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Authors: Marcos Aguinis

La gesta del marrano (13 page)

BOOK: La gesta del marrano
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—El Santo Oficio vela por nuestro bien —insiste el fraile—. Yo quiero ayudarlo a usted. Hablaremos todo el tiempo que sea preciso.

Francisco no contesta. Le brillan los ojos.

—Usted es un hombre erudito. No puede engañarse. Algo enturbia su corazón. Lo vengo a ayudar; de veras.

Francisco mueve las manos. Resuenan las cadenas herrumbradas.

—Dígame qué le pasa —lo alienta el dominico—. Trataré de comprenderlo.

Para el cautivo esas palabras son una caricia. El primer gesto afectuoso desde que lo arrancaron de su casa. Pero decide esperar unos minutos aún antes de hablar. Sabe que ha empezado una intrincada guerra.

22

Una sombra se proyectó sobre la mesa de algarrobo. Los cinco estudiantes y el maestro se sobresaltaron ante la súbita aparición de fray Bartolomé. La clase continuó bajo su vigilancia.

A su término. Aldonza ofreció chocolate y pastel de higos al comisario. Diego se excusó, levantó sus útiles y partió. Más tarde lo hicieron sus hermanas Isabel y Felipa. El comisario no pareció incomodarse, acariciaba a su gato y mantenía la sonrisa. Francisco prefirió quedarse para escuchar la conversación de su madre con ambos hombres. Se deslizó al piso y simuló concentrarse en un mapa.

—¿Siguen bien guardados? —preguntó fray Bartolomé entre los ruidosos sorbos de su chocolate.

—Guardados como usted me indicó.

—Son libros peligrosos... —reflexionó con la boca llena de pastel—. Muchos.

—Mi marido decía —comentó Aldonza tímida— que eran pocos. Que eran una insignificancia en relación a las bibliotecas de Lima, Madrid y Roma.

—¡Bueno, bueno! —rió mientras le saltaban las migas de sus labio—. Esas comparaciones son deducción por el absurdo. Aquí no estamos en Madrid ni en Roma. Vivimos en una tierra miserable llena de infieles y de pecado. Nadie posee una biblioteca. Es una excentricidad.

Lo mismo había dicho el pequeño y duro fray Antonio Luque en Ibatín. Aldonza bajó los ojos.

—Es una colección que evoca a otras colecciones —fray Bartolomé sacudió las migas de la sotana y elevó las cejas—. Es cierto. Pese a todo... —se interrumpió, mordió otro pedazo y bebió en seguida el chocolate para mojarlo dentro de su boca.

—Pese a todo... —fray Isidro le recordó el hilo del pensamiento interrupto.

—Ah —se sacudió nuevamente las migas—. Decía que, pese a todo, es una colección valiosa.

Aldonza parpadeó. Francisco levantó la cabeza del colorido mapa y giró hacia la mole albinegra.

—¿Valiosa?

—Si hija.

—La vendo ya, padre. Usted sabe que la vendo.

Llamó al gato dándose unas palmadas sobre la rodilla. El felino abrió sus ojos estridentes, encorvó su lomo y de un brinco se instaló sobre el regazo del fraile.

—No hay que precipitarse —acarició el abundante pelo del animal.

—No quiero esa biblioteca más en casa —protestó Aldonza—. Temo que nos haga daño, que nos acarree más desgracias. Tiene veneno, usted lo dijo.

—Si la vendes… podrías envenenar a quien la compre —estiró la gorda cola del felino.

Aldonza mordió sus labios. Un mechón de cabello resbaló a su mejilla: lo escondió rápidamente bajo el pañolón negro.

—Necesitamos dinero, padre —su voz imploraba—. Tengo que alimentar a mi familia. Estoy sola con cuatro hijos. Por eso sugería venderla. Además, ¿quién la necesita aquí?

—Ya encontraremos la forma —vació el tazón de chocolate, lamió su borde interno y lo depositó sobre la mesa.

—Yo no veo esa forma, no la imagino —Aldonza secó la transpiración de su frente con el dorso de la mano.

—Por ahora no menciones los libros. ¿Están guardados en un arcón?

—Sí, sí.

El fraile le acercó su cabezota y susurró:

—Hay que mantenerlos ocultos hasta que momento.

Aldonza no entendía qué momento. Él agregó:

—El momento de venderlos, o entregarlos, o canjearlos, o donarlos. Sin que afecte a nadie.

—Más nos valdría tener unas monedas —se lamentó ella.

—¿Cuántas?... ¿Quién te dará cinco, quién diez, quién veinte? ¿Sabes negociar? Yo te ayudaré a negociar.

Se dirigió intempestivamente a fray Isidro:

—¿Está usted de acuerdo?

El fraile se sorprendió y sus ojos de terror, como ocurría en esos momentos, se desprendieron de la cabeza y giraron en el aire.

—¡Claro que sí!

La mujer levantó el tazón vacío y lo llevó a la cocina.

Necesitaba realizar algún movimiento: este comisario era desconcertante. En la cocina se pellizcó los brazos para castigar su falta de compostura hasta que el dolor espiritual se convirtió en lágrimas baratas de dolor físico. Era más fácil controlar el dolor físico. Retornó algo mejorada.

Fray Bartolomé esperó que volviera a sentarse y unió las cejas para transmitirle una profunda revelación.

—Aldonza: he venido para reconfortar tu alma.

Ella se encogió.

—Siempre fui una devota católica.

—No lo dudo. Pero el Señor ha decidido ponerte prueba. Elige hombres y mujeres para que den testimonio. Y cada uno de los elegidos debe sentirse halagado. No olvides que eres cristiana vieja, tu sangre está libre de antepasados impuros —rastrilló con la mirada a fray Isidro, quien, instantáneamente, simuló concentrarse en, su crucifijo de madera—. Y bien, querida hija... Dios ama y exige a los justos, a los mejores.

Ella apoyó los codos sobre la mesa y el mentón sobre los puños. Su rostro emanaba congoja. Fray Bartolomé insistió:

—¿No comprendes? Es fácil: sólo los mejores pueden extremar la fidelidad y la obediencia; sólo los mejores, con su sufrimiento, aumentan la gloria del Señor. Los pecadores e indignos desconocen el sufrimiento, incluso cometen la blasfemia de escamotearlo. Dios te ha elegido, querido Aldonza. Y entonces te ha ocurrido... lo que sabemos.

Ella empezó a lagrimear. Fray Bartolomé emitió un largo suspiro, calzó sus manazas sobre las rodillas y se puso de pie. El gato resbaló al suelo y caminó insolentemente sobre el mapa de Francisco, quien tuvo ganas de arrancarle los pelos del bigote. Fray Isidro y Aldonza también se incorporaron. Los religiosos partieron juntos y la casa volvió a caer en el vacío.

Francisco procura tocar la mano del bondadoso fray Urueña, pero las cadenas convierten a su intención en un desmesurado esfuerzo.

—¿Qué desea decir? —lo estimula el clérigo.

—Un sacerdote está preparado para guardar secretos, verdad?

—Así es, hijo.

—Si alguien se lo pide, ¿está más obligado aún?

—El secreto de la confesión es inviolable —recita.

—Antes de confiarme —dice Francisco lentamente—, le pregunto si usted guardará el secreto que le vaya transmitir.

El clérigo mueve la cruz entre sus dedos.

—Soy sacerdote y estoy obligado a cumplir con los mandatos del Señor.

Francisco vuelve a suspirar. En el fondo de su atribulada alma no le cree. Pero la guerra exige seguir adelante. Estira las piernas engrilladas y sube las manos a su pecho. Levanta la cabeza y empieza a descorrer el velo.

Fray Urueña abre la boca y grande, muy grande, los ojos.

23

Los libros permanecieron seis meses en el baúl, inviolados. Seis meses, Francisco los contó en el almanaque de la iglesia.

Una mañana llegó el sirviente de fray Bartolomé para anunciar que esa tarde les rendiría una visita. Jamás anunciaba sus visitas. Pero esta vez lo hizo porque iría acompañado por un bachiller recién llegado de Lima. En la casa brotó un haz de optimismo. Por fin tendrían noticias de don Diego. Era indudable que traía algo, si no, ¿para qué un bachiller se correría hasta la vivienda desfondada de esta familia impura?

Fray Bartolomé, con su gato rondando la sotana, trazó un gesto y el esperado bachiller atravesó el zaguán. Se detuvo un instante para contemplar el patio, la parra, el aljibe y cerciorarse sobre la ubicación de la sala de recibo que habitualmente está a la derecha. Cubría su cabeza con un sombrero de Segovia, usaba calzas de paño fino y le colgaba una amplia capa azabache. Sin saludar ni enterarse de quiénes lo miraban con expectación, fue a la sala y se sentó. Sus ojos recorrieron con aburrimiento las paredes ondulantes donde antes colgaron espejos e imágenes. No se incorporó para saludar a Aldonza: se limitó a mover la cabeza. Ella, consternada, ofreció servirle algo, pero el bachiller pidió secamente que le mostrara los libros.

—¿Los libros?

—Sí, los libros que usted vende. Fray Bartolomé me habló de ellos.

El sacerdote puso el gato sobre la falda y, mientras le acariciaba la pelambre, hizo un gesto de aprobación. Su mirada parecía decir «apúrate mujer, he traído el comprador que tanto anhelabas». Pero Aldonza pretendía noticias de su marido. ¿Lo habían juzgado? ¿Volvería pronto? Sus hijos se arracimaron en la puerta, ansiosos también. Lima quedaba tan lejos, «y usted viene de allí».

El caballero se rascó la nuca y dijo que no estaba enterado sobre la suerte de su marido; por ende, nada tenía que informar. Aldonza, cruzando los dedos, le rogó que no se molestase: no pedía informes, sino alguna noticia. El caballero agregó que no había venido a Córdoba a traer el correo, que ella sufría una ridícula confusión. Sólo podía decirle —y lo dijo desdeñosamente— que se había comentado en Lima sobre el ingreso a las cárceles secretas de la Inquisición de un médico portugués traído del Sur: «puede que sea el hombre». Fray Bartolomé movió su cabezota y le agradeció tan importante y amable servicio. Después se dirigió a la desfigurada mujer para insistirle que hiciera traer el cofre con los libros: «Sí, hija, el cobre con los libros. Que los traigan. Vamos a mostrarlos.»

Diego llamó a Luis y entre ambos transportaron el pesado arcón. Aldonza se ocupó de buscar la llave y accionarla en el candado. Miró al fraile. No se animaba a levantar la tapa: era un sarcófago. Pero adentro no yacía un cadáver, sino cuerpos con vida, y seguramente enojados. Fray Bartolomé se impacientó. «Abre de una vez.» Ella lo hizo torpemente, con miedo a que saltara veneno o que apareciera la zarpa del diablo. El caballero vio adentro, asombrado, una mortaja de color tierra. Luis y Diego introdujeron sus brazos y la extrajeron con su macizo contenido, Fray Bartolomé desplegó las forzadas y la estancia se iluminó. El arrogante bachiller evaluó el colorido de los volúmenes, torció la cabeza hacia uno y otro lado como quien examina joyas y extendió su mano hacia el libro más próximo. Lo levantó, calculó su peso, observó la tapa y contra tapa y dejó correr las hojas. Eligió otro, leyó un párrafo, pasó un dedo por su lomo, releyó el título y lo depositó a un costado de la pila. Alzó el siguiente y procedió de la misma forma.

Fray Bartolomé se distendió: había conseguido un buen cliente. Acariciaba al felino y se preguntaba si el bachiller consideraría más importante el título, el autor, el estado del libro, la calidad de la impresión o la perversidad de los párrafos atrapados al azar. Y también cuánto dinero ofrecería.

Diego volvió al racimo de hermanos que espiaba desde la puerta. En la sala imperaba un silencio que el erudito y arrogante caballero venido de Lima violaba al deslizar las páginas entre sus dedos. Aldonza, parada cerca, observaba la operación con malestar. Hurgaban la intimidad de su marido: le tocaban los ojos, los dientes, la nuca, la nariz. Cuando depositó el último volumen, el forastero empezó a separar algunos hasta quedarse con seis.

—¿Qué decidió? —preguntó el fraile.

—Hablaremos —se puso de pie.

Hizo una ligera reverencia y enfiló hacia la puerta. Bartolomé Delgado caminó ligerito para no quedarse muy atrás. El bachiller llevaba bajo su brazo seis volúmenes. Los compraba, parecía.

El salón quedó desocupado. Así debía sentirse una ciudad cuando se alejaba el invasor: con el miedo aún circulando en el aire, pero con la feliz certeza de que ya se fue. Francisco se aproximó al brillante montículo. Reconoció algunos libros por su tamaño y su color. Volvían a respirar. Se sentó a su lado. No intentó abrirlos. Los quería acariciar. Acariciar a su padre. Aldonza lo dejó hacer.

Francisco explica al atónito fray Urueña que había decidido asumir plenamente su fe y que desde hacía años la practicaba en secreto. De esta forma satisfacía las demandas de su conciencia.

—¡Tengo la sensación viva de Dios! —exclama.

El dominico ruega a los santos que le provean argumentos para rebatir la de maníaca exaltación de este hereje: tenía que desgarrar las tinieblas que se aprovecharon de su alma.

—Dice usted —lo interrumpe el fraile— que tiene la sensación viva de Dios. —Sí.

—Sin embargo, usted lo niega.

—¿Lo niego?

—Niega a Dios. Niega a nuestro Señor Jesucristo.

Francisco Maldonado da Silva deja caer los brazos. Retumban escandalosamente sus cadenas.

—Este hombre no ha entendido nada —suspira—. He hablado a un muñeco.

24

No supieron cuánto dinero pagó el elegante bachiller por los seis libros; no era dinero para su familia, sino para «sufragar los gastos del reo». Iría derecho a la tesorería del Santo Oficio. El fraile elogió el pastel de almendras y salió parsimoniosamente con su felino pegado a la sota nao Diego murmuró entre dientes:

—Lo quiero matar. Algún día lo vaya matar.

— y o también —dijo Francisco.

—Hijos, hijos —rogó Aldonza.

Diego palmeó a su hermano.

—Vámonos de aquí —hizo señas a Luis—. Trae la mula y una talega.

—¿Adónde vamos? —preguntó Francisco.

—Donde matan —susurró.

Tomaron la calle del río. El pequeño vería una fiesta de sangre. Contra el cielo duro se elevaba la doble hilera de olivos que hicieron plantar los jesuitas a poco de radicarse en Córdoba. Un buey viejo arrastraba el cilíndrico carro de aguatero. Atrás, con los bultos de ropa recién lavada sobre su cabeza, caminaba un grupo de esclavos; lo hacían a buen ritmo; sus pies se arreglaban para mantener inmóvil el cráneo y su carga. Luis, rengueando, les sonrió con su boca deforme. Cuando Francisco le preguntó varias veces el origen de esa deformación el negro se limitó a contestar: «Me hicieron comer brasas.»

La calle diluía sus bordes. Entre las huellas se formaban pequeños matorrales. Avistaron el río. Alfombras de berro se extendían por los remansos. Del otro lado ascendían plantaciones de maíz. Doblaron hacia el camino del Este que seguía el curso de las aguas. Allí Luis cumplió un rito que traía del África; entregó las riendas de la mula a Diego y saltó sobre una pierna hasta la orilla; tenía mucha fuerza y equilibrio con ese miembro; el otro le servía de minusválido acompañante. Eligió una piedra ancha y se arrodilló. Arrancó briznas de hierba, se frotó con ellas la cabeza, las pasó por ambos hombros y las deshizo formando una medialuna. Después introdujo las manos en cuenco y bebió. Arrojó unas gotas hacia atrás. Farfulló palabras que le enseñaron en la infancia. No sabía su significado, pero traían buena suerte (parecía una remota imitación del bautismo que en la época de Cristo se efectuaba en el Jordán). Recuperó las riendas de la mula y prosiguieron la marcha. El negro quebraba en forma regular su paso, tenía una renguera inconfundible. Las gotas de su nuca tardaron en secarse: lentamente introducían la buena suerte en su sacrificado cuerpo.

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