Ahora bien, en teoría tales casamientos estaban prohibidos por la Iglesia, y se necesitaban dispensas especiales para que pudieran efectuarse. En general, estas dispensas no eran difíciles de obtener. Pero a veces había interferencias políticas. Si un matrimonio particular originaba la incorporación de un territorio a otro y al fortalecimiento del novio, un señor rival podía tratar de influir en la Iglesia para que no otorgase la dispensa. También, la Iglesia optaba a veces por negar la dispensa, como recurso para someter a un enemigo perturbador o simple mente para demostrar su poder sobre los gobernantes seculares. En el caso de Roberto, la Iglesia objetó.
A menudo, los gobernantes se resistían, especialmente cuando sentían gran afecto por sus prometidas, como hizo en este caso Roberto. Resistió por cuatro o cinco años, soportando hasta la excomunión (por la cual se le prohibía tomar parte en ritos religiosos, una condena terrible para un rey piadoso). Finalmente, se dio por vencido y terminó con su esposa en septiembre de 1001.
Por entonces, su viejo maestro, Gerberto, era papa, con el nombre de Silvestre II, y no podemos por menos de preguntarnos si Roberto no habría sido escuchado con simpatía por el papa. Mas por entonces su amada esposa no le había dado hijos, y esto era aún más serio que la excomunión. Un rey tiene que tener un heredero.
Roberto se casó nuevamente, con un suspiro, y descubrió que su segunda esposa, Constancia de Tolosa, era una temible arpía. Se ocultó de ella cuando pudo, pero en los intervalos en que no lo hizo, se las arregló para engendrar cuatro hijos y una hija.
El mayor enemigo de Roberto era Eudes de Blois. Eudes gobernaba Blois, contiguo, al oeste, del territorio real, y sobre Champaña, contiguo también, al este. Roberto tuvo la humillación de ver su tierra rodeada por un hombre que nominalmente era su vasallo, pero que en realidad era un gobernante más poderoso que él.
Roberto tenía que buscar aliados, y halló uno poderoso en Normandía. Este ducado había sido creado en 912 por Rollón el Caminante, un vikingo que había obligado al débil rey carolingio que por entonces ocupaba el trono a cederle el rico territorio de la desembocadura del Sena
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. Sus descendientes se asimilaron totalmente a la lengua y las costumbres francesas y habían creado un fuerte gobierno centralizado. Los duques normandos lograron mantener a raya a sus propios vasallos.
Los enemigos peligrosos de los duques normandos eran los señores de las tierras adyacentes del sur, el Condado de Anjou y el de Blois. Puesto que Blois era el enemigo común de Normandía y del rey, estos últimos se unieron. Con ayuda normanda, Roberto pudo rechazar a Blois.
Roberto tuvo suerte en el plano territorial. El duque de Borgoña murió en 1002 sin dejar herederos. En tales circunstancias, el rey automáticamente heredaba la tierra, si podía conservarla. (Esta era una de las ventajas de ser rey.) Pero, naturalmente, había un pretendiente, que logró adueñarse del ducado. Roberto tuvo que luchar contra él durante doce años antes de hacer valer, finalmente, su propia pretensión, pero lo consiguió.
Cuando murió el hijo mayor de Roberto, Hugo, el rey no perdió tiempo e hizo coronar a su segundo hijo, Enrique. Así, cuando Roberto murió, en 1031, después de un reinado de treinta y cinco años durante el cual conservó el poder real con perseverancia, si no con brillo, y durante el cual también pasó el místico año 1000, aún había un rey en Francia: Enrique I.
O debía haberlo. Su madre, la temible arpía, Constancia de Tolosa, favorecía a un hijo menor, Roberto. (Las madres tienen sus favoritos, después de todo.) Podía haber triunfado, pero, en la guerra civil que estalló, Enrique tuvo la ayuda del duque de Normandía.
Por entonces, la alianza entre el duque normando y el rey francés era casi una tradición. Además, el duque normando de ese momento era Roberto el Diablo (así llamado por su torva crueldad y su disposición a la cólera), y éste necesitaba un favor.
Roberto el Diablo no tenía hijos legítimos, pero tenía un hijo ilegítimo de una muchacha de bajo nacimiento, y era su propósito que este niño (que sólo tenía cuatro años cuando murió el rey Roberto II) le sucediese. El apoyo real haría mucho para que tal sucesión fuese legal. Estaba en el interés de Roberto el Diablo, pues, hallar algún modo de que el rey Enrique estuviese en deuda con él.
Por ello, el duque acudió enérgicamente en ayuda de Enrique, y en 1032 Enrique se afirmó en el trono. El hermano menor de Enrique, Roberto, recibió un premio de consolación en la forma del Ducado de Borgoña, y este ducado permaneció en la familia de ese hermano durante más de tres siglos.
Este es otro ejemplo de las dificultades de la época. Aunque un señor lograse ampliar sus dominios, era fácil desmembrarlos nuevamente por razones familiares: para mantener tranquilo a un hermano o recompensar a un hijo menor. Esto hizo que el mapa de Europa Occidental fuese un complicado tablero de ajedrez de tierras durante toda la Edad Media.
Rey y duque
Roberto el Diablo hizo bien en contar con la buena voluntad del rey Enrique. Roberto se marchó para hacer una peregrinación a Tierra Santa y murió en 1035 en el viaje de vuelta, dejando a su hijo ilegítimo Guillermo como único heredero de Normandía.
Sin duda, antes de partir en peregrinación, Roberto hizo que todos sus vasallos jurasen fidelidad a Guillermo, de la manera habitual, sobre reliquias sagradas. Romper tal juramento implicaba la condenación, pero un sorprendente número de señores estaban dispuestos a correr tal riesgo cuando existía la perspectiva de obtener más poder y más acres de tierra. A fin de cuentas, siempre podían hacer penitencia después.
Durante años, pues, el joven Guillermo fue mantenido prácticamente escondido, para evitar que alguno de los señores rebeldes lo capturase y lo quitase de en medio. Si el rey Enrique no hubiera hecho todo lo posible para apoyar al muchacho, los señores podían haber tenido éxito.
Afortunadamente para él, Guillermo tenía una personalidad vigorosa y considerables aptitudes militares. Por la época en que estaba en la mitad de la adolescencia, entró en campaña contra los señores revoltosos, y en esto siguió teniendo la fiel ayuda del rey Enrique.
Por el 1047, Guillermo estaba firmemente instalado como duque y se dispuso a reforzar aún más su ducado. Aunque sus señores le juraron fidelidad, Guillermo sabía lo que ésta valía por dura experiencia y siguió tras ellos duramente, castigando la menor infracción con la pronta réplica del fuego y la muerte. Normandía llegó rápidamente al apogeo de su poder bajo el duque Guillermo el Bastardo (como era llamado comúnmente, aunque probablemente no en su rostro).
A medida que pasaron los años, el rey Enrique lamentó haber ayudado a Guillermo, pues una Normandía demasiado fuerte era un vecino demasiado cercano. La capital del rey, París, y la capital del duque, Rúan, estaban ambas a orillas del río Sena, y Rúan se hallaba a unos ciento treinta kilómetros aguas abajo de París.
Enrique, aunque fuese rey, era mucho más débil que el duque, militar y económicamente. Sólo de manera indirecta podía oponerse a Normandía, y un modo de hacerlo era aliándose con Anjou, vecino meridional de Normandía y su eterno enemigo.
Como su primera mujer no le dio hijos, Enrique hizo un segundo e interesante matrimonio. Recordando los problemas de su padre, estaba decidido a no correr ningún riesgo casándose con una prima o cualquier tipo de pariente. Por ello, se volvió hacia el otro extremo de Europa en busca de una mujer que no tuviese ningún parentesco con él, por remoto que fuera. A la sazón, las vastas llanuras de Rusia meridional estaban gobernadas por un poderoso príncipe, Yaroslav I, cuya capital era Kiev. Tenía una hija llamada Ana y con ella casó Enrique.
Enrique tuvo de ella tres hijos. Puesto que todos los reyes posteriores de Francia descendían del matrimonio de Enrique y Ana, se sigue que todos ellos tienen una lejana ascendencia rusa. Enrique I apoyó, naturalmente, la Tregua de Dios, pero fue más bien frío con respecto a la reforma cluniacense. Esta se había difundido y hecho poderosa; sus concepciones idealistas, aunque estaban muy bien cuando ponían obstáculos a la conducta inescrupulosa de los señores y vasallos de Francia, se hizo fastidiosa cuando fue dirigida contra el rey.
Pero era demasiado tarde para impedirlo. La reforma cluniacense, como el duque de Normandía, había sido apoyada por el rey cuando era débil, y luego se había vuelto peligrosa tan rápidamente que no había tiempo para detenerla antes de que se hiciese demasiado fuerte para ello. La reforma se había convertido ahora en una fuerza internacional, y el gran poder del papado estaba sólidamente detrás de ella.
El verdadero poder que estaba detrás de la nueva actitud papal era un brillante y enérgico monje llamado Hildebrando, quien prefirió permanecer en la oscuridad pero dominó a todos los papas durante un período de casi treinta años. Cuando el papa León IX fue elegido en 1049, Hildebrando le hizo convocar solemnes concilios en tres diferentes lugares, uno en Alemania, otro en Francia y otro en Italia, para dar impulso a la reforma.
Había razones para esto. Durante el siglo X, el papado había llegado a un punto muy bajo. Se había convertido en la presa de la pequeña nobleza romana y los papas eran, en algunos casos, hombres de ningún valor, y, en otros casos, hasta niños. El papado había logrado emerger del pantano, pero necesitaba restablecer su prestigio, ¿y qué mejor modo de hacerlo que asumiendo el liderazgo del movimiento de la reforma monástica y haciendo oír su atronadora voz en defensa de la virtud?
El rey Enrique, por su parte, se contentaba con ocuparse de su propio clero y no deseaba un papado fuerte, pues éste sería una fuerza externa que le disputaría el control de la Iglesia francesa. Hizo lo que pudo para anular el concilio que se reunió en Reims, en su propio territorio. Pero fracasó, y esto fue un signo notable de la rapidez con que el papado estaba recuperando su fuerza.
Aunque Enrique se dejó aventajar por Normandía y por el papado, su mayor fracaso no fue realmente culpa suya. Murió demasiado pronto. Su muerte se produjo en 1060, cuando había reinado veintinueve años, pero esa muerte creó un problema en la sucesión.
Un año antes, siguió la costumbre capeta de hacer coronar a su hijo mayor, Felipe, de modo que le sucediese con el nombre de Felipe I, pero Enrique no vivió lo suficiente para permitir a Felipe llegar a la edad adulta. Por primera vez en la historia de los Capetos, la corona recayó sobre un niño, pues Felipe I sólo tenía ocho años cuando sucedió a su padre.
Naturalmente, un niño de ocho años no puede gobernar realmente, de modo que, aunque lleve el título de rey, algún adulto debe tomar por él las decisiones necesarias, es decir, debe hacer las veces de un «regente». En este caso, el regente fue el conde Balduino V de Flandes.
Aunque un regente capaz puede evitar que un país caiga en la anarquía, raramente puede hacer tanto como un rey capaz. El regente carece del título real y del prestigio asociado a él. Su mandato es limitado, pues pronto el rey llegará a la edad adulta, y los señores intrigarán contra él, retrasando las acciones, esperando que llegue ese día.
Así, los primeros Capetos tuvieron poco poder, pero Felipe I y su regente tuvieron aún menos. Este fue un duro golpe para Francia, pues este período de poder inferior al normal llegó en un momento en que el duque Guillermo de Normandía estaba haciendo planes de alto vuelo, y no había nadie que se opusiese o interfiriese en su acción.
El duque Guillermo aspiraba nada menos que a la conquista de Inglaterra, por entonces bajo el cetro de Eduardo el Confesor, que era débil y pronormando. (Su madre era normanda y él había sido criado en Normandía.) Más aún, el país estaba convulsionado por las enconadas rivalidades de sus señores. Aun así, la tarea era difícil para Guillermo y podía haber, sido frenado bastante fácilmente si un rey francés siquiera tan vigoroso como el difunto Enrique se le hubiera opuesto resueltamente. Pero en 1066, cuando se estaba preparando la invasión, el rey francés tenía solamente catorce años, y en cuanto al regente, era nada menos que el suegro de Guillermo. En realidad, acompañó a Guillermo en la invasión, dejando que el joven Felipe se hiciera cargo de los deberes reales.
Por la época en que Felipe pudo realmente afirmarse en el trono, Guillermo había logrado ganar una dramática batalla en Hastings, sobre la costa meridional de Inglaterra, y conquistar todo el país, con lo que su nombre de Guillermo el Bastardo se cambió por el nombre con que se lo conoce en la historia: Guillermo el Conquistador.
Guillermo había continuado la política ducal de mantener a sus vasallos bajo control, de modo que Normandía, con su nueva colonia inglesa, era con mucho la parte más eficientemente gobernada, aunque más duramente también, de Europa Occidental. Los normandos, además, hicieron avanzar el arte de la guerra —en el cual se destacaban— mediante el desarrollo del castillo.
Los castillos surgieron durante el período de las incursiones vikingas. Los gobernantes de territorios vulnerables fortificaban sus hogares de modo que, en caso de necesidad, pudieran retirarse allí hasta que pasase la furia vikinga. Los normandos ahora ampliaron y mejoraron su esquema.
Ubicaban el castillo en una altura que fuese difícil de escalar por los atacantes, y lo rodeaban de una empalizada y una zanja o foso lleno de agua. El foso sólo podía ser atravesado por un puente levadizo, que podía ser alzado cuando se quería negar el acceso al castillo. También tenía una fortaleza central, que pudiese servir como defensa de último recurso, almacén de armas y alimentos y lugar de refugio para animales y campesinos.
Fue mediante castillos estratégicamente ubicados y con guarniciones leales como un pequeño grupo de normandos pudo establecer un firme control sobre el vasto territorio inglés. Y fue mediante castillos estratégicamente ubicados en la misma Normandía como Guillermo se hizo invulnerable a los ataques. Finalmente, Guillermo no tuvo nada que temer de Francia; en verdad, fue Francia la que, durante siglos, sería puesta en peligro por Guillermo y sus sucesores.
Felipe I se percató del peligro, por supuesto, e hizo todo lo que pudo para contrarrestar la potencia de Normandía. Aunque engordó con los años, tenía la tenacidad de los Capetos. Desarrolló la técnica de estimular a sus vasallos a luchar unos contra otros, mientras dejaban que el rey recogiera los pedazos. Cuando dos hermanos, pretendientes ambos al señorío de Anjou, llegaron a los golpes, Felipe no hizo nada para detenerlos. Mantuvo una estricta neutralidad, y como recompensa terminó adueñándose de un trozo del territorio de Anjou que rodeaba a sus propios dominios.