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Authors: Marcos Aguinis

La gesta del marrano (23 page)

BOOK: La gesta del marrano
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—¡Más! ¡Más! —imploraba.

Francisco vació los frascos. Santiago de la Cruz sacudió la cabeza, fuera de sí.

39

Columnas de hombres y mujeres descalzos, vestidos con sayales burdos o mantas de colores, ingresaron en la iglesia profusamente iluminada. Entre los grupos penetraron también niños mayores de siete años. Curas, doctrineros, encomenderos y notables oficiarían de padrinos. Circulaban lentamente los estandartes para orientar la ubicación de las columnas según la procedencia. A la izquierda de la nave se aglomeraban las mujeres y a la derecha los varones.

Estaban encendidas todas las luces: los cirios del altar, las velas de la araña pendiente de una soga de esparto, las antorchas del coro, los faroles y candiles de los muros. El olor a cebo derretido se mezclaba con las humaredas del incienso.

El recinto se llenó de gente, olores y calor como si se hubiesen amontonado animales en lugar de personas. Más que un cenáculo, la iglesia parecía el arca de Noé. Hedían a pasto y estiércol, a chancho ya buey, a mula y a chivo, a orina y a mierda de perro. Revoloteaban piojos, chinches y pulgas. Algunos adolescentes chorreaban mocos y lagrimeaban pus. Era un establo que seguramente agradaba al Señor.

Apareció el obispo. Su figura impresionó a los fieles. Llevaba los ornamentos pontificiales: roquete, estola y capa pluvial. Su cabeza estaba coronada por la nevada mitra. En su mano derecha aferraba el báculo, señal de su autoridad. Los hombres y mujeres se empujaron para ver esa presencia deslumbrante, parecida a los santos de las hornacinas. Trejo y Sanabria explicó brevemente el rito que iba a celebrar. Su voz consolidaba las enseñanzas que venían impartiendo los curas y los doctrineros. Extendió sus manos y todos sabían que eso significaba la invocación al Espíritu Santo para que vertiera los siete dones. Luego se acercó a los confirmandos dispuestos en hileras irregulares. Sostenía en una mano el recipiente de plata con el santo crisma. Introducía el dedo pulgar en el líquido y dibujaba en la frente de cada uno la cruz mientras pronunciaba las palabras sacramentales.

Francisco sintió el contacto del dedo y la imposición de la marca. Le rozó la capa pluvial y le produjo un estremecimiento como si fuese la sagrada túnica de Cristo. En su cabeza había sido instalada la
materia
del sacramento (óleo y bálsamo) y el obispo pronunció las palabras de la forma. Ambos elementos se juntaban para operar su transformación: le fluía la gracia divina y quedaba investido como soldado de la Santa Iglesia. En sus oídos resonaba la fórmula que le aseguraba la concurrencia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. El obispo, el padrino y el confirmando anudaban una trinidad de hombres al servicio de la Santísima Trinidad que creó el universo. El obispo aplicó entonces al joven una bofetada en la mejilla: era el símbolo de la disposición que debía tener para soportar las afrentas dirigidas al Señor. Lo miró a los ojos, le sonrió y saludó como Jesús a sus discípulos: «La paz sea contigo.» El confirmando bajó la cabeza y se concentró en su deseada emoción.

Al cabo de casi una hora, tras haber confirmado a todos los presentes, el prelado regresó al altar y rezó en nombre de la feligresía. Por último se dirigió a la multitud que llenaba la iglesia. Estaba pálido, a punto de caer.

—El Señor os bendiga desde Sión, para que veáis los bienes de Jerusalén por todos los días de vuestra vida y poseáis la vida eterna. Amén.

Invitó a rezar conjuntamente el Credo, el Padrenuestro y el Avemaría. Del coro se levantó la llamarada de un motete. Las voces acompañadas por arpa y guitarra dibujaron una melodía que pronto fue acompañada por la misma melodía en otro tono. Se entretejió el contrapunto como un torrente. Las cabezas giraron para descubrir el origen de esa música que retumbaba en las bóvedas. Francisco juntó las manos y se arrodilló en el oloroso bosque piernas y sandalias. Rogó que los dones del Espíritu Santo lo colmaran de fortaleza para no desviarse del camino recto. Que no se avergonzara de su catolicismo y sí de las herejías cometidas por su padre y su hermano. Recordó las palabras de Jesús en el evangelio de Lucas: «El que se avergonzare de mí y de mis palabras, también me avergonzaré yo de él el día del juicio.» Que perdiera el miedo a caer en la tentación, así como los apóstoles perdieron el miedo a los judíos después de Pentecostés.

40

Lorenzo confesó que tenía deseos de viajar. Estaba harto de vivir rodeado de tierra, montes y salinas monótonas. Deseaba conocer el mar con sus montañas de espuma y los combates de abordaje. Deseaba luchar contra las cimitarras de los turcos y los sables de los holandeses. Tenía demasiada agilidad y brío para seguir masticando aburrimiento entre los indios de Córdoba. «Son insoportables: obedientes y lerdos de inteligencia, han olvidado el arte de la guerra; son como las mulas después de la doma: sólo sirven para llevar una carga.» Prefería los temibles nómadas del Chaco o los calchaquíes: contra ellos podía ejercitar el puñal y el arcabuz. También le gustaría conocer la feria de mulas en Salta.

—Es la asamblea más grande del mundo, me aseguró papá. En el valle se reúnen medio millón de animales. Ni que fueran hormigas.

Lorenzo desbordaba entusiasmo. En vez de llenarse con los pensamientos de los libros o los frailes, coleccionaba la información de los viajeros. Sabía que en la puna, junto a los cerros nevados, circulaba un canal del infierno por donde corría el agua calentada en el centro de la tierra. Cerca de allí reluce la maravillosa Potosí, construida de plata maciza. Y luego la capital del Virreinato: Lima. En Lima los nobles y sus hermosas mujeres se pasean en carruajes de oro. En seguida el Callao, su puerto. ¡El mar! En el muelle cabecean galeones, fragatas, carabelas y chalupas. «Embarcaré rumbo al istmo de Panamá y luego seguiré hacia España. ¡Y a tierra de infieles! Mataré moros con la técnica de matar indios.»

Lorenzo Valdés se exaltaba con sus proyectos belicistas.

—Me tienes que acompañar, Francisco.

41

Isabel y Felipa continuaban en la residencia de doña Leonor. Pronto sería realidad el monasterio de monjas bajo el santo nombre de Catalina de Siena. Francisco les iba a comunicar su propósito. Equivalía a dejadas más solas aún.

Las actividades seguían el modelo de los conventos españoles. Se ajustaban al horario romano, que tiene resonancia mística. Comenzaban sus actividades al amanecer con los rezos de la
prima
. Después oían misa. A las ocho tomaban el desayuno. Seguían los rezos de la
tercia
, al cabo de los cuales empezaban los trabajos en la sala de labor. Cosían, bordaban, hilaban y tejían. También aquí era preciso frenar las palabras y asordinar la voz, aunque se cruzaban guiñas y ahogadas risitas por cualquier incidente. A las doce se pronunciaban los rezos de la
sexta
y pasaban a almorzar. Mientras sonaban las cucharas y cuchillos, las orejas debían absorber la lectura que se les hacía de un texto sagrado. A las tres había que rezar nuevamente: era la nona. Hacían la siesta y luego recibían el catecismo hasta el final de la tarde. A las siete rezaban las
vísperas
. Luego consumían la frugal cena, pronunciaban los rezos de la noche y, ¡a dormir! Los viernes eran distintos porque se examinaban las faltas cometidas y se dictaban las penitencias: las pupilas debían humillarse y denunciar públicamente sus deseos mórbidos e insolencias. También debían enumerar las faltas menores, como distracción en la catequesis o fastidio en la costura.

Santiago de la Cruz arregló la visita. Francisco las sintió crecidas y distantes. Isabel se parecía cada vez más a su padre: la nariz le había crecido, así como la estatura; trasuntaba una ajena seriedad. Eran dos mujeres que infundían respeto. Francisco les contó que se proponía viajar a Lima para estudiar medicina en la Universidad de San Marcos. Dejó pasar unos segundos y añadió que posiblemente no las volvería a ver en años. Las muchachas miraron a su hermano con esforzada neutralidad y lo invitaron a sentarse en un poyo de la galería. Entre los sucesivos bloques de silencio intercalaron comentarios sobre la vida en este futuro monasterio. Los tres evitaban acercarse a los temas penosos: su soledad, su resentimiento, su humillación. Ellas desgranaban las cuentas del rosario y él se pasaba los dedos por su cobriza cabellera. Cuando se agotó el tiempo de visita se pusieron de pie. Francisco quería sorber sus imágenes. Sabía que dentro de poco extrañaría este momento. Ellas bajaron los párpados con el pudor que exigía su nueva condición. Felipa había perdido casi toda su graciosa impertinencia. No obstante, manifestó un irritante pensamiento.

—Harás lo mismo que papá —reprochó.

No se dijeron más. Se les congestionaron los ojos y la garganta. Francisco las abrazó y partió sin volver la cabeza. Cuando llegó a su celda untó la pluma y escribió en un billete: «Apenas consiga dinero, las traeré conmigo.»

También se despidió de fray Bartolomé. El obeso comisario se había recuperado de la apoplejía. Estaba sometido a una alimentación restringida y asquerosa que aseguraba la desintoxicación de su colosal organismo. El fraile tragaba apretándose la nariz. Pidió a Francisco que le contase sobre su proyecto, cuándo se le ocurrió, quién le hizo sugerencias, cómo lo llevaría a cabo. Usaba un tono amistoso y quería ayudarlo, de veras, pero no podía evitar su estilo persecutorio. Francisco, a su vez, lograba responder con certeza aunque su anhelo tenía contornos brumosos. Usó con buen arte el cuchillo de punta para efectuar una sangría y le gustaba ayudar a los enfermos. Suponía que quien prefiere el cuchillo, tiene vocación el soldado; quien prefiere ayudar a los enfermos, vocación de sacerdote; pero quien une ambas tendencias, vocación de médico. Por eso quería estudiar en la
Ciudad de los Reyes
[18]
.

Fray Bartolomé frunció los gruesos labios porque no le convencía el razonamiento. De todas formas —concedió—, «te inspira un propósito útil. Lo que importa —agregó con repentina solemnidad— es la salud de tu espíritu. No quiero más herejes en tu familia».

Francisco bajó la cabeza, agraviado.

—Cuando llegues a Lima irás al convento dominico. Preguntarás por fray Manuel Montes. Te brindará ayuda cuando le digas quién eres y quién te envía. Él te llevará a la Universidad para que estudies medicina.

Francisco seguía cabizbajo.

—¿Lo harás? —preguntó el comisario.

—Sí, por supuesto.

Le asió una mano. La piel del fraile, aunque gorda, estaba fría. El gato emitió un agudísimo maullido como eco. Fray Bartolomé levantó la diestra y cruzó el aire.

—Te bendigo en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

El fraile se distendió en su sillón. Había procedido correctamente. Con calidad y firmeza paternal. El joven, empero, no se marchaba. Siguió de pie, en silencio, con la mirada fija en un punto invisible. Algo quedaba pendiente.

—¿Qué ocurre? —se incomodó el sacerdote.

—Necesitoo su autorización.

—Ya la tienes.

—No es para mi viaje.

Fray Bartolomé frunció de nuevo la boca: ¿para qué, entonces?

—Para despedirme de fray Isidro.

Se le nubló el entrecejo. Su cara se transformó en un pozo. Tamborileó sobre el apoyabrazos y negó con la cabeza.

Francisco presentía esa contestación. Isidro Miranda había sido recluido en el convento de La Merced desde que un espíritu maligno le invadió el cerebro. Mantenía largas conversaciones con el difunto obispo Francisco de Vitoria y acusaba de judíos a casi todo el clero de la Gobernación. Lo encerraron en su celda y sólo lo visitaba el superior de la orden.

—No —afirmó fray Bartolomé—. No puedes verlo.

Francisco dio media vuelta y se alejó lentamente. Aún esperaba algo.

—Francisco.

Se le aceleró el corazón.

—Ven —dijo el comisario.

Francisco retornó junto al convaleciente y escuchó su pronóstico:

—Encontrarás lo que buscas.

—No entiendo.

—Encontrarás a tu padre.

Fue como una mano abierta pegándole en el rostro. La mirada fosforescente del gato permanecía inmóvil. La mirada seria del comisario también. El pecho de Francisco, en cambio, era un tambor.

—Yo…

—Está confinado en el puerto del Callao. Allí lo encontrarás.

—¿Cómo lo sabe?

—Ahora puedes partir. Que el Señor te bendiga —cerró los ojos, cerró el diálogo.

42

En vísperas del viaje llenó la petaca de cuero con sus bártulos. Ató en el costado izquierdo de su cinto la honda que le había fabricado Luis con una vejiga y en el derecho una bolsita con las monedas que había ahorrado en esos años de trabajo conventual. Usó una camisa de brin para envolver el grueso libro que Santiago de la Cruz decidió regalarle a último momento, tras una meditación penosa. Francisco no pudo creer en sus ojos: se trataba de una Biblia. Menos bella y casi desprovista de viñetas artísticas pero una Biblia completa que empezaba en el
Génesis
y concluía en el
Apocalipsis
, que contenía el
Cantar de los Cantares
y las
Epístolas
de San Pablo, todos los profetas y todos los evangelios, la historia de los patriarcas y
Los Hechos
de los apóstoles.

Se tendió sobre la estera por unas horas. Se preguntó si llegaría sano y salvo a Lima. La primera parte del trayecto le era conocida: recorrerá en sentido inverso al territorio que desenrolló nueve años atrás con su familia entera. Pero un crujido interrumpió sus divagaciones: las ratas se aprovechaban de la sombra. El siguiente crujido ya no fue habitual. Francisco abrió los ojos y descubrió una silueta en el vano. Se incorporó de golpe y buscó la yesca.

—¿Quién es ?

—¡Shttt!... —la silueta se aproximó despacio. Su torpe movimiento lateral era elocuente.

—¡Luis!

El negro se acuclilló. Sin hacer ruido descolgó de su hombro una pesada talega.

—¿Cómo has llegado hasta aquí?

—No tenía otra forma de verlo —cuchicheó—. Salté la tapia. Es peligroso, lo sé.

—Me alegro que hayas venido. ¿Sabes que parto hacia Lima?

—Por eso estoy aquí.

Francisco le apretó el antebrazo:

—Gracias.

Se miraron en la oscuridad. El negro tenía olor a tierra.

—¿Te tratan bien, Luis?

—Soy un esclavo, niño.

—¿Me extrañabas?

—Sí. Por eso estoy aquí —repitió.

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