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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

La formación de Francia (8 page)

Después del asesinato de Becket, en 1170, los hijos de Enrique habían llegado a una edad suficiente (en demasía, para el bien del ámbito angevino) como para disputar entre sí y con su padre. Luis VII hizo en todo momento lo que pudo para alentar tales querellas, y lo hizo con gran habilidad.

Así ocurrió que Enrique II, aunque parecía tener todos los triunfos en su mano, no pudo hacer ningún progreso contra su astuto y paciente adversario, quien había parecido tan ineficaz cuando se trataba de batallas en vez de lucha política.

El progreso y París

Mientras tanto, cuando las querellas dinásticas seguían interminablemente, Francia, tanto de la parte de Luis como de la parte de Enrique, progresaba constantemente en riqueza material y prosperidad.

Por ejemplo, durante el reinado de Luis VII se construyeron en Francia molinos de viento, que habían llegado al Oeste del mundo árabe, más avanzado técnicamente que Europa en aquellos días, y de donde los cruzados llevaron toda clase de ideas. (El fermento intelectual causado por las Cruzadas fue mucho más importante, a la larga, que las batallas, ganadas o perdidas.)

El molino de viento hace lo mismo que el molino de agua, pero más al azar, pues el viento no sopla tan constantemente como fluye el agua, ni sopla siempre en la misma dirección. Por eso, el molino de viento requería una ingeniería más compleja que la del molino de agua. En compensación, el viento sopla en todas partes, y los molinos de viento permiten conducir energía útil para moler cereales y otros usos en regiones distantes de los cursos de agua.

Gracias al número creciente de hombres con habilidad mecánica por su labor en la maquinaria de los molinos, se creó el reloj mecánico en algún momento del siglo XII. Antes, el paso del tiempo se registraba por el tañido periódico de una campana («cloche» en francés, de donde deriva la palabra inglesa «clock», «reloj») por un vigilante que observaba un reloj de arena. Este fue reemplazado por manecillas de reloj que se movían automáticamente, bajo el impulso de un peso que caía gradualmente.

Juzgado por patrones modernos, el reloj movido por un peso era un pobre mecanismo, que no servía para saber la hora con mayor exactitud que una fracción grande de una hora, pero fue un gran avance con respecto a todo lo precedente. Hizo, en general, a los hombres más conscientes del tiempo, al observar las manecillas en lento movimiento en el campanario de la iglesia o del ayuntamiento, y fue el comienzo de la parte ligada al tiempo de la cultura occidental. Al dar a los hombres conciencia de la constancia del tiempo, contribuyó a poner los cimientos para el posterior desarrollo de la ciencia experimental.

Otros avances llegados del Este mejoraron la navegación occidental. El uso creciente de la vela latina triangular permitió aprovechar los vientos ligeros; el timón de codaste hizo más fácil gobernar las naves. Sobre todo, el advenimiento de la brújula magnética facilitó el mantener una dirección fija cuando se estaba lejos de la vista de tierra. Gradualmente, se hizo posible navegar con confianza en mar abierto, y se inició el cambio que más adelante permitiría enviar marineros europeos occidentales a todas las aguas de la Tierra.

Los avances en la navegación estimularon el comercio y crearon una economía más rica. Como resultado de dos siglos de gobierno Capeto (además del eficiente gobierno normando en su parte de Francia), la nación, que había sido casi totalmente agrícola hasta alrededor de 1150, comenzó a desarrollar la industria y el comercio.

Esto significó un crecimiento acelerado de las ciudades, que eran centros manufactureros y comerciales. Esas ciudades estaban fuera de la teoría feudal, que se basaba enteramente en la tierra y la agricultura.

Los hombres de las ciudades se unieron para protegerse contra los desastres militares y económicos. Su unión fue llamada una «guilda» (de una palabra relacionada con «gold», oro, y que aludía a las cuotas que debían pagar sus miembros). La guilda se dividió poco a poco por oficios; cada tipo de trabajo diferente tenía su propia «guilda artesanal». La guilda regulaba los patrones y reglas del trabajo, lo que permitía a sus miembros protegerse contra una dura rivalidad, el paro, etcétera.

Los habitantes de las ciudades más ricos, los «burgueses» (de una palabra que significa «castillo», la ciudadela central de una ciudad), tuvieron una posición social superior a la del campesinado e inferior a la de la aristocracia terrateniente. Eran una «clase media». El liderazgo militar quedó reservado para la aristocracia, de modo que la clase media capitalizó la educación (necesaria para los negocios y el comercio), empezando a reemplazar al clero en el servicio del Estado, como abogados y administradores.

París fue un caso especial. Como sede del rey y de la corte, tenía un prestigio que no dependía de su comercio o industria, aunque los tuvo en creciente cantidad. Era un centro de la aristocracia y el clero. En el siglo XII comenzó a ser un centro del saber.

Maestros y estudiantes afluían a París, y allí se exponía y escuchaba el saber de la época (principalmente, los aspectos relacionados con la filosofía de la religión). Como los libros eran escasos y costosos, la enseñanza consistía en que un profesor leía un libro a la muchedumbre reunida de los estudiantes y luego lo comentaba. A veces, dos profesores se enzarzaban en una «discusión», en la que cada uno exponía sus propias teorías ante auditorios de estudiantes deleitados (una especie de partido de tenis intelectual).

El más famoso de los primeros maestros fue Pedro Abelardo, nacido en 1079 en una familia de la aristocracia menor. Durante el reinado de Luis VI, Abelardo fue un conferenciante enormemente popular. Los estudiantes afluían a él ávidamente, pues no sólo era un fascinante orador, sino también «moderno». Argumentaba, en la medida de lo posible, de manera razonada, en lugar de citar solamente a autoridades.

En verdad, en su libro
Sic et Non
(Sí y No) abordó 158 cuestiones teológicas sobre las cuales citaba a autoridades. En todos los casos, citaba a autoridades antiguas de las credenciales más impecablemente piadosas de cada lado, y dejaba la cuestión sin resolver y hasta sin discutirla él mismo. Sin proferir una palabra, por así decir, demostraba ampliamente la absoluta bancarrota intelectual que genera el citar, meramente, a autoridades.

Pese a toda su brillantez, o a causa de ella, era un individuo desagradable, intelectualmente arrogante y sin consideraciones para los sentimientos de otros. En las discusiones, Abelardo se deleitaba en derrotar a otros, inclusive sus propios maestros, con despreciativa facilidad, mediante una brillantez dialéctica que hacía que los estudiantes lo aclamasen y se riesen de sus adversarios. Fue apodado el «Rinoceronte Indomable», que muestra cuál debe de haber sido su efecto sobre los que se le oponían.

Naturalmente, se hizo de muchos enconados enemigos entre aquellos de quienes se mofaba, entre los que eran menos populares y entre aquellos cuyas creencias sacudía. Peor aún, Abelardo dio a sus enemigos la oportunidad que ansiaba cuando, a la edad de cuarenta años, se enamoró de Eloísa, una muchacha que tenía la mitad de edad que él y de quien era preceptor.

Era hermosa e intelectualmente brillante, y tanto ella como Abelardo se comportaron con el género de romanticismo insensato que celebraban los trovadores. (Se piensa habitualmente que Pedro sedujo a Eloísa, pero, ¿cómo puede ser así cuando ella estaba deseosa de ser amada y, por su conducta y correspondencia posteriores, cabe razonablemente sospechar que ella lo sedujo a él?)

Sea como fuere, el tío de Eloísa, furioso por esta relación amorosa (de la que nació un niño), se vengó alquilando a unos rufianes para que capturasen a Abelardo y lo castrasen. En lo sucesivo, Abelardo fue un hombre acabado, que deambulaba de monasterio en monasterio, acosado por sus enemigos, el principal de los cuales fue Bernardo de Claraval.

Las concepciones místicas de Bernardo eran diametralmente opuestas a la confianza de Abelardo en la razón, y Bernardo era tan disputador y arrogante como Abelardo, y mucho más poderoso y peligroso. Finalmente, Bernardo triunfó e hizo que las obras de Abelardo fueran declaradas heréticas. Habría hecho juzgar formalmente a Abelardo por herejía y quizá habría logrado hacerlo ejecutar, pero Abelardo murió en 1142, antes de que se efectuase el juicio.

Antes de morir, Abelardo escribió una autobiografía,
La Historia de mis Desventuras
, la primera obra importante de este género desde la autobiografía de San Agustín, escrita siete siglos antes, Después de la muerte de Abelardo, Eloísa, que nunca dejó de amarlo, lo hizo enterrar, y cuando ella murió. en 1164, fue enterrada junto a él.

Pero las ideas de Abelardo siguieron siendo influyentes, y la regla de la razón que él trató de establecer fue establecida finalmente, pese a la oposición de Bernardo de Claraval. La concepción racionalista ha reinado en la vida intelectual de Occidente desde entonces, aunque nunca sin la oposición de los místicos.

Uno de los discípulos de Abelardo, un italiano llamado Pedro Lombardo, escribió un
Libro de Sentencias
alrededor de 1150, en el que también citaba a autoridades. Pero no apeló al espíritu burlón de Abelardo, sino que seleccionó cuidadosamente a aquellas autoridades que defendían una concepción moderada y tomaban debidamente en cuenta el papel de la razón. Encontró alguna oposición, pero fue un texto clásico durante generaciones. El destino de Pedro Lombardo fue muy diferente del de Abelardo, pues llegó a ser obispo de París el último año de su vida.

Otro de los discípulos de Abelardo fue un joven inglés, Juan de Salisbury, cuya influencia fue política tanto como teológica. Estuvo del lado de la Iglesia contra el Estado y apoyó a Tomás Becket contra Enrique II. En verdad, quizá fue la influencia decisiva que actuó sobre las ideas y acciones de Becket, y estaba presente cuando éste fue asesinado en la catedral de Canterbury. Posteriormente, juzgó prudente retirarse a los dominios de Luis, fuera del alcance de Enrique II. Fue hecho obispo de Chames, a ochenta kilómetros al sudoeste de París, en sus últimos años.

Abelardo, Pedro Lombardo y Juan de Salisbury fueron todos teólogos, poco interesados por el mundo de la naturaleza. Pero también apuntaron los comienzos de la «filosofía natural» (el estudio de la naturaleza, más tarde llamado «ciencia»), gracias a la traducción de comentarios árabes de las obras del antiguo filósofo griego Aristóteles.

Entre los que se destacaron en este campo se contaba Thierry de Chartres, por ejemplo, quien quizá fue también uno de los maestros de Juan de Salisbury. Thierry fue el primero en promover el aristotelismo, a principios del siglo XII. Trató de reconciliar las descripciones que hacen las Escrituras del Universo con las de Aristóteles.

Alrededor de Abelardo y sus discípulos se reunió un grupo permanente de estudiantes, que formaron el núcleo de lo que sería la Universidad de París, cuya existencia era ya clara en 1160. Esta no fue la primera de las universidades de la Edad Media, pero estaba destinada a ser la más famosa. Su vigor intelectual contribuiría a dar fama a París en toda Europa como centro de cultura, posición que iba a mantener hasta la actualidad.

En literatura secular, había, por supuesto, las baladas de los trovadores, que llegaron al norte de Francia por la influencia de Leonor de Aquitania. Esa corriente llegó a su apogeo en la obra de Chrétien de Troyes.

Chrétien de Troyes parece haber sido nativo de Champaña, de la que Troyes (a ciento cuarenta kilómetros al sudeste de París) era la capital. Fue protegido por Marie, la hija mayor de Luis VII y Leonor, que se casó con Enrique, conde de Champaña, en 1164
[5]
.

Por entonces, los relatos sobre el Rey Arturo, un legendario rey británico que luchó contra los sajones invasores en el siglo VI, eran muy populares. Se los halla por primera vez en los escritos de Godofredo de Monmouth, una generación antes, como parte de su historia ficticia de Gran Bretaña. Godofredo escribía en latín, pero un escritor más joven, Wace, los adoptó, alrededor de 1155, y los puso en francés normando, en cuya forma se hicieron sumamente populares en Francia.

Chrétien, usando la leyenda arturiana como fondo, procedió a crear cuentos de amor cortesano que sedujeron a sus contemporáneos y nunca perdieron su atractivo hasta el día de hoy. Es en la versión de Chrétien, por ejemplo, donde hallamos por primera vez la búsqueda mística del Santo Grial. Allí también apareció Lanzarote, caballero que se convirtió en la personificación del ideal caballeresco y que, en el sentir popular, supera al mismo Rey Arturo
[6]
.

Los romances arturianos inspirados por los trovadores (además de otras obras de ficción sobre sucesos históricos como la Guerra de Troya y las conquistas de Alejandro) reemplazaron en popularidad a los cantares de gesta. Presentaron caballeros que eran más gentiles y corteses. Exaltaban la belleza y la valía de las mujeres, y contribuyeron a elevar su
status
en el mundo real.

Su universal popularidad también popularizó los diversos dialectos franceses fuera de Francia y se inició el proceso por el cual el francés reemplazaría al latín como lengua de cultura, posición que iba a mantener hasta el siglo XIX.

En el siglo XII había tres dialectos franceses que superaban a todos los restantes. Estaba el francés normando del Imperio Angevino, destinado a tener una importante influencia sobre el desarrollo de la lengua inglesa. Luego estaba el provenzal del sur, lengua de los trovadores. Y, por último, el franciano de la corte y la Universidad de París. Fue el papel de la Universidad lo que dio al franciano primera importancia en el mundo intelectual.

La Tercera Cruzada

Los últimos años de Luis VII fueron ajetreados, pues continuó instilando perturbaciones dentro de la odiada familia de Enrique II
[7]
. Mantuvo la agitación y hasta logró sacar ventaja de la existencia de un enemigo poderoso. Los señores vasallos de Luis, temerosos de Enrique II, se acercaron al trono francés. La reputación que alcanzó Luis en la vejez de hombre moderado y justo alentó a los señores a llevar sus disputas ante él para que diera su juicio, lo cual reforzó el poder real.

Cuando Luis VII murió, en 1180, dejo un reino fuerte a su hijo, a quien había hecho coronar un año antes.

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