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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

La Estrella de los Elfos (23 page)

—Padre, el ejército...

—... se volverá contra sí mismo y los enanos se pelearán entre ellos —pronosticó el monarca, con voz tranquila—. ¿Es eso lo que quieres, Drugar?.

El anciano se incorporó. Su estatura ya no resultaba impresionante: la espalda encorvada ya no se enderezaba, las piernas ya no podían sostener el cuerpo sin ayuda. Pero Drugar, imponente al lado de su padre, vio tal dignidad en la tambaleante figura de éste, tal sabiduría en su apagada mirada, que volvió a sentirse un niño.

—La mitad del ejército se negará a empuñar las armas contra sus «hermanos», los gigantes. ¿Qué harás entonces, Drugar? ¿Ordenarles que vayan a la guerra? ¿Y cómo harás que se cumpla la orden, hijo? ¿Mandando a la otra mitad del ejército que tome las armas contra ellos? ¡No lo hagas! —El viejo monarca golpeó el suelo con el bastón y las paredes de paja vibraron bajo su cólera—. ¡Que no llegue nunca el día en que el Uno Enano se rompa! ¡Que no llegue nunca el día en que el cuerpo vierta su propia sangre!.

—Perdóname, padre. No había pensado en ello.

El anciano rey suspiró. Su cuerpo se encogió y se hundió sobre sí mismo. Tambaleándose, asió la mano de su hijo y, con la ayuda de éste y del bastón, se dejó caer de nuevo en la silla.

—Contén sus ardores, hijo. Contenlos o lo destruirán todo a su paso, incluyéndote a ti mismo, Drugar. Incluyéndote a ti mismo. Ahora, ve a terminar de comer. Lamento haber tenido que interrumpirte.

Drugar dejó a su padre y regresó a su casa, pero no volvió a sentarse a la mesa, sino que se puso a caminar arriba y abajo por la estancia. Trató con todas sus fuerzas de controlar el fuego que le ardía por dentro, pero fue inútil. Una vez avivadas, las llamas del temor por su pueblo no eran fáciles de aplacar. No podía ni quería desobedecer al anciano que además de su padre era también su rey. A pesar de ello, Drugar decidió no dejar que el fuego se apagara del todo. Cuando llegara el enemigo, encontraría una llama ardiente, no unas cenizas frías y apagadas.

El ejército enano no fue movilizado pero Drugar, en privado y sin conocimiento de su padre, preparó planes de batalla y aleccionó a los enanos que opinaban como él para que tuvieran las armas a mano. Asimismo, se mantuvo en estrecho contacto con los exploradores para seguir, mediante sus informes, los progresos de los gigantes. Llegados al obstáculo insalvable del mar Susurrante, los invasores se encaminaron por tierra hacia el este, avanzando inexorablemente hacia su objetivo... fuera cual fuese.

Drugar no creía que el propósito de los gigantes fuera aliarse con los enanos. A Thurn llegaron sombríos rumores de matanzas de enanos en las poblaciones de Grish y Klan, hacia el norint, pero era difícil seguir la pista de los invasores y las noticias de los exploradores (los escasos informes que llegaban) eran confusas y no tenían mucho sentido.

—¡Padre —suplicó al viejo rey—, es preciso que me dejes convocar al ejército! ¿Cómo podemos seguir ignorando estos mensajes?.

Con un suspiro, el anciano respondió:

—Son los humanos... El consejo ha decidido que son los refugiados humanos quienes, huyendo de los gigantes, cometen esas tropelías. ¡Dicen que los gigantes se aliarán con nosotros y que entonces llegará la hora de nuestra venganza!.

—He interrogado personalmente a los exploradores, padre —insistió Drugar con creciente impaciencia—. Con los que quedan. Cada día nos llegan menos informes y los pocos exploradores que vuelven, lo hacen conmocionados de pánico.

—¿De veras? —inquirió su padre, mirándolo con aire perspicaz—. Y ¿qué cuentan que han visto?.

Drugar titubeó, frustrado.

—¡Está bien, padre! ¡Hasta ahora, no han
visto
nada, en realidad!.

—Yo también los he oído, hijo —asintió pesadamente el anciano—. He oído esos rumores desquiciados sobre «la jungla en movimiento». ¿Cómo puedo presentarme ante el consejo con tal argumento?.

Drugar estuvo a punto de decirle a su padre dónde podía meterse el consejo sus propios argumentos, pero se dio cuenta de que una respuesta tan brusca no serviría para nada, salvo para irritar aún más al anciano. El monarca no tenía la culpa; Drugar sabía que su padre había defendido ante el consejo la misma posición que él sostenía. El consejo del Uno Enano, formado por los ancianos de la tribu, no había querido escucharlo.

Con los labios apretados para que no escaparan de su boca palabras ardientes, Drugar abandonó furioso la casa de su padre y echó a andar por la vasta y compleja serie de túneles excavados en la vegetación, encaminándose hacia arriba. Cuando emergió, entornando los ojos, en las regiones bañadas por el sol, contempló la maraña de hojas.

Allí fuera había algo. Y venía en dirección a él. Y a Drugar no le pareció que lo hiciera con espíritu fraternal. El enano aguardó, con una sensación de creciente desesperación, la llegada de las armas élficas, mágicas e inteligentes.

Si aquellos dos humanos lo habían engañado... Drugar juró por el cuerpo, la mente y el alma del Uno Enano que, si así era, se lo haría pagar con la vida.

CAPÍTULO 16

EN OTRA PARTE DE GUNIS

—¡No lo soporto! —declaró Rega.

Habían transcurrido dos ciclos más y el viaje los había llevado aún más abajo en las entrañas de la jungla, muy lejos del nivel de las copas, muy lejos del sol, del aire puro y de la lluvia refrescante. La caravana se hallaba al borde de una planicie de musgo. El sendero quedaba cortado por un profundo barranco cuyo fondo se perdía en las sombras. Tendidos boca abajo en el borde del acantilado de musgo, los dos humanos y el elfo escrutaron la sima sin poder distinguir qué había debajo de ellos. El tupido follaje y las ramas de los árboles sobre sus cabezas impedían totalmente el paso de la luz solar. Si seguían descendiendo, tendrían que viajar en una oscuridad casi absoluta.

—¿Nos queda mucho? —preguntó Paithan.

—¿Para llegar hasta los enanos? Un par de jornadas de marcha, calculo —respondió Roland, sin dejar de escrutar las sombras.

—¿Calculas? ¿No lo sabes con certeza?.

El humano se puso en pie y explicó:

—Aquí abajo, uno pierde el sentido del tiempo. No hay flores de las horas, ni de ninguna otra clase.

Paithan no hizo comentarios y siguió contemplando el abismo, como hechizado por la oscuridad.

—Voy a ver qué hacen los tyros.

Rega se incorporó, lanzó una mirada penetrante y expresiva al elfo e hizo un gesto a Roland. Juntos y en silencio, los dos hermanos se alejaron del precipicio y regresaron al pequeño claro de bosque donde tenían atados los tyros.

—Esto no funciona. Tienes que decirle la verdad —murmuró Rega, tirando de la correa de uno de los cestos.

—¿Yo? —replicó Roland.

—¡Baja la voz! Está bien,
tenemos
que decírsela.

—¿Y qué parte de la verdad piensas revelarle, querida esposa?.

Rega lanzó una torva mirada de soslayo a su hermano. Después, apartó el rostro con aire hosco.

—Sólo..., sólo reconocer que no hemos recorrido nunca este camino. Admitir que no sabemos dónde diablos estamos ni adonde vamos.

—El elfo se marchará.

—¡Espléndido! —Rega dio un enérgico tirón a la correa, provocando el gemido de protesta del tyro—. ¡Ojalá lo haga!.

—¿Qué te sucede? —inquirió Roland.

Rega miró a su alrededor y se estremeció.

—Es este lugar. Lo odio. Además... —volvió a concentrar la vista en la correa y pasó los dedos por ella con gesto ausente—, está el elfo. Es muy diferente a cómo me lo habías pintado. No es presumido ni arrogante. No teme ensuciarse las manos. Y no es un cobarde. Hace las guardias que le corresponden y se ha hecho trizas las manos con esas cuerdas. Es un tipo animado y divertido. ¡Incluso cocina, que es mucho más de lo que tú has hecho nunca, Roland! Paithan es..., es encantador, ni más ni menos. No se merece... lo que hemos tramado.

Roland advirtió una oleada de rubor que ascendía por el cuello moreno de su hermana hasta teñir de carmesí sus mejillas. Rega mantuvo la mirada baja. Roland alargó la mano, la cogió por la barbilla y la obligó a volver el rostro hacia él. Sacudiendo la cabeza de un lado a otro, soltó un largo silbido.

—¡Me parece que te has enamorado de él!.

Furiosa, Rega apartó la mano de un golpe.

—¡Nada de eso! ¡Al fin y al cabo, es un elfo!.

Asustada de sus propios sentimientos, nerviosa y tensa, furiosa consigo misma y con su hermano, Rega lo dijo con más energía de la que pretendía. Al pronunciar la palabra «elfo» frunció los labios como si la escupiera con repugnancia, como si hubiera probado algo asqueroso y nauseabundo.

O, al menos, así fue cómo le sonó a Paithan.

El elfo se había levantado de su posición sobre el precipicio y volvía para informar a Roland que las cuerdas le parecían demasiado cortas y que no iban a poder bajar la carga. Paithan avanzaba con los movimientos ligeros y ágiles propios de los elfos, sin la idea premeditada de sorprender la conversación de los humanos. Sin embargo, eso fue precisamente lo que sucedió. Llegó a sus oídos con nitidez la declaración final de Rega y, de inmediato, se agachó entre las sombras de un zarcillo de evir, oculto tras sus anchas hojas acorazonadas, y prestó atención al diálogo.

—Escucha, Rega, ya que hemos llegado tan lejos, propongo que llevemos a cabo el plan hasta el final. ¡El elfo está loco por ti! Caerá en la trampa. Sorpréndelo a solas en algún rincón oscuro e incítale a un cuerpo a cuerpo. Entonces aparezco y pongo a salvo tu honor, amenazando con contárselo a todo el mundo. Él afloja el dinero para tenernos callados y ya está. Entre eso y la venta de las armas, viviremos estupendamente hasta la próxima estación. —Roland alargó la mano y acarició afectuosamente la larga melena negra de su hermana—. Piensa en el dinero, nena. Hemos pasado hambre demasiadas veces para dejar escapar esta oportunidad. Como bien has dicho, es un elfo.

A Paithan se le encogió el estómago. Dio media vuelta y se alejó entre los árboles con rapidez y en silencio, sin preocuparse ni mirar muy bien qué dirección tomaba. No llegó a oír la respuesta de Rega a su marido, pero daba igual. Prefería no verla dirigir una sonrisa de complicidad a Roland; si volvía a oírla pronunciar la palabra «elfo» en aquel tono de desprecio, era capaz de matarla.

Apoyado en un árbol, mareado y presa del vértigo, Paithan buscó aire entre jadeos y se asombró de su comportamiento. No podía dar crédito a su reacción. ¿Qué importaba todo aquello, al fin y al cabo? ¿Que aquella golfa había estado jugando con él...? ¡Pero si había descubierto su juego en la taberna, antes incluso de emprender el viaje! ¿Cómo era posible que se hubiera dejado cegar de aquel modo?.

Había sido ella. ¡Y él había sido lo bastante estúpido como para pensar que la humana estaba enamorándose de él! Todas aquellas conversaciones a lo largo de la travesía... Paithan le había contado historias de su tierra, de sus hermanas, de su padre y del viejo hechicero loco. Ella se había reído, había parecido interesada. Y en sus ojos había visto un brillo de admiración.

Y luego estaban aquellas ocasiones en que se habían tocado, por pura casualidad, el roce de sus cuerpos, el encuentro de sus manos al buscar a la vez el mismo odre de agua. Y aquella vibración de los párpados, aquellos suspiros en el pecho, aquel rubor en la piel.

—¡Lo haces muy bien, Rega! —Masculló para sí, apretando los dientes—. ¡Realmente bien! ¡Sí, estaba loco por ti! ¡Habría caído en la trampa! ¡Pero ya no! ¡Ahora sé muy bien lo que eres, pequeña zorra! —El elfo cerró con fuerza los ojos, conteniendo las lágrimas, y apoyó todo su peso en el árbol—. ¡Bendita Peytin, Sagrada Madre de todos nosotros! ¿Por qué me has hecho esto?.

Quizá fue la plegaria, una de las pocas que el elfo se había preocupado de hacer en su vida, pero le asaltó una punzada de culpabilidad. Paithan había sabido desde un principio que Rega pertenecía a otro hombre y, pese a ello, había flirteado con ella en presencia del propio Roland. El elfo tuvo que reconocer que había encontrado muy divertida la idea de seducir a la esposa en las propias narices del marido.

«Has tenido tu merecido», parecía decirle la Madre Peytin. Pero la voz de la diosa guardaba un infausto parecido con la de Calandra y sólo consiguió poner más furioso a Paithan.

«No era más que una diversión», se justificó a sí mismo. «Nunca habría permitido que las cosas fueran tan lejos, seguro que no. Y desde luego no tenía intención de..., de enamorarme.»

Esto último, al menos, era verdad e hizo que Paithan diera por cierto todo lo demás.

—¿Qué sucede, Paithan? ¿Te pasa algo?.

El elfo abrió los ojos y volvió la cabeza. Rega estaba ante él y alargaba una mano para tomarlo del brazo. Con gesto brusco, lo apartó, rehuyendo el contacto.

—Nada —respondió, conteniéndose.

—¡Pero si tienes un aspecto horrible! ¿Te encuentras mal? —Rega intentó cogerlo otra vez—. ¿Tienes fiebre?.

Paithan retrocedió otro paso. Estaba dispuesto a golpearla, si le tocaba.

—Sí. No. Hum..., fiebre, no. Ha sido... un mareo. El agua, tal vez. Déjame..., déjame un rato solo.

Sí, ya se sentía mejor. Prácticamente curado. Pequeña zorra. Le costaba mucho esfuerzo disimular su rencor y su desprecio y por ello mantuvo la vista apartada de ella, fija en la jungla.

—Creo que debería quedarme contigo —dijo Rega—. No haces buena cara. Roland ha salido a explorar en busca de otra ruta para bajar o de un lugar donde el precipicio no sea tan hondo. Supongo que tardará bastante en volver...

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