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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

La Estrella de los Elfos (34 page)

BOOK: La Estrella de los Elfos
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—Nosotros tampoco hemos comido gran cosa —respondió Paithan.

—Ni bebido —añadió Roland, mirando la jarra llena del caballero.

—Hay otras tabernas en la ciudad —dijo éste—. Tabernas donde sirven a los de vuestra clase. —Alzó la vista del plato el tiempo justo para fijar sus ojos en el elfo y el enano, y volvió a concentrarse en el plato. Se llevó un pedazo de carne a la boca y lo engulló con la ayuda de un trago—. ¡Más cerveza! —exclamó, buscando con la vista al posadero. Hizo sonar la jarra sobre la mesa y el posadero apareció con una expresión malhumorada.

—¡Y esta vez —dijo Lathan, arrojándole la jarra a la cabeza— tráela del tonel bueno! ¡No me gusta aguada!.

El posadero frunció el entrecejo.

—No te preocupes. Lo pagará todo la tesorería real —añadió el noble.

El hombre torció aún más el gesto. El barón Lathan lo miró fríamente. El posadero recogió la jarra, que había rodado por el suelo con estrépito, y desapareció.

—De modo que vienes del norint, ¿no es eso, elfo? ¿Qué estabas haciendo allí, con ése? —El noble señaló al enano con el tenedor.

—Soy explorador —declaró Paithan—. Este humano, Roland Hojarroja, es mi guía. Y ése es Barbanegra. Nos conocimos...

—Drugar —gruñó el enano—. Me llamo Drugar.

—¡Hum! —Lathan tomó un bocado, lo masticó y escupió la carne en el plato—. ¡Puaj! Tendones. ¿Y qué hace un elfo con los enanos? ¿Establecer alianzas, tal vez?.

—Si así fuera, es asunto mío.

—Los Señores de Thillia podrían considerarlo asunto suyo, también. Os hemos dejado vivir en paz mucho tiempo, elfos. Algunos, entre ellos mi señor, creemos que demasiado.

Paithan no dijo nada; se limitó a lanzar una significativa mirada a las armas élficas que se mezclaban con las panoplias de los caballeros. El barón Lathan advirtió la mirada y lanzó una sonrisa de inteligencia.

—¿Crees que no podemos hacer nada sin vosotros? Pues bien, hemos dado con unos artilugios que os harán restregar los ojos, elfo. ¿Ves eso? Se llama ballesta. Arroja dardos capaces de atravesar cualquier armadura. Incluso una pared.

—Contra los gigantes no servirá de nada —intervino Drugar—. Será como arrojarles palos.

—¿Cómo puedes saberlo? ¿Acaso te has enfrentado a ellos?.

—Esos gigantes arrasaron mi pueblo. Fue una carnicería.

Lathan estaba llevándose un pedazo de pan a la boca y detuvo el gesto, lanzando una penetrante mirada al enano. Después, dio un bocado al pan.

—Enanos... —murmuró despreciativamente, con la boca llena.

Paithan observó enseguida a Drugar, interesado en su reacción. El enano miraba al noble con una expresión extraña. De júbilo, casi habría jurado el elfo. Perplejo, Paithan empezó a preguntarse si el enano se habría vuelto loco. Pensando en ello, perdió el hilo de la conversación y sólo volvió a tomarlo al oír que hablaban de los reyes del mar.

—¿Qué es eso de los reyes del mar? —preguntó.

—¡Presta más atención, elfo! —Gruñó el barón—. Decía que los titanes los atacaron. Y, al parecer, los derrotaron. Entonces, esas ratas tuvieron la desfachatez de pedirnos ayuda.

El posadero volvió con la cerveza y dejó la jarra ante el noble.

—¡Lárgate! —le ordenó de inmediato Lathan, gesticulando con una mano grasienta.

—¿Se la ofrecisteis? —inquirió Paithan.

—¡Si son el enemigo! Podría haber sido un truco.

—Pero no lo era, ¿verdad?.

—No —reconoció el caballero—. Supongo que no. Quedaron totalmente aplastados, según algunos refugiados a los que interrogamos antes de echarlos fuera de las murallas...

—¡Los echasteis!.

Lathan alzó la jarra, dio un largo y abundante trago y se secó los labios con el revés de la mano.

—¿Qué sucedería si fuéramos nosotros quienes acudiéramos al sorint pidiendo ayuda, elfo? ¿Qué haríais vosotros si nos presentáramos en busca de protección?.

Paithan notó que se ruborizaba desde el cuello hasta las mejillas.

—¡Pero vosotros y los reyes del mar sois dos pueblos humanos! —Era un argumento endeble, pero no se lo ocurrió qué otra cosa decir.

—¿Te refieres a que nos ayudaríais si fuéramos de vuestra raza? Pues ya podéis prepararos, elfo, porque me han llegado rumores de que vuestras gentes de las Tierras Ulteriores también han sido atacadas.

—Esto significa —intervino Roland, calculando rápidamente— que los titanes se están extendiendo, moviéndose hacia el est y hacia el vars, rodeándonos. Y rodeando
Equilan...
—añadió, haciendo hincapié en esto último.

—¡Tengo que irme! ¡Tengo que avisarles! —Murmuró Paithan—. ¿Cuándo esperáis que lleguen a Griffith?.

—En cualquier momento —dijo Lathan. Después de limpiarse las manos en el mantel, se puso en pie acompañado del estrépito de la armadura de tyro—. El flujo de refugiados ha cesado, lo cual significa que todos los demás deben de haber perecido. Tampoco hemos tenido noticias de nuestros exploradores, así que también los damos por muertos.

—¿Cómo puedes tomarte esto con tanta frialdad? ¡Es terrible!.

—Los detendremos —aseguró el barón, ciñéndose la espada.

Roland contempló el arma, con su afilada hoja de madera, y de pronto soltó una risotada, una carcajada aguda y estridente que hizo estremecerse a Paithan. ¡Por Orn!, se dijo, tal vez el enano no era el único que se estaba volviendo loco.

—¡Yo los he visto! —Exclamó Roland con voz ronca, hueca—. Los vi golpear a un hombre... Estaba atado. Le pegaron y pegaron y pegaron —Roland gritaba cada vez más, agitaba los puños—... y pegaron y...

—¡Roland!.

El humano estaba doblado sobre sí mismo, encogido, retorciendo los dedos espasmódicamente. Parecía estar desmoronándose.

—¡Roland! —Paithan rodeó al humano con los brazos, lo sujetó con fuerza por los hombros y le hundió los dedos en los músculos.

—Sácalo de aquí —dijo Lathan con una mueca de desagrado—. No soporto a los cobardes. —Se detuvo un momento y, tras meditar lo que iba a decir, formuló la pregunta de mala gana—: ¿Podrías conseguirnos armas, elfo?.

El barón escupió las palabras como si tuvieran mal sabor.

Paithan estuvo a punto de responder que no, pero se contuvo. Casi tuvo que morderse la lengua para impedir que las palabras brotaran de sus labios. Necesitaba llegar a Equilan. Enseguida. Y no podría hacerlo si tenía que detenerse y ser interrogado en todos los puestos fronterizos entre Griffith y Varsport.

—Sí, os conseguiré armas. Pero estoy muy lejos de casa y...

Roland lo miró con expresión abrumada.

—¡Vas a morir! ¡Todos vamos a morir!.

Varios caballeros se asomaron por la ventana al oír los gritos. El posadero, que se había puesto muy pálido, empezó a balbucear mientras su mujer rompía en sollozos. El barón llevó la mano a la espada y movió ésta dentro de la vaina.

—¡Hazlo callar antes de que lo atraviese!.

Roland se sacudió de encima al elfo y se dirigió a la puerta. Hizo rodar varias sillas, derribó una mesa y casi echó al suelo a dos caballeros que trataban de detenerlo. A un gesto de Lathan, sus hombres lo dejaron pasar. Paithan se asomó por una ventana y vio a Roland tambaleándose por la calle, haciendo eses con paso inseguro como si estuviera ebrio.

—Te extenderé un salvoconducto —dijo Lathan.

—También necesitaré carganes
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. —El elfo recordó las débiles barricadas e imaginó a los titanes derribándolas, aplastándolas como si fueran meras pilas de hojas arrojadas a su paso. La ciudad estaba condenada.

Paithan tomó una resolución. Llevaría a Rega consigo, y ella no querría ir sin Roland, de modo que lo llevaría a él también. En realidad, no era tan mal tipo.

—Suficientes carganes para llevarnos a mí y a mis amigos.

Lathan frunció el entrecejo. Evidentemente, no estaba satisfecho.

—Ese es el trato —insistió Paithan.

—¿Qué hay del enano? ¿Él también es amigo tuyo?.

Paithan se había olvidado de Drugar, que había permanecido en silencio a su lado hasta aquel momento. El elfo bajó los ojos y encontró la mirada del enano. En sus ojos negros seguía brillando aquel curioso destello de júbilo.

—Puedes venir con nosotros, Drugar —le dijo, tratando de fingir que lo decía en serio—. Pero no estás obligado, si no...

—Os acompañaré —respondió el enano.

Paithan bajó la voz para añadir:

—Podrías volver a los túneles. Allí estarías a salvo.

—¿Qué encontraría allí, elfo?.

Drugar dijo esas palabras en un susurro, mientras se acariciaba la barba larga y florida con una mano. La otra estaba oculta bajo su ancho cinturón.

—Si quiere venir con nosotros, que venga —dijo Paithan en voz alta—. Se lo debemos, pues nos salvó la vida.

—Entonces, preparad el equipaje y daos prisa. Los carganes estarán ensillados y a punto en el patio de ahí fuera. Daré las órdenes oportunas.

Lathan cogió el yelmo y se dispuso a salir de la posada. Paithan titubeó, debatiéndose entre emociones contrapuestas. Cuando pasó junto a él, asió por el brazo al barón.

—Mi amigo no es un cobarde —le dijo—. Tiene razón. Esos gigantes son implacables. Yo...

El barón Lathan se inclinó hacia él, bajo la voz para que sólo lo oyera el elfo y susurró:

—Los reyes del mar son guerreros feroces. Lo sé porque he combatido contra ellos. Por lo que he oído, no tuvieron la menor oportunidad y fueron destruidos como los enanos. Permíteme un consejo, elfo. —El caballero miró directamente a los ojos a Paithan—. Cuando te hayas ido, olvídate de regresar.

—¡Pero...! ¿Y las armas...? —Paithan lo miró, desconcertado.

—Hablaba por hablar. Por guardar las apariencias. Lo he hecho por mis hombres y por la gente de la ciudad. No podrías volver a tiempo. Además, no creo que las armas, mágicas o no, sirvieran de mucho. ¿Tú qué opinas?.

Paithan movió la cabeza lentamente, en gesto de negativa. El noble guardó silencio con expresión grave y pensativa. Cuando volvió a hablar, pareció hacerlo consigo mismo.

—Si alguna vez ha habido un momento oportuno para el regreso de los Señores Perdidos, es ahora. Pero no vendrán. Están dormidos bajo las aguas del golfo de Kithni. No los culpo por dejar que nos enfrentemos solos a esta amenaza. La suya fue una muerte fácil. La nuestra no lo será.

El barón se irguió y lanzó una mirada iracunda a Paithan.

—¡Basta de regateos! —Exclamó en voz alta, apartándolo de su camino con un brusco empujón—. Tendrás tu maldito dinero, elfo —añadió, lanzando las palabras por encima del hombro—. Eso es lo único que os preocupa, ¿verdad? ¡Tú, palafrenero, ensilla tres...!.

—Cuatro —lo corrigió Paithan, saliendo de la posada detrás del barón. Lathan frunció el entrecejo, malhumorado.

—Ensilla cuatro carganes. Estarán preparados en medio pliegue de pétalo, elfo. Sé puntual.

Paithan, confuso, no supo qué decir, y, por tanto, no dijo nada. Drugar y él echaron a anclar calle abajo tras los pasos de Roland, a quien distinguieron a lo lejos, apoyado en una pared, desfallecido. El elfo se detuvo y, volviéndose a medias, dio las gracias al caballero.

Lathan se llevó la mano a la visera del yelmo con un gesto solemne y sombrío.

—Humanos... —murmuró Paithan para sí, reemprendiendo la marcha tras Roland—. No hay quien los entienda.

CAPÍTULO 24

SORINT, A TRAVÉS DE THILLIA

—¡El barón incluso ha reconocido que él y sus hombres no pueden hacer frente a esos monstruos! Tenemos que dirigirnos al sorint, a tierras élficas. ¡Y tenemos que irnos enseguida! —Paithan se asomó a la ventana, con la vista en la jungla, envuelta en un silencio sobrenatural—. No sé vosotros, pero yo noto un olor extraño en el aire, como la vez que nos apresaron los titanes. ¡No podemos quedarnos aquí!.

—¿Qué te hace pensar que tiene alguna importancia adonde vayamos? —replicó Roland con voz apenas audible. Estaba derrumbado en una silla con la cabeza entre las manos y los codos apoyados sobre la basta mesa. Cuando Drugar y Paithan hubieron conseguido entrar al humano en su casa, Roland se hallaba en un estado lamentable. Su terror, tanto tiempo contenido, había estallado destrozando su espíritu en mil fragmentos—. Da igual si nos quedamos aquí, a morir con los demás.

Paithan apretó los labios. Sentía vergüenza ajena por el humano, probablemente porque sabía que aquel guiñapo encorvado sobre la mesa podía muy bien ser él. Cada vez que el elfo se imaginaba enfrentado con aquellos terribles seres sin ojos, el espanto le hacía un nudo en el estómago. A casa. El pensamiento le impulsaba como la punta de un cuchillo en la espalda, obligándolo a seguir adelante.

—Yo me voy. Tengo que hacerlo, tengo que volver con mi gente...El retumbar de los tambores de piel de serpiente se alzó de nuevo. Esta vez, el sonido era más potente, más urgente. Drugar se asomó a la ventana y preguntó:

—¿Qué significa eso, humano?.

—Significa que se acercan —respondió Rega, con los labios apretados—. Es la señal de alarma que indica que el enemigo está a la vista.

Paithan se quedó donde estaba, indeciso entre la lealtad a la familia y el amor a aquella humana.

—Tengo que ir —dijo por fin, con brusquedad. Los carganes, atados frente a la puerta, estaban nerviosos y tiraban de las bridas entre gruñidos asustados—. ¡Deprisa! ¡Temo que vayamos a perder a los animales!.

—¡Roland, vamos! —Rega aumentó la presión sobre el brazo de su hermano.

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