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Authors: Marcos Aguinis

La gesta del marrano (28 page)

BOOK: La gesta del marrano
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Se soltaron lentamente. Francisco estaba perplejo. La marea que lo ahogaba se descomprimió rápido. Ella insinuó incorporarse, pero él la retuvo.

—¿Qué quieres ahora? —se arregló el cabello—. ¿Qué quieres? ¿Otra vez? Tendrás que pagar de nuevo a doña Úrsula.

Como si doña Úrsula hubiese estado presenciando el episodio, apareció con su voluminosa mano estirada. Francisco no hesitó. Ya estaba más tranquilo y pudo imitar a Lorenzo.

—Vamos a un sitio donde estemos solos —ordenó.

La turgente Babel lo condujo hacia un pequeño cuarto. Allí, iluminado por bujías, tuvo acceso en plenitud al vibrante cuerpo de una mujer.

Tendidos sobre el jergón de lana, ella le preguntó si era virgen.

—¿Te da orgullo haberme quitado la virginidad?

—¡Yo no te quité nada! —rió—. Tú la perdiste, en todo caso.

—¿Por qué te bautizaron Babel?

—No es mi nombre, sino mi apodo.

—¿Y a qué se debe tan raro apodo?

—Conozco palabras de muchas lenguas. Las aprendo en seguida: quechua, tonocoté, kakán —empezó a vestirse.

54

José Yaru pidió permiso para destinar una de las dos jornadas que permanecerían en Potosí a visitar unos parientes que desde hacía años vinieron del Cuzco. Muchos indios habían sido traídos mediante la persuasión o la fuerza para servir en las minas de plata con el sistema de la
mita
, que parecía razonable. A medida que transcurrió el tiempo y los filones se escabulleron hacia el fondo de la tierra, los indios empezaron a escasear (por mortalidad creciente y fugas también crecientes), los capataces los obligaron a permanecer más tiempo del reglamentario olvidando que todos esos trabajadores gratuitos debían retornar a sus tierras. Los indios dejaron de dormir porque los obligaron a trabajar también durante la noche. Los rebeldes fueron trasquilados, azotados y sometidos a rigurosa prisión no sólo para devolverlos amansados a las galerías subterráneas, sino para mantener activo el terror de los demás.

La fuerza de trabajo que devoraba las minas pidió más indios a las encomiendas y comunidades próximas. Debían empacar sus rústicas pilchas, recoger su única vicuña, despedirse de los vecinos en una borrachera triste, y emprender el camino de la esclavitud. Eran recibidos como ganado al que se examinaba y redistribuía. Los hombres —y niños vigorosos— eran empujados hacia la ruta de los socavones y el resto hacia un barrio marginal formado por cabañas diminutas, apenas agujeros en el terraplén: reserva que de vez en cuando visitaban los doctrineros para enseñarles a ser buenos católicos.

José Yaru conocía el sitio. Sus pies descalzos tocaban el pedregullo familiar que los conquistadores habían convertido en infierno. Ni un árbol, ni una planta. Tan sólo algunos cardones se erguían como candelabros. No se veían varones sino los domingos, cuando todos debían escuchar misa. Las mujeres se deslizaban como almas en pena: cuidaban los escasos y angostos corrales, golpeaban rítmicamente con el mortero y destilaban la chicha. No levantaron la cabeza cuando José Yaru pasó junto a ellas por la callejuela serpenteante. Nada ocurría ni podía ocurrir que cambiase su destino. Esperaban el regreso fugaz de sus hombres, una alegría breve como el paso de un cometa. Los niños crecían en contra de su voluntad: cuando desarrollasen los músculos reemplazarían a sus padres y formarían las nuevas legiones de mitayos que lo consumiría el monstruo de las minas.

Las puertas de los chamizos eran tan bajas que se las debía atravesar gateando. No tenían más protección que una cortina de totora. José apartó las fibras y miró hacia el interior. El olor rancio se extendió por su cuerpo como una promesa y se acuclilló contra la pared. El breve espacio que tenía frente a sí, hasta la pared de la choza vecina, estaba punteado por las negras bolitas excrementicias de las cabras. Al rato se asomó la cabeza de una vieja. Se arrastró fuera de la chata cabaña y se sentó junto al indio. No hablaron. Al cabo de varios minutos ella se frotó la cara oscura y arrugada como una pasa uva. José continuaba estático; esperaba. Ella entonces introdujo su mano seca en los pliegues de su falda y extrajo un bulto blanco. Era un pañolón que desató lentamente sobre las rodillas, dejando al descubierto unos vellones de lana negra. Murmuró unas palabras y separó los vellones hasta que apareció una piedra ovalada y cristalina.

José torció su mirada hacia la piedra con embeleso. La hechicera hizo girar el pequeño objeto como si fuese una sacerdotisa manipulando la hostia consagrada. Después estiró su mano izquierda hacia atrás y empuñó una bota llena de chicha. Cerró un ojo para no errar y vertió líquido sobre la piedra,

—Ya le he dado de comer —fue lo primero que dijo—. Ahora necesita chicha. Mira cómo la bebe, cómo le gusta.

José asintió con respetuosa gravedad.

—La encontré para ti. Me la pediste —rodeó con los vellones a la piedra y después envolvió el conjunto con el pañuelo blanco—. Yo no olvido los pedidos. La alimenté bien. Me ha hablado.

Permanecieron en silencio. Silbaba el aire en ese laberinto miserable. Unos niños chorreando mocos cruzaron como sombras.

—¿Qué te ha dicho? —preguntó José, al rato.

—Que ha llegado la mita de las huacas. Las huacas resucitan de a miles. Vencerán a los cristianos y nos devolverán la libertad.

Volvieron a pasar los niños. Esta vez se detuvieron un instante, contemplaron las figuras inmóviles, apoyadas contra la pared, y el bulto blanco que la vieja sostenía con ambas manos.

—¿Le preguntaste por qué no han triunfado todavía? —insistió José.

Ella giró la cabeza con aire de reproche.

—Porque no acabaron de instalarse en el cuerpo de todos nosotros —dijo—. Cuando cada uno de nosotros tenga una huaca adentro, seremos invencibles.

—¿Qué debo hacer? —estiró el mentón hacia la piedra envuelta.

—Alimentarla con maíz y chicha —le entregó el precioso bulto—. Servirla. En el Cuzco la entregarás al curaca Mateo Poma. Es una huaca poderosa y quiere meterse en el cuerpo de Poma. La huaca te agradecerá el servicio.

José apretó cariñosamente la deidad y la deslizó bajo sus ropas. Era el vehículo de una fuerza inconmensurable. Las huacas retornaban para enderezar el mundo. José y la hechicera permanecieron quietos hasta que el atardecer desplegó su poncho sobre las colinas. Allí dormían muchas huacas, del otro lado había más lomas y picos y alucinantes quebradas. Había arroyos y ríos; había lágrimas. Cada una era una huaca. Todas mantenían vínculos de parentesco con alguna de las dos grandes: Titicaca o Pachacámac. Todas las huacas habían estado vivas y hablaban. Hasta que varios siglos atrás se impusieron los incas, establecieron el culto único del Sol y abolieron la adoración de las huacas. En aquel tiempo remoto, ¿fueron vencidas o se dejaron vencer? Dicen los hechiceros que se dejaron vencer para no perjudicar a los hombres. Decidieron entregarse a un sueño más profundo que el de los lagartos. Parecían muertas pero no lo estaban porque cada huaca es un dios inmortal. Los incas fracasaron cuando los abandonó el Sol: llegaron hombres blancos montados en caballos y subieron al palacio. Mataron al Inca y derribaron los altares; impusieron su dominio y exigieron que todos obedecieran a Jesucristo. Ordenaron perder la memoria: que los indios cambiasen sus nombres tradicionales por los feos nombres españoles, que enterrasen sus muertos junto a las iglesias en vez de guardarlos con semillas de maíz en confortables tinajas de barro y que se arrodillasen ante un muñeco clavado en un palo. Los conquistadores pusieron el mundo al revés, trajeron enfermedades, mataron gente, ofendieron y violaron. Mandaron millones a las minas e impusieron el régimen de las encomiendas. Los azotes y las espadas doblegaron al pueblo como el viento a los maizales. Tanto dolor penetró en el sueño de las huacas y empezaron a despertar. La desolación les produjo ira. Cada una se ocupó de resucitar a la siguiente. Volvían en auxilio de su pueblo tiranizado: pero no sólo hablarían desde las piedras y los lagos, sino desde las gargantas de los mismos hombres.

Su primera manifestación se produjo en la región de Ayacucho, cerca de las criminales minas de Huancavélica. Sus predicadores irrumpieron en los obispados del Cuzco y de Lima, e informaron sobre los rituales que debían realizar ante la inminencia del cambio. Decían la verdad porque no hablaban ellos, sino las huacas. Instruían que «no creyesen en el Dios de los cristianos ni en sus mandamientos, que no adorasen las cruces ni las imágenes, que no entraran en las iglesias y no se confesaran con los clérigos». Debían estar fuertes para el gran combate. Decían los predicadores que «el Dios de los cristianos era poderoso por haber hecho a Castilla y a los españoles, y haber apoyado al marqués Pizarra cuando entró en Cajamarca y sujetó este reino, pero las huacas eran también poderosas por haber hecho esta tierra y a los indios y a las cosas que aquí se criaban y porque tuvieron la paciencia de esperar dormidas hasta este momento en que darán batalla y vencerán». Un predicador potente fue Juan Chocne. Prometió en nombre de las huacas «que les iría bien, tendrían salud sus hijos y sus sementeras». Pero quienes permanecieran dudosos y sometidos «se morirán y andarán sus cabezas por el suelo y los pies arriba. Otros se tornarán guanacos, venados y vicuñas y se despeñarán de las montañas.» Muchas huacas empezaron a manifestarse en hombres y mujeres que de súbito emitían sonidos en falsete o gruñían mientras otros se entregaban a danzas interminables. Centenares de bocas entonaban cánticos que no eran de este tiempo ni el de los incas, sino que provenían del tiempo en que las huacas sostenían la armonía del universo. Era el
Taki Onkoy
, la enfermedad del canto.

Los hombres blancos se encolerizaron. Lo que parecía otra idiota costumbre de los aborígenes implicaba una revuelta de magnitud y pronunciaron la palabra terrible: «¡idolatría!». Para ellos la resurrección de las huacas se reducía a un culto asqueroso. No quisieron ni enterarse de las hondas emociones que activaban. Sólo sabían qué hacer: ¡extirpar! La enfermedad del canto era una plaga. Los indios no sólo renegaban de la fe verdadera, sino que pretendían recuperar sus raíces preincaicas. Estaban alterados por una ilusión tan ridícula que sólo podía alimentar Satanás. Empezó entonces una persecución despiadada. El visitador eclesiástico Cristóbal de Albornoz emprendió una guerra sin misericordia: volteó hechiceros, curacas y predicadores. Juan Chocne, junto a otros insignes acusados, fue remitido al Cuzco donde le aplicaron el tormento del potro y azotainas. Las huacas se alejaron de sus cuerpos debilitados. Los predicadores dejaron de hablar con verdad: pidieron perdón y dijeron que habían mentido. Muchos fueron condenados a trabajar de por vida en la construcción de iglesias. Los castigos incluían ofensas: eran emplumados, trasquilados y abucheados en público. La represión hizo escarmentar a miles de indígenas y quedó prohibido cualquier rito que evocase el culto de las huacas.

El Dios de los cristianos restableció su orden injusto. Pero no para siempre. José Yaru estaba seguro de que las huacas no habían sido derrotadas: protagonizaron apenas una escaramuza de advertencia. La renovada crueldad de los tiranos será doblemente castigada. En el Virreinato cada indio siguió «conversando» en secreto con la realidad invisible. Dentro de su apariencia baladí, las huacas escondían una fuerza maravillosa. En los valles y las montañas, en la costa y en la Puna se preparaba la gran batalla. José había tenido que huir de las redadas que tendían los extirpadores de idolatrías. Su viaje al Sur resultó providencial. Su guerra familiar era la guerra de la familia indígena de esta porción del mundo contra la familia usurpadora que llegó de ultramar.

55

El sueño de Francisco fue agitado por el deambular de frailes en el convento dominico de Córdoba. Santiago de Cruz le ofrecía una cadena para azotarse, pero al tender la mano advirtió que era una lanceta. Le abrió la vena al apoplético fray Bartolomé y a continuación los gritos de su entorno le informaron que ya estaba muerto. Sintió miedo y dijo «yo no lo maté». El monstruoso gato lo miraba fijo sus ojos amarillos; refunfuñó, expuso sus dientes, le iba a saltar encima cuando la regordeta mano de doña Úrsula le masajeó la nuca. Dio un violento giro y despertó. A su alrededor dormían otros hombres. La alcoba colectiva del mesón resonaba sibilancias y toses; el aire frío de las alturas apenas morigeraba las flatulencias. Por una claraboya penetraba la claridad del amanecer. Aún tenía pegados los fragmentos del sueño y las imágenes se abrieron al terso rostro de Babel. Se frotó los ojos: iría de nuevo a tocada y poseerla. No podía ordenar su mente. Acomodó su miembro erecto y se incorporó.

—Debo confesarme —se arregló la camisa, avergonzado, y abrochó su cinto—; debo confesarme.

Empujó la crujiente puerta. Lorenzo Valdés despegó un ojo.

—¿Adónde vas?

—Vuelvo en un rato.

Se lavó en el fuentón que recogía agua de lluvia y salió a las calles pletóricas de urgencia y codicia. Potosí era Sodoma, Gomorra y Babilonia juntas. Los sirvientes negros ya habían iniciado su faena. Algunos carruajes iban en busca de un funcionario o un encomendero. La aurora quitaba el hollín de los edificios y el viento áspero, frío, hacía rodar guijarros.

Ingresó en la primera iglesia. Ya la habían barrido. Lo reconfortó la fragancia del incienso. La abrigada casa de Dios producía una instantánea armonía de espíritu. Se arrodilló y persignó en el extremo de la crujía. Al frente se elevaba el altar mayor con la resplandeciente custodia del Santísimo Sacramento. Un retablo laminado en oro y plata era seguido por una sillería de caoba que culminaba en voluminosos ambones. El templo era más imponente y lujoso de lo que parecía desde el exterior. Su techo estaba colorido por un artesonado cuyas piezas ensamblaban sin clavo alguno como las carretas que se fabricaban en Ibatín.

Rezó un padrenuestro. Después buscó el confesionario. Una mujer sollozaba de rodillas mientras el clérigo, oculto en la discreta cabina, absorbía los yerros humanos y la perdonaba en nombre de la Santísima Trinidad. Aguardó que ella terminase y cuando la vio hacer la señal de la cruz, fue a su lugar. Estaba ensimismado. Necesitaba la voz del sacerdote y su absolución. Avanzó cabizbajo, se dispuso a caer de rodillas.

—¡Francisco Maldonado da Silva! —oyó su nombre.

Era una voz rotunda. Le impactó como un puma sobre la espalada. La voz no venía del confesionario. En la medialuz reconoció al pequeño sacerdote.

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