El padre de Hugo murió antes de que llegase el momento, pero Hugo Capeto siguió esperando y haciendo planes. La jugada más astuta que hizo fue aliarse con Adalbero, arzobispo de Reims y el más alto prelado de Francia. Juntos, el más grande de los señores y el más grande de los obispos del Reino trabajaron calladamente para formar un partido favorable a ellos, y esperaron. Cuando murió Luis el Holgazán sin hijos y con sólo un tío impopular que llevaba el nombre de carolingio, se presentó la oportunidad.
Cuando el carolingio Carlos de Lorena proclamó que el trono era suyo por derecho, como descendiente del gran Carlomagno, Adalbero sacudió su cabeza firmemente. Era Adalbero quien, como arzobispo de Reims, tenía la tarea de coronar al rey. Si se negaba a hacerlo, Carlos de Lorena no podía convertirse en rey, al menos no hasta que dispusiese de una fuerza suficientemente grande e intrépida como para imponer su voluntad a la Iglesia.
Carlos estaba dispuesto a hacer el intento, pero ello llevaba tiempo, y mientras el carolingio buscaba afanosamente los medios para apoderarse del trono, Adalbero declaró que los señores de Francia tenían derecho a elegir a quien deseasen como rey, carolingio o no, y luego movió cielo y tierra para persuadirlos a que eligiesen a Hugo Capeto. En esto, recibió gran ayuda de su secretario, Gerberto, quien preparó los argumentos eruditos necesarios para demostrar que debía elegirse un rey y que éste debía ser Hugo Capeto.
En efecto, Hugo era el hombre adecuado. Los señores se reunieron a mediados del verano de 987 y se dispusieron a deliberar. No les llevó mucho tiempo. Gracias a los cuidadosos preparativos políticos de Hugo y a la mera falta de un candidato alternativo sobre el cual pudieran ponerse de acuerdo, fue elegido unánimemente.
Hugo estaba un poco mejor materialmente que los carolingios que lo precedieron. Estos habían gobernado directamente sobre pocas tierras o ninguna, pero habían conservado el título de rey, junto con el prestigio social de ser considerados de rango superior al de otros nobles. Esto significaba que no tenían ingresos ni soldados, excepto los que les concediera algún señor que los tenía y que optase por ponerse del lado del rey para sus propios fines.
Hugo Capeto, en cambio, poseía considerables tierras y, por tanto, podía disponer de soldados y dinero sin tener que pedírselos a nadie. Pero no era el único terrateniente del norte de Francia. Al oeste de sus dominios reales centrados en París, estaba el Condado de Blois, por ejemplo, y al noroeste el Ducado de Normandía. Al sur de Normandía, estaban el Condado de Maine y el Condado de Anjou, mientras al oeste de éstos se hallaba el Condado de Bretaña. Al este, estaban el Condado de Champaña y el Ducado de Borgoña. Al sudoeste estaba el Condado de Poitou, etc.
Estos condados y ducados eran un importante escollo para Hugo. La desintegración del Reino desde la época de Carlomagno había dado origen a un sistema de mosaico en forma de pirámide, que regía la economía, el derecho y la política de Francia. Por él, el ámbito del rey se dividía en los gobiernos de varios grandes «vasallos» (de una vieja palabra céltica que significa «sirviente»), quienes debían fidelidad al rey como su «ligio». La tierra de cada vasallo era dividida entre vasallos menores, cada uno de los cuales dividían sus porciones entre vasallos aún menores, hasta llegar a la base de la pirámide, los campesinos sin tierras.
En teoría, cada vasallo tenía un solo ligio a quien debía ciertas obligaciones claramente determinadas y de quien recibía ciertos privilegios específicos. Si este sistema «feudal» (de una vieja palabra teutónica que significa «propiedad», pues se basaba en la propiedad de la tierra) se hubiese ajustado a la teoría, podía haber funcionado bien, pero no fue así. Los deberes que un vasallo debía a su ligio habitualmente sólo eran prestados cuando el ligio poseía claramente una fuerza superior, cosa que a veces no sucedía. Debido a los accidentes del nacimiento y la guerra, un vasallo podía poseer más tierra y tener más poder que su ligio; y podía tener varios ligios sobre las diversas partes de su territorio.
Como consecuencia de ello, los condes y duques luchaban incesantemente entre sí y con sus vasallos; y si llegaban a unirse, era sólo en una obstinada resistencia contra el rey.
Sin duda, los señores habían votado a Hugo para la realeza, pero esto era todo, en lo que a ellos concernía. No estaban particularmente interesados en dejarle algo más que el titulo. Por ello, Hugo tuvo que mantenerse firme en su realeza, una vez que la obtuvo, sin mucha ayuda.
Por ejemplo, tuvo que combatir todavía con Carlos de Lorena. Carlos no había aceptado en modo alguno la decisión de Adalbero y los señores reunidos. Era un carolingio y pretendía ser rey. Reunió un ejército y logró apoderarse de las importantes ciudades de Laon y Reims, en la misma frontera de los territorios de Hugo. La gente tendió a adherirse a Carlos, por sus antepasados, y Hugo se halló en una posición delicada.
De acuerdo con la teoría feudal, Hugo podía haber apelado a sus vasallos para que se uniesen a él contra Carlos, pero todos ellos tenían otros intereses. Por ello, Hugo recurrió al clero. Persuadió al arzobispo de Laon a que organizase una conspiración contra Carlos. El carolingio fue cogido en su lecho y entregado a Hugo. Sin un jefe, las fuerzas de Carlos pronto se esfumaron.
Hugo lo metió en prisión, y puesto que en aquellos días los prisioneros no vivían, por lo común, mucho tiempo (particularmente si su vida era un inconveniente para sus carceleros), Carlos murió en 992.
También, según la teoría feudal, Hugo tenía el derecho de ser juez en las disputas entre sus vasallos e impedir, de este modo, la guerra. De hecho, los poderosos señores de
Francia desdeñaron el juicio de Hugo y prefirieron dirimir sus cuestiones en el tribunal de la guerra. A veces, al tratar de mantener a raya a sus poderosos vasallos, Hugo no tuvo más remedio que ponerse del lado de uno de ellos contra el otro.
Así, Blois y Anjou estaban combatiendo constantemente, ambos igualmente equivocados e igualmente hostiles de Hugo. Pero Blois colindaba directamente con el territorio de Hugo. Por ello, Blois era el peligro inmediato y Hugo combatió del lado de Anjou.
Ocasionalmente, exasperaba a Hugo el tener que luchar con sus propios vasallos, cuando éstos estaban, en teoría, sometidos a él. Se cuenta que, en cierta ocasión, le gritó al conde de Angulema, un territorio del sudoeste de Francia, que lo enfrentó en el campo de batalla: «¿Quién te hizo conde a ti?»
Según la teoría feudal, desde luego, los vasallos debían sus títulos al rey, pues era un rey quien (en teoría) se los había conferido. Pero ésta no era en absoluto la idea que el conde de Angulema tenía de la cuestión. Y respondió altaneramente: «El mismo derecho que te hizo rey a ti.»
Y, por supuesto, éste era el punto débil de Hugo. Había sido elegido; no había heredado su título. No era él quien había hecho condes, a fin de cuentas, sino que todos los condes Juntos lo habían elegido rey a él.
En cuanto a él, esto no podía evitarse, pero estaba obligado a preocuparse por la sucesión, y empezó a hacerlo tan pronto como se convirtió en rey.
¿Sería rey su hijo, en su lugar? ¿O habría otra elección? El orgullo de familia le hacía desear que el título real continuase en su familia y él mismo fuese el fundador de una nueva dinastía de reyes. Su preocupación por la nación le hacía desear lo mismo. Si la muerte de cada rey era seguida por una elección, los anales del país sólo estarían llenos de guerras civiles.
La solución que halló fue hacer coronar rey a su hijo Roberto mientras Hugo aún vivía. Medio año después de u ascenso al trono Hugo hizo coronar a Roberto por el arzobispo de Reims, consagrándolo en una cabal ceremonia religiosa en presencia de los señores del Reino, quienes, a la fuerza, juraron fidelidad de la manera más solemne.
Esto convirtió a Roberto en rey, aunque en un papel subordinado, claro está. Luego, cuando llegase para Hugo el momento de la muerte, Francia ya tendría un rey, totalmente coronado y consagrado, y los señores no podrían hacer nada, pues ya habían jurado lealtad. Tampoco podían discutir su legalidad, pues había muchos precedentes de este género en la historia pasada. El mismo Carlomagno había hecho coronar a su hijo mientras aún vivía.
Los Capetos mantuvieron esta costumbre de coronar al hijo en vida del padre durante dos siglos. En tiempo de Hugo Capeto, pocos habrían considerado probable, siquiera, que la nueva dinastía perdurase por largo tiempo, pero esta costumbre, sumada al hecho afortunado de que cada rey tuvo un hijo que pudo ser coronado y luego sobrevivió a su padre, mantuvo viva la dinastía.
Otros factores que ayudaron a los Capetos fueron que cada rey de la dinastía llevó una suave y no muy ostentosa lucha para aumentar sus posesiones y, de este modo, hacer más fuerte su posición. También todos ellos siguieron la cautelosa política de Hugo Capeto de trabajar en colaboración con el clero. Siguieron dando una aureola profundamente religiosa a la coronación y fueron deferentes con los grandes arzobispos. En retribución, el clero ejerció su influencia, siempre poderosa, sobre la opinión pública. Hasta un señor hostil, indiferente a la Iglesia y a los eclesiásticos, debía ser cauteloso para atacar a alguien de quien se proclamaba que Dios estaba de su lado. Pues si el señor mismo era insensible a tales cosas, sus soldados podían no serlo.
Así ocurrió que Hugo Capeto, cuya posición en el trono fue durante toda su vida tan frágil como una tela de araña, dio origen a una larga y renombrada dinastía de reyes. Durante ocho siglos, de 987 a 1792, Francia fue gobernada sin interrupción por ese linaje, que incluyó treinta y dos reyes en total. Otros tres Capetos reinaron de 1815 a 1848. Y bajo esos Capetos, Francia pasó por períodos en que fue el mayor poder militar de Europa y, lo que es más importante aún, estuvo culturalmente a la cabeza de Europa.
La corona y el clero
Hugo Capeto murió en 996 y su hijo se convirtió en rey con el nombre de Roberto II. Fue un gobernante suave y culto, pues de joven fue educado por Gerberto, quien había sido tan útil a Hugo en su ascenso al trono.
Roberto también era piadoso; en verdad, pasó a la historia con el apelativo de «Roberto el Piadoso». Uno de sus placeres era componer y cantar himnos, y hasta donó un himno de su propia composición a un monasterio durante una peregrinación a Roma. (Se cuenta que lo dejó en un paquete sellado, y los monjes, que esperaban una generosa donación de dinero, se sintieron, muy humanamente, desengañados de hallar dentro nada más que el elogio de Dios.)
La piedad de Roberto lo llevó a apoyar las reformas en el seno de la Iglesia.
Aparentemente, hay una suerte de ritmo en la historia del monaquisino. Se fundaban monasterios de acuerdo con reglas estrictas y virtuosas, pero, a medida que pasaban las generaciones, las costumbres se relajaban y aparecían abusos. Entonces surgía un movimiento reformista en el que se establecían nuevas reglas y se iniciaba otro período de rígida virtud, que, a su vez, gradualmente se relajaba y requería nuevas reformas.
En los oscuros días del siglo IX, cuando las correrías vikingas redujeron a Francia al caos, también los monasterios cayeron en la decadencia y la corrupción. Pero, en 911, en Cluny (ciudad del Ducado de Borgoña, a unos 320 kilómetros al sudeste de París) se estableció un monasterio reformista. Bajo una serie de abades capaces, floreció, a la par que se difundía su reputación. En tiempo de Roberto II, estaba a su frente el tercer abad, Odilón, y bajo su conducción y con ayuda de Roberto se crearon otros monasterios que seguían las mismas reglas. Estos monasterios «cluniacenses» se difundieron por toda Francia y Alemania, dando nueva vida al movimiento monástico.
Roberto y la Iglesia también sumaron sus fuerzas en apoyo de otra reforma, apasionadamente deseada por el primero y la segunda.
La mejora de las condiciones económicas permitieron a los señores mantener más hombres y caballos que los que necesitaban para la producción de alimentos. También pudieron obtener más y mejores armaduras. En esa época de escasez cultural, cuando pocos hombres fuera de la Iglesia sabían leer y escribir, había poco que un señor pudiera hacer para divertirse excepto cazar, animales si tenía que hacerlo, pero también hombres, si podía. Con más hombres, caballos y armaduras a su disposición, los señores se hicieron más sensibles a los desaires y más belicosos en sus respuestas.
Las interminables guerras privadas, que se hicieron peores a medida que los tiempos mejoraban, ponían a la Iglesia en un constante peligro. En teoría, los eclesiásticos creían en la paz, pero en la práctica también, pues la furia de las batallas no perdonaban a iglesias y monasterios, y los clérigos podían ser heridos y aun matados.
En 990, varias reuniones de obispos en el sur de Francia trataron de establecer la «Tregua de Dios», una sujeción de la guerra a ciertas reglas. La principal regla era convertir a todas las propiedades y personas eclesiásticas en una especie de territorio neutral que no podía ser tocado. Con el tiempo, se extendió hasta la total prohibición de la guerra desde el miércoles al atardecer hasta el lunes por la mañana de cada semana, y lo mismo durante muchos días de ayuno y de fiesta. Finalmente, se pusieron límites a las luchas durante las tres cuartas partes del año.
Naturalmente, el poder de la Iglesia era insuficiente para aplicar de manera cabal la Tregua de Dios, pero siempre había señores que se sentían inhibidos para hacer algo que estaba solemnemente prohibido por los sacerdotes, de modo que la Tregua hizo algún bien.
Impedir luchar a sus señores redundaba en beneficio del rey, de modo que Hugo primero y Roberto el Piadoso luego apoyaron firmemente la Tregua de Dios. Esto hizo más deseable para el clero la formación de un gobierno central fuerte que redujera al orden a los señores pendencieros. El peligro común de los ejércitos alborotadores mantuvo unidos a la corona y al clero, y también esto contribuyó a reforzar la dinastía capeta.
La piedad de Roberto no le impidió tener algunos problemas personales con la Iglesia (lo cual, sin embargo, no afectó, afortunadamente para él y su linaje, a la alianza general de la corona y el clero).
Se había casado por amor con la viuda de un señor vecino de Blois, pero ella era su prima. Esta, en realidad, era una situación bastante común, ya que los señores sólo podían casarse con alguien de su misma clase social; y puesto que todas las familias nobles de Francia estaban relacionadas unas con otras, era difícil casarse con alguien que no fuese un primo.