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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

La Estrella de los Elfos (21 page)

Una vez en el puente, deambuló por éste con paso agitado y maldijo su cobardía.

—¡Maldición! —exclamó, al tiempo que descargaba el puño contra el mamparo de recia madera.

Las runas tatuadas en su piel impidieron que se lastimara. El patryn ni siquiera tuvo la satisfacción de sentir dolor. Furioso, se disponía a golpear de nuevo el casco cuando lo detuvo un ladrido seco, imperioso. El perro se alzó sobre las patas traseras y le lanzó unos frenéticos manotazos, suplicándole que se detuviera. Haplo vio su propia imagen reflejada en los ojos acuosos del animal, vio a un hombre frenético, al borde de la locura.

Los horrores del Laberinto no habían quebrantado su ánimo. ¿Por qué, entonces, había de hacerlo esto? ¿Sólo porque no tenía idea de adonde iba, porque no era capaz de distinguir dónde era arriba y dónde abajo, por aquella horrible sensación de estar condenado a vagar sin fin por aquel espacio vacío verdeazulado...? «¡Basta!», se dijo.

Exhaló un profundo y tembloroso suspiro y dio unas palmaditas al perro en el flanco.

—Está bien, muchacho, ya me siento mejor. Está bien.

El perro volvió a ponerse a cuatro patas, mirando a su dueño con inquietud.

—Control —dijo Haplo—. Tengo que recobrar el control de mí mismo. —La palabra le sorprendió—. Control. He perdido el control; esto es lo que me sucede. Incluso en el Laberinto, siempre he tenido el dominio de la situación, siempre he tenido la posibilidad de hacer algo que afectara a mi propio destino. Cuando me enfrenté a los caodín estaba en inferioridad numérica, estaba derrotado de antemano, pero tuve una oportunidad de actuar. Al final, escogí morir, pero entonces te presentaste tú —acarició la testa del animal— y decidí seguir viviendo. En cambio, aquí no hay nada que pueda hacer, parece. No tengo la menor posibilidad de acción...

¿O sí la tenía? El pánico remitió; el terror desapareció. Y un razonamiento frío, lógico, llenó el vacío que dejaba. Haplo cruzó el puente hasta la piedra de gobierno. Puso las manos sobre ella por segunda vez, colocándolas sobre otra serie de runas distinta, y pronunció las palabras mágicas. Los rayos azules surgieron de nuevo en todas direcciones, esta vez con otro propósito.

En esta ocasión no buscaban materia, tierra o roca. Ahora buscaban signos de vida.

La espera se hizo interminable y Haplo ya empezaba a sentirse de nuevo arrojado al negro abismo del miedo cuando, de pronto, los rayos volvieron. Haplo observó la escena, desconcertado. Las luces llegaban de todas direcciones, bombardeándole y lloviendo sobre la piedra desde arriba, desde abajo, desde todas partes.

Aquello era imposible, carecía de sentido. ¿Cómo podía estar rodeado de vida por todas partes? Evocó la imagen del mundo de Pryan según lo había visto en el diagrama de los sartán: una esfera flotando en el espacio. Los rayos deberían haber llegado de una sola dirección. Haplo se concentró, estudió las luces y, por último, decidió que los rayos que llegaban desde detrás de su hombro izquierdo eran más potentes que los demás. Se sintió aliviado y resolvió volar en esa dirección.

Haplo llevó las manos a otro punto de la piedra y la nave empezó a virar lentamente, alterando el rumbo. La cabina, hasta aquel momento iluminada por el brillo de los soles, empezó a oscurecerse y las sombras se alargaron en la cubierta.

Cuando el rayo quedó alineado con el punto preciso de la piedra, la runa emitió un brillante centelleo rojizo. El rumbo quedó establecido y Haplo retiró las manos.

Con una sonrisa, se sentó junto al perro y se relajó. Había hecho cuanto había podido. Ahora navegaban hacia algo vivo, fuera lo que fuese. Respecto a las demás señales recibidas, tan desconcertantes, Haplo sólo podía suponer que había cometido algún error.

No los cometía a menudo, pero llegó a la conclusión de que podía perdonarse uno, dadas las circunstancias.

CAPÍTULO 14

EN ALGÚN LUGAR DE GUNIS

«Conocemos las mejores rutas», le había dicho Rega a Paithan.

Pero no existían rutas mejores que otras. Sólo había una. Y ni Rega ni Roland la habían visto nunca. Ninguno de los dos hermanos había estado jamás en el reino de los enanos, detalle que se cuidaron de revelar al elfo.

—¿Qué puede tener de especial? —Le había dicho Roland a su hermana—. Será como cualquier otra ruta a través de la selva.

Pero no lo era y, al cabo de algunos ciclos de viaje, Rega empezó a pensar que habían cometido un error, o varios.

El camino, donde podía llamarse así, era muy reciente. Había sido abierto en la jungla por manos enanas, lo cual significaba que avanzaba muy por debajo de los niveles superiores de los enormes árboles, donde humanos y elfos se sentían más cómodos. La senda daba vueltas y revueltas a través de regiones umbrías y lóbregas. En las escasas ocasiones en que la luz del sol llegaba hasta ellos, parecía reflejada a través de un tejado de verdor.

Allá abajo, el aire parecía atrapado por las ramas que quedaban más arriba. Era rancio, cálido y húmedo. Las lluvias torrenciales sobre las copas de los árboles descendían en regueros hasta allí, filtradas a través de incontables ramas, hojas y lechos de musgo. El agua no era clara y fresca, sino que tenía un color parduzco y un intenso sabor a musgo. Era un mundo distinto, deprimente, y al cabo de un pentón
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de marcha, los dos humanos del grupo estaban profundamente hartos de él. El elfo, siempre interesado en nuevos lugares, lo encontró bastante emocionante y mantuvo su habitual actitud animosa.

Sin embargo, el sendero no había sido abierto para el paso de caravanas cargadas. Con frecuencia, las enredaderas, árboles y zarzas eran tan tupidos que los tyros no podían atravesarlos con la carga sobre sus cuerpos acorazados. Cuando tal cosa sucedía, los tres tenían que descargar las cestas y arrastrarlas a mano por la jungla, sin dejar de regalar los oídos de los tyros con halagos para convencerlos de que siguieran adelante.

En varias ocasiones, el camino se interrumpía al borde de un lecho de musgo gris e hirsuto y era preciso descender hasta profundidades aún más lóbregas, pues los enanos no habían tendido puentes que unieran los bordes de los precipicios. Al llegar a uno de ellos, fue preciso descargar de nuevo a los tyros para que pudieran tender sus hilos y bajar por su cuenta. Los pesados cestos de la mercancía tendrían que bajarse a mano.

Arriba, con los brazos casi descoyuntados, los humanos se prepararon y fueron dando cuerda lentamente, transportando el equipaje. La mayor parte del trabajo correspondía a Roland. El cuerpo delgado y la escasa musculatura de Paithan servían de poco. Finalmente, éste se encargó de fijar la cuerda en torno a la rama de un árbol y atarla con firmeza mientras Roland, con una fuerza que al elfo le pareció maravillosa, se ocupaba del descenso de los bultos sin ayuda alguna.

Primero bajó Rega, a fin de poder desatar los cestos cuando llegaran al fondo y para asegurarse de que los tyros no escapaban. A solas en el fondo del precipicio, entre aquellas procelosas tinieblas gris verduscas, acompañada de gruñidos y resoplidos y de la súbita llamada espeluznante del mono vampiro, Rega asió el raztar y maldijo el día en que había permitido que Roland la metiera en aquel asunto. Y no sólo por el peligro, sino por otra razón: algo completamente imprevisto, inesperado. Rega estaba enamorándose.

—¿De veras viven los enanos en sitios así? —preguntó Paithan mirando cada vez más arriba, pero sin ni siquiera así conseguir ver el sol a través de la densa masa de musgo y ramas que lo cubría.

—Sí —respondió Roland lacónicamente, no muy dispuesto a tratar el asunto por miedo a que el elfo le hiciera más preguntas sobre los enanos de las que estaba preparado para contestar.

Los tres estaban descansando tras salvar el mayor de los precipicios que habían encontrado hasta entonces. Las cuerdas de cáñamo apenas habían alcanzado el fondo e incluso Rega había tenido que subirse a un árbol para desatar los cestos, que habían quedado colgando a unos palmos del suelo.

—¡Vaya, si tienes las manos cubiertas de sangre! —exclamó Rega.

—¡Bah, no es nada! —Dijo Paithan, mirándose con tristeza las palmas llenas de rasguños—. He resbalado cuando ya estaba en el último tramo de cuerda.

—Es este maldito aire húmedo —murmuró Rega—. Me parece estar viviendo en el fondo del mar. Ven, deja que me ocupe de ella. Roland, querido, tráeme un poco de agua limpia.

Roland, rendido de agotamiento sobre el musgo gris, lanzó una mirada furiosa a su «esposa»: «¿Por qué yo?», decía su actitud.

Rega devolvió a su «marido» una torva mirada de reojo que parecía replicar: «Dejarme a solas con él fue idea tuya».

Roland, rojo de ira, se puso en pie y se adentró en la jungla llevándose el odre del agua.

Aquélla era la ocasión perfecta para que Rega continuara su maniobra de seducción del elfo. Era evidente que Paithan la admiraba, tratándola con indefectible cortesía y respeto. De hecho, Rega no había conocido nunca a un hombre que la tratara tan bien. Pero al tener aquellas manos finas y blancas de dedos largos y esbeltos entre las suyas, cortas y morenas, con los dedos rechonchos, Rega se sintió de pronto tímida y torpe como una muchacha de pueblo en su primer baile.

—Tu tacto es muy agradable —dijo Paithan.

Rega se sonrojó, alzó los ojos hacia él bajo sus largas pestañas negras y encontró los de Paithan, que la contemplaban con una expresión inusual en el despreocupado elfo: su mirada era grave, seria.

«Ojalá no fueras la esposa de otro hombre.»

«¡No lo soy!», quiso gritar Rega.

La mujer notó un temblor en los dedos, los retiró rápidamente y se volvió para rebuscar algo en su equipaje. «¿Qué me sucede?», se dijo. «¡Es un elfo! ¡Lo que nos interesa es su dinero! ¡Esto es lo único que importa!».

—Tengo un ungüento de corteza de sporn. Me temo que te va a escocer, pero mañana por la mañana estarás curado.

—La herida que sufro no curará nunca.

La mano de Paithan acarició el brazo de Rega con gesto dulce y cariñoso. Rega se quedó completamente inmóvil y dejó que la mano se deslizara sobre su piel, brazo arriba, despertando a su paso un verdadero incendio de pasiones. La piel le ardía y las llamas se le extendían por el pecho y le oprimían los pulmones. La mano del elfo se deslizó luego por la espalda de la mujer hasta rodearla por la cintura para atraerla hacia él. Rega, asida con fuerza al frasco de ungüento, no opuso resistencia pero no miró a Paithan en ningún momento. Era incapaz de hacerlo. Todo aquello saldría bien, se dijo.

La piel del elfo era suave, los brazos delgados, el cuerpo ágil. Rega trató de pasar por alto el hecho de que el corazón le latía como si fuera a salírsele del pecho.

«Roland volverá y nos encontrará... besándonos... y entre los dos vamos a... a jugársela a este elfo...»

—¡No! —exclamó Rega, y se zafó del abrazo de Paithan. La piel le ardía pero, inexplicablemente, fue presa de un escalofrío—. ¡No..., no hagas eso!.

—Lo siento —murmuró Paithan, retirando el brazo de inmediato. También él respiraba agitadamente, con jadeos entrecortados—. No sé qué me ha sucedido. Tú estás casada y debo aceptarlo.

Rega no respondió. Se mantuvo de espaldas al elfo, deseando más que nada en el mundo que él la estrechara entre sus brazos pero consciente de que volvería a rechazarlo si lo hacía.

«Es una locura», se dijo, secándose una lágrima con el revés de la mano. «He dejado que me pusieran la mano encima hombres que no me importaban en absoluto y ahora, en cambio, a éste..., lo quiero..., y no puedo...»

—No volverá a suceder, te lo prometo —añadió Paithan.

Rega comprendió que hablaba en serio y maldijo su corazón, que se encogía y agonizaba ante tal perspectiva. Le diría la verdad. Ya tenía las palabras en los labios, pero se contuvo.

¿Qué iba a explicarle? ¿Que Roland y ella no eran esposos, sino hermanos, que le habían mentido para sorprender al elfo en una relación indecorosa, que habían proyectado someterlo a chantaje? Rega imaginó su mirada de asco y de odio. Seguro que la abandonaría.

«Será mejor que lo hagas», le susurró la voz fría y dura de la lógica. «¿Qué posibilidades tienes de ser feliz con un elfo? Aunque encontraras un modo de decirle que estás libre para aceptar su amor, ¿cuánto duraría? Él no te quiere de verdad; ningún elfo puede amar de verdad a un humano. Sólo está entreteniéndose. No serías más que un pasatiempo, un coqueteo que duraría un par de estaciones, como mucho. Después, te abandonaría para regresar con los suyos y tú serías una proscrita entre tu propia gente por haberte entregado a las caricias de un elfo.»

«No», replicó Rega con terquedad. «Paithan me ama. Lo he visto en sus ojos y tengo una prueba de ello: no ha intentado forzarme en sus requerimientos.»

«Muy bien», insistió la irritante vocecilla. «Digamos que tienes razón y te quiere. ¿Qué sucede entonces? Los dos quedáis proscritos. El no puede volver con los suyos y tú, tampoco. Vuestro amor es estéril, pues elfos y humanos no pueden reproducirse. Los dos vagáis por el mundo en soledad. Transcurren los años y tú te vuelves vieja y ajada, mientras él se mantiene joven y lleno de vida...»

—Eh, ¿qué sucede aquí? —exclamó Roland, surgiendo inesperadamente de entre los arbustos. Al ver la escena, se quedó paralizado.

—Nada —respondió Rega con voz fría.

—Ya me doy cuenta —murmuró Roland, acercándose a su hermana. Ésta y el elfo estaban uno en cada extremo del pequeño claro del bosque, lo más alejados posible el uno del otro—. ¿Qué sucede, Rega? ¿Os habéis peleado?.

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