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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

La formación de Francia (7 page)

El Domingo de Resurrección de 1146, Bernardo arengó a la corte francesa y, en un arranque de entusiasmo, el joven rey (sólo tenía alrededor de veinticinco años) tomó la cruz de la propia mano del abad. Acudieron los señores y los caballeros, jurando marchar a Tierra Santa, y nuevamente hubo en Francia un gran alboroto.

El movimiento cruzado nunca se había detenido totalmente, pero este nuevo empuje atrajo la atención de todo el mundo. Los sucesos que siguieron —una expedición al Este conducida por el mismo Rey— han sido llamados la «Segunda Cruzada».

Una persona permaneció inmutable, el abad Suger (quien, como todo el mundo, había sido sermoneado en su momento por Bernardo y no había gozado de la experiencia). Suger había guiado a Luis VI; había aconsejado el matrimonio de Luis VII con Leonor de Aquitania; y ahora era también consejero de Luis VII. No le impresionaban los encantos de Oriente y veía la Cruzada sólo como una fuente de perturbaciones. A causa de ella, el Rey estaría ausente y los problemas reales, los domésticos, se harían más amenazadores. Sin duda, el poder anglonormando había sido neutralizado por la guerra civil, pero, ¿cuánto duraría eso? Y, sin duda, en ausencia del Rey, los vasallos se agitarían y se harían más fuertes.

Pero la esposa de Luis VII, Leonor, estaba encantada ante la perspectiva de una cruzada. La veía como una larga sucesión de torneos caballerescos, con bravos y gallardos caballeros que realizarían prodigiosas hazañas de valor, por amor a sus bellas damas cuyos guantes llevarían en sus yelmos. No solamente ella urgió a Luis a marchar al Este, sino que insistió en ir ella misma con toda su corte.

Luis no podía resistir el clamor de Bernardo, los ruegos de Leonor y las punzadas de su propia conciencia doliente. Puso a Suger al frente del Reino durante su ausencia y se dispuso a partir.

La prédica de Bernardo, de hecho, no sólo persuadió a Luis a marchar al Este, sino también a otro monarca, de rango aún más elevado. Era Conrado III, a la sazón emperador de Alemania. Siguiendo rutas separadas (para evitar querellas), los dos ejércitos, conducidos por los más poderosos monarcas de la cristiandad occidental, se dirigieron al Este en 1147 para castigar a los musulmanes, mientras toda Europa contenía el aliento.

Ambos ejércitos llegaron a Constantinopla y sus jefes fueron agasajados por el emperador bizantino Manuel, quien se consideraba emperador romano y a sus visitantes como meros reyes bárbaros. Las humillaciones que los monarcas occidentales tuvieron que sufrir en sus negociaciones con Manuel quitaron algo de su brillo novelesco a la cruzada.

El ejército alemán fue transportado por barco a Asia Menor por los bizantinos, quienes gustosamente los condujeron al interior para librarse de ellos, ya porque se marchasen a Tierra Santa, ya porque fuesen barridos. No les importaba cuál de esas alternativas se produjese, y resultó ser la segunda. Pocos de los cruzados alemanes escaparon a las cimitarras de los turcos, pero Conrado III estuvo entre esos pocos.

Luis VII fue más cauteloso. Marchó a lo largo de la costa de Asia Menor para permanecer en territorio bizantino todo lo posible. Cuando finalmente se vio obligado a enfrentarse con los turcos, dejó que destrozaran su infantería y se dirigió por mar, con sus caballeros, a Tierra Santa. Llegó a Antioquia, cerca del límite septentrional del Reino Latino. Doscientos cincuenta kilómetros al noreste se hallaba Edesa, ahora en poder de los musulmanes. Quinientos kilómetros al sur se hallaba Jerusalén, todavía en manos cristianas.

Los jefes de Antioquia, temiendo por su propia seguridad si no se frenaba el avance musulmán, urgieron a Luis VII a avanzar sobre Edesa sin dilación. Lo mismo Leonor, que aún ansiaba románticas batallas caballerescas. Pero Luis ya estaba harto. La marcha por Asia Menor había sido muy poco romántica y, en cambio, había tenido mucho de sufrimiento sin romanticismo. Decidió que no combatiría, y no lo hizo. En cambio, condujo a su ejército por territorio seguro, controlado por occidentales, y llegó a Jerusalén. Leonor, con horror y repugnancia, amenazó a Luis con el divorcio, pero Luis siguió su camino y ella tuvo que seguirle.

En Jerusalén, el ejército francés trató de hallar consuelo espiritual visitando los lugares sagrados y orando en ellos. Hasta puso un breve y poco entusiasta sitio a Damasco, a unos 220 kilómetros al noreste de Jerusalén, pero no combatió realmente, y más tarde se volvió a Francia.

Fue un monumental y humillante fracaso para la cristiandad, para Francia, para Bernardo y, sobre todo, para Luis. En 1149, dos años después de su partida, los sobrevivientes (incluidos los dos monarcas) retornaron sin haber conseguido nada, con batallas perdidas y, peor aún, batallas evitadas, como únicos resultados que mostrar de su esfuerzo.

3. Duelo con los Angevinos

Divorcio y nuevo casamiento

La Segunda Cruzada tuvo un resultado que fue desastroso para Francia, pues llevó a la separación final a Luis VII y la reina Leonor. Esta siempre había juzgado a su marido poco heroico y lo opuesto al ideal trovadoresco. Estaba profundamente disgustada del miserable espectáculo ofrecido en el Este y pidió el divorcio.

Suger, que había gobernado bien a Francia durante la ausencia de Luis y a quien se concedió el título de «Padre del País» al retorno del Rey, estaba muy contento de la vuelta de Luis pero se horrorizaba ante la posibilidad del divorcio. Si Leonor no hubiera sido más que una esposa y una mujer, podía marcharse en buena hora, pero ella poseía Aquitania, un dominio que ocupaba una superficie tan grande como (y más culto que) el que Luis gobernaba en su propio nombre.

Pero Luis prestó oídos hostiles y malhumorados a los argumentos de Suger. Se sentía tan humillado por el fracaso en el Este como Leonor, si no más, y le era fácil persuadirse a sí mismo que había sido culpa de Leonor. Ella había insistido en ir, llenándole la cabeza de absurdas ideas románticas; si ello no lo hubiese incitado, se habría ahorrado todo el follón. Además, si ella no hubiese insistido en ir, cargándolo con el peso de toda una corte y con el constante acoso de sus consejos, él podía haber actuado mejor, no tan mal como lo hizo a la vista de su despreciativa mujer.

Por añadidura, estaba la cuestión más terrenal de que ella le había dado sólo dos hijas, y ningún hijo, en doce años de matrimonio. Esta era una cuestión seria porque ponía en peligro la sucesión, ¿y de qué valía Aquitania si no había ningún hijo que la heredase? En el caso de Inglaterra y Normandía, Luis tenía una clara lección de lo que podía ocurrirle a un reino fuerte si, tras la muerte de un rey, sólo quedaban hijas.

Suger no tenía ninguna posibilidad de hacer cambiar de opinión a Luis. Con más de setenta años y agotado por toda una vida laboriosa, murió en enero de 1151. Desaparecido Suger y ansiosos de divorciarse tanto Leonor como Luis, fue bastante fácil hallar una razón suficiente para que el papa Eugenio III concediese el divorcio. Lo hizo en marzo de 1152.

Pero el divorcio tuvo consecuencias que superaron con creces los peores temores de Suger, pues inmediatamente después de la muerte de éste la situación empeoró de la siguiente manera.

Mientras Luis estuvo en el Este, la situación anglo-normanda no cambió. Esteban aún gobernaba una Inglaterra que había caído prácticamente en la anarquía. Godofredo Plantagenet gobernaba Anjou y una Normandía cada vez más inquieta, cuyos señores se resentían de tener que rendir homenaje a un odiado angevino.

Como resultado de ello, Godofredo, que no se sentía muy bien de todos modos, decidió en 1150 (poco después del retorno de la cruzada de Luis) transferir el ducado de Normandía al hijo suyo y de Matilde, Enrique. Este, que por entonces tenía diecisiete años, presentaba la ventaja, en lo concerniente a los señores normandos, de ser el bisnieto (por parte materna) de Guillermo el Conquistador.

Ahora el ámbito anglonormando quedó dividido en tres partes: Inglaterra, Normandía y Anjou; las cosas parecían haber mejorado para Francia. Pero no fue así; en el lapso de los cuatro años siguientes, se produjeron una serie de sucesos cada uno de los cuales acarreó un nuevo desastre para Luis.

Primero, murió Suger y Luis se quedó sin su astuto guía. Luego, ocho meses más tarde, en septiembre de 1151, Godofredo Plantagenet murió y el joven Enrique se convirtió en conde de Anjou tanto como duque de Normandía.

Podría parecer que éste fue un suceso sin importancia. Ahora se dividían el ámbito anglo-normando Esteban y Enrique, en vez de Esteban y Godofredo. Pero Godofredo tenía escasa capacidad y poca energía. Enrique, en cambio, era joven, vigoroso, inteligente y enormemente ambicioso. Y, sobre todo, no estaba casado.

Quizá Suger, de haber estado vivo, podía haber sondeado las profundidades de la maldad de Leonor, pero Luis no podía. Anhelante de librarse de su insoportable esposa, siguió con el divorcio, convencido ahora de que lo más importante de todo era tener hijos. En marzo de 1152 se produjo el tercer suceso, pues el divorcio fue consumado.

Entonces Leonor dio el paso siguiente, que puede haber sido dictado sólo por el deseo de hacer a Luis todo el daño que podía. Ella tenía treinta años y Enrique de Normandía sólo diecinueve, pero todavía era una hermosa mujer y suficientemente joven como para tener hijos. Y lo más importante de todo era que todavía Aquitania era suya y podía otorgarla a quienquiera que fuese su marido, y ella eligió a Enrique. Enrique podía haber resistido a una mujer con edad casi suficiente para ser su madre, pero no podía resistir el atractivo de Aquitania, de modo que, en mayo de 1152, menos de dos meses después del divorcio de Leonor, se casaron. Leonor no puede haberse sentido muy atraída por su nuevo marido adolescente, y ciertamente llegó a odiarlo con el tiempo (odio que fue vigorosamente retribuido), pero si pretendía dañar a Luis, lo consiguió. El ámbito que le pertenecía inmediatamente cayó bajo la dominación de Normandía. Ello significó que toda la Francia occidental estuvo unida bajo el gobierno de Enrique; hasta Bretaña, que en teoría permaneció independiente, de hecho fue un títere normando. Luis VII se encontró frente a un vasallo que dominaba en Francia tierras mucho más extensas, más cultas y más ricas que los dominios reales, y no pudo hacer nada para evitarlo.

La situación empeoró rápidamente. Un año más tarde, murió el hijo de Esteban, Eustacio. El mismo Esteban tenía una salud precaria y su otro hijo era claramente incapaz de gobernar. Por ello, sacó el mejor partido que pudo de la situación ofreciendo a Enrique hacerlo su heredero si éste permitía a Esteban conservar el trono por el resto de sus días. Enrique aceptó, totalmente seguro de que no tendría que esperar mucho.

Esteban murió servicialmente, en octubre de 1154, y antes de que terminase el año Enrique de Normandía fue coronado como Rey Enrique II de Inglaterra.

Ahora existía un «Imperio Angevino», así llamado porque Enrique II, por parte de su padre (que era lo que contaba dinásticamente), era de la Casa de Anjou.

Luis VII pudo entonces ver claramente lo que había ocurrido. A causa de su querella con la Iglesia, que lo había conducido a su loco deseo de aventuras en el Este, en la Segunda Cruzada, y a causa del fracaso de esta cruzada, que había originado su divorcio de Leonor, todo el laborioso trabajo de su padre y de Suger quedó deshecho. El Reino Anglonormando había sido reunificado, con el agregado de Anjou y Aquitania.

Para cualquiera que observase estos acontecimientos, pensaría que sólo era cuestión de tiempo para que toda Francia fuese engullida por los descendientes del temido normando Guillermo el Conquistador. Pero, de algún modo, ante lo espantoso de la crisis, Luis VII volvió en sí. Había cometido su último error; desde ese momento en adelante, fue un Capeto astuto y paciente, a la espera, agazapado como un gato, de cualquier error del enemigo.

Inflexiblemente, se aferró a lo que tenía y se fortaleció cuanto pudo. Se casó de nuevo, pero su segunda mujer murió después de dar un solo descendiente, una tercera hija. Luego se casó por tercera vez, y su nueva mujer, Alicia de Champaña, le dio primero una hija y después, en 1165, un hijo, por fin, a quien Luis llamó Felipe.

(Por entonces, Leonor de Aquitania había dado a su nuevo marido, Enrique II, cuatro hijos y tres hijas. Un quinto hijo llegaría en 1167, de modo que engendró en total diez hijos, en una época en que cada parto era tan peligroso como una batalla campal, sin perder nunca su vigor. Era una mujer notable en muchos aspectos.)

Luis VII no podía combatir a Enrique II directamente; no era suficientemente poderoso; pero tampoco carecía de armas. Entre otras cosas, la teoría feudal estaba de su parte. Enrique, por poderoso que fuese, era vasallo de Luis y le debía obediencia. Enrique no podía burlarse de esto a la ligera, pues él tenía vasallos a su vez y no le convenía enseñarles que se podía desafiar con impunidad a un soberano. Así, cuando en 1159 Luis ocupó una parte de la costa mediterránea que Leonor reclamaba como parte de su herencia, Enrique voluntariamente la cedió antes que luchar con su señor feudal.

Además, había conflictos dentro de los dominios de Enrique, y Luis VII, que no podía librar batallas, era un maestro consumado en aprovechar los desórdenes en el campo enemigo. Así, entre 1164 y 1170, Enrique estuvo absorbido en una lucha homérica contra Tomás Becket, el arzobispo de Canterbury, y durante todo ese período Luis VII apoyó firmemente a Becket. Cuanto más durase la querella y más ocupase las pasiones y las energías de Enrique, tanto mejor para Francia.

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