. Los recibió como un castillo erizado de banderas. Sus grandes residencias tenían la magnificencia de palacios. La casa del presidente de la Real Audiencia era un edificio rematado por tejas y un almenar argentado. El exhibicionismo de esta ciudad hacía un fuerte contraste con la mentirosa modestia de Potosí. En La Plata los edificios eran grandes y suntuosos como correspondía a gente con poder; en Potosí eran provisorias como correspondía a gente de paso. En La Plata se acumulaban las fortunas y se las mostraba; en Potosí se acumulaban y escondían. La Plata era ostentosa y franca; Potosí cruel e hipócrita. Francisco pensó que fray Antonio Luque debía sentirse a gusto en Potosí.

El clima se tornó benigno. Por las calles limpias paseaban hermosas mujeres escoltadas por sirvientas negras. Los entogados miembros de la Real Audiencia se distinguían por sus capas lujosas y la lisonjera veneración que les brindaban a su paso. En La Plata, además, había muchos hombres eruditos.

—Diego López de Lisboa —contó José Ignacio Sevilla— tiene ganas de venir aquí para cursar estudios teológicos.

—¿Eso dijo?

—Quiere consolidar su fe cristiana. Borrar sus raíces.

—Si pudiera... —suspiró Francisco.

—No lo conseguirá. Es una marca indeleble.

—¿Una maldición?

—Ni Job ni Jeremías llamaron maldición a las pruebas del Altísimo —se encrespó José Ignacio.

La catedral relucía con sus espejos interiores. Anchas cantoneras de plata rodeaban al altar mayor. Candeleros altísimos iluminaban a día la espaciosa nave. Francisco rogó al Señor que abreviara su viaje: ya soñaba el ingreso a la soñada Lima.

Siguieron hacia Oruro, donde se fundían las barras de plata. Lorenzo trató de seducir a varias mujeres coquetas. No tuvo éxito, aunque le aseguraron que eran ligeras para ocultarse con un hombre y más rápidas aún para atarlo en matrimonio.

Ascendieron a La Paz. En el camino unas indias envueltas en sus ponchos de colores les vendieron huevos helados. Los indígenas no supieron antes de la conquista española que los huevos eran comestibles. Aún se resistían a ingerirlos. También vieron grupos de mujeres examinando coladores en los arroyos: buscaban pepitas de oro que luego entregaban a sus amos. La cosecha era insignificante. La Paz, sin embargo, lucía como una población rica, cuyas viviendas sobrecargaban la decoración. Circulaba mucho terciopelo y rutilantes alhajas.

La reducida caravana avanzó otro tramo. Los viajeros se internaron en la pampa de Pacages. Allí se reunían columnas de mitayos antes de marchar hacia las minas de Potosí. Era una feria triste, multitudinaria y variopinta. Cada indio conducía a su mujer y sus hijos. Los condenados formaban grupos identificados por un pabellón: era la bandera que debían seguir, el emblema de su ceniciento destino. Cargaban bultos en sus espaldas y llevaban unos pocos carneros y vicuñas.

José Ignacio Sevilla ordenó detener la marcha: atrás, a casi un kilómetro de distancia, se quedó el indio José Yaru convertido en estatua. Miraba a esa muchedumbre prisionera y resignada con profunda desazón. No podía acercarse ni huir; el espectáculo era un tormento. Sevilla fue en su busca. Francisco miró al indio con pena, con inefable solidaridad.

60

Llegaron al Titicaca. Estaban en el techo del mundo. Tupidos cañaverales marcaban el límite de las aguas. El lago era vasto como un mar. Único. A su espejante superficie la surcaban balsitas de totora que construían los indios desde tiempos inmemoriales. Hacia la orilla se comprimían largos festones de limo, como algodón mojada.

José Yaru venía teniendo actitudes bizarras. Una noche se levantó sigilosamente y fue a un claro; se sentó sobre las rodillas y quedó mirando la luna; el frío le endurecía las crenchas. Con una mano acariciaba un bulto atado al pecho. Lorenzo comentó la excentricidad a Francisco.

—¿Lo hace todas las noches? ¿Adora la luna?

José demoraba el acatamiento de las órdenes. Se mantenía separado de todos, incluso de los indios lules.

Francisco lo vio alejarse hacia el cañaveral que rodeaba al lago. José miraba con demasiada preocupación en torno suyo. ¿Robó? ¿Pretendía ocultar algo? Lo siguió en puntillas y fue testigo de una escena alarmante. José Yaru se acuclilló, introdujo la mano bajo su manchada túnica y extrajo un lío blanco. Lo desató, abrió un vellón oscuro y tomó delicadamente, con tres dedos, la piedra cristalina. Después la frotó con harina de maíz y le vertió chicha. Murmuró unas palabras. Extendió el pañuelo blanco sobre la hierba mojada, deshizo el vellón y encima colocó la piedra. La contempló un largo rato, tan quieto como si él mismo fuese otra piedra inmóvil. Entonces el mineral le habló en falsete. Palabras en quechua lo hicieron sacudirse como si operaran resortes. Temblaron su cabeza, los hombros, las piernas. Después retornó el sosiego. José Yaru envolvió la piedra, la ató a su pecho y disimuló con la túnica.

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