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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

La Estrella de los Elfos (38 page)

El patryn la contempló, vio los huesos de la muñeca bajo la piel envejecida y arrugada. Parecían enteros, intactos. El viejo no había pronunciado ninguna runa, no había hecho ningún trazo en el aire. Cuando estudió el campo mágico que lo rodeaba, Haplo no advirtió el menor indicio de que hubiera sido perturbado. ¡Pero él había notado cómo se rompía el hueso!.

Rechazó la mano del hechicero y se puso en pie sin ayuda.

—Eres bueno —reconoció—, pero ¿cuánto tiempo podrá resistir un viejo chiflado como tú?.

Dio un paso hacia el viejo y se detuvo.

El perro se interpuso en su camino.

—¡Perro! ¡Aparta! —ordenó Haplo.

El animal no se movió, pero miró a su amo con ojos desdichados, suplicantes. Zifnab, con una leve sonrisa, dio unas palmaditas en la negra cabeza peluda.

—Buen chico. Ya lo pensaba. —Hizo un gesto solemne, juicioso, y añadió—: Ya ves que lo sé todo del perro.

—¡No sé a qué diablos te refieres!.

—Estoy seguro, querido muchacho —replicó el anciano con una sonrisa de ironía—. Y ahora que todos estamos presentados como es debido, será mejor que emprendamos la marcha. —Dio media vuelta, se inclinó sobre la piedra de gobierno y se frotó las manos, impaciente—. Tengo verdadera curiosidad por ver cómo funciona esto. —Se llevó una mano a un bolsillo de la túnica morada, sacó una cadena a la que no iba atada nada y la miró—. ¡Por mis barbas, llevamos retraso!.

—¡A él! —le ordenó Haplo al perro.

El animal se echó sobre la cubierta y se arrastró sin levantar el vientre del suelo hasta refugiarse en un rincón. Con la cabeza entre las patas, el pobre can se puso a gimotear. Haplo dio un paso hacia el viejo.

—¡Empecemos de una vez el espectáculo! —Exclamó Zifnab con entusiasmo, cerrando algo invisible con un chasquido y devolviendo la cadena al bolsillo—. Paithan está en...

—¿Paithan...? —repitió Haplo.

—El hijo de Quindiniar. Un buen muchacho. El puede responder a esas preguntas que querías hacer: te hablará de la situación política entre los humanos, de lo que sería preciso para impulsar a los elfos a ir a la guerra, de cómo agitar a los enanos. Paithan conoce todas las respuestas. Aunque, ahora, eso no sirve de gran cosa. —Zifnab suspiró y movió la cabeza—. La política no interesa a los muertos. Pero salvaremos a algunos de ellos. A los mejores y a los más brillantes. Y, ahora, ha llegado el momento de que nos vayamos. —El hechicero miró a su alrededor con interés y preguntó—: Por cierto, ¿cómo se pilota este artefacto?.

Haplo observó al viejo mientras se rascaba con irritación los tatuajes del revés de la mano.

Era un sartán. ¡Tenía que serlo! Era la única explicación para la curación. A menos que no hubiera sido tal curación...

Tal vez había cometido un error al invocar la runa; tal vez sólo le había parecido que le aplastaba la muñeca. Y el perro, protegiéndolo... Pero eso no significaba gran cosa. El animal hacía extrañas amistades, se dijo, recordando la ocasión, en Ariano, en que el can le había salvado la vida a aquella enana cuando se disponía a matarla.

Destructor, salvador...

—Está bien, hechicero. Prosigamos con ese juego tuyo, sea cual sea. —Haplo hincó la rodilla y rascó las sedosas orejas del perro. El animal barrió el suelo con la cola, contento de que todo quedara perdonado—. Pero sólo hasta que averigüe las reglas. Cuando las conozca, iré a por todas. Y me propongo vencer.

Incorporándose, colocó las manos sobre la piedra de gobierno.

—¿Adonde vamos?.

Zifnab parpadeó, desconcertado.

—Me temo que no tengo la menor idea —reconoció—. ¡Pero, por Orn que, cuando llegue, lo sabré! —añadió solemnemente.

CAPÍTULO 26

VARSPORT, THILLIA

La nave dragón sobrevoló los árboles rozando las copas. Haplo puso rumbo hacia donde el hechicero le había indicado que se extendían los territorios humanos. Zifnab sacó la cabeza por la claraboya y contempló con nerviosismo el paisaje que se deslizaba debajo de él.

—¡El golfo! —anunció de improviso—. Ya estamos cerca. ¡Ah, Orn bendito!.

—¿Qué sucede?.

Haplo distinguió una fila de elfos, dispuesta a lo largo de la orilla en formación militar. Dejó atrás la costa y se adentró en las aguas. La fumarola de unos incendios lejanos le impidió la visión momentáneamente. Una ráfaga de viento despejó el humo y Haplo observó una ciudad en llamas y una multitud que huía hacia la playa. A un centenar de pasos de ésta, una embarcación se estaba hundiendo, a juzgar por el número de puntos negros visibles en el agua.

—Terrible, terrible —murmuró Zifnab, mesándose sus ralos cabellos canosos con dedos temblorosos—. Tendrás que volar más bajo. No distingo...

Haplo también quería echar un vistazo con más detenimiento. Tal vez se había equivocado respecto a la situación pacífica de aquel reino. La nave dragón descendió aún más. Muchos de los humanos de la costa notaron la sombra oscura que pasaba sobre ellos y, levantando la cabeza, señalaron su presencia. La multitud se agitó: unos empezaron a huir a la carrera de lo que tomaban por una nueva amenaza, y otros se arremolinaron sin saber hacia dónde ir, conscientes de que no podían buscar cobijo en ninguna parte.

Maniobrando el timón del
Ala de Dragón,
Haplo realizó otra pasada. Los arqueros elfos de una barcaza situada en mitad del golfo alzaron sus armas y apuntaron sus flechas hacia la nave. El patryn no les prestó atención y descendió aún más para observarlos mejor. Las runas que protegían la nave impedirían que las débiles armas de aquel mundo alcanzaran a sus ocupantes.

—¡Allí! ¡Allí! ¡Allí! —El viejo hechicero agarró a Haplo, haciendo que casi perdiera el equilibrio. Zifnab señaló una zona de espeso arbolado, no muy lejos de la orilla donde se amontonaba la multitud. El patryn guió la nave en la dirección indicada.

—No veo nada, anciano.

—¡Sí! ¡Sí! —Zifnab empezó a dar saltitos de excitación. El perro, notando la agitación, se puso a brincar por la cubierta entre frenéticos ladridos.

—¡Ahí abajo, en la arboleda! No hay mucho espacio para posarse, pero puedes conseguirlo.

No mucho espacio... Haplo reprimió las palabras que habría querido utilizar para describir la opinión que le merecía el punto de aterrizaje, un minúsculo claro apenas visible entre una maraña de árboles y lianas. Estaba a punto de decirle al hechicero que sería imposible posar la nave cuando una mirada más detenida, a regañadientes, le permitió ver que, si modificaba la magia y cerraba las alas al máximo, tal vez podría completar la maniobra.

—¿Qué hacemos cuando lleguemos ahí abajo, hechicero?.

—Recoger a Paithan, a los dos humanos y al enano.

—Aún no me has explicado qué sucede.

Zifnab volvió la cabeza y observó a Haplo con mirada astuta.

—Tienes que verlo por ti mismo, muchacho. De lo contrario, no lo creerías.

Al menos, eso fue lo que a Haplo le pareció entender. Con los ladridos del perro, no estuvo seguro. De lo que no había duda era de que se disponía a posar la nave en mitad de una cruenta batalla. Mientras descendía, advirtió la presencia del reducido grupo en el claro y vio sus rostros vueltos hacia lo alto.

—¡Agárrate! —gritó al perro... y al anciano, suponiendo que éste lo estuviera escuchando—. ¡Esto va a ser peligroso!.

El casco de la nave se abrió paso entre las copas de los árboles. Las ramas cedieron bajo la quilla, se rompieron con un crujido y cayeron de los troncos. La visión de la claraboya quedó tapada por una masa de vegetación y la nave cabeceó y se inclinó hacia adelante. Zifnab perdió el equilibrio y terminó contra el cristal, sentado y con las piernas abiertas. Haplo se agarró a la piedra de gobierno para no caerse. El perro abrió las patas, buscando un punto de apoyo en la escorada cubierta.

Con un chasquido chirriante, la nave terminó de atravesar las copas y bajó en picado hacia el claro. Mientras pugnaba por recuperar el gobierno de la nave, Haplo vio por un instante a los mensch a los que se disponían a rescatar. Estaban acurrucados en un rincón del claro, junto a la espesura, con visibles muestras de no saber si su aparición significaba una posible salvación o más problemas.

—¡Ve a buscarlos, hechicero! —Gritó Haplo al anciano—. ¡Perro, quieto!.

El animal ya se disponía a correr alegremente tras Zifnab, que se había despegado de la claraboya y avanzaba tambaleándose hacia la escalerilla que conducía a la cubierta superior. Al oír la orden, el perro obedeció echándose de nuevo y meneó el rabo, mirando a su amo con gran expectación. Haplo se maldijo en silencio por haberse metido en aquella desquiciada situación. Para pilotar la nave tendría que seguir con las manos desnudas y se preguntó cómo iba a explicar los signos mágicos tatuados en su piel. En aquel preciso instante, un golpe inesperado contra el casco hizo vibrar toda la nave.

El patryn estuvo a punto de perder el equilibrio.

—¡No! —Murmuró para sí—. ¡No puede ser!.

El patryn contuvo la respiración, se quedó completamente quieto y esperó, con todos los sentidos alerta. El golpe se repitió, más fuerte y contundente. El casco tembló y las vibraciones taladraron la magia, la madera y al propio Haplo.

La protección de las runas se estaba desmoronando.

Haplo se encogió sobre sí mismo y se concentró, mientras su cuerpo reaccionaba instintivamente a un peligro que la mente le decía imposible. Desde la cubierta superior le llegó el sonido de unas pisadas y la voz chillona del anciano gritando algo.

Un nuevo golpe sacudió la nave. Haplo oyó que el hechicero pedía socorro, pero no hizo caso de las súplicas. El patryn tenía todos sus sentidos aguzados al máximo. La magia de las runas estaba siendo desbaratada lenta pero imparablemente. Los golpes aún no habían hecho mella en la embarcación, pero ya habían debilitado su magia protectora. Al próximo golpe, o al siguiente, acabarían por traspasar la barrera y producir daños.

Sólo había una magia lo bastante poderosa como para oponerse a la suya, y era la magia rúnica de los sartán.

¡Era una trampa! ¡El anciano le había tendido un cebo y él había sido lo bastante estúpido para volar directo hacia la red!.

Otro impacto, y la nave dio un bandazo. Haplo creyó oír un crujido en las cuadernas. El perro enseñó los dientes, con el pelo del cuello erizado.

—Quieto —dijo el patryn, acariciándole la cabeza y obligándolo a seguir tumbado mediante la presión de la mano—. Esto es cosa mía.

Hacía mucho tiempo que quería enfrentarse a un sartán, combatir con él y matarlo. Corrió a la cubierta superior, donde el anciano estaba incorporándose del suelo. Haplo se disponía a saltar sobre él cuando lo detuvo la expresión de absoluto espanto de su rostro. Zifnab lanzaba unos alaridos frenéticos, señalando algo a la espalda de Haplo, por encima de su cabeza.

—¡Detrás de ti!.

—¡Oh, no! No voy a caer en un truco tan viejo...

Un nuevo golpe lo hizo caer de rodillas. La sacudida había venido de atrás. Se incorporó y volvió la cabeza.

Un ser cuya altura era cinco o seis veces la estatura de un humano descargaba lo que parecía el tronco de un árbol pequeño contra el casco de la nave dragón. Varias criaturas más observaban la escena en las proximidades. Otras no prestaban la menor atención al ataque y avanzaban resueltamente hacia el pequeño grupo acurrucado en un rincón del claro.

Varios tablones del casco ya se habían desfondado y las runas de protección estaban rotas, borradas, inútiles.

Haplo trazó unos símbolos mágicos en el aire, los vio multiplicarse a la velocidad de la luz y salir lanzados hacia su objetivo. Una bola de llamas azules estalló en el pequeño tronco, arrancándolo de las manos de la criatura. El patryn no quería matarla. Todavía no. Hasta que averiguara qué eran aquellos seres.

De una cosa estaba seguro: no eran sartán. Sin embargo, utilizaban la magia de éstos.

—¡Buen disparo! —Gritó el anciano—. Espera aquí. Iré en busca de nuestros amigos.

Haplo no se volvió a mirar, pero escuchó unas pisadas que se alejaban. Al parecer, el hechicero se proponía ir al rescate del elfo y de sus atrapados acompañantes y conducirlos a bordo. Haplo le deseó suerte, imaginando a otras criaturas de aquéllas cerniéndose a su alrededor, pero él no podía ayudarlo, pues tenía sus propios problemas.

La criatura gigantesca se miró con perplejidad las manos vacías, como si intentara descifrar qué había sucedido, y volvió lentamente la cabeza hacia el responsable. Carecía de ojos, pero Haplo tuvo la certeza de que lo estaba observando, de que tal vez lo veía mejor incluso que él a aquel extraño ser. El patryn percibió unas ondas sensoras que emanaban de la criatura y lo tocaban, lo olían, lo analizaban. Ahora, el ser no utilizaba magia alguna, sino que se fiaba de sus propios sentidos, por extraños que éstos fueran.

Haplo se puso en tensión, esperando el ataque y dibujando mentalmente la trama de runas con la que se proponía atrapar a la criatura y dejarla paralizada para someterla a interrogatorio.

¿Dónde está la ciudadela? ¿Qué debemos hacer?.

La voz sorprendió a Haplo, pues sonó en su cabeza, no en sus oídos. No resultaba amenazadora, sino más bien llena de frustración, de desesperación, de ansiedad casi nostálgica. Al captar las mudas preguntas de su compañera, otras criaturas gigantescas del claro cesaron en su persecución y se volvieron hacia ella.

—Háblame de la ciudadela —dijo Haplo con cautela, alzando las manos en gesto apaciguador—. Tal vez así pueda...

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