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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

La Estrella de los Elfos (28 page)

BOOK: La Estrella de los Elfos
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La caída terminó brusca y dolorosamente. Abrió los ojos. No estaba sumergido en agua, sino en un túnel oscuro que parecía excavado en la gruesa capa de musgo. Una mano enérgica lo empujó y una hoja afilada lo liberó de las ataduras.

—¡Vamos, vamos! ¡Son bastante estúpidos, pero nos seguirán!.

—Rega... —murmuró Roland, tratando de retroceder.

—¡Ya la tengo! ¡A ella y al elfo! ¡Vamos, adelante!.

Rega le cayó casi encima, empujada por atrás. La mujer fue a dar con la mejilla contra el hombro de su hermano y alzó la cabeza, otra vez consciente.

—¡Corred! —ordenó la voz.

Roland agarró a su hermana, arrastrándola consigo. Ante ellos se extendía un estrecho túnel que se internaba en el musgo. Rega abrió la marcha, avanzando a gatas. Roland la siguió. El temor dictaba a su cuerpo lo que debía hacer para escapar, pues su cerebro parecía bloqueado.

Confundido, tanteando el camino entre la oscuridad verde grisácea, gateó y se arrastró y chapoteó torpemente en su loca huida. Rega, cuyo cuerpo era más fibroso, se abría paso por el túnel con facilidad; de vez en cuando, se detenía para mirar atrás, buscando con los ojos al elfo, que avanzaba detrás de Roland.

El rostro de Paithan mostraba una palidez espectral y más parecía un fantasma que un ser vivo, pero no dejaba de avanzar, empleando manos, rodillas y vientre como un reptil. Detrás de él, la voz no dejaba de darles prisa.

—¡Adelante, vamos!.

La tensión no tardó en hacer mella en Roland. Le dolían los músculos, tenía las rodillas en carne viva y el aire le quemaba en los pulmones. «Ya estamos a salvo», se dijo. «El túnel es demasiado estrecho para esos monstruos...»

Un estruendo de crujidos, como si unas manos gigantescas estuvieran desgarrando el suelo, impulsó a Roland a continuar la marcha. Como una mangosta a la caza de una serpiente, los titanes estaban abriendo el musgo, ensanchando el pasadizo para localizarlos.

Los fugitivos siguieron descendiendo por el túnel, cayendo y rodando en ocasiones, cuando la pendiente se hacía demasiado acusada y la oscuridad los impedía ver el camino. El temor a sus perseguidores y la voz insistente les impulsó más allá de los límites de su resistencia hasta que un jadeo y un golpe sordo a su espalda le indicó a Roland que las fuerzas habían abandonado finalmente al elfo.

—¡Rega! —exclamó. Su hermana hizo un alto, se volvió lentamente y lo miró con aire cansado—. El elfo se ha desmayado. ¡Ven a ayudarme!.

La mujer asintió, sin aliento para hablar, y volvió atrás arrastrándose. Roland alargó la mano, la agarró por el brazo y la notó temblar de cansancio.

—¿Por qué os detenéis? —preguntó la voz.

—¡Mira al... elfo...! —respondió Roland entrecortadamente—. Está... acabado. Todos lo estamos... Descanso. Necesito... un descanso.

Rega se dejó caer junto a él, jadeando y con agujetas en los músculos. A Roland le rugía la sangre en los tímpanos; los latidos de su corazón desbocado le impedían oír si sus perseguidores aún iban tras ellos. Aunque tampoco importaba mucho, se dijo, si los oía llegar o no.

—Descansaremos un poco —dijo la voz áspera—. Pero sólo un rato. Abajo. Tenemos que ir más abajo.

Roland miró a su alrededor, parpadeando para eliminar las grandes manchas y chiribitas que aparecían ante sus ojos, nublándole la visión. De todos modos, no había mucho que ver. La oscuridad era densa, intensa.

—Seguro... que no nos seguirán... tan lejos...

—Vosotros no los conocéis. Son terribles.

Aquella voz... Ahora que la escuchaba con más atención, le sonaba conocida...

—¿Barbanegra? ¿Eres tú?.

—Ya te dije que me llamo Drugar. ¿Quién es el elfo?.

—Paithan —se presentó el aludido, apoyándose en las paredes del túnel hasta quedar en cuclillas—. Paithan Quindiniar. Es un honor para mí conocerlo, señor; quiero expresarle mi agradecimiento por...

—¡Déjate de zarandajas ahora, elfo! —Gruñó Drugar—. ¡Abajo! ¡Tenemos que seguir bajando!.

Roland flexionó las manos. Tenía las palmas sangrando, llenas de arañazos producidos al apoyarlas en las ásperas paredes del túnel de musgo.

—¿Rega? —inquirió, preocupado.

—Sí, puedo seguir. —Roland la oyó suspirar. Después, su hermana se separó de él y empezó a gatear de nuevo.

Roland también exhaló un profundo suspiro, se secó el sudor de los ojos y continuó la marcha, sumergiéndose más y más en la oscuridad.

CAPÍTULO 20

LOS TÚNELES,

THURN

Los fugitivos avanzaron a rastras por el túnel, siempre descendiendo, y la voz siguió insistiendo: «¡Vamos, adelante!». Sus mentes perdieron pronto la conciencia de dónde estaban o qué hacían. Se convirtieron en autómatas que se movían en las sombras como juguetes de cuerda, sin pensar sus actos, demasiado agotados y aturdidos para que les importara.

En un momento dado, los invadió una sensación de inmensidad. Al alargar la mano, ya no tocaban las paredes del túnel. El aire, aunque estancado, tenía un sorprendente frescor y olía a humedad y a lozanía.

—Hemos llegado al fondo —anunció el enano—. Ahora, debéis descansar.

Se derrumbaron en el suelo, tendidos de espaldas y buscando aire entre rápidos jadeos, y estiraron los músculos para aliviar las dolorosas rigideces de la penosa marcha. Drugar no volvió a abrir la boca. De no haber sido por su respiración estentórea, podrían haber pensado que ya no estaba con ellos. Por fin, algo recuperados, empezaron a percibir mejor el lugar en el que estaban. El material sobre el cual estaban tendidos, fuera lo que fuese, era duro y resistente, resbaladizo y ligeramente áspero al tacto.

—¿Qué es esta sustancia? —preguntó Roland, incorporándose un poco. Hundió la mano, sacó un puñado y lo dejó correr entre los dedos.

—¿Qué importa? —replicó Rega. En su voz jadeante había un tono agudo, chillón—. ¡No soporto esto! La oscuridad... ¡Es terrible! ¡No puedo respirar! ¡Me ahogo...!.

Drugar pronunció unas palabras en el idioma de los enanos, que sonaron como el fragor de unas rocas entrechocando. Al instante, se encendió una luz cuyo brillo resultó doloroso al resto del grupo. El enano sostuvo en alto una antorcha.

—¿Mejor así, humana?.

—No, no mucho —contestó Rega. Se incorporó hasta quedar sentada y miró a su alrededor con gesto de temor—. La luz sólo hace más oscura la oscuridad. ¡Odio este lugar! ¡No soporto estar aquí abajo!.

—¿Prefieres volver arriba? —preguntó Drugar.

Rega palideció y abrió unos ojos como platos.

—No —musitó, y cambió de posición para acercarse a Paithan.

El elfo inició el gesto de pasar el brazo por los hombros de la humana para reconfortarla, pero volvió la vista hacia Roland. Después, enrojeciendo, se puso en pie y se alejó unos pasos. Rega lo siguió con la mirada.

—¿Paithan?.

Él no se volvió. Hundiendo la cara entre las manos, Rega se puso a sollozar amargamente.

—Eso en lo que estás sentado es tierra —indicó Drugar.

Roland estaba desconcertado, sin saber qué hacer. Sabía que, como «marido» suyo, debía acercarse a consolar a Rega; sin embargo, tenía la impresión de que su presencia sólo empeoraría las cosas. Además, sentía la necesidad de consolarse a sí mismo. Al mirarse las ropas a la luz de la antorcha, vio las manchas rojas que lo cubrían. Era sangre. La sangre de Andor.

—Tierra —repitió Paithan—. Fango y rocas... ¿Quieres decir que estamos realmente a nivel del suelo?.

—Sí —intervino Roland—. ¿Dónde estamos?.

—Esto es un ktark, una encrucijada de caminos, en vuestra lengua —respondió Drugar—. Aquí se juntan varios túneles. Nosotros lo consideramos un buen lugar de reunión. Hay reservas de comida y agua. —Señaló varios bultos sombríos, apenas visibles bajo la luz parpadeante de la antorcha—. Servios.

—Yo no tengo hambre —murmuró Roland mientras se frotaba frenéticamente las salpicaduras de sangre de la camisa—. Pero agradecería un poco de agua.

—¡Sí, agua! —Rega levantó la cabeza y las lágrimas de sus mejillas brillaron a la luz de la tea.

—Yo te la traeré —se ofreció el elfo.

Los bultos en sombras resultaron ser barricas de madera. El elfo sacó la tapa de una de ellas, acercó la cabeza y olió su contenido.

—Agua —informó. Llenó una calabaza y fue a llevársela a Rega.

—Bebe —le dijo con dulzura, mientras su mano le acariciaba el hombro.

Rega tomó la calabaza entre ambas manos y bebió con avidez. Sus ojos estaban fijos en el elfo, y los de éste en los suyos. Roland, al verlos, notó un nudo siniestro en sus entrañas. Había cometido un error: su hermana y el elfo se gustaban. Se gustaban mucho. Y aquello no entraba en los planes. No le importaba un céntimo que Rega sedujera a un elfo, pero no iba a tolerar que se enamorara de él.

—¡Eh! —exclamó—. Yo también quiero beber.

Paithan se incorporó. Rega le entregó la calabaza vacía, con una débil sonrisa. El elfo regresó hasta la barrica del agua. Rega lanzó una mirada enfadada y penetrante a su hermano. Roland se la devolvió, ceñudo. Rega echó hacia atrás su oscura melena.

—¡Quiero marcharme! —declaró—. ¡Quiero salir de aquí!.

—Desde luego —replicó Drugar—. Ya te lo he dicho: vuelve por donde hemos venido. Te estarán esperando.

Rega se estremeció. Reprimiendo un alarido, ocultó el rostro entre sus brazos cruzados. Paithan protestó:

—No es necesario que seas tan duro con ella, enano. ¡Ahí arriba hemos tenido una experiencia espantosa! ¡Y, por lo que a mí se refiere —añadió, dirigiendo una torva mirada a su alrededor—, aquí abajo no me siento mucho mejor!.

—El elfo ha dicho algo... —intervino Roland—. Nos has salvado la vida. ¿Por qué?.

Drugar acarició un hacha de madera que llevaba colgada al cinto.

—¿Dónde están las ballestas?.

—Ya lo imaginaba —asintió Roland—. Pues bien, si ésa es la razón de que nos hayas salvado, has perdido el tiempo. Tendrás que reclamárselas a esos gigantes. ¡Pero tal vez lo has hecho ya! El señor del mar me dijo que vosotros, los enanos, adoráis a estos monstruos. Me dijo que tu pueblo va a aliarse a esos titanes para adueñarse de las tierras de los humanos. ¿Es cierto eso, Drugar? ¿Para eso querías las armas?.

Rega alzó la cabeza y miró al enano. Paithan tomó un lento sorbo de agua, con la vista fija en Drugar. Roland se puso tenso. No le gustó el brillo en los ojos del enano, la sonrisa helada que apareció en su boca.

—Mi pueblo... —musitó Drugar—. ¡Mi pueblo ya no existe!.

—¿Qué? ¡Explícate, Barbanegra, maldita sea!.

—Está muy claro —intervino Rega—. Míralo, Roland. ¡Pobre Thillia! ¡Está diciendo que todo su pueblo ha muerto!.

—¡Por la sangre de Orn! —masculló Paithan en elfo, con espanto.

—¿Es cierto eso? —Exigió saber Roland—. ¿Es verdad lo que dices? ¿Tu pueblo... muerto?.

—¡Míralo! —chilló Rega, al borde de la histeria.

Aturdidos y cegados por sus propios temores, ninguno de ellos se había fijado gran cosa en el enano. Con los ojos ya bien abiertos, advirtieron que Drugar llevaba las ropas rotas y manchadas de sangre. Su barba, que siempre lucía muy cuidada, estaba enredada y sucia; el cabello, revuelto y despeinado. En el antebrazo tenía una herida larga y de feo aspecto y un reguero de sangre coagulada corría por su frente. Sus manazas acariciaban el hacha.

—Si hubiéramos tenido las armas —murmuró Drugar con la mirada vacía y fija en las sombras que se movían en los túneles—, habríamos podido hacerles frente. Y los míos aún estarían vivos.

—No ha sido culpa nuestra. —Roland levantó las manos, mostrando las palmas—. Hemos venido lo antes posible. El elfo... —indicó a Paithan—, el elfo llegó tarde.

—¡Yo no sabía nada! ¿Cómo iba a saberlo? Ha sido ese maldito camino que tomamos, Hojarroja, arriba y abajo por barrancos enormes y junglas interminables... ¡Nos condujo directamente hasta esos malditos...!.

—¡Ah!, ¿de modo que ahora me vas a echar toda la culpa a mí...?.

—¡Basta de discusiones! —Chilló la voz de Rega—. ¡No importa quién tenga la culpa! ¡Lo único que interesa es salir de aquí!.

—Sí, tienes razón —dijo Paithan, tranquilizándose y bajando la voz—. Tengo que volver y poner sobre aviso a mi pueblo.

—¡Bah! Los elfos no tenéis que preocuparos. ¡Mi pueblo sabrá hacer frente a esos monstruos! —Roland miró al enano y se encogió de hombros—. No te ofendas, Barbanegra, amigo mío, pero unos buenos guerreros, unos guerreros de verdad, y no un grupo de gente a la que han cortado las piernas a la altura de las rodillas, no tendrán ningún problema para destruir a esos gigantes.

—¿Qué me dices de Kasnar? —Replicó Paithan—. ¿Qué ha sido de los guerreros humanos de ese imperio?.

—¡Campesinos! ¡Granjeros! —Roland hizo un ademán despectivo—. ¡Nosotros, los thillianos, sí somos guerreros! Tenemos experiencia.

—En aporrearos los unos a los otros, tal vez. ¡Ahí arriba no parecías tan valiente!.

—¡Me pillaron desprevenido! ¿Qué esperabas que hiciera, elfo? Se me echaron encima antes de que pudiera reaccionar. Está bien; tal vez no podamos abatirlos de un flechazo, pero te garantizo que, cuando tengan clavadas cinco o seis lanzas en esos agujeros de la cabeza, no les quedarán ganas de seguir haciendo preguntas estúpidas acerca de ninguna ciudadela...

...¿Dónde están las ciudadelas?.

La pregunta resonó en la mente de Drugar, lo fustigó como un martilleo, cada sílaba como un golpe que le causaba dolor físico. Desde su puesto de observación en una de los miles de casas enanas, Drugar contempló la inmensa planicie de musgo donde su padre y la mayoría de su pueblo había salido al encuentro de la vanguardia de gigantes.

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