Read La gesta del marrano Online
Authors: Marcos Aguinis
—¿Qué?
—Divertido y loco. Un cerro aislado donde se construye una iglesia a la Virgen. ¿Te das cuenta? Una iglesia solitaria en medio del desierto. Sin fieles. Por lo general se instala primero una población y después se levanta el templo. O ambos a la vez, pero no a la inversa. Ahí se procede a la inversa. ¿La razón de esta extravagancia? Dicen que el peregrino fue allí con la sagrada imagen y su peso aumentó de golpe. Supuso que se trataba de un milagro: que la imagen deseaba quedarse. Y empezaron a construir una iglesia en el yermo.
Francisco meneó la cabeza.
—Y bien. De Guamanga a Lima ya no tendrás otras paradas curiosas. Eso sí: te crecerá la impaciencia.
—Ya ha crecido bastante.
Apretó las manos ásperas de José Ignacio Sevilla y contempló largamente su rostro de viejo sabio. Por un instante creyó ver el océano en sus pupilas. Después fue a despedirse de María Elena y sus hijas.
Las pequeñas cambiaron bromas sobre las peripecias del viaje. Mónica recordó las salinas y Juana quiso hablar sobre la impresionante mezcla de mulas que los arrieros tramposos efectuaron antes de llegar a Salta. Mónica se burló de su hermana porque confundió pavos con cuervos. Y Juana se desquitó recordándole su miedo a quemarse en los baños de Chuquisaca. Mónica dijo que ya no la molestaba la mancha facial de Lorenzo y Juana se atrevió a tocar el brazo de Francisco y confesarle que lo extrañaría. La súbita ternura fue como un relámpago. Francisco se inclinó hacia las pequeñas y las besó: sus mejillas eran las de Felipa e Isabel.
La esposa de Sevilla lo guió hacia un aparte.
—Me dijo José Ignacio que estás impaciente por llegar a Lima. Quiero transmitirte esperanzas —sonreía como tantos años atrás lo hizo Aldonza—. Encontrarás a tu padre. Y juntos podrán orar al Señor.
—Muchas gracias, de veras.
—Cuando estén juntos, recuérdanos.
—Lo haré. Seguro que lo haré.
—Somos hermanos, sabes.
Francisco esbozó un gesto de sorpresa.
—Hermanos en la historia y en la fe —aclaró ella mirándolo con intensidad.
—Usted... ¿También usted?
Elena contrajo la frente y recitó:
—
Shemá Israel
... Recuerda eso, Francisco. Es la clave. Nuestra clave.
La súbita frontalidad de esta mujer lo azoró.
—«Escucha Israel—añadió ella en tono de plegaria—: el Señor, nuestro Dios, el Señor es único.»
—Lo dijo mi padre hace muchos años, cuando terminó de curarle una herida a mi hermano. Pronunciadas es judaizar. Es muy peligroso.
—Esas palabras son la fortaleza que nos dignifica. Nos sostienen, Francisco. Nos sostienen como los elefantes portentosos que míticamente sostenían el mundo.
Durante el trayecto final Lorenzo Valdés y Francisco Maldonado da Silva evocaron al indio José Yaru. Lorenzo cabalgaba en su corcel rubio y Francisco en una mula; las acémilas restantes llevaban el equipaje. Atravesaban una planicie cercada por el muro lila de los cerros.
—Lo descuartizarán —pronosticó Lorenzo sin inmutarse—. A menos que tenga la lucidez de arrepentirse e implorar perdón de rodillas y con lágrimas sinceras.
—Han arrestado a mucha gente, no matarán a todos.
—José es un indio pertinaz, tiene arraigada la idolatría. A él lo castigarán fuerte.
—¿Cómo lo sabes? —Francisco se sintió molesto.
—No se levantaba de noche a mirar la luna?
—¿Eso es idolatría?
—¡Qué, si no! Le hablaba, yo lo vi.
—Hablaba a una piedra.
—¿Sí? ¡Peor, entonces?
—¿Cómo peor?
—La luna, por lo menos, tiene encanto, misterio. Una piedra… —Lorenzo torció la boca con repugnancia.
—O una madera, o un lago. El universo.
—Sí, ellos creen que son dioses. Creen en cualquier cosa. Son brutos. Ignorantes. Y no quieren aprender.
—O les enseñan mal.
—También —reconoció Lorenzo—. Los clérigos juntan a los indios y les hacen repetir la doctrina. ¡Bah! Repiten sin entender. Imagínate: ni yo entiendo toda la doctrina, ¿qué esperan de estos pasmarotes? Cuando uno de sus lenguaraces les explica, ¡vaya a saber qué les dice! Los clérigos se tranquilizan oyéndolos repetir palabras o viéndolos persignarse: quieren suponer que ya están evangelizados. Quieren suponer, es más cómodo. Porque no saben ser tan idiotas para tragarse el cuento.
—¿Qué cuento?
—Que ya están evangelizados. Los indios fueron idólatras y siguen idólatras. Lo único que extirpar su idolatría, lo único, escúchame bien, es el potro, la horca y los azotes.
—Hace años que empezó la extirpación de idolatría con todo eso —Francisco tenía un rechazo visceral a ese método.
—Sí.
— Y no las extirparon.
—No del todo. Pero hay menos que antes.
—No estoy seguro —replicó Francisco.
Lorenzo aflojó sus manos sobre el pomo de la montura.
—¿No?
—Creo, Lorenzo, que esta idolatría obstinada y que la famosa plaga del
Taki Onkoy
tienen una razón más profunda que la ignorancia de los indios.
—El Diablo.
—No se trata de la maldad, solamente.
—¿Qué, entonces?
—No lo sé, o no puedo explicado.
—La idolatría no tiene profundidad, Francisco. Hace creer en lo superficial, en lo que reciben los ojos o el oído. Es un engaño del demonio.
—¿Sabes? Aunque siento asco por la idolatría, esta idolatría de los indios no me subleva. Diría que... me conmueve.
—¿Estás loco? ¿Qué hace mejor a la idolatría de los indios?
—No es mejor. Expresa algo.
—Que son unos brutos.
—Fíjate. La abandonaron por el dios Sol que impusieron los incas. Luego abandonaron el dios Sol por Nuestro Señor Jesucristo que impusimos los cristianos. Ahora abandonan al Dios de los cristianos para retornar al principio —discurría con esfuerzo, eligiendo cada palabra, inseguro.
—¿A dónde quieres llegar?
—No lo sé bien —Francisco encogió los hombros—. Quizá a que esos dioses realzan su identidad, su raíz. Son los dioses de ellos, no los impuestos por otros.
—¿Una piedra realza la identidad? —rió Lorenzo.
—Muchas piedras y montañas y árboles. Toda la tierra que conocen y sus antepasados y sus padecimientos. Todo eso necesita expresarse a través de una religión propia. La creencia en esos dioses absurdos les insufla algo así como el reconocimiento de su importancia. Son dioses que protegen los respetan a ellos. Nuestro Señor Jesucristo, en cambio, respeta y beneficia a los cristianos solamente. ¿Por qué lo van a querer, entonces?
—Tus ideas son ridículas. Confunden y molestan.
—No las tengo del todo claras aún.
—Mejor que las olvides —Lorenzo estiró el rebenque y lo hundió en las costillas de Francisco—. ¡Eh, proyecto de fraile! Mejor que las olvides, en serio. Piensa en otra cosa. Piensa en las mujeres. Ahora que nos acercamos a Lima, ni se te ocurra hilvanar estas herejías en voz alta.
Desde una loma pudieron ver la recta banda azul del océano Pacífico. Ambos sabían que empezaba su aventura mayor.
La ciudad de los reyes
Lorenzo Valdés y Francisco Maldonado da Silva ingresaron a Lima por el Sur y se toparon con la guardia de caballería montada sobre altos corceles con chapetones de metal dorado sobre los relucientes arneses. Levantaban globos de tierra en su avance hacia la plaza de Armas. El colorido desfile con las alabardas verticales y el estandarte desplegado provocaba la atención de las gentes que, no por habituadas, dejaban de admirar su lujo y apostura. Las calesas de dos ruedas, tiradas por una mula, se apartaban hacia las calles adyacentes o se introducían en portal cuando advertían la proximidad de la tropa. La guardia de caballería iba en busca del virrey Montesclaros para escoltar su paseo y nada podía estorbarla. Recorrió la ruidosa calle de los Espaderos; Francisco y Lorenzo la siguieron. Fraguas y martillos enderezaban hojas de acero y moldeaban empuñaduras artísticas que se exponían sobre panoplias con forma de escudo. Infanzones e hidalgos que gozaban la evaluación de esta mercadería se corrieron de mala gana para dejar paso a la guardia del virrey. Los enjaezados corceles torcieron al callejón de los Petateros. Aquí se elevaban pirámides de cofres, arcones, arquetas y petacas. La guardia penetró luego en la espaciosa calle de los mercaderes, atiborrada de tiendas con géneros, especias, vinos, zapatos, botas de cordobán, tinturas, joyas, menaje, aceite, cirios, monturas, sombreros. Los esclavos corrieron apresuradamente los tablones de exhibición para que no los voltease la espuela de un soldado. Lorenzo aprovechó el caos para meter en su bolsillo un mazo de naipes.
La guardia iluminó la colosal plaza de Armas. Al frente se alzaba el palacio Virreinal cuyas líneas sobrias disimulaban el lujo interior. A un lado estaba la catedral, en el sitio de la primitiva iglesia que mandó construir el fundador de Lima. Al otro lado el Cabildo. Eran el poder político, religioso y municipal tocándose, empujándose. El mismo despliegue que en Ibatín, Santiago, Córdoba y Salta.
La grandiosa plaza deslumbró a Lorenzo y a Francisco. No sólo servía para efectuar procesiones y corridas de toros como en las otras ciudades, sino para los Autos de Fe. «Aquí fue reconciliado mi padre.»
—¡Quisiera ser contratado por la guardia de caballería! —suspiró Lorenzo mientras palpaba los hurtados naipes.
«No quisiera llegar al Callao», pensó Francisco.
Tras ellos, la rueda de una calesa mordió el borde de la acequia que corría por el centro de la calle, y volcó. El carruaje siguiente intentó esquivada, pero enganchó su estribo de bronce y quedó cruzada. En seguida se produjo un amontonamiento de carruajes y berlinas. Dos oficiales se abrieron paso con las armas en alto. De las ventanas asomaron rostros enojados y algunos puños. Numerosos hidalgos corrieron para observar de cerca el desarrollo del incidente. A Francisco le sorprendió la elegancia de los hidalgos. Muchos de ellos vestían calzones rematados en la rodilla con una charretera de tres dedos de ancho. Usaban zapatos de doble suela para protegerse mejor de la humedad. De un ojal del chaleco pendía una cadena de oro con un escarbadientes también de oro.
Francisco preguntó por el convento de Santo Domingo. Allí debía encontrar a fray Manuel Montes, tal como le había indicado en Córdoba el comisario Bartolomé Delgado.
Entraron con el recogimiento que exige un lugar sagrado y encontraron un interior fastuoso. El altar relucía y en su extremo opuesto se elevaba el coro de cedro tallado. Francisco se persignó y rezó. Caminó en puntas de pie hacia una puerta lateral y movió la tranca sin hacer ruido. Entonces lo asaltó la maravilla, una selva de luces: donde imaginó estaría el patio brillaban zafiros y rubíes sobre paneles de oro. Parpadeó encandilado. En el centro del claustro se levantaban palmeras entre macizos de flores azules, amarillas y rojas. Avanzó con miedo de romper un hechizo, se acercó a la pared y acarició la fresca superficie. Los azulejos estaban fechados en Sevilla. Recién los habían traído y colocado.
Lorenzo Valdés se abalanzó sobre el tesoro y hurgó con las uñas: tal vez pudiera extraer algunas de las gemas que parecían disimularse bajo la capa vidriada. Decepcionado, exigió a su amigo que volvieran a la plaza Mayor: era más divertido.
—Ya encontrarás a tu fraile.
No apareció ningún sacerdote y Francisco prefirió seguirlo hacia la calle que los envolvió con ruidos.
Cruzaron el flamante puente de piedra, llegaron a la Alameda refrescada con árboles y fuentes y contemplaron el majestuoso paseo del virrey Montesclaros con su corte de nobles, pajes e hidalgos que competían por estar cerca suyo y dirigirle algunas palabras. Después bajaron hasta el río Rímac y bebieron junto a sus cabalgaduras. El virrey, de regreso al palacio, se detuvo junto a los torreones del puente para leer su nombre y sus títulos grabados sobre la piedra. Luego su mirada descendió hacia unos aguateros, las negras lavanderas y los dos amigos junto al Rímac.
Lorenzo Valdés lo advirtió. En voz baja proclamó su alegría:
—¡Me ha visto! ¡El virrey se ha fijado en mí!
Ya se sintió parte de la milicia real. Su futuro de gloria estaba asegurado.
Le angustiaba llegar al Callao, aunque su extenso viaje tenía ese puerto como meta: allí estaba su padre; le angustiaba encontrarse con Manuel Montes, pero había prometido hacerlo; no quería pasar ante el palacio del Santo Oficio, aunque la curiosidad lo devoraba. Se dispuso a afrontar tres desafíos. Lorenzo Valdés le regaló una de sus mulas: las dos restantes y el hermoso caballo le alcanzaban para presentarse con dignidad ante el jefe de la milicia. La mirada del virrey ya era su certificado de admisión: iría a extirpar idolatrías, luchar contra incursiones piratas o domesticar indios alzados. Empezaba su carrera militar. Francisco prometió reencontrarlo y, arrastrando la mula, fue hacia el edificio de sus pesadillas: el palacio de la Inquisición.
Caminó por la arteria que seguramente habían recorrido su padre y su hermano cuando fueron llevados a la cárcel. Era una calle activa donde no quedaban rastros de cautivos. Sobre el lomo de su mula estaban bien atadas las alforjas con el instrumental, el estuche y la Biblia. Al dar vuelta la esquina el jumento se detuvo. Francisco sintió el mismo choque. La fachada imponente lo frenó. Bajo la elevada imagen religiosa centellaba el apotegma
Domine Exurge
et judica Causa Tuam
(Levántate Señor y defiende tu causa). Un par de columnas salomónicas hacían guardia de honor a las hojas de la puerta monumental. Por ahí entraban y salían los dignatarios y su temible poder. Un ala negra batió la puerta, que se entreabrió para permitirle penetrar raudamente. La hoja volvió a cerrarse. En torno a Francisco el aire se había tensado: había entrado el inquisidor Gaitán. Francisco llevó la mano al equipaje y se asustó: había desaparecido el instrumental y el estuche. Palpó de nuevo, aflojó una correa, metió la mano. Allí estaban, sin embargo su frente se cubrió de gotas. El palacio se extendía bordeado por una larguísima y siniestra muralla que separaba al Santo Oficio de la ciudad.
Oprimido, retornó al convento. Cruzó la bella iglesia y entró en el claustro. Los azulejos ardían. Fray Manuel Montes lo recibió con lacónica amabilidad. ¿Lo estaba esperando? Su tez evocaba una máscara de muerto. Los ojos escondidos en la profundidad de las órbitas parecían cubiertos por una película también blanquecina. Había algo de momia en su conformación. Era un hombre seco. ¿Por qué fray Bartolomé le ordenó presentarse ante un clérigo tan desagradable?