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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

La Estrella de los Elfos (37 page)

No tenía sentido. Los sartán eran organizados, sistemáticos y lógicos. Ellos jamás habrían esparcido civilizaciones de aquella manera, al azar, para luego dejar que sobrevivieran por sí mismas. Tenía que existir algún vínculo unificador aunque, de momento, no tuviera ninguna pista de cómo dar con él.

Salvo, tal vez, que recurriera al viejo hechicero. Era evidente que estaba loco, pero ¿lo estaba como un rompepuertas
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o como un ser lobuno? Lo primero significaría que era inofensivo para todos, salvo quizá para sí mismo; lo segundo indicaría que era preciso tener cuidado con él. Haplo recordó el error que había cometido en Ariano, cuando había tomado por loco a quien luego había demostrado no tener nada de tal. No volvería a caer en el mismo error. Tenía muchas preguntas que hacer respecto al hechicero.

Como si al pensar en él hubiera conjurado su presencia (igual que sucedía en ocasiones en el Laberinto), Haplo volvió la vista y encontró a Zifnab observándolo.

—¿Eres tú? —dijo la voz temblorosa del anciano.

Haplo se puso en pie y se sacudió de las ropas unos fragmentos de musgo.

—¡Ah! No lo eres... —murmuró Zifnab, moviendo la cabeza con gesto de decepción—. De todos modos —añadió, mirando fijamente a Haplo—, creo recordar que también te andaba buscando a ti. Ven conmigo. —Asió a Haplo por el brazo y repitió—: Ven. Tenemos que volar a... ¡Oh, vaya! ¡Qué..., qué perro más simpático!.

Al ver que un extraño se acercaba a su amo, el animal había dejado la persecución de una presa inexistente y había acudido corriendo a enfrentarse a una pieza de caza viva. El perro se plantó delante del hechicero, enseñando los dientes y gruñendo amenazadoramente.

—Te sugiero que me sueltes el brazo, anciano —le aconsejó Haplo.

—¡Hum! Sí. —Zifnab retiró la mano al instante—. Un buen... animal.

El perro dejó de gruñir pero continuó mirando al hechicero con intensa suspicacia. Zifnab se palpó los bolsillos.

—Hace semanas tenía por aquí un hueso de las sobras de una comida... Por cierto, ¿conoces a mi dragón?.

—¿Es una amenaza? —preguntó Haplo.

—¿Amenaza? —El viejo pareció tambalearse, tan desconcertado que se le cayó el sombrero—. ¡No, no..., claro que no! Es sólo que... comparaba nuestros animales de compañía... —Zifnab bajó la voz y lanzó una mirada nerviosa a su alrededor—. En realidad, mi dragón es totalmente inofensivo. Lo tengo bajo un hechizo...

—¿Un hechizo? —Debajo de sus pies resonó una carcajada. Al perro se le erizó el pelo del cuello. Haplo se puso tenso y tiró de las vendas de las manos—. ¡Miserable intrigante! ¡Prestidigitador maloliente! ¡Brujo engreído! ¿Que me tienes bajo un hechizo, dices...? ¡Yo sí que voy a tenerte a ti! ¡Tendré a un hechicero deshuesado en una campana de cristal!.

—Vamos, vamos... —replicó Zifnab, dando un paso atrás y pisando el sombrero, que quedó aplastado en el suelo.

—¡Carne de perro como entrante! ¡Carne de humano como plato principal! ¡Y, de postre, elfo!.

El suelo empezó a temblar bajo sus pies.

—¡Déjate ya de gritos! —exclamó el anciano, enfurecido—. ¡Vas a despertar a todo el maldito vecindario! ¡Se supone que estamos escapándonos a escondidas mientras todos duermen!.

El temblor aumentó de intensidad. Los gruñidos del perro se transformaron en gemidos y el animal miró a su amo, con aire alarmado.

—¡Maldita sea, esto es realmente irritante! Precisamente le estaba contando a este caballero que eras un maravilloso animal de compañía y...

—¡De compañía!.

La fuerza explosiva de la exclamación provocó ondas de choque en el suelo. El dragón asomó la cabeza entre el musgo. Haplo trató sin éxito de quitarse de encima al anciano, que se asía a él para sostenerse. El perro se agazapó en el suelo, pero siguió valientemente al lado de su amo. Maldiciendo para sí, el patryn se dispuso a quitarse las vendas de las manos y dejar a la vista las runas que precisaría para hacer frente al dragón. Tal enfrentamiento también dejaría al descubierto quién era en realidad: un hombre con los poderes mágicos de un semidiós.

El dragón se alzó y volvió a descender sobre ellos, rugiendo como una tormenta de viento y rezumando saliva por los colmillos. De pronto, la mano del viejo se cerró con sorprendente firmeza sobre los vendajes de Haplo.

—No es necesario, mi querido muchacho —murmuró Zifnab, y se puso a cantar.

El dragón cerró la boca y empezó a mover la cabeza adelante y atrás. Los ojos se le cerraron de placer y Haplo habría jurado que lo oyó ronronear.

Zifnab se detuvo a media estrofa para tomar aire. El dragón abrió sus ojos flameantes. Bajó la cabeza como una centella y Haplo notó en toda su piel el escozor de los signos mágicos reaccionando instintivamente al peligro.

Con delicadeza, con cuidado, el dragón recogió entre sus dientes el sombrero del hechicero y lo levantó del suelo.

—Me parece que se te ha caído esto, señor.

—¡Oh! ¡Ah, gracias! —Zifnab alargó la mano con cierta prevención y recuperó el sombrero—. ¡Mira esto! ¡Lo has llenado de baba!.

—Te ruego me perdones, señor. Y..., ¿te importa que te recuerde la hora? Ya deberías estar acostado. Un hombre de tu edad...

—Sí, sí, ya voy. —Zifnab trataba de devolver cierta forma al sombrero, hundiendo el fieltro en unas partes y levantándolo en otras—. No es preciso que te quedes por aquí. Estoy en buena compañía.

—¿Un vaso de leche de cabra calentito antes de retirarte, señor?.

—¡No quiero leche de cabra ni nada parecido!.

—Si no necesitas nada más...

—¡No, no necesito nada más! ¡Puedes irte! ¡Esfúmate...!.

—Sí, señor, que tengas felices sueños. No te olvides de la píldora azul.

La cabeza del dragón se hundió progresivamente, hasta desaparecer por completo entre las sombras. Haplo recobró el aliento y se frotó los brazos; la leve comezón de los signos mágicos tardaba en remitir. Se miró los vendajes y luego dirigió la vista al hechicero.

—¡La píldora azul! —refunfuñó éste.

—Zifnab..., ¿a qué te referías cuando me has agarrado y has dicho: «No es necesario» ?.

—¡Por supuesto que no es necesario! —Dijo el anciano—. Estoy harto de esas malditas píldoras. Me nublan la cabeza.

—No, no te hablo de eso. Cuando el dragón se disponía a atacar, yo... —Haplo titubeó. No quería revelar demasiado, pero le había parecido evidente que el anciano hechicero conocía la existencia de las runas y sabía lo que el patryn se disponía a hacer—. Es decir..., pusiste la mano sobre las mías y...

Zifnab le lanzó una mirada incierta.

—¿El dragón? ¿Atacar? ¡No, no! No hemos corrido ningún riesgo, te lo aseguro. Lo tengo sometido a un hechizo, ¿sabes? Soy un hechicero magnífico. Uno de los encantamientos que me ha dado fama es una..., una tremenda explosión de fuego. ¡Buum! Bola de goma, se llama. Me parece que... ¿Goma, he dicho? No, no puede ser...

Zifnab se rascó la cabeza y, doblando el sombrero, se lo guardó distraídamente en el bolsillo.

—Vamos, perro —dijo Haplo, irritado, y se encaminó hacia su nave.

—¡Por el espíritu del gran Gandalf! —Exclamó Zifnab—. Si es que tenía espíritu, cosa que dudo. Era tan presuntuoso... ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí, el rescate! Casi me olvido... —El anciano se recogió la túnica y echó a correr junto a Haplo—. ¡Vamos, vamos! No hay tiempo que perder. ¡Deprisa!.

Con los cabellos canosos agitándose sobre su cabeza y la barba proyectándose en todas direcciones, Zifnab dejó atrás a Haplo. Después, se volvió y se llevó el índice a los labios.

—Y guarda silencio. No quiero que
él
se entere —dijo, señalando hacia el musgo con una mueca.

Haplo se detuvo y cruzó los brazos sobre el pecho esperando con cierto regocijo ver cómo el humano se estrellaba contra la barrera mágica que el patryn había establecido en torno a la nave dragón.

Zifnab llegó hasta el casco y lo tocó con la mano.

No sucedió nada.

—¡Eh, apártate de ahí! —Haplo echó a correr—. ¡Perro, detenlo!.

El animal salió disparado, volando sobre el suelo de musgo en un galope silencioso, y agarró la túnica de Zifnab en el momento en que éste trataba de encaramarse sobre la borda.

—¡Atrás! ¡Atrás! —Zifnab golpeó con el sombrero la cabeza del perro—. ¡Te convertiré en un tenco!
Así a bula...

No, espera. Eso me convertiría a

en un tenco. ¡Suéltame, animal!.

—¡Perro, quieto! —ordenó Haplo, y el perro obedeció y se sentó, soltando al viejo pero sin dejar de vigilarlo—. Escucha, anciano, no sé cómo has conseguido atravesar mi barrera mágica pero te lo advierto: apártate de mi nave o...

—¿Es que no nos vamos de viaje? Sí, claro que sí. —Zifnab alargó la mano y dio unas animadas palmaditas en el brazo al patryn—. Para eso hemos venido, ¿no? Tienes un joven amo muy agradable —añadió, dirigiéndose al perro—, pero un poco tonto.

El hechicero terminó de saltar la barandilla y atravesó la cubierta en dirección al puente con una agilidad y una rapidez sorprendentes en un humano de edad avanzada.

—¡Maldición! —masculló Haplo, saltando tras él—. ¡Perro!.

El animal cruzó la cubierta a la carrera. Zifnab ya había desaparecido por la escalerilla que conducía al puente. El perro saltó tras él.

Haplo los siguió, se deslizó por la escalerilla y corrió hasta el puente. Zifnab estaba dentro, estudiando con aire curioso la piedra de gobierno cubierta de runas. El perro se hallaba a su lado, alerta. El viejo alargó el brazo para tocar la piedra. El animal soltó un gruñido y Zifnab retiró rápidamente la mano.

Haplo se detuvo en la escotilla a considerar la situación. Se le había ordenado que fuera un observador pasivo, que no interfiriera directamente en la vida de aquel mundo, pero no le quedaba otro remedio que actuar. El hechicero había visto las runas. No sólo eso, sino que las había reconocido como tales. Por lo tanto, sabía quién era él. El patryn no podía permitir que difundiera tal información. Además, aquel anciano era —tenía que serlo— un sartán.

En Ariano, las circunstancias le habían impedido vengarse personalmente de su ancestral enemigo, pero esta vez tenía a otro sartán y no importaba si lo eliminaba. Nadie echaría en falta al chiflado Zifnab. ¡Qué diablos!, se dijo Haplo, ¡aquella mujer Quindiniar le concedería una medalla, probablemente!.

Haplo no se movió de la escotilla, obstruyendo con el cuerpo la única salida del puente.

—Te lo he advertido. No deberías haber bajado aquí, anciano. Ahora has visto lo que no debías. —Empezó a quitarse las vendas de las manos—. Y por eso vas a tener que morir.

Sé que eres un sartán. Son los únicos que tienen el poder para desbaratar mi magia. Dime una cosa: ¿dónde está el resto de tu pueblo?.

—Me lo temía —respondió Zifnab, mirando con pena a Haplo—. Éste no es modo de comportarse un salvador, lo sabes muy bien.

—No soy ningún salvador. En cierto modo, podría decirse que soy lo contrario. Mi intención es sembrar problemas, provocar el caos, y preparar así el día en que mi amo y señor entrará en este mundo y tomará posesión de él. Mandaremos, por fin, quienes por derecho deberíamos haber gobernado hace mucho tiempo. Ahora ya debes saber quién soy. Echa un vistazo a tu alrededor, sartán. ¿Recuerdas las runas? ¿O tal vez has sabido desde el principio quién era yo? Al fin y al cabo, predijiste mi llegada. Me gustaría saber cómo lo hiciste, porque me lo vas a contar todo.

El patryn terminó de quitarse las vendas, dejando a la vista los signos tatuados en sus manos, y avanzó hacia el anciano.

Zifnab no retrocedió, no se retiró ante el patryn. Al contrario, se mantuvo donde estaba, plantándole cara con aire calmado y digno.

—Cometes un error —dijo con voz tranquila y con una mirada repentinamente penetrante y astuta—. No soy un sartán.

—¡Bah! —Haplo arrojó las vendas a la cubierta y se frotó las runas de la piel—. El mero hecho de que lo niegues lo demuestra. Aunque no se tiene noticia de que un sartán haya mentido nunca... ¡Bah! —repitió—. En cualquier caso, tampoco se sabe de ninguno que diera tus muestras de senilidad.

El patryn agarró del brazo al anciano, notando sus huesos frágiles y quebradizos entre los dedos.

—¡Habla, Zifnab, o comoquiera que te llames en realidad! Tengo poder para romperte los huesos uno a uno dentro del cuerpo. Es una manera de morir terriblemente dolorosa. Cuando llegue a la columna vertebral, me suplicarás que te libere del tormento.

A sus pies, el perro lanzó un gañido y se frotó contra la rodilla del patryn. Haplo no hizo caso del animal y aumentó la presión en torno a la muñeca del hechicero. Luego colocó la palma de la otra mano en el pecho de Zifnab, justo sobre el corazón.

—Dime la verdad y terminaré enseguida. Lo que hago con los huesos, también puedo hacerlo con los órganos. Te reventaré el corazón. Es doloroso, pero rápido.

Haplo tuvo que reconocer el valor del humano. Seres mucho más fuertes habían temblado bajo el poder del patryn, pero el anciano permanecía tranquilo. Si sentía algún miedo, lo dominaba muy bien.

—Te estoy diciendo la verdad. No soy ningún sartán.

Haplo incrementó la presión. Se dispuso a pronunciar la primera runa, la que provocaría una sacudida agónica en aquel cuerpo endeble. Zifnab no hizo el menor movimiento.

—Respecto a cómo he desbaratado tu magia, en este universo hay fuerzas que desconoces totalmente. —Los ojos, siempre fijos en el rostro de Haplo, se entrecerraron—. Fuerzas que han permanecido ocultas porque nunca las has buscado.

—Entonces, ¿por qué no las empleas para salvar la vida, viejo?.

—Lo hago.

Haplo movió la cabeza con gesto de disgusto y pronunció la primera runa. Los signos mágicos de su mano emitieron un fulgor azulado. La energía fluyó de su cuerpo al del anciano. Haplo notó cómo los huesos de la muñeca se quebraban y aplastaban bajo su mano. Zifnab exhaló un gemido contenido.

Haplo apenas alcanzó a ver por el rabillo del ojo al perro en el instante en que saltaba sobre él. Tuvo tiempo de levantar el brazo para parar el ataque, pero la fuerza del golpe lo derribó sobre la cubierta y le cortó la respiración. Quedó en el suelo jadeando, tratando de recobrar el aliento. El perro se quedó junto a él y le dio unos lametazos en el rostro.

—¡Vaya, vaya! ¿Te has lastimado, muchacho? —Zifnab se inclinó sobre el patryn con gesto solícito y le tendió una mano para ayudarlo a incorporarse. La misma mano que Haplo acababa de inutilizarle.

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