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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

La Estrella de los Elfos (11 page)

—¿Qué pretendes hacer con eso? —Paithan agarró por el codo al joven noble.

—Le puedo meter un buen dardo en los ojos...

—¿Estás loco? ¡Si fallas, el dragón se lanzará sobre Aleatha!.

Durndrun estaba pálido y tenía una expresión preocupada, pero continuó preparando el arco.

—Soy un tirador excelente, Paithan. Hazte a un lado.

—¡No!.

—¡Es nuestra única oportunidad! ¡Maldita sea, Paithan, esto me gusta tan poco como a ti, pero...!.

—Discúlpame, hijo —exclamó a su espalda una voz irritada—. ¡Me estás arrugando el sombrero!.

Paithan soltó un juramento. Se había olvidado del anciano humano, que se abría camino entre el grupo de elfos tensos y ceñudos.

—¡Ya no se tiene respeto por los ancianos! Creéis que todos somos unos viejos decrépitos, ¿verdad? ¡Pues una vez tuve un hechizo que os habría hecho caer de espaldas! Ahora mismo no recuerdo bien cómo era... ¿Campana de fuego? No, no era eso... ¡Ya lo tengo! ¡Círculo de fuego! No, tampoco me suena. ¡En fin, ya me saldrá! ¡Y tú, muchacho...! —El anciano estaba enfurecido—. ¡Mira cómo me has dejado el sombrero!.

—¡Toma el maldito sombrero y...! —empezó a replicar Paithan sin advertir, en su irritación, que el anciano había dicho lo anterior en correcto elfo.

—¡Silencio! —susurró Durndrun.

El dragón había vuelto la cabeza lentamente y los estaba observando, con los ojos entrecerrados.

—¡Tú! —exclamó el dragón con una voz que sacudió los cimientos de la casa del barón.

El anciano estaba tratando de devolverle cierta forma al gorro a base de golpes. Al escuchar el atronador «¡Tú!», dirigió a un lado y al otro su vista nublada y finalmente distinguió la enorme cabeza verde que se alzaba a la altura de las copas.

—¡Aja! —exclamó el anciano. Con paso inseguro, retrocedió un poco al tiempo que alzaba un dedo tembloroso y acusador hacia el dragón—. ¡Sapo monstruoso! ¡Has intentado ahogarme!.

—¡Sapo! —El dragón irguió todavía más la cabeza y clavó las patas delanteras en el musgo, haciendo temblar el suelo. Aleatha trastabilló y cayó el suelo con un grito. Paithan y Durndrun aprovecharon la distracción del dragón para correr en ayuda de la muchacha. Paithan se agachó junto a ella, protegiéndola con sus brazos. El barón Durndrun cubrió a los hermanos con el arma levantada. Desde la casa llegó a sus oídos el lamento de las mujeres, convencidas de que aquello era el fin.

El dragón bajó la cabeza y el viento que levantó a su paso agitó las hojas de los árboles. La mayoría de los elfos se tiraron al suelo; sólo un puñado de valientes permaneció firme. Durndrun disparó un dardo. Con un chillido de protesta, la saeta chocó contra las escamas verdes tornasoladas, rebotó en ellas, cayó al musgo y se escurrió bajo la vegetación. El dragón no pareció enterarse. Su cabeza se detuvo a escasos palmos del anciano y exclamó:

—¡Tú, mala imitación de hechicero! ¡Tienes mucha razón al decir que he tratado de ahogarte! Pero ahora he cambiado de idea. ¡Morir ahogado sería demasiado bueno para ti, reliquia apolillada! Cuando me haya saciado de carne de elfo, empezando por este apetitoso bocadito rubio que tengo delante, te voy a limpiar los huesos de carne uno a uno, empezando por ese dedo que tienes alzado...

—¿Ah, sí? —replicó a gritos el anciano. Se ajustó el gorro a la cabeza, arrojó el bastón al suelo y, de nuevo, empezó a subirse las mangas—. ¡Eso ya lo veremos!.

—Voy a disparar ahora, aprovechando que no nos mira —cuchicheó Durndrun—. Paithan, tú y Aleatha echad a correr cuando lo haga...

—¡No digas tonterías, Durndrun! ¡No podemos luchar contra esa criatura! Espera a ver que consigue el humano. ¡Dice que él controla al dragón!.

—¡Paithan! —Aleatha le clavó las uñas en el brazo—. ¡Ese humano es un viejo chiflado! ¡Hazle caso al barón!.

—¡Silencio!.

La voz del anciano empezó a alzarse en un tono vibrante y agudo. Con los ojos cerrados agitó los dedos en dirección al dragón e inició un canturreo, meciéndose hacia adelante y hacia atrás al ritmo de las palabras.

El dragón abrió la boca; sus dientes perversamente afilados brillaron en la penumbra y su lengua se agitó entre ellos, en gesto amenazador.

Aleatha cerró los ojos y ocultó el rostro en el hombro de Durndrun, desplazando la ballesta, que lanzó un chirrido de protesta. El barón apartó el arma, pasó torpemente el brazo en torno a la mujer y la sujetó con fuerza.

—Paithan, tú sabes humano. ¿Qué está diciendo?.

Cuando era joven salí a buscar

el amor y las cosas que soñaba.

Emprendí la marcha bajo el cielo nublado

y con un gorro en la cabeza.

Partí con grandes intenciones confiando

en la intervención divina; pero nada

podía prepararme para las cosas

que finalmente aprendí.

Al principio busqué batallas

anhelando el estrépito de las espadas,

pero nos condujeron como ganado

y jamás llegamos a presenciar un combate.

Estuve en el campo durante horas,

entre las lanzas y las flores;

decidí que era tiempo de marcharme

y me escabullí en plena noche.

He estado vagando sin rumbo,

he visto guerras, reyes y cabañas,

he conocido a muchos hombres atractivos

que todavía no han besado a una chica.

Sí, he recorrido el mundo entero

he visto hombres borrachos y serenos

pero nunca he visto a nadie que beba tanto

como el noble Bonnie.

Paithan soltó un jadeo y tragó saliva.

—Yo no..., no estoy seguro. Supongo que debe de ser... magia. —Se puso a buscar por el suelo alguna rama de buen tamaño o cualquier cosa que pudiera utilizar como arma. No le parecía el mejor momento para explicarle al noble que el anciano estaba tratando de hechizar al dragón sirviéndose de una de las canciones de taberna más populares de Thillia.

Viví en palacios reales

y un rey me llevó a sus aposentos

para que aprendiera los usos cortesanos

y observara el poder de la nobleza.

Acepté el ofrecimiento del buen rey,

pero le vacié el cofre

y con la bolsa cargada de oro a rebosar

desaparecí de su vista.

Después conocí a una dama

en un rincón discreto y en sombras,

yo era muy hábil con las palabras

y se nos hizo muy tarde charlando.

La mujer me ofreció su lecho esa noche

pero la familia me exigió el matrimonio,

así, con precio puesto a mi cabeza,

huí de la casa con las primeras luces del alba.

He estado vagando sin rumbo,

he visto guerras, reyes y cabañas,

he conocido a muchos hombres atractivos

que todavía no han besado a una chica.

Sí, he recorrido el mundo entero,

he visto hombres borrachos y serenos

pero nunca he visto a nadie que beba tanto

como el noble Bonnie.

—¡Por Orn bendito! —exclamó Durndrun, jadeando—. ¡Da resultado!.

Paithan alzó la cabeza y miró, asombrado. La testa del dragón había empezado a moverse al compás de la tonada.

El anciano continuó cantando la historia del noble Bonnie en incontables estrofas. Los elfos permanecieron inmóviles, temiendo que el menor gesto pudiera romper el hechizo. Aleatha y Durndrun se apretaron un poco más el uno contra el otro. El dragón tenía los párpados entrecerrados y la voz del anciano se hizo más dulce. La criatura parecía casi dormida cuando, de pronto, abrió los ojos y alzó de nuevo la cabeza.

Los elfos asieron sus armas. Durndrun colocó a Aleatha detrás de él. Paithan enarboló una rama.

—¡Cielos, mi señor! —Exclamó el dragón, contemplando al viejo—. ¡Estás totalmente empapado! ¿Qué te ha sucedido?.

El humano pareció avergonzado:

—Bien, yo...

—Tienes que cambiarte inmediatamente esas ropas mojadas, señor, o pillarás una pulmonía mortal. Necesitas un buen fuego y un baño caliente.

—Ya he tenido suficiente agua con...

—Por favor, señor. Yo sé qué es lo mejor. —El dragón volvió la cabeza a un lado y otro—. ¿Quién es el dueño de esta hermosa mansión?.

Durndrun dirigió una breve mirada de interrogación a Paithan.

—¡Síguele la corriente! —susurró el joven elfo.

—Esto..., soy yo. —El noble parecía desorientado, como si se preguntara vagamente si había alguna norma de etiqueta que estableciera el modo adecuado de presentarse uno mismo a un enorme reptil babeante. Por último, decidió ser conciso y ceñirse a la pregunta—. Soy..., soy Durndrun. El barón Durndrun.

Los ojos enrojecidos del dragón se concentraron en el balbuciente aristócrata.

—Discúlpame, señor. Lamento interrumpir la fiesta, pero conozco mis deberes y es imperioso que mi mago reciba atención inmediata. Es un anciano frágil y...

—¿A quién estás llamando frágil, monstruo plagado de hongos...?.

—Supongo que mi mago será hospedado en tu casa, ¿verdad, señor?.

—¿Hospedado? —Durndrun parpadeó, desconcertado—. ¿Hospedado? ¡Pero qué...!.

—¡Por supuesto que lo invitas! —masculló Paithan por lo bajo, en tono colérico.

—¡Ah, claro! ¡Ya entiendo! —murmuró el barón. Hizo una reverencia ante el humano y añadió—: Será un gran honor para mí recibir a... hum... ¿cómo se llama? —murmuró en un aparte a Paithan.

—¡Que me aspen si lo sé! —replicó éste.

—¡Averígualo!.

Paithan se acercó furtivamente al anciano.

—Gracias por rescatarnos...

—¿Has oído lo que me ha llamado? —Inquirió el humano—. ¡Frágil! ¡Ya le daré yo frágil! ¡Voy a...!.

—¡Presta atención, por favor! El barón Durndrun, ese caballero de ahí, estará encantado de invitarte a su casa. Si tienes la amabilidad de revelarnos tu nombre...

—Me resulta imposible.

Desconcertado, Paithan acertó a preguntar:

—¿El qué, te resulta imposible?.

—Me resulta imposible aceptar la invitación. Tengo otros compromisos anteriores.

—¿A qué viene este retraso? —intervino el dragón. Paithan dirigió una mirada inquieta a la criatura.

—Discúlpame, anciano, me temo que no comprendo y..., verás, no querríamos irritar al...

—Me esperan —declaró el anciano—. Me esperan en otra parte. La casa de un colega. He prometido que iría y un hechicero no falta jamás a su palabra. Si lo hace, le suceden cosas terribles a su nariz.

—¿Y no me podrías decir dónde te esperan? Se trata de tu dragón, ¿sabes? Parece...

—¿Excesivamente solícito? ¿Un mayordomo de película de serie B? ¿Una madre judía? Exacto —replicó el humano en tono lúgubre—. Siempre se pone así cuando está bajo el hechizo. Me vuelve loco. Yo lo prefiero de la otra manera, pero tiene la irritante costumbre de comerse a la gente si no lo mantengo subyugado.

—¡Por favor, anciano! —exclamó Paithan, desesperado, al ver que los ojos del dragón empezaban a despedir un fulgor rojizo—. ¿Dónde vas a alojarte?.

—Está bien, muchacho, está bien. No te excites. Vosotros, los jóvenes, siempre con prisas. ¿Por qué no me lo has preguntado antes? En casa de Quindiniar. De un tipo que se llama Lenthan Quindiniar. Él me ha mandado llamar —añadió el anciano, con aire altivo—. «Se precisa un sacerdote humano.»En realidad, yo no soy sacerdote. Soy un mago. Todos los sacerdotes habían salido a recaudar fondos cuando llegó el mensaje...

—¡Por las orejas de Orn! —murmuró Paithan. Tenía la extrañísima sensación de encontrarse en medio de un sueño. Si era así, ya iba siendo hora de que Calandra le arrojara un vaso de agua a la cara. Se volvió hacia Durndrun—. Yo... lo siento, barón, pero el... el caballero ya tiene otro compromiso. Se alojará en casa de... de mi padre.

Aleatha se echó a reír y Durndrun le dio unas nerviosas palmaditas en el hombro, pues advirtió un tono histérico en su carcajada. La muchacha, sin embargo, se limitó a echar la cabeza hacia atrás y continuó riéndose, aún más fuerte.

El dragón, aparentemente, consideró que la risa iba dirigida a él y entrecerró sus ojos encarnados, con aire amenazador.

—¡Thea! ¡Basta! —Ordenó Paithan—. ¡Domínate! ¡Seguimos en peligro! No confío en ninguno de los dos y no estoy seguro de cuál de ellos está más loco, si el dragón o el viejo.

Aleatha se enjugó las lágrimas que le habían saltado de los ojos.

—¡Pobre Calandra! —Murmuró con una risilla—. ¡Pobre Cal!.

—Te ruego que recuerdes, caballero, que mi mago sigue aquí con esas ropas empapadas —tronó el dragón—. Puede pillar un resfriado y es muy propenso a padecer de los pulmones.

—A mis pulmones no les sucede nada...

—Si me facilitas la dirección de la casa —continuó el dragón, haciéndose el mártir—, me adelantaré para prepararle un baño caliente.

—¡No! —Gritó Paithan—. Es decir... —Intentó pensar algo, pero su cerebro ya tenía suficientes problemas para adaptarse a la situación. Desesperado, se volvió hacia el humano—. Los Quindiniar vivimos en una colina con vistas a la ciudad. Imagina el efecto de la presencia de un dragón, surgiendo de pronto entre nuestra gente... No pretendo ser desconsiderado, pero ¿no podrías decirle que...?.

—¿Que meta las narices en otra parte? —El anciano emitió un suspiro—. Tal vez merezca la pena intentarlo. ¡Eh, tú, Cyril!.

—¿Señor?.

—Soy perfectamente capaz de prepararme el baño yo mismo. ¡Y no me resfrío nunca! Además, no puedes ir haciendo cabriolas por la ciudad de los elfos con ese enorme corpachón escamoso. Dejarías helados del susto a estos ángeles.

—¿Ángeles, señor? —El dragón ladeó ligeramente la cabeza y lanzó una mirada colérica.

—¡Olvídalo! —El anciano hizo un gesto con una de sus manos nudosas y ordenó a la criatura—: Ahora, vete a otra parte hasta que te llame.

—Muy bien, señor —respondió el dragón en tono dolido—. Si es eso lo que quieres, realmente.

—Sí, sí. Vamos, márchate enseguida.

—Yo sólo pretendo velar por ti y por tus intereses, señor.

—Desde luego. Ya lo sé.

—Significas mucho para mí, señor —añadió el dragón. Luego, empezó a mover su pesada mole hacia la jungla, pero hizo una pausa y volvió su cabeza gigantesca, mirando a Paithan—. ¿Te ocuparás de que mi mago se ponga calzado impermeable para andar por terrenos húmedos? —Paithan asintió, como si le hubieran atado la lengua—. ¿Y de que se abrigue bien y se enrolle el pañuelo al cuello y lleve el gorro calado hasta las orejas? ¿Y que tome su reconstituyente cada día, nada más despertar? Mi mago sufre trastornos intestinales, ¿sabes?.

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