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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

La Estrella de los Elfos (12 page)

Paithan agarró del brazo al anciano, que había empezado de nuevo a soltar maldiciones y parecía a punto de lanzarse contra el dragón.

—Mi familia y yo nos ocuparemos de él, Cyril —logró decir por fin—. Al fin y al cabo, es nuestro invitado de honor.

Aleatha había hundido la cara en un pañuelo. Era difícil distinguir si estaba riendo o llorando.

—Gracias, señor —asintió el dragón, con gesto solemne—. Dejo al mago en tus manos. Ocúpate de él como es debido; de lo contrario, no te gustarán las consecuencias.

Las enormes zarpas delanteras del dragón excavaron el musgo, levantando pedazos de éste hacia lo alto, y la criatura desapareció lentamente en el agujero que iba creando. Los elfos escucharon, procedente de muy abajo, el crujido de enormes ramas al partirse y, finalmente, un golpe sordo. El temblor continuó unos momentos más y, por fin, todo quedó quieto y silencioso. Después, las aves probaron a emitir sus primeros gorjeos, titubeantes.

—¿Estamos a salvo de él, si permanece ahí debajo? —preguntó Paithan al humano con voz nerviosa—. No es probable que se libere del hechizo y venga a buscar problemas, ¿verdad?.

—No, no. No debes preocuparte por eso, muchacho. Soy un hechicero poderoso. ¡Muy poderoso! Si hasta sabía un conjuro que...

—¿De verdad? ¡Qué interesante! Y ahora, si quieres acompañarme...

Paithan condujo al anciano hacia el cobertizo de los deslizadores. El joven elfo consideró preferible abandonar aquel lugar lo antes posible. Además, era probable que la fiesta se diera por concluida. Aunque debía reconocer que había sido una de las mejores de Durndrun. Sin duda, se hablaría de ella durante el resto de la temporada de actividades sociales.

El barón se acercó de nuevo a Aleatha, que se enjugaba las lágrimas con el pañuelo, y le ofreció el brazo.

—¿Puedo escoltarte hasta el deslizador?.

—Como quieras, barón —respondió Aleatha, apoyando la mano en su brazo al tiempo que un hermoso rubor cubría sus mejillas.

—¿Cuándo sería un buen momento para una visita? —preguntó Durndrun en un susurro.

—¿Una visita, barón?.

—A tu padre —respondió éste en tono muy serio—. Tengo que pedirle una cosa. —Posó la mano sobre las de ella y la atrajo hacia sí—. Algo que afecta a su hija.

Aleatha echó una mirada hacia la casa por el rabillo del ojo. La madre de Durndrun estaba asomada a una ventana, observándolos. La vieja matrona parecía más alarmada que ante la presencia del dragón. Aleatha bajó los ojos y lanzó una tímida sonrisa.

—Cuando gustes, barón. Mi padre está siempre en casa y se sentirá muy honrado de recibirte.

Paithan ayudó al anciano a introducirse en el deslizador.

—Me temo que aún no sé tu nombre, señor —comentó mientras tomaba asiento al lado del hechicero.

—¿Ah, no? —respondió éste con aire alarmado.

—No, señor. No me lo has dicho.

—Mala cosa... —El hechicero se rascó la barba—. Esperaba que lo conocieras. ¿Estás seguro de que no?.

—En efecto, señor. —Paithan volvió la cabeza, inquieto, deseando que su hermana se diera prisa. Sin embargo, Aleatha y el barón Durndrun se tomaban su tiempo en llegar.

—¡Hum...! Bien, veamos... —murmuró el anciano para sí—. Fiz... No, ése no lo puedo usar. Se querellarían contra mí. «Bola de pelo». No; no suena lo bastante digno. ¡Ya lo tengo! —Exclamó, dándole un codazo a Paithan—. ¡Zifnab!.

—¡Salud!.

—¡No, no! Ése es mi nombre: Zifnab. ¿Qué sucede, hijo? —El anciano le dirigió una mirada colérica, con las cejas erizadas—. ¿No te parece bien?.

—Esto..., sí, claro que sí. Es un..., hum..., un nombre muy bonito. Realmente... bonito. ¡Ah, ya estás aquí, Aleatha!.

—Gracias, barón —dijo ella, dejando que Durndrun la ayudara a subir al carruaje. Tomó asiento detrás de Paithan y del anciano y dirigió una sonrisa a su admirador.

—Os acompañaría a vuestra casa, amigos míos, pero me temo que debo ir en busca de los esclavos. Parece que esos cobardes han salido huyendo tan pronto han visto al dragón. Que los sueños iluminen vuestra hora oscura. Mis respetos a vuestro padre y a vuestra hermana.

El barón Durndrun despertó a los operarios, azuzándolos personalmente, y dio con sus propias manos el empujón que puso en marcha el vehículo. Aleatha volvió la cabeza y lo vio allí plantado, contemplándola con ojos embelesados. La muchacha se acomodó en el deslizador y alisó los pliegues de su vestido.

—Parece que te han salido bien las cosas, Thea —comentó Paithan con una sonrisa, volviéndose en el asiento y lanzándole un golpecito afectuoso a las costillas. Aleatha levantó la mano para componerse el peinado, que llevaba desordenado.

—¡Vaya! He olvidado el sombrero. ¡En fin, supongo que Durndrun me comprará otro nuevo!.

—¿Para cuándo la boda?.

—Lo antes posible...

Un ronquido interrumpió sus palabras. La muchacha apretó los labios y dirigió una mirada de desagrado al anciano, que se había quedado profundamente dormido con la cabeza apoyada en el hombro de Paithan.

—Antes de que la matrona de la casa tenga tiempo de quitárselo de la cabeza a su hijo, ¿no? —El elfo le guiñó el ojo.

Aleatha frunció el entrecejo.

—Sin duda lo intentará, pero no conseguirá nada. Mi boda será...

—¿Boda? —Zifnab despertó con un respingo—. ¿Boda, dices? Oh, no, querida. Me temo que no va a ser posible. No queda tiempo, ¿sabéis?.

—¿Cómo que no, vejestorio? —replicó Aleatha con un tono burlón—. ¿Por qué no ha de haber tiempo para una boda?.

—Porque, hijos míos —proclamó el hechicero, y su voz cambió de pronto, haciéndose sombría y cargada de tristeza—, he venido a anunciar el fin del mundo.

CAPÍTULO 7

EN LAS COPAS DE LOS ÁRBOLES,

EQUILAN

—¡Muerte! —Exclamó el anciano, sacudiendo la cabeza—. ¡Muerte, ruina y..., y...! ¿Cómo era lo otro? No logro acordarme...

—¿Destrucción? —apuntó Paithan. Zifnab le dirigió una mirada de agradecimiento.

—Sí, eso. Ruina y destrucción. ¡Espantoso! ¡Espantoso! —El humano alargó una mano nudosa y asió por el brazo a Lenthan Quindiniar—. ¡Y tú, señor, serás quien conduzca a tu pueblo hacia adelante!.

—¿Que yo...? —replicó Lenthan, y lanzó una nerviosa mirada a Calandra, convencido de que su hija no se lo permitiría—. ¿Y adonde he de conducirlos?.

—¡Adelante! —Insistió Zifnab, contemplando un pollo asado, con ojos hambrientos—. ¿Te molesta si...? Sólo un bocado. Tanto revolver con los misterios de la magia despierta el apetito, ¿sabes?.

Calandra resopló, pero no dijo nada.

Paithan guiñó el ojo a su airada hermana y le dijo:

—Vamos, Cal. Este humano es el huésped de honor de nuestra casa. Toma, hechicero, permite que te acerque la fuente. ¿Te apetece algo más? ¿Unos tohahs?.

—No, gracias...

—¡Sí! —intervino una voz que sonó como el rumor de un trueno deslizándose por el suelo.

Los demás presentes a la mesa parecieron alarmarse. Zifnab se encogió en su asiento.

—Tienes que comerte la verdura, mi señor. —La voz parecía surgir del suelo—. ¡Piensa en tu colon!.

Desde la cocina llegó hasta sus oídos un grito, seguido de un lamento desconsolado.

—Es esa sirvienta. Ya vuelve con su histeria —dijo Paithan. Dejó a un lado la servilleta y se puso en pie. Quería escapar de allí antes de que su hermana se enterase de qué estaba sucediendo—. Sólo voy a...

—¿Quién ha dicho eso? —Calandra lo agarró del brazo.

—... echar un vistazo, si me sueltas...

—No te excites tanto, Cal —intervino Aleatha con su habitual languidez—. Sólo es un trueno.

—¡Mi colon no es de tu maldita incumbencia! —Exclamó el anciano, dirigiendo sus palabras hacia el suelo—. No me gusta la verdura...

—Si sólo ha sido un trueno —la voz de Calandra estaba cargada de ironía—, este desgraciado está hablando de sus intestinos con sus propios zapatos. Está chiflado. Paithan, échalo de aquí.

Lenthan dirigió una mirada de súplica a su hijo. Paithan miró de reojo a Aleatha, la cual se encogió de hombros y movió la cabeza. El joven elfo volvió a coger la servilleta y se hundió de nuevo en su asiento.

—No está loco, Cal. Está hablando con..., con su dragón. Y no podemos echarlo porque el dragón no se lo tomaría nada bien.

—Su dragón.

Calandra apretó los labios y entrecerró sus ojillos. Toda la familia, así como el astrólogo hospedado en la casa, que ocupaba el otro extremo de la mesa, conocía aquella expresión. Sus hermanos la denominaban en privado «la cara de limón». Cuando estaba de aquel humor, Calandra podía ser terrible.

Paithan mantuvo la vista en el plato, amontonando un poco de comida con el tenedor y abriendo un agujero en el centro. Aleatha contempló su propia imagen en la bruñida superficie de la tetera de porcelana y ladeó un poco la cabeza, admirando el reflejo del sol en sus rubios cabellos. Lenthan intentó desaparecer ocultando la cabeza tras un jarrón de flores. El astrólogo se consoló con una tercera ración de tohahs.

—¿Es esa bestia la que aterrorizó la casa del barón Durndrun? —La mirada de Calandra barrió la mesa—. ¿Queréis decir que lo habéis traído aquí? ¿A mi casa?.

El tono helado de su voz parecía rodear de blanco su rostro, igual que el hielo mágico rodeaba los vasos de vino escarchados. Paithan dio un ligero puntapié a su hermana menor por debajo de la mesa y buscó su mirada.

—No tardaré en marcharme otra vez. Vuelvo a mis viajes —murmuró el muchacho para sí.

—Y yo pronto seré dueña de mi propia casa —le replicó Aleatha, sin alzar más la voz.

—Dejaos de cuchicheos, vosotros dos. Todos vamos a terminar asesinados en nuestro propio lecho —exclamó Calandra, cada vez más furiosa. Cuanto más ardiente era su furia, más fría sonaba su voz—. ¡Supongo que entonces estarás satisfecho, Paithan! ¡Y tú, Aleatha, he oído hablar de esa tontería de casarte...!.

Deliberadamente, Calandra dejó la frase sin acabar. La yuxtaposición de las dos ideas mencionadas prácticamente sin tiempo a respirar —la boda y ser asesinados en sus propias camas— dejaba pocas dudas respecto a lo que pretendía decir.

Nadie se movió, salvo el astrólogo (que se metió en la boca un tohah con mantequilla) y el anciano. Sin la menor idea, aparentemente, de que era la manzana de la discordia, el humano estaba partiendo a cuartos un pollo asado. Nadie dijo una palabra. En el silencio, con toda nitidez, se escuchó el tintineo musical de un pétalo mecánico «abriendo» la hora.

El silencio se hizo incómodo. Paithan vio a su padre hundido en el asiento con aire abatido y pensó de nuevo lo débil y gris que parecía. El pobre viejo no tenía otra cosa que sus absurdos proyectos. Por él, podía continuarlos. Al fin y al cabo, ¿qué mal hacía con ello? Decidió arriesgarse a recibir la cólera de su hermana.

—Esto... Zifnab, ¿dónde decías que padre iba a conducir a... su pueblo?.

Calandra lo fulminó con la mirada pero, como había previsto Paithan, su padre se reanimó al oírlo.

—Sí, eso. ¿Dónde? —preguntó Lenthan con timidez, sonrojándose.

El humano levantó una pata del pollo, señalando hacia arriba.

—¿Al techo? —preguntó Lenthan, algo desconcertado. El anciano levantó aún más la pata de pollo.

—¿A los cielos? ¿A las estrellas?.

Zifnab asintió, incapaz de hablar por unos instantes. Pedazos de pollo le resbalaban por la barba.

—¡Mis cohetes! ¡Lo sabía! ¿Has oído eso, Elixnoir? —Lenthan se volvió hacia el astrólogo elfo, quien había dejado de comer y observaba al humano con aire torvo.

—Mi querido Lenthan, haz el favor de considerar esto de manera racional. Tus cohetes son maravillosos y estamos haciendo considerables progresos al mandarlos por encima de las copas de los árboles, pero de eso a hablar de que lleven gente a las estrellas... Deja que te explique. Aquí tenemos una representación de nuestro mundo según las leyendas que nos han legado los antepasados y que nuestras propias observaciones han confirmado. Pásame ese higo. —Sostuvo el fruto en alto y continuó—: Pues bien, esto es Pryan y éste es nuestro sol.

Elixnoir miró a un lado y otro, echando en falta de inmediato otro sol.

—Un sol —dijo Paithan, pelando una mandarina.

—Gracias —replicó el astrólogo—. ¿Te importaría...? Me faltan manos.

—Desde luego. —Paithan se estaba divirtiendo inmensamente. No se atrevió a mirar a Aleatha pues, si lo hacía, seguro que estallaría en carcajadas. Siguiendo las instrucciones de Elixnoir, colocó con gesto serio la mandarina a corta distancia del higo.

—Y ahora... —El astrólogo levantó un terrón de azúcar y, sosteniéndolo a gran distancia de la mandarina, lo hizo girar en torno al higo—, esto representa una de las estrellas. ¡Fíjate lo lejana que está de nuestro mundo! Puedes imaginar qué enorme distancia tendrías que recorrer...

—Al menos siete mandarinas —murmuró Paithan a su hermana.

—Bien que creía en nuestro padre cuando ello significaba comer gratis —asintió Aleatha con voz fría.

—¡Lenthan! —El astrólogo señaló a Zifnab con aire severo y declaró—: ¡Ese humano es un embaucador! ¡Yo...!.

—¿A quién estás llamando embaucador?.

La voz del dragón estremeció la casa. El vino se derramó de los vasos, manchando el mantel de encaje. Los adornos de las mesillas auxiliares, pequeños y frágiles, cayeron al suelo. Desde el estudio llegó el ruido sonoro de una librería al derrumbarse. Aleatha echó una ojeada por una ventana y vio a una muchacha saliendo de la cocina entre alaridos.

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